Mi obra publicada está mayormente en mis libros (puedes recabar nota de algunos en mi página académica: www.uv.es/perezjos). Pero hay también obra menor. De ella incluyo aquí unas 60 colaboraciones de prensa en sentido amplio que agrupo temáticamente en 5 apartados para facilitar su uso. Algunos de los textos son ajenos a la actualidad presente en el sentido de que han sido escritos en contextos de debate y controversias pasadas y entiendo que requerirían actualización de publicarse hoy. Otros son, más bien, atemporales. Todos explican de alguna forma los vericuetos por los que ha transcurrido hasta ahora mi compromiso público como un modesto profesor.
Sobre mi teléfono celular o móvil
Ante su insistencia, hace unos días envié a un amigo el siguiente correo para darle una explicación, reconozco que un tanto airada, de por qué no dispongo de teléfono móvil:
No tengo coche, móvil, tableta, tarjeta, bici o cualquier otro instrumento deportivo. Tampoco como carne ni derivados. No me importa si otros lo hacen.
Aborrezco a los que beben alcohol, fuman, consumen drogas o apuestan dinero. Y me importa si otros lo hacen: creo que deberían de cambiar con terapia o sin ella.
Y ahora tampoco viajo.
Por otro lado me gusta el deporte, la naturaleza, el estudio, las artes, las tradiciones, la variedad, la sencillez, la libertad, y amo a Dios y su Iglesia.
Cosas de la vida. Joe
Después me arrepentí. Caí en la impertinencia de la prisa y no le dije la verdad. No mentí, pero tampoco le dije la verdad pues la verdad del asunto requiere de un discurso que no cabe en esas pocas líneas. Entre otras cosas debería de haber hecho una doble matización. Por un lado, que si bien no me importa que otros usen celular o móvil, sí que pienso que en la gran mayoría de los casos esos otros deciden contra su bien al usarlo; y por otro, que mi renuncia al uso del artilugio no se basa en que yo sea yo (un tipo distinto como parece que quiera decir en el correo), sino en que pretendo ser racional y en ese sentido igual al resto.
Sin ser pretencioso podría haber dicho a mi amigo que no uso móvil porque no lo necesito, lo cual es la pura verdad, para después añadirle con la confianza que le tengo: y si yo no lo necesito siendo quien soy y haciendo lo que hago, tú probablemente tampoco. Pero también podría haberle expuesto un razonamiento más etéreo y argumentado que es el que justifica estas letras, más o menos como sigue:
Distinguiendo uso y abuso y sin referirnos a esos contextos en los que su uso esté justificado por la necesidad o la conveniencia, el teléfono celular, en la mayoría de los casos, supone una disminución de soberanía; en muchos casos también supone una violación de la intimidad; y en manos de ciertas personas y en ciertos momentos de la vida es un serio obstáculo para el desarrollo personal.
Aparte del razonamiento sobre la contribución a la diversidad y a la pluralidad, y a la disminución de los centros de poder, a mi juicio el argumento más serio es el de la soberanía referida al sujeto familiar. La familiaridad es una nota indisociable de nuestra identidad unitaria y descontextualizar esa dimensión es irreal. Cada quien es quien es, en su individualidad y familiaridad. La visibilidad externa de nuestra autonomía individual es la corporalidad y sus huellas, mientras que la visibilidad de nuestra familiaridad se concreta fundamentalmente en el hogar. Cuando uno llama a la puerta de una casa, en la mayoría de los casos llama a la puerta de un hogar y se entiende que quien reside dentro es un sujeto familiar que conforma también unos sujetos individuales mayores y menores de edad. En un hogar el acceso, la puerta, es común como lo es casi todo, que vincula a sus habitantes en un nosotros que distingue entre propios y extraños y que modula comportamientos, actitudes y relaciones de distinta manera según sea dentro o fuera. Así, saltarse la puerta (hacia el interior o hacia el exterior) es una violación de la soberanía familiar. Ello se produce, por ejemplo, cuando uno sale o introduce a alguien por la ventana, saca o introduce algo por ella, o cuando abusa la confianza tácita para, superando el pudor debido, esconder algo o esconderse de los demás de la casa.
El contexto propio del hogar como espacio es el privado-público: privado para los de fuera y público para los de dentro. Se entiende que la disminución del espacio público en el hogar en un ejercicio de privatización del mismo, conlleva una pérdida de soberanía del sujeto familiar. ¿Y no es esto lo que ocurre cuando el móvil se usa en el hogar para lo privado-privado sin mediación del acceso común? Lamentablemente sí.
¿Pero –se podría objetar- por qué es lamentable?, ¿no puede el sujeto familiar ceder soberanía a alguno de sus miembros privatizando una parte del común? Que se privatiza el común familiar está claro, ahora bien que se incrementa la soberanía de algún miembro aún sea a costa de otros no lo está tanto. Gran parte de las relaciones humanas son relaciones de poder a través de las cuales se puede ejercer un dominio pero también sufrir una dominación. O sea que cuando yo le privatizo a mi hijo una parcela del hogar (cuando le permito el uso del móvil) o cuando me lo apropio yo mismo (cuando yo no apago el móvil del trabajo en el hogar) muy probablemente estoy jugando con una posibilidad de esclavitud que no justifica la promesa de libertad que quería hacer o hacerme.
Vayamos ahora fuera del hogar, al espacio público de la calle o al semipúblico del trabajo. Aparte de situaciones especiales o extraordinarias que ameriten una comunicación coordinada para un propósito puntual, a mi juicio el uso del teléfono móvil está justificado en la calle en sujetos dependientes por razón de enfermedad, y en el horario de trabajo fuera de la oficina por razones laborales. Más allá de estos contextos, el uso se torna generalmente en abuso.
Naturalmente voy mucho más allá de lo que se entiende por patológico, adictivo o ilegal con reconocimiento de víctima. Abuso es intentar controlar, curiosear, dominar en definitiva, mediante la tecnología inalámbrica en entornos de familiaridad. Es trufar presencias y acompañamientos reales debidos con contactos a distancia. Es también robar tiempo, presionar o aprisionar, en el sentido de meter prisa, contagiando la ansiedad propia a los demás. Y es también privar a los demás de la contemplación en libertad necesaria para entender el mundo capacitándoles para la madurez que la vida adulta requiere. Es por esto que digo que enganchar a un niño a la adicción del móvil es una forma de perversión y que el abuso de la tecnología es un arma de destrucción cultural masiva.
Los espacios públicos y semipúblicos son lugares de aprendizaje que requieren la alerta de los sentidos. Y son ámbitos de relación que implican la atención y solicitud próxima. Puesto grosso modo, en la calle uno puede bien mirar al cielo para descubrir las golondrinas que anuncian la primavera, bien mirar alrededor para apercibirse de las necesidades ajenas, o bien, por el contrario, mirar abajo para comunicar idioteces urgentísimas con texting.
Ni qué decir tiene que soy un gran defensor del teléfono institucional, del ¿está fulanita?, ¿se puede poner?, ¿de parte de quién? También soy muy amigo del silencio reflexivo, del pensar y pensarse, y de tratar de ser dueño de uno mismo, que es a mi juicio, lo que justifica cualquier educación.
Por último diré que sí, que yo también usaré el móvil cuando sea necesario. Cuando tenga dudas sobre si sabré encontrar o no el camino de vuelta a casa, cuando esté en situación de incomunicación continuada por cualquier otro medio, o cuando el poder me obligue a ello bajo pena insufrible. Pero, gracias a Dios, esa eventualidad no se ha originado… todavía.
JPA. 4 de Abril de 2016.
Reflexión sobre la educación "católica"
Hace un tiempo Juan Manuel de Prada publicó el artículo
(que incluyo debajo) sobre lo que llamaba la tragedia de la escuela católica.
Hacía referencia a otro artículo del mismo periódico en el que se repasaba la
trayectoria escolar de los líderes laicistas españoles en colegios católicos.
De Prada tenía y tiene a este respecto más razón que un santo. Ahora bien, yo
no señalaría solo a los colegios católicos. Para mí el problema está en eso
que se llama educación católica y que incluye, por supuesto y sobremanera, a
las universidades.
Una vez vino a verme el rector de una universidad adjetivada
católica para ofrecerme un relevante puesto de trabajo en la institución. Le
dije que yo hacía la distinción entre universidades católicas y
universidades de inspiración cristiana. Las primeras eran universidades de vida
católica y las segundas solo de ideología. Mientras que en las segundas
solo se exigía espíritu católico (eso que se llama humanismo cristiano) en
los contenidos de las asignaturas que tienen que ver con la doctrina, en
las primeras, en las universidades católicas, se debía vivir como cristianos;
es decir: los profesores y el personal de administración y servicios, habrían
de imitar a Cristo en su trabajo dentro de la universidad como se supone
que lo harían fuera. Esto es, entre otras cosas, acudirían a actos de piedad y
formación organizados en el campus, dedicarían tiempo a la oración
personal en la capilla del campus, y rezarían en el aula con sus alumnos. Al oír
todo esto el mencionado rector me dijo que según mi distinción su universidad
solo era de inspiración cristiana y que entendía que no estuviese interesado.
Quedamos amigos.
Solo unas semanas después en otra universidad también
llamada católica hubo un misa oficiada por un importante cargo de la curia
vaticana y se invitó a asistir a todo el claustro. A la hora de comulgar, se
acercó y comulgó un cargo académico cuyo adulterio sostenido es públicamente
conocido. A nadie pareció importarle excepto a un reducido grupo de alumnos,
miembros de jóvenes provida con los que tengo relación, que resultaron
escandalizados.
No, no se trata solo de un problema de los colegios católicos. El
problema al que hace alusión de Prada es un problema de ejemplaridad
(disiento de Javier Gomá en otras cosas pero no en esto). La reforma que parece
necesaria no será eficaz, aunque no haya que despreciar en absoluto esta táctica
también, si solo se consigue que unas pocas instituciones educativas dejen de
ser "de inspiración cristiana" para ser genuinamente católicas.
Si la Iglesia es jerárquica, habrá que empezar desde arriba
una cadena de excelencia. En esa cadena deben de figurar rectores, decanos,
profesores, directores y maestros que sean excelentes católicos, además de ser
excelentes profesionales. Hoy hay, desgraciadamente, en puestos de dirección de
instituciones educativas "católicas", demasiados excelentes
profesionales (a menudo laicos) que son mediocres católicos y también
demasiados buenos católicos (a menudo clérigos y religiosos) que son mediocres
profesionales. Pienso que ninguno de los dos nos sirven. Ni en el mirar para
otro lado ni en el clericalismo está la solución.
