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Cosas de otros

Un pequeño baúl de los recuerdos en el que he ido metiendo y sacando prendas varias y que nunca acabo de vaciar. He desechado muchas prendas pero estas que pongo aquí las quiero conservar.

ÍNDICE

Abadía, Leopoldo. Que hijos vamos a dejar a este mundo

Alimbau, J. M, La Razón. Einstein y Dios

Anónimo. A vueltas con la ñ

Anónimo. La eñe también es gente

Anónimo. Los Reyes Magos son de verdad

Anónimo Misal Antiguo. Las tres purezas

Anónimo. Lo que la iglesia ahorra el estado español sin reclamar ni medallas ni méritos y recibiendo solo a cambio críticas y deslealtades

Argullol, Rafael. ABC. Llamadlo codicia

Arroyo, Eduardo.Cómo fabricar un falso héroe

Azurmendi, Mikel. ABC Yo les acuso

Beato Cardenal Newman. Definicón de un caballero

Berger, Peter. Secularization falsified

Borges, Jorge Luis. Carta a un amigo

Byassee, Jason. Not your father’s pornography

Carrero, Ángel Darío. Entrevista a Gustavo Gutiérrez, uno de los padres de la teología de la liberación

Cervantes Saavedra, Miguel. Entremés el juez de los divorcios. Canto final

Cervantes Saavedra, Miguel. Entremés EL VIEJO CELOSO. Canto final

Cervantes Saavedra, Miguel, Selección de Persiles y Segismunda y de La Galatea

De Esteban, Jorge. Una manifestación con rectores.

De Maeztu, Ramiro.

De Prada, Juan Manuel. Juegos de género ABC

De Prada, Juan Manuel . Supercherías científicas

De Prada, Juan Manuel. Literatura, cultura y fe: Un reto para el siglo XXI

De Prada, Juan Manuel. El guardián de Dios

De Prada, Juan Manuel. La tragedia de la escuela católica

De Prada, Juan Manuel. Perdon y Justicia. ABC.

De Prada, Juan Manuel. Tergiversaciones. ABC.

De Prada, Juan Manual. Becas.

Del Val, Luís. La protesta decadente.

Delgado-Gal, Álvaro. ABC Un ornitorrinco en la playa: los jóvenes
Delibes, Miguel. Aborto libre y progresismo
Echavarren, Roberto. La muerte del hombre y de la mujer

Fanjul, Serafín. Tierra de héroes. Tercera de ABC.

Fernandes, Ashley K.  SAVING INDIA’S GIRLS

Galbraith, James. Econoclastas

García Garrido José Luis: “El título universitario español cada vez vale menos”

García Garrido José Luis: “En Europa dejan a los padres elegir si el colegio debe ser mixto o no”

García Garrido, José Luis: “España obliga al listo a confundirse con el inepto”

García-Valdecasas, Blanca. Cita

Gracián, Baltasar  (1601-1658). El Arte de la Prudencia

Guillebaud, Jean Claude, Alfa y Omega. Las trampas del deseo, entrevista a René Girard

Ibañez, Andrés - Los árabes

Jaurés, Jean. Carta de un agnóstico a su hijo sobre la religión

Juan Manuel de Prada, Perdon y Justicia, ABC de Sevilla. Junio 2012

Juan Pablo II Discurso al «Movimiento per la vita» Italiano al cumplirse su 25 aniversario el año 2003

Juaristi, Jon. Salón de grados. ABC

Krause, Martín, Libertad digital. Ayuda al desarrollo

Knight, Robert, Cuando los científicos pierden la cabeza

Llano, Alejandro, La Gaceta. ¿Qué Universidad necesitamos?

López, Javier / Pérez, Domingo. El orgasmo, obligatorio.

Macintyre, Alasdair (tras la virtud)

Mahillo, Javier. Dios siempre sorprende. Alfa y omega.