Tenemos dos escenarios de horrible futuro por el que hay que
evitar precipitarse. De un lado el de esas universidades católicas de Estados
Unidos (caso de Marquette, por ejemplo) donde se echa al profesor que disiente
de la sexualidad a la carta, o donde (caso de Georgetown, por ejemplo) se
mantiene en su puesto de decano al exclérigo recién casado con su amante del
mismo sexo. Y de otro lado el de esas universidades (muchas en países de habla
española) de acendrado nepotismo y compadreo clericaloide donde el único
criterio de excelencia académica válido es la proximidad sumisa a la
arbitrariedad de un mando que se perpetúa por ineptitud.
Hemos de apuntar a que la excelencia católica (el afán de santidad) anide
junto al amor a la ciencia en el corazón y en la cabeza de los que se dedican
a educar.
Al final la vieja receta servirá de nuevo como una meta que
es un programa de vida para todo educador: doctos y humildes al tiempo, sabios y
desprendidos. Pero eso lo llevamos diciendo siglos: Santa María, asiento de la
sabiduría. Vieja porfía que creo que necesitamos revitalizar.
Ojalá que lo que dice de Prada con mucha mejor pluma que yo
despierte y alumbre responsabilidades dormidas.
La
tragedia de la escuela católica JUAN
MANUEL DE PRADA ABC
Lunes , 26-04-10
«COLEGIOS católicos, cantera de líderes»,
rotulaba ayer este periódico un magnífico -y, acaso sin pretenderlo,
estremecedor- reportaje de Blanca Torquemada en el que se desempolva la infancia
y adolescencia de diversos dirigentes políticos españoles que estudiaron con
curas y monjas. En realidad, el rótulo que mejor hubiese casado con el
reportaje hubiese sido: «Colegios católicos, cantera de líderes anticatólicos»,
a la vista del ganao que en él se concitaba; pero basta el eufemismo de «cantera
de líderes» para designar la tragedia de la escuela católica, cuya razón de
ser no es otra que la de erigirse en «cantera de discípulos»; y no del
liberalismo, ni del socialismo, ni del feminismo, ni de cualquiera de los «ismos»
o idolatrías políticas establecidas, sino discípulos de Cristo. «Dejad que
los niños se acerquen a mí», dice Jesús en cierto pasaje muy divulgado del
Evangelio; pero cuando se comprueba que muchos niños que pasan por la escuela
católica son quienes luego, de adultos, más se alejan de Cristo y más
afanosamente trabajan para que otros también se alejen, uno empieza a
considerar que tal vez la escuela católica debería empezar a aplicarse la
admonición que hallamos en el mismo pasaje evangélico: «Al que escandalizare
a uno de estos pequeños, más le valdría encajarse una rueda de molino y
arrojarse al mar».
En su reportaje, Blanca Torquemada afirma que
las solicitudes de ingreso para los colegios católicos son «aluvión»; y
ensalza el «predicamento de los colegios católicos, que consolidaron su
prestigio y sus altos niveles de exigencia académica y se mantienen como
referente de la educación de calidad en España». Pero si el prestigio de la
escuela católica ha de justificarse por su nivel de exigencia académica y por
el número de las solicitudes de ingreso es porque ha extraviado su razón de
ser; pues, por mucho que fatiguemos el Evangelio, no encontraremos pasaje alguno
en el que Cristo hable de exigencia académica o de aluvión de solicitudes. Más
bien al contrario, descubrimos que a sus seguidores no los buscó precisamente
entre los letrados; y, desde luego, tampoco puede decirse que hubiera un «aluvión
de solicitudes» para incorporarse al número de sus discípulos. Una escuela
católica en la que escasearan las solicitudes de ingreso y donde la exigencia
académica fuese más bien escasa tendría razón de ser, con tal de que fuera
verdadera «cantera de discípulos»; en cambio, una escuela católica
convertida en cantera de líderes anticatólicos que luego se dedican a combatir
el Evangelio de Cristo en la política, los medios de comunicación, la cultura
o la empresa carece de razón de ser, por mucho que la desborden las solicitudes
de ingreso y por elevada que sea su exigencia académica. Si la sal se vuelve
sosa, ¿quién podrá salar el mundo?
El reportaje de Blanca Torquemada incluye
declaraciones de los religiosos que se encargaron de la formación de estos líderes
anticatólicos ante las cuales uno no sabe si reír (con una risa nerviosa y mohína)
o llorar (con lágrimas como las de Getsemaní). La monja que enseñó Religión
a Bibiana Aído, por ejemplo, asegura que la ministra que compara ponerse tetas
con abortar y niega la pertenencia al género humano de los niños que se gestan
en el vientre de sus madres quiere a las monjas con las que estudió «algo
exagerao»; y que »los valores de la familia de Nazaret fueron el fundamento de
su educación, y eso queda». Como hemos de suponer que la hermana en cuestión
no es una cínica, tenemos que concluir que vive en la inopia. Que es,
exactamente, lo contrario de lo que se nos reclama en el Evangelio: «Estad
despiertos y vigilantes». Pero sospecho que la escuela católica lleva mucho
tiempo viviendo como las vírgenes necias de la parábola; y así se ha
convertido en cantera de líderes anticatólicos.
Los cristianos no somos pacifistas
Me refiero al ideario ex tempore no al hecho histórico (si lo hemos sido o no) ni a su valoración moral contextual (si cuando sí o no estuvo bien). De este modo y por mor de dar una explicación de entrada al enunciado con el que encabezamos este escrito, hay que partir, a mi juicio, de una distinción que pienso radical: la que formulamos entre pacífico y pacifista. Jesús nos propuso claramente el ideal pacífico en el Sermón de la Montaña y ahí no caben dudas: un cristiano no es buen cristiano si al mismo tiempo no es pacífico. Ahora bien, ¿qué es ser pacífico? Pues en mi modesto entender ser pacífico entraña dos acepciones significantes principales: la acción de pacificar por un lado y la de no iniciar la violencia ad extra por otro. En este sentido pienso que de la misma forma que, como explicaré después, para el cristiano el pacifismo no es una opción, ni mucho menos una obligación, sino una incongruencia que puede ser incluso pecaminosa en algunas situaciones, el comportamiento y la actitud pacíficas son, por el contrario, una exigencia evangélica que está en la base del ideario de la fe cristiana. Ser pacífico es, no solamente una aspiración, sino un deber en el que se forja el llamado a la santidad, como lo son también las propuestas de la mansedumbre y la humildad tan ligadas al compromiso de paz.
Pero volvamos al evangelio. Son muy numerosas y conocidas las admoniciones de Jesús y, consecuentemente, de toda la tradición cristiana a favor de la concordia y la paz y que brotan como lógica expresión práctica del mandato supremo y fontal de la caridad. No cabe duda de que la fraternidad universal, que incluye el amor al enemigo, es una de las más excelsas novedades que legaron la predicación de Jesús y sobre la que muchos (entre nosotros Ratzinger, brillantemente) basan y cimentan su racionalidad y fuerza convincente. Menos conocidas son, sin embargo, las citas que atestiguan a un Jesús que ampara la confrontación y el uso de la fuerza, no solo contra uno mismo sino contra otros, y por eso conviene recordarlas. Así, por ejemplo:
Lucas 12:49 “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”
Mateo 10:34 “No piensen que he venido a traer la paz sobre la tierra. No vine a traer la paz, sino la espada.”
Lucas 12:51 “¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división.“
Juan 2:15-16 “Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio».”
Marcos 11:15-16 “Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en él. Derribó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas, y prohibió que transportaran cargas por el Templo.”
Lucas 22:36 “El agregó: «Pero ahora el que tenga una bolsa, que la lleve; el que tenga una alforja, que la lleve también; y el que no tenga espada, que venda su manto para comprar una.“
Marcos 9:42 “Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar.“
Hay quienes leen estos pasajes en clave pacifista en vez de pacífica y se escandalizan de que Jesús apadrinase o utilizase la violencia física, aparte de la verbal: “…raza de víboras…” (Mt. 12, 34), o “…id y decid a esa zorra…” (Lc. 13, 32), con la que son más condescendientes. Algunos incluso apuntan distinciones de legitimación para esa violencia evangélica distinguiendo desde el punto de vista del sujeto la que podía decir y hacer Jesús por ser quien era y no nosotros o, desde el punto de vista del objeto, la que se puede hacer contra las cosas y no contra las personas y, dentro de ello, las que procuran daño irremediable o no. Yo pienso, más bien, que para deslindar las confusiones que puede generar la interpretación de estos dichos y hechos de Jesús aparentemente contradictorios con otros, hay que remontarse más atrás. Y no me refiero a más atrás en el tiempo sino a más atrás en la lógica. Es decir, hay que ir y partir de la lengua y ver qué queremos decir cuando hablamos de paz y violencia.
A continuación apunto lo que yo quiero decir, entiéndaseme bien, sin enmendar la plana a nadie ni a ningún diccionario, al objeto de explicar la aseveración del enunciado. Es obvio y patente para un servidor que muchas de las disputas humanas están producidas por mengua de léxico; porque nos faltan palabras con las que referirnos a los conceptos e ideas que intentamos transmitir y si cada quien se inventase una palabra nueva para cada nuevo matiz la comunicación sería imposible. Pero para eso están las aclaraciones, los discursos y el texto: para poder entendernos y con ello avanzar el conocimiento si es posible.
El tema es muy complejo y vamos a quedarnos en la periferia pues abarcarlo en su conjunto requeriría un tratado (de hecho hay varios sobre el asunto). Supongo que habrá quedado más o menos claro por lo dicho hasta ahora que pienso que ser pacífico no excluye de suyo el uso de la violencia mientras que ser pacifista sí. Me quedo con que el pacífico excluye el inicio de la violencia o, más precisamente, el inicio de un nuevo ciclo de violencia por pequeño que este sea. Digo esto último para esquivar el problema que en esta línea de argumentación supone la evidencia de violencias estructurales precedentes: esas que en el lenguaje de los que defienden la teoría del conflicto justifican la lucha activa y permanente por la justicia. Y es que efectivamente la violencia es un hecho social en el que nacemos: el recurso a la violencia y el ser humano son co-históricos.
¿Qué hacer ante ello? ¿Cómo reaccionar ante la violencia? El pacifista que se piensa cristiano o viceversa dice que con amor y poniendo la otra mejilla y no está muy desacertado. En efecto, me parece que esta actitud de respuesta es moralmente muy superior a la que propugna la tradición jurídica romana que en base a un supuesto derecho natural justifica la legítima defensa y que fue acogida e incorporada más tarde por la tradición cristiana sin la, a mi juicio, suficiente revisión crítica. Por ello, por esta falta de crítica o mengua de elaboración o también, por qué no, por imposibilidad contextual en el tiempo en el que se acoge o adopta como legítima esa actitud, creo que hay un matiz que se suele perder en el discurso. Y es que, al menos como yo lo entiendo, la agresión violenta de la que habla el evangelio y ante la que se postula ofrecer la otra mejilla es la agresión a uno. Quiero decir que no se trata aquí de la agresión a otro. Más bien pienso que el mandato de la caridad evangélica y la fraternidad universal de la que es promotora y portadora el Nuevo Testamento me obliga tanto a renunciar a mi defensa violenta como a defender al otro, prójimo y víctima, con la violencia cualificada pertinente y necesaria frente a la violencia iniciada no consecuencial contra él o ella. Aquí está la diferencia entre pacífico y pacifista: en que la violencia puede ser un deber de caridad.