Makarian, Christian. Entrevista a René Girard, pensador, antropólogo de la religión

Marañón, Gregorio y De lis, Bertrán. La placa de la discordia

Marías, Julián, ABC. La cuestión del aborto

Marías, Julián. Prólogo a LA FUERZA DE LA RAZÓN

Marías, Julián Entrevista. Filósofo y escritor

Martínez Corriarán, Carlos, ABC. Los exilios vascos y el régimen nacionalista

McKibben, Bill. La verdad sobre el buenismo granempresarial

Miller, Sam. Be proud to be Catholic

Neuhaus, Richard John. The pro-life movement as the politics of the 1960’s  

Pérez Reverte, Arturo. El Semanal. Esa gentuza

Pérez-Reverte, Arturo, El semanal .Los calamares del niño 

Pérez-Reverte, Arturo, El semanal. Cuadrilla de golfos apandadores, unos y otros

Pérez-Reverte, Arturo. El semanal. Permitidme tutearos, imbéciles

Pérez-Reverte, Arturo. El semanal. Universitarios de género y génera

Pérez-Reverte, Arturo. El semanal. Pronúnciese «Elegetebé»

Pérez-Reverte, Arturo. El semanal. Echando pan a los patos

Pérez-Reverte, Arturo. El semanal. Ese monumento de papel

Pomés, Julio. La escuela alternativa

Posadas, Carmen. El segundo sexo revisitado

Posadas, Carmen. Vivir en Disneylandia

Roback Morse, Jennifer. El estado divide, la familia une

Rodríguez, Fray Fernando, O.F.M. El sueño

Rodriguez Herrera, Daniel. Si no te gusta, no abortes

Roth, Cecilia. Frase

Ruiz Quintano, Ignacio. La cibercheka

Santa Teresa. Cita

Smith, Janet E. El Papa suaviza su postura respecto la robo de bancos. The Catholic Word Report

Spaemann, Robert. La demostración de Dios

Spaemann, Robert. La familia es el motor del progreso

Suárez Fernández, Guillermo. La universalidad del foro u oferta. ABC

Tagarro, Ana, Entrevista El semanal. El cáncer y la infertilidad están relacionados con los productos químicos que ingerimos con la comida

Tertsch, Hermann, El país. El monstruo irredento

Tersch, Hermann, ABC. Martirio Ignorado

Velarde Fuertes, Juan. Familia y economía

Vives, Luis. La familia: Su libertad y su poder

Wiesenthal, Mauricio. La autoridad moral de Tolstoi ABCD las artes y las letras

Wilken, Robert Louis. Catholic scholars, secular schools

 

 

1. ECONOCLASTAS

James K. Galbraith

Por qué los economistas no pueden admitir que las grandes corporaciones empresariales trabajan para sí mismas, y no para el mercado

He aquí una curiosidad literaria de nuestro tiempo: John Kenneth Galbraith fue el economista mas ampliamente leído del último siglo y, posiblemente, después de Karl Marx, de todos los tiempos. Con todo, su libro más importante, aunque vendió millones de copias en cuatro ediciones, ha languidecido sin reeditarse durante muchos años. 

El Nuevo Estado Industrial no fue el libro de más éxito de mi padre. Lo fue El Crac del 29, su análisis de la quiebra de Wall Street de 1929, continuamente reeditado desde 1955. (¡Cuando me encontré a Fidel Castro hace cuatro años en La Habana, sus primeras palabras fueron, "El Crac del 29! ¡Mi libro favorito! Tengo una copia en mi mesilla de noche "). Tampoco fue su creación literaria más refinada. Ese honor le cabe a La Sociedad Opulenta, quizás el último libro en la historia del pensamiento económico que se ha atrevido a desafiar la sabiduría convencional –una frase allí acuñada— desde dentro. 