Con sorna suelo decir que un colega mío ya fallecido, Max Weber, descargó esa carga fraternal que nos obliga a todos, en el estado moderno como detentador del monopolio de la violencia legítima. Weber no era un padre de la Iglesia pero como ocurrió antes con la legítima defensa, la aceptación de ese monopolio se ha recibido en la Iglesia también sin la necesaria revisión crítica, que si bien se ha hecho se ha mostrado insuficiente. Los pacifistas están en este sentido mucho más cerca del evangelio que los estatistas. Si los cristianos no somos pacifistas respecto a la violencia, menos aún somos estatistas, y menos ahora cuando descubrimos al estado contemporáneo como procurador violento (aborto o guerra moderna) con capacidad incluso para la autodestrucción planetaria.
¿Cómo se puede concretar entonces sin entrar en ningún discurso político ni en disquisiciones teóricas sobre tipologías de la violencia una civilidad pacífica acorde con los dichos y hechos de Jesús? Pienso que manteniéndonos en las coordenadas de la revelación en la medida en que asumamos nuestra responsabilidad evangélica. Me parece, en este sentido, muy acertado el calificativo que se usa ahora de católico evangélico para nombrar a quien de acuerdo con la tradición y la fidelidad debida a la Iglesia asume su responsabilidad ante Jesús por las palabras y el ejemplo de vida que nos dejó su paso por este mundo. A mi juicio ese deber o responsabilidad pasa, por lo que a este tema se refiere, entre otras actitudes, por:
Ser pacífico, como se ve, es una consecuencia de agencia que no acaba en uno. Es más, en este sentido, que ser pacifista y creo que es lo que los tiempos demandan.
No se me oculta, en otro orden de cosas, que este debate alumbra otro de mucho más calado intelectual y sobre el que a diferencia del que ha motivado esta breve reflexión todavía se ha escrito poco. Y es el de la misma justificación del Estado y lo que la Iglesia de hoy tenga que decir al respecto. Creo que veremos en un futuro ya próximo una gran efervescencia en torno a él.
JPA, 1 de Septiembre de 2016
La justicia está
sobrevalorada
En un anterior comentario se argüía que el cristiano puede
emplear la violencia para defender a la víctima indefensa y próxima, y que
ello se torna en deber inexcusable si el cristiano se encuentra como el único
obstáculo ante un daño irremediable e irreparable. La violencia, se decía,
puede ser un deber de caridad, y el pacífico (cristiano) debe emplearla en esos
casos sin por eso dejar de ser pacífico.
Para un cristiano, el amor al prójimo es prioritario; está por encima de la
paz. Al contrario que para un pacifista para quien la paz es lo primero. Así,
por ejemplo, Gandhi dejó morir a su mujer porque era pacifista; un pacífico no
lo habría hecho. La distinción entre pacifista y pacífico es de importancia
capital. En este sentido no podemos caer en la demagogia (tan querida del
pensamiento único, por otra parte) de asumir que quien no se confiesa pacifista
es belicista.
Hay que detectar y huir de la manipulación del léxico en un
intento de hacer pensar y repensar con sentido crítico el discurso para sentar
en base a qué parámetros distinguimos lo correcto de lo incorrecto. En ese
esfuerzo deslindaremos también perspectivas y en este tema, el de la justicia,
pienso que, como por otra parte en casi todo, lo político va por un lado y Jesús
por otro.
Para el argumentario político la violencia, dicen, es un
deber de justicia y la injusticia clama violencia, sea esta reglada o a veces,
incluso, no. Yo disiento: la violencia puede ser un deber de caridad, sobre lo
otro, que pueda ser un deber de justicia, tengo más que dudas. Efectivamente la
caridad es superior a la paz pero ¿es la justicia superior a la paz? Casi todos
los estatistas dirían que sí mientras que casi todos los evangélicos dirían
que no pues efectivamente es algo que no se desprende de la vida (y sobre todo
de la muerte) de Jesús. Por eso me alineo con los segundos, con los que ven en
el evangelio la pista para entendernos como humanos, para los que
consecuentemente tanto la defensa como la rebelión no puede justificarlas la
justicia sino solo la razón de caridad.
¿Hemos de tolerar entonces la injusticia? Pues depende a
costa de qué, pero me inclino a pensar que en la mayoría de las situaciones
que en el mundo de hoy consideramos injustas y salvada la caridad, sí. El
calificativo aquí es importante y no es “justo”. De este modo, lo legítimo
y correcto en asuntos de causa mayor lo es por caridad y no por justicia con lo
que, a mi juicio, quedan fuera de lugar conceptos como las guerras o penas
justas que excluyen tanto la caridad como el perdón.
Entiéndaseme bien, no excluyo la política en su conjunto
pero sí que intento darle otra razón. Y puede hacerse. El orden social, la
policía, o las reglas de convivencia, pueden razonarse en base de caridad en
vez de en base de justicia, y todo un nuevo panorama (paradigma o, incluso,
revolución dirían algunos) saldría de este beneficioso trueque. Dudo,
efectivamente y como se habrá sospechado, que en el contexto histórico actual
podamos encontrar razones de caridad para legitimar el estado, si bien creo que
sí puede haberlas para consentirlo provisionalmente.
Que me perdonen, pues, la mayoría de los juristas pero
entiendo que a la justicia le compete la elucidación y, si acaso, la proposición
pero no la acción. Es más, creo que toda acción violenta que se ampare
solamente en la justicia carece de legitimación. Por eso pienso que la justicia
está sobrevalorada.
Pensando en alguna crítica ya manifestada, para concluir
vayamos a las bienaventuranzas (Mt. 5. 3-12). Como bien sabemos la justicia se
menciona en dos de las ocho. En la cuarta cuando se dice “bienaventurados los
que tienen hambre y sed de justicia” y en la séptima: “bienaventurados los
perseguidos por causa de la justicia”. La interpretación que hago es a la luz
de otro pasaje, cuando Jesús dice (Mt. 6, 33): “buscad primeramente el reino
de Dios y su justicia”. Entiendo que Jesús se refiere a su justicia y no a la
justicia, es decir, a la Justicia del Reino de Dios que se asienta, según las
coordenadas que marca el espíritu del evangelio, sobre tres apoyos principales:
la caridad, la misericordia, y el perdón. En este sentido el hambre y sed de
justicia de la bienaventuranza es el deseo y búsqueda del Reino, y la persecución
por causa de la justicia es la persecución religiosa y martirial. Recordemos,
por otro lado, que también Jesús dice (Luc.12, 14): “¿quién me ha
constituido juez entre vosotros?”, como marcando las diferencias entre la
Justicia, la del Reino, con mayúsculas, y la justicia con minúsculas, la que
aquí calificamos de sobrevalorada, mayormente cuando tendemos a confundirla en
aras de una absolutización inconveniente, y puede que idolátrica, con la otra,
la Justicia del Reino de Dios.
JPA, 1 de Octubre de 2016
La violencia, entendida como el uso de la fuerza para
conseguir un fin con mediación de daño, admite muchas tipologías. Zizek habla
de violencia subjetiva (física y visible), simbólica (psíquica y emocional),
y sistémica o estructural (de acción soterrada y mediadores anónimos). Sin
embargo, este desglose entre lo latente y lo manifiesto, no parece que predomine
en la percepción pública (opinión) de los conflictos humanos que busca la
denuncia del violento y el reconocimiento de la víctima. Las denuncias que
articulan los medios de comunicación, en la mayoría de los casos, pretenden señalar
un culpable al modo como se hace en un juicio y con la pretensión de que cargue
una pena. Es uno de los aspectos lamentables y onerosos de la judicialización
de la vida. Aquí el curso vital se convierte muchas veces en una metáfora de
la vista penal con la pretensión de separar lo legítimo (lo mío, lo
aceptable, o lo políticamente correcto) de lo que no lo es.
La pena resultante, cualquier pena, sea legítima o no, justa
o injusta, latente o manifiesta, es violencia. Bien, hay que aceptarlo: parece
que en este mundo hipermediatizado hemos de acostumbrarnos a vivir con la
violencia. Está omnipresente en nuestra vida y aunque la deleguemos en
instancias que queremos mantener alejadas de nuestro operar, tarde o temprano,
se presentará ante nosotros sin posibilidad de esquivarla. Y para ello hay que
prepararse: no podremos en ese momento mirar para otro lado. Sí, se habla mucho
de educación para la paz pero pienso que es necesario plantear de una vez la
necesidad de una educación para la violencia.
No participo de la opinión, pretendidamente ilustrada, de
los que distinguen entre una violencia legítima (o justa) como la que mete al
penado en prisión, detiene delincuentes, reprime la kale borroka, fusila al
convicto traidor en guerra, o en la misma guerra mata al enemigo, en el sentido
de que son violencias que se ajustan a derecho, y una violencia ilegítima al
estilo de la que destruye un abortorio impidiendo los crímenes que allí se
cometen, o la que detiene y hiere al desalmado que blandiendo un arma se
abalanza contra tu vecino (defensa ajena). No estoy de acuerdo con esta distinción
porque a las primeras, las que mucha gente bien pensante etiqueta como legítimas
en base a derecho, se les da su vitola legitimadora en la justicia. Y aquí está
la pega. Es decir, es al legitimador, real o metafórico, al que cuestiono pues
no creo en la justicia encarnada o de máximos: ésa que se atreve a legislar a
su gusto al amparo del poder.
Hay quien me muestra su acuerdo: “sí, tienes razón, el
poder constituido es la justicia y en este sentido la justicia es impura pues es
imposible una justicia independiente del poder, pero no hay alternativa
mejor”. El interlocutor se refiere a alternativas a la justicia sin
embargo yo me refiero al poder. Es al poder al que hay que buscar alternativa.