Pero El Nuevo Estado Industrial fue el mejor trabajo de Galbraith  en lo tocante a innovación teórica. Fue su esfuerzo por reemplazar el modelo económico dominante por algo más significativo y más real. En él forjó una visión de la empresa no como simple buscadora de beneficios, sino como una organización, y de la matriz de tales organizaciones como la base esencial de capitalismo avanzado. La economía tradicional, todavía esclava de una visión provinciana de las empresas, rechazó esta visión, pero la gran corporación no se marchó, y el mundo todavía necesita la teoría desarrollada en ese libro. 

Las corporaciones existen para controlar los mercados, y a menudo, para reemplazarlos. Los líderes empresariales no reducen la incertidumbre mediante la clarividencia (o " la previsión perfecta", como la llaman los libros de texto de economía), ni por la explotación segura de probabilidades (" la diversificación del portafolio"). Lo hacen formando organizaciones lo bastante grandes como para forjarse su propio futuro. En política hay países y partidos; en economía, grandes corporaciones. 

La tecnología dicta que deben controlarse los mercados. Los productos que definen la vida moderna –automóviles, aviones a reacción, energía eléctrica, microchips y televisión  por cable— no pueden producirse sin largos períodos de primacía e integrando inmensas redes de ingeniería de talento. Esto requiere planificación. Deben subdividirse las tareas para que el  conocimiento –química, metalurgia, óptica, física— pueda utilizarse. Y luego las tareas subdivididas deben agregarse. Deben encontrarse clientes, y si es posible, de antemano. Éstas son las tareas de la Tecnoestructura: la red de los profesionales que realmente gestionan las organizaciones. A veces la planificación sale mal. Pero las incertidumbres son principalmente técnicas y organizativas, antes que causadas por el mercado. En un ejemplo interesante, Aerobús tiene clientes firmes en la actualidad para su A380;  lo que le falta son los aviones. 

Como escribió Galbraith, una vez el control pasa a la organización, pasa completamente; la teoría económica desarrollada para describir la pequeña empresa y su dueño-empresario se vuelve obsoleta. Las corporaciones trabajan para ellas mismas, no para sus accionistas. En particular, no tienen como principal objetivo maximizar beneficios con el único objetivo de ofrecérselos a los accionistas. Pensar de otra forma, escribió Galbraith, "sería tanto como imaginar que un hombre vigoroso, lozano y de tranquilizante inclinación heterosexual evita a las mujeres encantadoras y disponibles que le rodean para aumentar al máximo las oportunidades de otros hombres cuyo existencia sólo conoce por rumores”. Años después, cuando economistas de la corriente principal empezaron a estudiar la separación extrema de accionistas y dirección, lo llamaron el "problema  del principal-agente". El lenguaje no era tan vívido, y las visiones no tan penetrantes.

La paradoja de Galbraith es que el teórico de las organizaciones trabajó solo –era un emprendedor intelectual. Entretanto, la falange académica que desdeñó sus ideas eran hombres de organización, conformistas, celosos de su franquicia departamental. Ninguno de ellos será recordado como individuo, aunque su fe en el pensamiento establecido permaneció incólume. Las herejías de Galbraith triunfaron en el mercado libre; dentro de la universidad, fueron reprimidas con los métodos que él describió en su libro literalmente. 

Galbraith anticipó  eso. "El quisquilloso", escribió, “será crítico de cualquier descripción de la geografía social de los Estados Unidos que, prescindiendo de Nueva York, Chicago, Los Angeles y de cualquier otra ciudad más grande que Cedar Rapids, describa al país como una comunidad de pequeñas ciudades y aldeas". Pero así se enseña todavía hoy la teoría económica a los estudiantes: las empresas pequeñas, competitivas, gestionadas por su propietario dominan el mundo de los libros de texto. 

El Nuevo Estado Industrial apareció en 1967; el cargo contra él hoy es que no anticipó el batacazo que los negocios americanos se darían décadas más tarde. Ocurrió en cuatro fases. Primero fue el desafío japonés (sobre todo en automóviles y acero). Luego vino el derrumbamiento industrial de los años ochenta. En los años noventa se dijo que la burbuja tecnológica reafirmaría el papel controlador del dueño-capitalista, personificado por Bill Gates y Steve Jobs, sobre la empresa. Finalmente, llegaron los escándalos corporativos: Enron, Tyco, y WorldCom. 

Que un libro no prevea el futuro es una crítica común.  A Marx se le niega a menudo la grandeza por creer que la revolución triunfaría por doquier. Galbraith escribió sobre la corporación americana en el pináculo de su poder, mientras sus críticos pretendían que ese poder no existía. Lo ridiculizaron por no haber predicho el declive, lo que, según algunos, demostraba, de algún modo, que el tal poder nunca había existido. Por su parte, mi padre no contestó, y El Nuevo Estado Industrial se perdió de vista. 

Esto era una vergüenza, ya que las luces del libro iluminaban bellamente la posterior caída de la grandeza de la corporación americana. El desafío japonés no demostró que el mercado competitivo funcionara; simplemente era la intrusión de un sistema planificado en el terreno de otro. Esa intrusión se manejó políticamente –con "restricciones voluntarias a la exportación"— por los autoproclamados defensores reaganistas del libre mercado de. El colapso industrial de los años ochenta no fue interior a las corporaciones; se infligió de nuevo por Reagan, junto al jefe de la Reserva Federal Paul À. Volcker, a través de una campaña de altas tasas de interés diseñada para romper el poder del trabajo organizado. Que muchas empresas perecieran, era un daño meramente colateral. La guerra es el infierno, como se dice a menudo. 

Lo que acabó convertido en el boom de la tecnología empezó con la ruptura de parte de la Tecnostructura de la gran empresa industrial. Al contrario de, pongamos por caso, los túneles del viento, los microprocesadores eran una tecnología con aplicaciones en muchos campos; su potencial era mayor si la producción no se ligaba a un solo uso. Aquéllos que iniciaron estas empresas se expandieron como una nueva generación de ingenieros-empresarios. ¿Pero a donde? Aquí, Robert Noyce, que fundó Intel, es un ejemplo mejor que Gates. Noyce, al principio, vendió  transistores al ejército y a IBM, mientras seguía siendo relativamente desconocido para el público. Intel, claro, vende a compañías y no directamente a los consumidores. 

Microsoft, por otro lado, comercializó sus productos al consumidor exagerando la imagen de Gates como el joven genio, aunque él siempre fue su principal hombre de negocios y nunca su líder científico. El mito de la superestrella acicaló una empresa cuyo éxito descansó al principio en una franquicia exclusiva (de nuevo, con IBM), y después, en parte, en harto discutibles manipulaciones del poder del mercado. Ni Noyce ni Gates, ni cualquiera de sus pares, se parecía al dueño-empresario clásico de una pequeña empresa competitiva. 

Finalmente, los recientes escándalos corporativos son una patología prevista en El Nuevo Estado Industrial. Allí, Galbraith discute el saqueo un cuarto siglo antes de que se volviera un tema de moda en la academia. Los economistas honrados culparon de la crisis de S&L “al azar  moral" del depósito seguro (como si el seguro provocara  en los otrora sensatos banqueros una conducta extremamente arriesgada, algo similar a la idea de que los cinturones de seguridad promueven la conducción temeraria). Para Galbraith, los fracasos recaían en la subversión de normas sociales y legales. Como William K. Black, el principal experto en  control del fraude hoy día, defiende, uno debe escoger. Se puede creer que Enron fue el producto inocente de un mercado mal estructurado, o  que Enron sobornó al mercado con intenciones delictivas. Fiscales, jurados, y seguidores de Galbraith no lo dudan ni por un momento un momento; más de 1.000 acusaciones de felonía siguieron el desenlace del fiasco de S&L. Kenneth Lay y Jeff Skilling se encontraron un juicio similar. 