Hay también quien matiza arguyendo que la justicia tiene
mecanismos correctores y virtudes complementarias y ahí cuestiono que la
caridad sea complemento (aun necesario) de la justicia pues la convertiríamos
en legitimadora de la misma (y del poder). Es una cuestión de prioridades y
opino que la caridad viene primero siempre. ¿Qué dejo para la justicia o el
derecho? Lo subsidiario y nada más: una justicia de mínimos. En definitiva, mi
visión del estado (legitimador) es subsidiaria. Por eso digo que la máxima
subsidiaridad es la anarquía (el estado innecesario) y la mínima el
totalitarismo (el estado omniabarcante). Estoy de acuerdo en que lo primero, la
anarquía como la mayor expresión del orden (que si lo da la ciudadanía
horizontalmente no es necesario que lo dé el gobierno verticalmente) es
inalcanzable, pero no por ello debemos dejar de proponerla como meta y de tratar
de tender a ella eliminando obstáculos que si bien pudieron tener una
justificación en el pasado se encuentran ahora sin ella. Uno de los obstáculos
es el discurso fontal (y vertical) del derecho como articulador de la polis. La
polis, o sea, la fraternidad (horizontal), viene antes, y el evangelio, al menos
en mi opinión, sirve para corroborarlo y/o descubrirlo (para quienes no se
hayan dado cuenta hasta ahora).
José Pérez Adán, Octubre de 2016
El
estado es el Dios de los ateos
A mi juicio los tres debates básicos sobre los que se han
ocupado los filósofos a lo largo de los tiempos, el de realismo-idealismo, el
de objetividad-subjetividad, y el de la verdad, solo interesan al argumentario
sociológico marginalmente. Los sociólogos partimos de evidencias, no antes y,
por consiguiente, asumimos la realidad y el acceso a ella como punto de partida.
También asumimos que es posible distinguir a posteriori lo mejor de lo peor y
que ello nos da pistas para proponer progreso de cara al futuro.
Para nosotros, no obstante, resulta de capital importancia
dilucidar la dicotomía conformada por la distinción
universalidad-particularidad, así como la que separa permanencia de
contingencia pues entendemos que el paso del tiempo impele cambio que torna gran
parte de la vivencia humana en tránsito y mudanza.
Por todo ello no sé si será prejuicio profesional pensar,
cuando el sociólogo mira el hecho (evidencia) del mensaje evangélico, que su
contenido todavía no se ha propuesto como progreso social, al menos por parte
de quienes desde posición de autoridad se consideran los depositarios de su
herencia, es decir la Iglesia. Me refiero a que no se ha propuesto todavía para
la universalidad del todos, pues reconozco que sí se ha hecho sectorial o
particularmente para comunidades de llamada o carisma.
La pregunta que trato de desarrollar, si bien
incipientemente, es la de qué parámetros de referencia constituirían una
propuesta política convivencial cristiana basada en la caridad, el mensaje
central del evangelio. Digo bien en la caridad y no en la justicia pues
considero que a la hora de plantear un orden político, según cómo se mire,
los presupuestos de la caridad y de la justicia pueden resultar en posiciones y
propuestas antitéticas.
Bien es verdad que en abstracto no hay contraposición entre
justicia y caridad. Pero en lo concreto, donde se plasman las preferencias, el
qué viene antes y después, sí que pueden darse contraposiciones de calado. Así
si alguien considerase que la justicia está por encima de la caridad, entraríamos
en claro desacuerdo pues yo sostengo (y creo que el evangelio también) que es
al revés.
De este modo, si ello es así, el argumento más fuerte
contra cualquier disfunción social, sea el robo o el aborto, no es que va
contra la justicia sino que va contra la caridad. La caridad, que nos obliga
personal y colectivamente a proteger al otro en tanto que víctima, deviene en
prevención (apartamiento, temporal o no, del agresor), en perdón (ausencia de
estigma), y en unión (todos a una). En este sentido el orden político de la
caridad, según la jerga al uso, perdona pero no olvida; se hace cargo (no
delega); y conforma lazos de apoyo primario que generan comunidad.
Si damos la categoría de evidencia al evangelio no podemos
pretender ocultarla, actuar como si esa evidencia no existiese, a la hora de
articular propuestas de progreso social (paso de una situación peor a otra
mejor mediando la agencia humana). Aquí no se trata de convencer al descreído
(que puede no creer en la caridad), sino que la tarea prioritaria es, a mi
parecer, hacer recapacitar al creyente, que se ha olvidado de que la caridad es
el mandamiento nuevo. La caridad no hay que esconderla como si tuviésemos miedo
de ser etiquetados de evangélicos (o de nazarenos como dicen los yihadistas).
No hay que argumentar como si Dios no existiera sino precisamente al contrario.
Y, sin embargo, parece que hayamos colgado y encerrado a Dios
en el armario. Hay que rectificar, sacarlo y mostrarlo. Lo primero es lo
primero: la caridad máxima resulta en la justicia mínima. Allí donde hay
caridad, se propone, se promueve y se difunde, privada y públicamente, la
justicia se torna subsidiaria: un recurso de excepción. La caridad es a lo
social-civil como la justicia a lo político-estatal. Por eso el estado es el
dios de los ateos. Y por eso también, pienso, que la anarquía es el óptimo de
progreso que cabe pensar para las propuestas políticas cristianas.
La sabiduría es la meta del estudio. No está prisionera de
ningún enfoque, disciplina o especialidad sino que, más bien, es el punto en
el que converge cualquier emprendimiento intelectual. La sabiduría es una
ambición, mejor dicho, un amor típicamente universitario. No caben aquí las
viejas distinciones escolásticas, que también podíamos llamar ordenancistas o
moldealistas, para separar, y menos aún para jerarquizar, saberes. A la sabiduría
se llega por multitud de caminos y por eso es reacia a los adjetivos.
De ámbitos, entornos y
escenarios
La realidad social es necesariamente plural y compleja,
afectada de historias y tradiciones diversas, insertada en contextos y
circunstancias peculiares, y sujeta al dinamismo propio de la acción humana. Se
dice que en ella podemos considerar cuatro entornos: tres sociales (estado,
mercado y comunidad) en terminología etziniana y uno asocial. Y se habla también
de dos ámbitos principales: el público y el privado, aplicándose también los
calificativos de político, civil y social, entre otros, a manera de precisión
y distinción.
El ánimo es etiquetar la realidad social para comprenderla
mejor pero ello puede hacernos caer en el peligro del moldealismo: aplicar
nuestro sesgo mental al mundo hasta confundir realidad e idea. Por ello y
para evitar el reduccionismo que supone encerrar lo social en categorías de
ocurrencia es necesario, antes de avanzar en cualquier esfuerzo descriptivo,
subrayar que a la realidad social no se le pueden aplicar los criterios
binomiales que Linneo usó con los seres vivos. El cambio social no tiene raíles
ni dirección predeterminada.
Pero, en cualquier caso, y puesto que estas distinciones y
criterios sobre ámbitos, entornos y escenarios sociales están al cabo de la
calle, bueno será, una vez puestos a ello, evitar simplismos interesados y
tratar de hacerlo lo mejor posible. Se pretende eludir las confusiones que
generan la des-ilustrada jerga política y mediática, con ánimo de entendernos
mejor. Al efecto, propondremos una variedad de escenarios explicativos
ilustrados con algunos ejemplos.
Así, si 1 es el estado, 2 la comunidad y 3 el mercado, la
combinación de ámbitos y entornos nos daría una pluralidad de escenarios
entre los que quedarían como más relevantes los siguientes:
A) Del Estado
11 público-estatal (o público-público): exclusivo y
monopolista del todo como uno, como en el caso del ejército.
12 público-privado: apunta cierta participación y
pluralidad como la externalización de servicios en salud, educación y seguros
e infraestructuras.
B) De la Comunidad
23 público-civil: de la sociedad a la sociedad como las
fiestas, religiones, tradiciones, y lengua.
24 privado-civil: de un sector a otro como las oenegés.
25 privado-público: de un particular a otros como la educación
concertada o los taxis.
C) Del Mercado
36 privado-semipúblico: de un proveedor a múltiples
clientes, como la empresa.
37 privado-social: de un proveedor a la sociedad, como los
medios de comunicación.
D) Y como escenarios no sociales o antisociales:
48 privado-privado: la conciencia.
49 privado-estatal: la corrupción, el hampa o el
absolutismo.
Ciertamente cuando en las instancias del poder o del
contrapoder del tipo que sea se piensa solo en la dicotomía público-privado
reduciendo esas nueve duplas a una, ya entendamos cada una como relación de
oposición o de cooperación, no solo se sale uno de la realidad sino que va
contra ella, pues se margina, ignora, o excluye la mayor parte de la misma hasta
equivocarla por completo. Algo similar ocurre, aunque esto ya sea más en
concreto patrimonio de cierta izquierda trasnochada, cuando añorando el
totalitarismo se llega a confundir sociedad y estado en un ejercicio de
moldealismo ideológico que acaba en el sectarismo de intentar esculpir la
realidad que está fuera de uno al gusto de quien la piensa con y dentro de
prejuicios, casi siempre hueros de discernimiento y objetivación.
Cada ámbito y escenario demanda su propio trato y
justificación y ahí entran en juego las diversas áreas del saber humano, y más
en concreto las ciencias así llamadas sociales. Y ello se hace conjugando los
puntos de vista y análisis de las cuestiones relacionadas para cada escenario
con la identidad y las instituciones, la finalidad y los medios, o las
consideraciones primeras de justicia, libertad, igualdad, y paz. Para ello
contamos con las aportaciones del derecho, la economía y la sociología.
Se verá entonces con mayor claridad que el objetivo propio
de las cuatro ciencias sociales que hemos nombrado es el estudio de la realidad
social en su conjunto. De la política principalmente el orden, del derecho la
ley, de la economía los bienes, y de la sociología el cambio. Las cuatro van
de la mano y se complementan y ayudan.
A mi juicio el saber social demanda hoy en día una presencia
y protagonismo en la consolidación de cualquier proyecto educativo, máxime en
la educación superior. Es de lo que menos se sabe y más se habla; lo que más
interesa por la importancia de los problemas que trata; y lo que en mayor medida
afecta a las demandas del mundo contemporáneo de cara al futuro.
Dejando al margen las ciencias de la salud, cuya importancia
relativa es más o menos constante y firme a lo largo de la evolución del saber
humano y de los centros donde se procura, me parece que es pertinente constatar
al respecto de la relación de saberes en la actualidad, que siendo cierto que
las humanidades son importantes e imprescindibles y que no habiendo duda de que
la técnica es necesaria, el devenir tiene sus apuestas y gustos. Si en un
momento se consideraron las humanidades como el saber capital dando la categoría
de instrumental respecto a ello a lo social y lo técnico, y más tarde lo técnico
pasó a ser cardinal, hoy las ciencias sociales son el saber central. Un saber
necesitado de la instrumentalidad básica de las humanidades y afectado de
manera determinante por el progreso técnico, pero que demanda un reconocimiento
y trato del que todavía carece en la mayoría de los centros de saber.
Los problemas de nuestras vidas, en la medida que problemas
sentidos, son en su mayor parte problemas de naturaleza social. Problemas de ámbitos,
entornos y escenarios relacionales. Bien es verdad que nunca antes hemos estado
tan juntos, nunca antes nos hemos influenciado más unos a otros, nunca antes la
presencia ajena nos ha sido tan patente ni nuestra exposición a ella tan
manifiesta, y nunca antes nuestras acciones han llegado tan lejos ni las de los
más lejanos nos han interpelado tanto. Por otra parte, nunca hemos estado
sujetos a más poderes ni la técnica nos ha capacitado tanto para ejercer poder
sobre los demás.
Los escenarios actuales están dotados de una diversidad
extensa e intensa, cuantitativa y cualitativa, que hace pertinente una
capacitación mucho más profunda que la ofertada para poder comprender el mundo
en que vivimos y hacerlo útil, sano y acogedor para la vida humana en sociedad.
Y esta misión y reto requieren una apertura de miras y un bagaje cultural que
hacen necesario repensar los parámetros que se han usado hasta ahora para
educar a la siguiente generación. Hay ciertos contenidos que hemos de
desaprender, prejuicios de los que hay que liberarse, y corporativismos que hay
que superar, para acceder a un genuino cambio educativo. ¡Y estamos tan
lejos de ello!
Uno de los principales obstáculos es el que representa la
misma comprensión de la educación como propia del escenario público-estatal.
Partiendo de un camino equivocado no hay posibilidad de llegar a ninguna meta
prevista. No es de extrañar que en muchos lugares este escenario haya devenido
en antisocial, en privado-estatal, en la medida en que la corrupción, el
sectarismo ideológico y las mafias instaladas lo han convertido en coto
excluyente de ejercicio de poder, no ajeno muchas veces a la pretensión de
imponer uniformidades de pensamiento.
El cambio es el objeto propio del conocimiento sociológico.
La sociedad es cambio: progreso y decadencia a la par en continuo movimiento.
Trasiego veloz que en la aceleración contemporánea ha motivado que la sociedad
se escape del pensamiento. Va muy por delante sin darnos tiempo a comprender, y
mucho menos a proponer con sabiduría y ciencia la dirección del camino a
seguir. De ahí la necesidad de impulsar el pensamiento hacia un conocimiento
del dónde estamos que posibilite ver más allá del terreno que pisamos. Y
entonces vendrán las propuestas: políticas y económicas enmarcadas en el
derecho e impulsadas por el deber.
Necesitamos que la razón tome el control. Nunca antes ha
sido tan necesaria esa distinción entre razón y sinrazón no ya en el
abstracto de la elucubración sino en el concreto del obrar. Una razón que será
entonces social.
José Pérez Adán 6 de Diciembre de 2016
Hay mucho ingenuo con barniz ilustrado. Me asombra que todavía me siga asombrando encontrarme con colegas aborregados y creo que esta asombrosa repetición debe originarse en la inercia que conformó en mí el espíritu curioso que siempre he padecido. De niño pensaba que el saber era una liberación, una puerta de escape que permitía soportar la incomprensión. Cuanto más sabías, más eras lo que eras sin ser lo que otros querían que fueses. Por eso a la par que buscaba saber y crecía sabiendo (porque no se puede crecer de otra manera) suponía que el conocimiento nos distinguía conformando lejanías que eran ámbitos de libertad. Al cabo me di cuenta de que todo esto era una ilusión de juventud y me lo tengo que repetir muchas veces porque se me olvida: que no, que el saber no vacuna contra el aborregamiento necio, que al ilustrado se le manipula a veces mucho más fácilmente que al ignorante.
Efectivamente hay mucho ilustrado necio e ingenuo creyendo no serlo y, al tiempo, ignorantes inmanipulables. Adelanto que, a mi juicio, la frontera que los separa es la fe.
Estamos en la era de la manipulación glotal: propositiva, compulsiva, sistémica, estructural e ilimitada. Es a lo que se dedica todo poder digno del nombre en busca de súbditos: a manipular para someter. Una búsqueda interminable y continua de sumisos que se efectúa a través de multitud de canales comunicativos ordinarios, más o menos horizontales, como la seducción, la incitación a cualquier adicción, la ocupación del tiempo ajeno, la educación y el entretenimiento estandarizados, la dependencia tecnológica, y el rendimiento ante la corrección política o la presión ambiental. Y aún peor es el caso de la sumisión que se consigue mediante la coacción a través de canales coercitivos más o menos verticales como la imposición de rutinas, modos, formas y procesos de obligado cumplimiento administrativo-burocrático donde se suprime la posibilidad de una elección entre posibilidades múltiples. Manipula la razón de estado al ciudadano de a pie, manipula la racionalidad económica al que consume y al que produce, y manipulan también la amistad interesada, y el ansia de éxito, seguridad o reconocimiento en la relación interpersonal.
Creo que no hay mucha discusión a la hora de reconocer como reales todos estos ámbitos de manipulación glotal. Más aún veo que hay cada vez más gente, y esto sí que me choca sin encontrar vacuna preventiva para ello, que comprende y racionaliza este juego (por no llamarle lacra) al punto de sumarse al pelotón de potenciales súbditos irreflexivos (necios) con tal de incluir la posibilidad, próxima o lejana, de ganarse para sí la “felicidad” de manipular a su vez a alguien. Así quien no aspira a manipular es un tonto irracional y quien entra en el juego del toma y daca de la manipulación añade un incentivo (“racional”) a su pobre existencia.
No debería extrañarme, pues, reconocer el aborregamiento de los ilustrados y, sin embargo, como digo, me sigue sorprendiendo. ¿Cómo es posible que fulano, que es nada menos que catedrático, sea tan sectario y, además, adicto al pensamiento único?, ¿cómo es que mengano ha llegado a niveles de hipocresía tan grandes denunciando lo que él mismo hace?, ¿no se dan cuenta de que siguen consignas baratas sin el más mínimo posicionamiento crítico? ¿Por qué ni escuchan ni aprenden de quien no opina como ellos?
Sí ya sé que en la universidad nació la corrupción y que en ella ha crecido hasta hacerse endémica, pero todavía contado con ello, ¿no es la autocrítica reflexiva connatural a la búsqueda del saber?, ¿dónde están la disensión, la originalidad y la libertad y consecuente pluralidad de pensamiento? En definitiva, ¿por qué hay tanta gente igual, súbditos de lo mismo?
Se escucha poco, se conversa menos, el ruido aumenta, y se repite casi todo. Y si te rebelas, tú eres el raro por no ser súbdito.
De niño al tiempo que me afanaba, a veces compulsivamente, en leer y observar, oí hablar con despecho de “la fe del carbonero”. Debajo de casa de mis abuelos había uno: un tipo efectivamente tosco y fuerte que, no obstante, nos trataba muy bien a los críos cuando íbamos con la bolsa de esparto a provisionar combustible para el fogón de la cocina. Se llamaba Paco y tenía un pequeño azulejo de la Virgen en la pared con una vela prendida que encendía o apagaba al entrar o salir. Me hacía gracia observar en su franca sonrisa el contraste de su blanca dentadura con la cara tiznada. Paco el carbonero no sabía leer pero nos pedía que le trajésemos los periódicos viejos de casa para envolver el carbón. Todos le respetábamos muchísimo.
Paco era inmanipulable pero no por carecer de estudios sino por tener fe. Y pienso que lo mismo pasa al necio aborregado de nuestros días, lo es no por ser ilustrado sino por carecer de fe.
Hoy en día, más que nunca, fe pone a la razón en su sitio. Gran parte de las variedades modernas de manipulación vienen caracterizadas por su corrección “racional”, donde radican su justificación y éxito. La fe, y naturalmente me refiero a la fe verdadera, la única que, valga la redundancia, racionaliza la razón (Benedicto XVI), sitúa al resto de creencias también como formas de manipulación. Y, pregunta el necio, ¿no puede también manipular esa fe? Se puede manipular con la fe contradiciéndola o segmentándola, pero no con su desarrollo racional (sin comillas) a partir de la simple y única Verdad que es Cristo. Con ese solo punto de apoyo se mueve el discurso racional que blindan la libertad y el autodominio frente a toda manipulación.
Cualquier lógica necesita de un punto de partida seguro e incontestable, de un fundamento primigenio nítido y sólido que es su arranque. Cuando ese fundamento se demuestra falto, la razón acaba, tarde o temprano, por abocarse a la irracionalidad o simplemente a sobrevivir en la contradicción o en la hipocresía.
La lógica racional de la fe parte de un solo punto de seguridad: Jesucristo. Es comprensible, aun cuando cause sorpresa su repetido descubrimiento una y otra vez, que sin Él uno acabe fundamentando lo infundamentable en que otros también lo hacen. O sea, en el rebaño.
Acabaré diciendo que por todo ello y entre otras razones, en mi opinión, un súbdito no es un verdadero cristiano.
José Pérez Adán, 12 de Mayo de 2017
Biopolítica, Salud Social, y Necropolítica
Fue principalmente Foucault pero también otros pensadores del siglo XX los que pusieron de moda el término biopolítica para referirse a la relación del estado con las vidas de la gente conformando ritmos más o menos estandarizados para el ciclo vital. Las políticas del bienestar fueron reflejo de esa pasión ilustrada por optimizar la existencia colectiva influyendo desde la decisión o no de engendrar con las llamadas políticas demográficas a nivel mundial, hasta las pautas higiénicas y de consumo y los trances del fin de la vida. La biopolítica fue el apogeo del optimismo estatista que encontró de repente unos poderes cuasidivinos en su mano y una ingenua y mayoritaria aceptación. Sin embargo, la fase maníaca de este hipnotismo colectivo para con las bondades del estado protector no podía durar vistos los efectos depredadores producidos sobre la libertad y el medio ambiente. Por eso ahora hemos entrado en la época post, que es decadente y depresiva al tiempo.
Hay infinitud de conjeturas sobre si y cómo podremos salir de este tiempo post con innovaciones de léxico de lo más variopintas. Hoy en día si no le pones delante el post a algo no innovas nada y por eso los postmodernos se afanan en explicarnos qué es la postdemocracia, la postverdad, o la postsecularidad. Casi todos los apóstoles y adivinos del género post son intelectual, y en muchos casos también anímicamente, depresivos: Beck, Bauman, Zizec, Han, etc. Es lo que toca. La pregunta que cabe hacerse es la de si efectivamente la evolución lógica de la biopolítica es la necropolítica o si hay algún posible camino alternativo.