El Nuevo Estado Industrial no es un libro perfecto. Yo encuentro en él algunas ortodoxias de las que habría deseado escapara mi padre. Él escribió para el gran público, pero de todos sus libros, éste es el más difícil. Y todavía es un hito. Entre economistas, es un secreto mal guardado que en los 40 años que transcurrido desde la publicación del libro la fe robusta que una vez rodeó al concepto de mercado libre como principio de organización se ha desplomado. No ha surgido nada para reemplazarlo. El Nuevo Estado Industrial sigue siendo la puerta a través de la que la economía debe pasar, antes de que el progreso empiece de nuevo. 

James K. Galbraith ha preparado el prólogo para una nueva edición de El Nuevo Estado Industrial, Princeton University Pres 

2. LA MUERTE DEL HOMBRE Y DE LA MUJER

Roberto Echavarren

Hoy, podría aventurarse, el hombre y la mujer han muerto. Esta afirmación, como aquella del siglo XIX, "Dios ha muerto", sólo se reconoce en un cierto contexto, estableciendo ejemplos que la vuelven perceptible. Michel Foucault afirma que, si Dios ha muerto, también el hombre, o la noción de tal derivada de la teología y el derecho natural, ha muerto. El hombre, para Foucault, es una fantasmagoría decimonónica, inscrita en el período que va desde la muerte de Dios hasta que se advierte que resulta dependiente de la divina y se derrumba en consecuencia. Nietszche escribió que si Dios ha muerto, hay que encontrar una nueva posibilidad. Tratar‚ de dar color tanto a la crisis del "hombre" como a la nueva posibilidad que se abre.

Resulta cuestionable referirse a la cultura gay, o queer, primero porque no es homogénea, y segundo porque está imbricada en un proceso que la rebasa -ya que componentes homoeróticos traicionan la expresión o acusan la práctica de muchos que sin embargo no reconocerían como propia la etiqueta de gay u homosexual.

Pero evoco sus dos grandes figuras durante las últimas décadas. Estas son: a) el travesti y la "loca", de un costado, con modales discretos o caricaturescos, reconocibles como afeminados, y b) el homosexual supermacho, de bigotes, pelo más o menos rapado, que "hace fierros" -se ejercita con pesas- para desarrollar un contorno musculoso que luce a través de ropa superjusta, atlética.

Estos dos exponentes apuntalan los polos debilitados del hombre y de la mujer tradicionales. Su empresa es heroica: se distinguen del conjunto de la población al defender, contra viento y marea, algo que está en vías de desaparecer. El gesto que encarna una u otra de estas dos figuras se vuelve nostálgico, restaurador, "retro". Al enfatizar lo femenino o lo masculino, al crear mascarones de uno u otro polo, contrasta con la evidencia de que estos polos van borrándose a partir de otras tendencias minoritarias.

Podría afirmarse que el homosexual, en tanto exhibe y sostiene estos iconos tradicionales, retarda su disolución, y lo mismo se vuelve el emblema de algo que se disuelve.

Néstor Perlongher, en "La desaparición de la homosexualidad" (1), traza un ciclo de historia homoerótica, un período de alrededor de cien años, desde que un médico húngaro, Benkert, en 1869, inventa el término homosexual como mención de una patología, hasta que, en años recientes, los estragos del SIDA despueblan los ghettos gay de las ciudades de Occidente. Entretanto, surgidos con gran fanfarria en los años sesenta de este siglo, sobre todo después de 1969 y el episodio de Stonewall, los movimientos de liberación homosexual se apagan hoy, ya que la etiqueta parece privada del impulso renovador que la caracterizó pocos años antes.