La necropolítica parece un hecho consumado, un fait accompli. La encontramos en la génesis del estado abortista que conforma el adn primigenio de lo que muchos llaman pensamiento único o nuevo orden mundial, y, por supuesto, también está presente en la proliferación y dependencia atómica, en la destrucción del medio ambiente hasta límites ante los que algunos comienzan a hablar de ecocidio, y en la anteposición del beneficio sobre la gente de la que hace gala la ideología económica dominante. La necropolítica caracteriza actualmente la relación del estado con su gente en la mayoría de los así llamados países más desarrollados. Lo post parece estar colmando su medida pues la postdecadencia no aventura más que finitud, el éxito de la misión que la necropolítica se propuso a sí misma engañándonos a todos. Una visión que seduce a algún iluminado con el ilusorio ficcionario de una transmigración gnóstico científica hacia un nuevo reino de transhumanos y ciborgs: la metamorfosis cósmica regeneradora de nuestra especie.
Suena a disparate y lo es. Pero no porque no sea ni posible ni verosímil ni porque no se procure ni haya quienes defiendan con ahínco tal despropósito. De la necropolítica no puede salir nada bueno. Entonces, ¿por qué perseveramos en ella? ¿Hay, como decíamos, caminos alternativos?
Un servidor, modestamente, ha propuesto uno pero es duro de roer. Y es que para enfrentarlo hay que volverse de post a anti y lo anti está hoy muy, pero que muy mal visto. Bien, pues hay que dejarse de remilgos y afrontarlo: vamos a ponernos enfrente, no del lado de los necros y decirles: por acá no pasáis, os retiro la palabra y la consideración al punto de que podéis contarme entre vuestros enemigos militantes; más aún, la confrontación que va a seguir la jugaremos según mis reglas y no las vuestras: preparaos para una polémica sin tregua ni cuartel. Suena duro, ¿verdad? Pues, como decíamos antes, es lo que toca. No hay otra en mi opinión y veamos hasta qué punto.
Pienso que hay unos antis de partida de irresoluta necesidad y que podemos etiquetar como la postura anticonservadora y la estrategia antipolítica. Poco hay que conservar del legado post, es más, es necesario hacer ver que el mero curso inerciático de eventos es irreconducible con los instrumentos que la misma inercia nos lega. Ni las instituciones, ni los procesos, ni la cultura que los permea, en la medida en que estos elementos están encapsulados en estructuras de poder consolidadas son capaces de revertir el rumbo de connotaciones negativas previsibles para el devenir del mundo. Al ánimo del pactismo conservador y cómodo repele el deseo de cambio y giro a lo opuesto que demanda la necesidad de poner por delante la vida de la gente sin poder. Hablamos de los no nacidos, de los que tendrán que convivir durante miles de años con residuos radiactivos, y de los que no deciden nada de cuanto se emprende. Afirmarse como anticonservador es definirse como objetor, insumiso, e inconforme con causa. Libres de ataduras con el estado de cosas a las que nos aboca la necropolítica pretendemos que no tenga nada que ver con nosotros: arrojarla de nuestras vidas.
Y lo queremos hacer con una estrategia antipolítica. No vamos a caer en el engaño de los juegos de azar: no pretendemos conquistarles para ganar el premio de ocupar su lugar. Nos damos cuenta de que el ansia de poder ajeno es el veneno que lo ha emponzoñado todo. Un veneno contagioso que no queremos tocar ni siquiera para destruirlo, máxime cuando nos damos cuenta que la mejor manera de acabar con él es simplemente irse. Un poder deja de serlo cuando se queda sin súbditos. Y eso lo podemos hacer. Irnos sin movernos del sitio; dejar de ser súbditos para convertirnos en señores de nosotros mismos; autodominarnos para dejar de ser dominados y dominantes. La antipolítica así entendida conduce a la reducción del estado y de los centros de poder en general a su mínima expresión. Y también, en definitiva, a la aparición de una civilidad que no consiente en delegar sus responsabilidades en representantes con beneficio.
Y aquí entra el tercer término del título que hemos puesto arriba: la salud social. Hace ya años que sigo investigando, midiendo y comparando la salud social en países y colectivos diversos y entre las cosas que he sacado en claro, una, quizá la más importante, es que llegado un punto de desarrollo científico-técnico y de cultura jurídica la salud social depende más de lo civil que de lo político. Más de las familias que de los estados; más de las comunidades que de los gobiernos; más de las relaciones libres que de las directivas burocráticas. ¡Qué bueno sería que la biopolítica diese paso a la salud social en vez de a la necritud! Estoy convencido que ese trasiego puede darse si intervenimos para que al menos se dé dentro de nosotros.
Pd.: De todo esto he hablado en extenso en: Manifiesto Anticonservador, La Salud Social, Adiós Estado Bienvenida Comunidad, y en Sobrepoder.
JPA, 29 de Mayo de 2017
Puede parecer extraño que un defensor de la llamada educación en familia y, al tiempo, un enconado crítico del empeño gubernamental por abrogarse el derecho a educar, salte a la palestra a decir algo sobre la opinión pública pedagógica (llamémosla OPP). La OPP en la medida en que perpetúa y consolida el poder que el sistema educativo ejerce sobre niños y jóvenes tiene un cierto tufillo totalitario y fascistoide. Disiente de la crítica y persigue la disidencia denunciando los defectos imaginarios que dicen se detectan en quien no se pliega o hace las cosas de distinta manera. Tiene un afán imperioso de tarima alta que comparte con los que se suben encima para moldear la realidad, y los demás en ella, a su antojo. Por eso la OPP forma parte del bloque moldealista, al que me he referido en alguna otra ocasión.
-Usted, lo que debería de hacer es…
-¡Oiga!, yo haré lo que quiera, aplíquese sus recetas a usted mismo si tan seguro está de ellas.
Pero claro la OPP vive de eso, de decir a los demás lo que deben de hacer con sus hijos una vez que uno se ha satisfecho manipulando al suyo. Y es que cuando lo piensas un poco y en serio, toda educación tiene bastante de manipulación, como toda historia de ficción, y como toda formación de regimentación reguladora.
-Entonces, ¿dice usted que debemos de cerrar las escuelas y renunciar a toda transmisión de conocimiento?
-No exactamente, pero sí que digo que debemos replantearnos la OPP de arriba abajo repensando la educación como cuidado.
Para este cometido pienso que debemos partir más temprano del recurrido debate entre formación e información. Un servidor cree que el cuidado primigenio y protección mental que necesitan niños y jóvenes en el mundo actual radica como objetivo en eso que los antiguos llamaban autodominio. Autodominiarse o ser dominado es el dilema que afrontan nuestros hijos, vayan o no a la escuela, y hemos de procurar como sociedad y como padres que el fiel de la balanza se decante del lado del autodominio. Pero decía que hay que posicionarse un poco antes de esto. Antes de ni siquiera plantearse, si es que hubiese que llegar a ello, algo que dudo, la transmisión de ningún contenido informativo estandarizado.
Fueron Amartya Sen y después, en otro sentido, Amitai Etzioni quienes me hicieron pensar sobre esto. El ser humano más que un animal es, para el tema que nos ocupa, como una planta. Una planta que, dando por supuesto que germina en el ambiente y condiciones climáticas propicias a su constitución, hay que cuidar y mucho para que llegue a regalar fruto. El cuidado tiene tres dimensiones principales. Como en el mundo vegetal si hablamos del riego, del abono y del antiplaga, aquí hemos de referirnos a las virtudes, los valores y las capacidades. Se ha hablado mucho de virtudes y valores, pero no tanto de capacidades y por eso quería traer a cuenta todo esto.
Los valores son amores, las virtudes hábitos, y las capacidades potencias. En mi opinión, si hay un valor que hemos de procurar descubrir lo más temprano posible en nuestros allegados ése es al amor a la libertad. En mi opinión también, si hay un hábito que hemos de regalar a nuestros hijos en primer lugar ése es el del orden para diferenciar las metas y regular los pasos asequibles para llegar a ellas. Pero, ¿y las capacidades? De ellas se habla poco o nada y son, a mi juicio, tan importantes como los valores y virtudes. Si queremos cuidar bien es necesario potenciar las capacidades de cada uno desde la más tierna infancia.
Como ocurre con las virtudes y los valores se pueden confeccionar amplios y variados elencos de las capacidades humanas. A mí me gusta ceñirme principalmente a 4 de ellas: a la voluntad; a las destrezas, tanto físicas como mentales y dentro de éstas últimas a la intuición, la memoria y el análisis; a la sensibilidad y particularmente a la apreciación y disfrute de la belleza y al ejercicio de la comprensión; y, por último, a la imaginación. Todavía está por descubrir y construir una pedagogía basada y fundamentada en las capacidades.
La OPP se ha visto a veces interpelada por la ausencia de valores y de virtudes en la educación y, como viene siendo habitual, ha hecho muy poco al respecto. No se ha visto cuestionada, sin embargo, sobre la mengua de capacidades porque de eso, como decimos, se habla, desgraciadamente, muy poco. Al tiempo que recordamos su importancia yo quiero romper una lanza aquí sobre una de ellas en concreto, una necesidad que se hace más urgente cada vez y es el cuidado de uno de los tesoros humanos ocultos más ignotos: la imaginación precisamente.
Cuidar, en el sentido de ayudar a crecer, la imaginación es uno de los cometidos más importantes en el acompañamiento hacia la madurez de un niño o de un joven. Si las capacidades son, en general, minusvaloradas por la OPP, la imaginación es a menudo despreciada con desdén. No nos damos cuenta de lo indispensable que es para entender, comprender y mejorar la realidad. Emprender algo, lo que sea, desde un proyecto de vida a una iniciativa profesional, comienza por ver (imaginar) una carencia susceptible de arreglo. Por eso es tan importante imaginar bien. No podemos imaginar para atrás (moldear el pasado) pero sí que podemos aspirar a ver la realidad que va a ser y todavía no es imaginándola correctamente. La realidad que va a ser no es pura ficción sino providencia divina, ciertamente incognoscible pero real en tal que existente. En este sentido, la imaginación es el realismo del idealismo mientras que la mera ficción es su fracaso. Por eso la imaginación en cuanto tal no aleja de la realidad, antes bien la ilumina y la dota de verosimilitud. Por el contrario la ficción en tanto que imaginación engañosa, cuando no se reconoce como mentira puede impedir que reconozcamos la realidad en la que vivimos y somos. ¡Cuán importante es, pues, no ya solo imaginar sino imaginar bien!
Pienso que hay que recordar cuáles son las herramientas y los obstáculos más importantes para cuidar, proteger y amparar el desarrollo de la imaginación en nuestros hijos. A mi entender la herramienta principal es el relato narrativo: el cuento, la conversación ilustrada y, sobretodo, la lectura. Éste es el riego. Por el contrario el obstáculo más importante lo encontramos en el engaño. Aquí la plaga. Por eso opino que engañar a un niño es privarle de la confianza necesaria para reconocer la realidad como es: un pecado de lesa humanidad que nunca hemos de comprometer a cambio de nada del mundo. El abono de la imaginación es, por otra parte, la seguridad que brinda el entorno, fundamentalmente la familia, que es donde opino se debe leer. La familia que ni lee ni conversa atora, coarta y anula la imaginación de sus jóvenes.
No soy, como habrá podido comprobarse, nada optimista acerca de los cambios que puedan operarse en la OPP sobre la importancia de cuidar las capacidades, además de las virtudes y los valores, de nuestros jóvenes. Menos aún de los posibles efectos positivos que para el cuidado de la imaginación pueden desempeñar las pantallas y demás subterfugios tecnológicos. Por eso veo en la alianza entre la escuela y la tecnología un configurante eje opresor que ejerce una fuerza omnímoda precisamente sobre los que menos pueden. De ahí que el sistema educativo formal e informal actual sea un mezquino desastre, un ejercicio de manipulación a escala nunca vista antes y que además prima la anulación de lo mejor al coartar las posibilidades de autodominio como uno de sus principales objetivos latentes.
Pero por todo ello sí que soy optimista sobre los resultados positivos que la negación de ese sistema, comenzando por la escuela optativa y la supresión de la obligatoriedad, puede tener para nuestros jóvenes. Para cuidarlos de verdad y en libertad, fijando la atención en la transformación que sus potencias, hábitos y amores pueden realizar en ellos mismos y en nosotros al tiempo, hemos de comenzar aplicándonos la receta en carne propia. Hemos de ser imaginativos. ¿Por qué no mandar a la OPP y al estado como agente educador a la trastienda de las pesadillas superadas al tiempo que asumimos cada uno nuestras responsabilidades cuidadoras frente a nuestros hijos?
José Pérez Adán. 22 de Junio, 2017
Siguiendo el consejo de un santo lo guardé cuando dejó de usarse. Le tenía cariño y de hecho lo he venido leyendo y repasando con asiduidad nostálgica muchos años, deseando tener la oportunidad de asistir de nuevo con la devoción de mi juventud a una misa de aquellas. Cuando Benedicto XVI promulgó Summorum Pontificum en 2007 pensé que había llegado el momento y que ya no tendría que esperar más y que encontraría facilidades por doquier para reencontrarme con esa piedad bendita y bella. Pero no. Mi desengaño fue grande al constatar que los clérigos (incluso algunos que habían oído el mismo consejo de labios del mismo santo) ya se habían acostumbrado a mandar un poco más y estaban cómodos decidiendo (¡espejismo de libertad!) la posibilidad litúrgica del día como permitía la reforma, y centrando las miradas de la feligresía en ellos mismos. Por más que busqué, ahora al amparo del derecho, no encontré ni siquiera entre los más veteranos quien detectase su deber en el derecho del laico, como dice el Motu Propio del papa Benedicto.
He conocido a bastantes sacerdotes pero ahora solo unos pocos auténticamente servidores. Muchos se han tornado mandones y pagados de sí mismos, y últimamente vuelven los trabucaires, esos que ven en la moral una excusa para hablar y pontificar de política y asuntos profanos por doquier. Siempre me he confesado un católico anticlerical pero creo que hoy en día tengo más razones para justificarlo a ojos extraños.
Este domingo, sin embargo, encontré un cura que me devolvió un hálito de esperanza y alegría. Un amigo me invitó a la misa que según el modo extraordinario se celebra en Valencia en la ermita de Santa Lucía, uno de los dos únicos templos que no fue profanado en la persecución religiosa del 36 en la ciudad (por cierto la más sangrienta de memoria histórica conocida). Era la primera vez que volvería a usar mi viejo misal después de tantos años en una celebración eucarística. La verdad es que iba con prevención. Temía encontrarme con un grupo de viejos intransigentes haciendo ostentación de tozudo enfrentamiento y también temía no encontrar la visibilidad formal de la sumisión a Dios que añoraba. Mis temores se desvanecieron enseguida. La feligresía era bastante más joven que la habitual en las misas de domingo. A mi lado se sentó un muchacho de unos quince años que contestaba en latín sin necesidad de leer su misal. Todos sabíamos lo que hacíamos ahí. El centro de atención era el sagrario y el protagonista Dios Padre, a quien se ofrecía el sacrificio. El cura no se hizo notar en absoluto, ni siquiera en su breve homilía de menos de cinco minutos. De hecho podía haber sido cualquier otro y la solemnidad y recogimiento quedaron salvados en todo momento. Hizo lo que tenía que hacer muy bien impersonando al oferente y víctima y, por tanto, pasando desapercibido. Todo muy preciso, fluido y digno. Al contrario de lo que ocurre en otros templos, y eso que era mi primera vez después de tanto tiempo, no hubo casi ninguna distracción y todo pasó o se me hizo muy rápido. ¡Qué bien!, ¡qué gusto!, ¡qué paz!
Al salir saludé a algún conocido con sorpresa mutua y volviendo a casa en el autobús, ciertamente emocionado, contemplé mi viejo misal, lo acaricié y besé con cariño. Y comprendí un poco más y mejor, agradecido, a ese sacerdote santo que me aconsejó conservarlo.
José Pérez Adán. 28 de septiembre, 2017
Una de las trazas más socorridas de la ignorancia ilustrada es la que hace referencia a la sociedad. Es un conocimiento que se da erróneamente por supuesto y es, sin embargo, uno de los temas de más necesaria y compleja elucidación. Se trata de una ignorancia que, cuando se reconoce, habitualmente culpa al otro: “nunca tuve una asignatura sobre ello”, “vosotros, los sociólogos, tenéis la culpa por no haceros presente en los planes de estudio”, etc. Pero lo más corriente es que no se reconozca, momento en el que el supuesto ilustrado, como no es tonto, trueca el uso del término por otro distinto que significando también distinto le saque del paso en el discurso que quiere construir. El resultado suele ser un discurso obtuso y, en la mayoría de las ocasiones, ideológicamente manipulado. Ello se da mucho en la academia por parte de los no versados en ciencias sociales cuando se empeñan en proponer programas y políticas sociales, y también y mayormente en la política por parte de doctrinarios y demagogos con ansia de poder en lo que ahora se llama el auge del populismo.
Hace unos días debatía con motivo de la presentación del libro Sociología de la Experiencia Religiosa con un profesor de lo que se denomina Pensamiento Social Cristiano sobre la conveniencia de saber acerca de lo social para poder hablar con propiedad sobre cualquier teoría sobre la sociedad. Mi interlocutor sostenía, por el contrario, que bastaba con saber antropología; decía que saber lo que era el hombre bastaba para saber lo que es la sociedad. Aquí tenemos uno de los errores a los que me refiero. La sociedad es un objeto de conocimiento dinámico mientras que el hombre no lo es y difícilmente se puede abarcar desde la especulación o abstracción conceptual sobre lo humano la riqueza de posibilidades vitales que origina su dispar caminar por el tiempo, su inserción dependiente con realidades distintas, desde la tecnología a la naturaleza, o su sujeción a cambios culturales imprevistos. En este sentido la sociedad es algo más que los humanos que viven en ella y ese algo más es precisamente el hilo conductor que vertebra el desarrollo de las llamadas ciencias sociales, algo que desconocía el profesor en cuestión.
Pero donde más se hace notar la carencia de conocimiento social o sociológico es en el discurso y en los debates políticos y en la jerga de los que los publicitan. Hablamos ahora de una carencia que puede producir daño, mucho daño. Y es por esto por lo que podemos referirnos a ciertos conceptos tóxicos que se usan a veces como sustitutivos del de sociedad. El más peligroso es, sin duda, el de pueblo. Hoy de moda por el populismo y el nacionalismo ha sido un perenne dolor de cabeza histórico en la lengua y el discurso de nazis, fascistas, comunistas y totalitaristas varios. El pueblo es un concepto insurreccional que en la mayoría de las veces clama por un nuevo reparto de poder entendido éste bien como el cambio de signo de una concentración (lo que se llama una revolución) o bien como el acopio de una nueva concentración en perjuicio de una disipación del mismo. Y acabamos de mencionar la bicha pues no hay nada que disturbe o desenfoque más lo que es la sociedad que el poder concentrado. La sociedad es el estado propio de naturaleza humano. Demanda, por tanto, como cuando nos referimos a una naturaleza bella, equilibrio, armonía, tranquilidad y respeto que pueden conseguirse en un mayor o menor grado resultando en una pluralidad y diversidad que permite comparar sociedades y hablar de progreso. Cuando la sociedad se reduce a eso que ciertos políticos llaman pueblo habitualmente nos encontramos con una sociedad sometida donde lo político priva sobre lo civil y donde la armonía de la naturaleza se sustituye por las barras de un zoológico.
Habrá que decir también algo ahora sobre otro concepto muy manipulado, el de ciudadanía. ¿Quién o qué es un no ciudadano? Alguien podría decir: un menor de edad, un preso, un disminuido psíquico, un extranjero, pero también una institución, una familia, una empresa o una iglesia. Los políticos suelen confundir al ciudadano con el votante (muchas veces solo su votante cuando practican el sectarismo). Sin embargo es obvio que hay sociedad más allá del estado, un espacio que el discurso político tiende a ignorar y sobre el que se ve necesario poner el foco de atención.
Por todo ello para este servidor constituye un reto personal de primera urgencia incentivar la formación en ciencias sociales y capacitar en ellas a todos los que, no habiendo tenido la oportunidad de adquirir esa formación previamente, desean dedicarse a la educación, a formar a otros, o a la función pública. Para ello hemos puesto en marcha la maestría en sociología entre IVSA y ULIA en un programa puntero que tiene vocación internacional y en el que, en la próxima edición que comienza el 1 de Enero de 2018 y acaba el 31 de Diciembre de 2019, participan también universidades de México, Guatemala, Colombia, Venezuela y Argentina: http://ulia.org/maestria-en-sociologia/
Se ha hablado recientemente de diversas
opciones cristianas. Pablo Sánchez Garrido habló de una opción paulina
dentro del ámbito de una nueva evangelización (Escribir en las almas,
Eunsa, 2014, p. 816 y ss.). Así, la opción o el modelo paulino se centraría
en ir a los areópagos actuales, siendo “sal de la tierra”, “luz del
mundo”, y “fermento en la masa”. Una opción llamada a llevar la fe
de nuevo a la vida pública. El autor la entiende como complemento de otra
opción, la opción benedictina de Rod Dreher (La Opción Benedictina.
Una estrategia para los cristianos en una sociedad postcristiana, Encuentro,
2018). Una sería la vanguardia y otra la retaguardia de un nuevo testimoniar la
fe en el mundo actual.
De La opción benedictina podemos
decir que está de moda y que solo un gringo podía haber escrito el libro que
la presenta. Hay ahí nostalgia de los Pilgrim Fathers y de las caravanas
del Oeste en un mundo en el que ya no hay tierras de promisión ni lugares de
escape. La opción benedictina es la ilusión del reencantamiento en un
mundo desencantado: una promesa que se describe factible con experiencias de
vida descritas y con una elaboración teórica más o menos justificada
(MacIntyre). Es también la denuncia de un mundo pagano incompatible con la vida
sana y digna que cabe esperar que anide en el corazón del creyente.