Su interés, como el de otros movimientos, estaría agotado en tanto su salir a la luz ya tuvo lugar, en tanto la liberación alcanzó un cierto éxito. El SIDA no sería sino un ingrediente más en el desvanecerse del homoerotismo como movimiento escandaloso, amenazador para el consenso.

Lo que se manifiesta hoy sería más bien la tentativa del homosexual a integrarse, fijado en una imagen tranquilizadora, al conjunto de la comunidad. Los travestis constituyen un grupo asimilado al ejercicio de la prostitución, mientras los gay "masculinos", más papistas que el papa, o más conservadores en su imagen que los heteros, se funden, ya sea en el barrio como en el trabajo, con el conjunto de las personas respetables.

La figura de la "loca", en el contexto rioplatense, está representada por Molina, el protagonista de una novela de Manuel Puig, El beso de la mujer araña. Si bien esta obra apareció en 1976, después del estallido y despliegue de los movimientos de liberación, y a pesar de que entonces ya estaba en boga el ejemplar de gay supermacho, el personaje de Molina corresponde a una estructura más antigua, incrustada en otras décadas, la del gay que habla en femenino, que se refiere a sí mismo como si fuera una mujer, el gay "clásico" y trágico, destinado a enamorarse de un hombre "verdadero", un heterosexual quien, dado que prefiere "de verdad" a las mujeres, no podrá amar a la loca, sino que la utiliza.

Ciertos homosexuales se abocan a construir los polos de los géneros tal cual existían, o se supone que existían, en el pasado. Arrastrados por esta aventura, los travestis moldean el cuerpo mediante inyecciones y prótesis, o con rellenos (falsies). Comprometen, en mayor o menor medida, el físico, según el verso de Delmira Agustini: "Y yo parezco ofrecerle/ todo el vaso de mi cuerpo". Pagan con carne el ensamblaje artificial de un cuerpo de mujer o supermujer. Son las vestales de un fuego casi extinguido, perfeccionistas en un arte que, como el cultivo de una pura esencia, ya está siendo olvidado por las mujeres mismas.

A ese rol se inmmolan. Es una apuesta fuerte, y si en los años jóvenes lucran prostituyéndose, me pregunto qué les sucede cuando pasan a maduros o viejos. Otras elecciones pueden variar por un corte de pelo o un cambio de ropa. Pero el travesti que esculpe el cuerpo con las formas que supone deseables es difícil que pueda echarse atrás. Sacrifica la vida a una noción de estilo que no responde a una creación original: es el calco de un modelo recibido, un diseño de la moda que produce el aspecto de la mujer.

El travesti y el transexual son iconos neoclásicos, manifestaciones de un canon conservador, la hipermujer que la moda inventa vis-a-vis del macho, tan diversa de él como si se tratase de especies diferentes.

Un aspecto de la dinámica de la moda, según James Laver, es el grotesco o la exageración. (2) A un corsé que enfatiza la cintura estrecha de la mujer sigue en la temporada siguiente otro que la enfatice aún más. A un sombrero grande seguir otro más extravagante hasta que esa línea de desarrollo se agota y ocurre un vuelco, un cambio de dirección que inviste otra zona del cuerpo, otro llamador erótico. A partir de los sesentas se muestran, según la moda, más que nunca las nalgas. El travesti se crea unas ancas y un trasero notorio, desmesurado, esferoides destellantes que parpadean como un semáforo.

El travesti exagera las señales de lo reconocible según la moda. Es la contrafigura de un estilo que confunde los atributos. Si un estilo en fuga lleva hacia lo desconocido, el travesti al contrario regresa hacia lo obvio, al diseño completo de la supermujer. Sigue una hipermoda, un estilo secundario que mima y satiriza la moda. Sobreimprime, reitera hasta lo insoportable, para los ojos cegatos de Mr. Magoo.