Dreher trata el asunto muy bien y construye
una propuesta y un análisis que no es de extrañar que haya constituido un
éxito editorial en el mundo anglosajón entre pensantes comprometidos. Si la
cultura pagana postmoderna da asco, vayámonos de ella y construyamos un entorno
aparte donde poder vivir en paz y sosiego permitiendo a nuestros hijos un futuro
esperanzador y digno. Pero se trata de irse de verdad, de construir nuevos
asentamientos y empezar de cero una nueva vida en común sin las contaminaciones
pestilentes de un paganismo perverso e inhumano.
Habrá que hacer notar, sin embargo, que la
opción benedictina no es la única opción “ortodoxa” (Dreher milita
ahora en esa iglesia oriental) para el tiempo presente. En el siglo XXI uno
puede, y quizá ello no podía hacerse en tiempos de San Benito, irse sin
moverse. Quizá esta propuesta merecería también un análisis y desarrollo
pormenorizados. Es lo que nosotros hemos intentado hacer con lo que llamamos opción
mariana.
Las fuentes de nuestra opción pueden
encontrarse en Sociología Mariana y en Más allá del capitalismo
(editados por José Pérez Adán en Eunsa, 2019). El contraste principal de la
opción mariana con la benedictina es que la primera, como la paulina, se
refiere al ámbito público yendo más allá de lo privado con vocación de
totalidad. Por otro lado el principal contraste con la paulina es el rechazo de
plano del paganismo mundano y la aspiración a sustituir las categorías
culturales vigentes en el mundo y en la Iglesia.
Si tuviésemos que visionar de modo
esquemático las tres opciones mencionadas sobre la configuración de las
relaciones entre la comunidad cristiana y el paganismo contemporáneo, lo
haríamos del siguiente modo considerando estas 15 variables, que constituyen al
mismo tiempo un resumen de lo aportado en los textos y un elenco programático
susceptible de elaboración pormenorizada:
Opción benedictina |
Opción paulina |
Opción mariana |
recluirse |
reinstaurar |
reinventarse |
aldea y claustro |
areópago y polis |
corazón y domus |
separación |
ciudadanía |
relación |
comunidad cerrada |
civilización |
comunidad abierta |
circular |
Vertical |
horizontal |
familiar |
masculino |
femenino |
pasado |
presente |
futuro |
irse (nuevo espacio) |
quedarse |
irse sin moverse |
pasado idealizado |
presente perfectible |
futuro desconocido |
religioso |
sacerdotal |
laical |
asistémico |
sistémico |
postsistémico |
negación |
afirmación |
negación |
apolítico |
político |
antipolítico |
ruptura mundana |
reforma mundana |
ruptura mundana |
continuidad eclesial |
continuidad eclesial |
reforma eclesial |
Pero quizá donde a vuela pluma más se
puedan captar las peculiaridades de cada opción sea en el discurso de las
virtudes que proponen resaltar y su jerarquización particular. La opción
mariana propone ensalzar como virtudes públicas la humildad, la pureza, y el
servicio desinteresado a los demás. Y ello hasta sus últimas consecuencias con
lo que, a nuestro juicio, supone transformar de abajo arriba el espacio público
rechazando el poder y sus abusos. La dirección a tomar para esta opción es la
del redescubrimiento del espíritu evangélico tal y cómo nos lo presenta esa
mujer laica virgen y madre que es María.
La idea que subyace en la opción mariana
es que si Cristo revela el hombre al hombre mismo, María nos muestra la
sociedad. Así, hay un modo mariano de entender las relaciones humanas y en este
sentido se puede decir que hay y puede hacerse una economía mariana, un derecho
mariano, una sociología mariana, y, también, una política mariana.
Se trata de decirle a este mundo secular
que lo mejor que podemos hacer es redescubrir a María imbuyendo sus virtudes en
la vida pública. Se trata de practicar la humildad en vez de proponer el
liderazgo; asumir el respeto al cuerpo que es autodominio en vez de ensalzar los
dudosos logros de la llamada revolución sexual; y defender el espíritu de
servicio en lugar de seguir acríticamente el discurso dominante de la
competitividad. Y ello no ya cada uno como individuos sino como grupos y
colectivos de gente. Sí, la humildad, por ejemplo, también ha sido hecha,
aunque nos cueste creerlo, para que la vivan las naciones, las empresas, los millennials
o los equipos de fútbol.
El debate sobre qué dirección tomar para
entrar con buen pie en lo que sea que viene después de la modernidad está
vivo. Particularmente ello es así cuando nos referimos a ciertos temas de
relevancia pública como son los llamados nuevos derechos o la educación.
¿Cómo será la educación del futuro? ¿Ampliaremos los derechos humanos en
cantidad y calidad? Ante estos retos que plantea el paso de una época a otra la
perspectiva mariana que presenta esta opción resulta iluminadora. Podemos estar
hablando de una sustitución, de un cambio radical, en la configuración
cultural del mundo porvenir. María, como dijo en portada un número reciente
del National Geographic, es la mujer más poderosa del mundo y el
propósito es hacer una valoración de lo que nos dice la propuesta de vida en
común que refleja la figura de María y que ello sirva para mejorar nuestra
existencia terrena como individuos y como sociedad.
Habrá que abordar en profundidad y con
claridad y precisión temas como el género, la secularización y el
religamiento, la mujer en la Iglesia, recomponer el discurso del progreso
humano, o la distinción entre lo sagrado y lo profano. Y hacerlo con un
lenguaje asequible al gran público: el de la incorporación de la opción
mariana a la propia vida. Hay un halo de novedad en todo esto que agrada al
tiempo que sorprende pues está en la entraña del evangelio. Por eso, entre
otras razones, creemos que de lo que estamos hablando es de un cambio que en sus
efectos será revolucionario y cuyas propuestas interesarán sobremanera a
creyentes (encantados y desencantados), políticos, educadores y, en general, a
buscadores que aspiran a mejorar las cosas confiando en los recursos que las
buenas ideas y los buenos razonamientos brindan al ser humano.
J.P.A, 13 de febrero de 2019
A raíz de la publicación del texto de Rod Drehher La
opción benedictina, han proliferado y se han puesto de moda diversas
opciones cristianas. Un servidor, que apadrina una de ellas, La
opción mariana, se ve en la necesidad de ponerlas en contexto habida cuenta
de cierta confusión sobre qué es de lo que estamos hablando, si bien pienso
que será conveniente empezar por ver de qué es de lo que no estamos hablando.
No nos referimos a diversos modos de entender la
vivencia cristiana y, por tanto no hablamos de carismas, ni de vocaciones, ni de
movimientos, ni de inspiraciones de Espíritu. Al efecto huelga presentar en
comparación o en contraposición a algunas de las opciones referidas sugerir la
pertinencia de hablar también de una opción teresiana, o ignaciana, o
franciscana aludiendo al carisma y a la innovación que en la espiritualidad católica
representaron grandes santas o santos cristianos. No, de hecho, no hablamos de
espiritualidad sino de política y, muy concretamente, de las relaciones de
poder que se ventilan en el mundo contemporáneo. En este contexto solo remota y
metafóricamente nos referimos a las dos ciudades de San Agustín.
Y es que ponemos el foco de atención en el poder de
la religión o en la religión como poder. Siguiendo a Michael
Mann en su afortunada distinción entre poder colectivo y poder distributivo (Las
Fuentes del Poder Social, 1997) situamos la religión como un poder
colectivo que en el primer tercio del siglo XXI se está viendo constreñido en
el mundo llamado occidental por el surgimiento de sobrepoderes
distributivos varios amparados en la legitimidad política y que tienen vocación
monopolista. Al efecto, tanto en Sobrepoder
(2016) como en Pequeña Investigación
sobre la Caridad Política (2017) hemos buscado experiencias y prácticas
sobre las que se pudiesen edificar propuestas de convivencia política cristiana
basadas no tanto en la justicia como en la caridad, y que conformasen entornos
donde cada cristiano pudiese ejercer en libertad y conciencia el autodominio que
exige la fe.
En
este contexto las opciones cristianas son un modo de reconocerse políticamente
distintos en el seno de sociedades y de culturas paganas y, en ciertos casos,
abiertamente anticristianas como muchas de las imperantes en nuestro tiempo. No
se trata de conformar una fuerza política al uso ni siquiera de participar en
política ni tampoco de decirle al cristiano cómo tiene que vivir su fe, sino
de manifestar a la cultura pagana y a los poderes que la conforman y amparan dónde
están sus límites por lo que respecta a quienes deseen identificarse con una
de estas opciones. Obvia decir que al albur de su propia conformación y
desarrollo cada opción pone sus límites en distinto sitio lo que,
naturalmente, nos parce muy bien.
Por lo
que se refiere a la opción mariana,
tal y como la hemos ido pergueñando, últimamente en Sociología Mariana (2019), nos estamos refiriendo a un ausentarse,
es decir a un irse con todas sus consecuencias, de la cultura pagana sin moverse
del sitio, también con todas sus consecuencias. No queremos dejar un hueco más
donde se extiendan poderes alternativos y opuestos para vivir en una especie de
gueto, sino que queremos ser reconocidos como diferentes continua y
sostenidamente para que lo pagano se reconozca a sí mismo también como lo que
es y, consecuentemente, deje su militancia cultural anticristiana para conformar
ámbitos políticos de convivencia y respeto donde las opciones dejen de ser
necesarias.
En
nuestra opinión, para dar visibilidad a estas opciones es pertinente
reconocerse y reafirmarse identitariamente como ajenos a la cultura dominante,
en palabras de Drehher pensarse contraculturales, y consecuentemente renunciar a
muchas de las supuestas comodidades con las que el paganismo compra las
conciencias. Pero para llegar a eso vemos necesario efectuar de modo paralelo
una reforma política de la Iglesia que la dote de credibilidad frente a sí
misma. Recalcamos lo de política pues es a lo que nos referimos y en concreto a
que los discursos vigentes sobre la responsabilidad y misión de los laicos se
reflejen visiblemente en las estructuras eclesiales dando así también un
protagonismo a la mujer del que ahora carece.
Nuestro
objetivo es que desde las virtudes marianas como la humildad y el servicio
vividas no solo privadamente por sujetos individuales sino también públicamente
por sujetos colectivos se vaya conformando una cultura alternativa que vaya poco
a poco transformando el paganismo en algo nuevo, que no sabemos cómo será pues
carecemos de experiencia histórica al respecto, pero que creemos que mejoraría
nuestro mundo y que haría, a la larga y a la corta, mucho más vivible nuestro
planeta.