Lo retro, la nostalgia camp, invoca un pasado en que esos gestos y esas formas tenían una supuesta vigencia, remite a una generación anterior, a un pasado recreado y a la vez exagerado, a una creencia - en la identidad de cada sexo - que resulta insostenible en el presente. Un transformista que actúa en un club gay elige para su canto simulado o lipsynching, un repertorio de canciones inactuales. En los setentas canciones de los cincuentas, en los noventas canciones de los setentas.

Cabe constatar sin embargo una disociación entre la imagen creada (supermujer) y el rol que desempeñan los travestis en relación a sus clientes. Con frecuencia, si no en todos los casos, se les pide que posean a los hombres que les pagan. Estos supuestos heterosexuales, a veces casados, buscan la experiencia contraria a la que cumplen en su hogar o en la vida común. Demandan que el travesti les proporcione la ocasión exótica de ser penetrados. Les fascina el pene del travesti envuelto en la apariencia de una mujer.

Quizá esos clientes resulten intimidados por la figura de un hombre "normal" y no se atrevan a confrontarla, mientras el prostituto los inicia en oportunidades dos veces clandestinas. Si, según Jacques Lacan, el hombre tiene pene pero la mujer es el falo, en el sentido de que ofrece lo que no tiene, el travesti ofrece lo que sí tiene, y se le paga por ello. He aquí un milagro, una paradoja o disyunción entre aspecto y práctica, como si invertir la señal y la expectativa sirviese, al menos en ciertos casos, para excitar más.
La segunda apuesta de los homosexuales, a partir de los setentas, es la creación del supermacho. Es curioso que el auge de esta figura haya ocurrido hace veinte años, después que el estilo del rocker y del hippie (en los sesentas) hubiera desmantelado, se diría para siempre, la imagen de un hombre. El gay masculino es la figura inversa y simétrica a la del travesti. Revela igual que éste una nostalgia por la época en que los hombres eran "verdaderos". Es, por lo tanto, y como el travesti, un icono de lo que ya no hay, una creación neoclásica y conservadora. Se obtiene por aumento de la musculatura mediante ejercicios de pesas e ingestión de esteroides. Otras trazas de rigor son el pelo rapado o corto, el bigote y la barba. Resalta el vello del rostro, rasgo secundario del macho, mientras que se elimina el pelo de la cabeza, como si fuera un patrimonio sospechoso de femineidad.

Se valora una actitud agresiva o brutal, con ribetes de S&M, recalcada por una vestimenta que invoca al cowboy, o a un encuerado motociclista, o más atrás, a soldados u oficiales de la Segunda Guerra, o bien es un disfraz de policía. Típicos de este aspecto, los dibujos de Tom de Finlandia - quien experimentó la guerra del lado nazi - incorporan a los contornos hipermasculinos ciertas líneas y detalles de los uniformes militares alemanes. A partir de los cincuentas y sesentas, los dibujos de Tom iluminan las publicaciones minoritarias, desde los magazines porno hasta las revistas mimeografiadas de ciertos grupos de activistas gay.

Pero aquí encontramos una nueva disyunción entre aspecto y rol. Ya que muchos de estos clones o imitaciones del macho juegan un rol sexual pasivo, o por lo menos vuelta y vuelta. Su registro de voz, entonaciones y modales no siempre están acordes con la imagen masculina que intentan proyectar. Aquí encontramos un funcionamiento inverso y complementario al de los travestis. En éstos, ya lo señalé, el comportamiento sexual es con frecuencia activo. (Y no todos convencen con su imagen tampoco, ya que se comprueban discrepancias entre aspecto y gesto, maquillaje y voz, curvas femeninas y porte masculino, uñas pintadas y manos demasiado grandes para una mujer, y mil otros detalles.)

Es sintomática la retención de un común denominador para las dos figuras simétricas y opuestas de la homosexualidad: es el término queen, reina. En el caso de los afeminados, este término va de sí. En el caso de los "masculinos", se le agrega una especificación: muscle queen, reina con músculos. La figura del supermacho llega para encubrir o negar, mediante una construcción, el desmoronamiento del aspecto convencional del hombre operado por los hippies y los rockers. Curiosa y reveladora en este sentido es la evolución de Freddie Mercury.

Emergió con una imagen glam derivada del rock psicodélico y prima hermana de los New York Dolls: trajes de raso blanco ajustados al talle, pantalones acampanados, pelo largo y maquillaje le daban, en la primera mitad de los setentas, un porte equivalente al de Steve Tyler, cantante del grupo Aerosmith, ambos sucesores del Mick Jagger de la película Performance (1970).

El nombre del grupo de Mercury, Queen, evoca el Gay Liberation Front inaugurado en Londres al principio de esa década. Entonces pudo parecer, por un momento, que el nuevo andrógino y la tendencia gay coincidían. Pero más tarde Mercury se transformó en una muscle queen. Pasó del andrógino glam heredero de los sesentas a un hombrón morrudo e hirsuto, de cabellos cortos y bigote, que exhibe los biceps y los pectorales sobresalientes de una camiseta de breteles. Murió de SIDA, uno más de los clones enfundado en un rotundo cuerpo viril. Fuera del caso de este rocker gay, el supermacho reinó en la música pop. Village People fue un grupo discopop gay de Nueva York que al fin de los setentas y principio de los ochentas cocinó éxitos populares como "WMCA", sigla que designa los gimnasios de la Asociación Cristiana de Jóvenes, donde los homosexuales desarrollaban su musculatura.

Los músicos de Village People recreaban cada uno una variante de supermacho: uniforme de policía o ropa de obrero de la construcción. Sólo uno de los cuatro componentes no era clone: estaba disfrazado de indio, con tiara de plumas y pelo largo. Pero este atuendo de carnaval no se confunde con el transmigrar de elementos indios en el estilo del rocker o del hippie de los sesentas. ¿Cuáles son las razones del look clone macho de los gays? Una parece ser la autoprotección.

Con su aspecto conservador, "garantizado", de hombres, neutralizan el costado censurable, homoerótico, de su práctica. Los vuelve más aceptables frente a los heteros, a los cuales imitan, y aún sobrepasan. Aminoran las molestias de la fricción y el rechazo, así como el riesgo de perder ciertos beneficios, el trabajo y la vivienda. Pero esta estrategia protectora no sería la única razón. Estos gays tendrían una fijación erótica masculina, pero, al revés del afeminado que se limita a desear a los machos, los clones fabrican, como una industria internacional gay, al macho en decadencia o en vías de desaparición.

De modo que si la loca era trágica en la medida en que no podía ser correspondida por un heterosexual, los clones se transforman, según el aspecto, en los propios machos que desean. Este gay de la generación posterior se produce a sí mismo, encarna como "verdadero" hombre, ya que sus músculos y sus bigotes son reales. Por más que salga del "closet", es decir, se declare gay, suele disimular una parte de sí. Al revestir el polo unívoco del hombre, borra o camufla el costado pasivo de sus preferencias. Esto al nivel de la imagen. No al nivel del comportamiento erótico (con frecuencia inverso a la señal que emite con su disfraz).

Se me dirá que el utilizar una imagen para un cometido diferente de aquél para el cual fue inventada es una innovación que desplaza el importe de la moda y equivale a una invención de estilo. Estoy de acuerdo en la medida en que se comprueba un desplazamiento: el molde de la moda, aplicado a una mujer biológica, obtiene un resultado diverso a la aplicación de ese molde a un hombre biológico. El traspaso de atributos secundarios no alcanza, salvo en casos de excepción, a cubrir del todo las características viriles. El fracaso parcial del intento expone un doble fondo al nivel del aspecto, correlativo a la disociación entre imagen y práctica y a un discurso humorístico acerca de ese doble fondo.

 El travesti es una parodia de la femineidad, y el supermacho resulta asimismo paródico, ya que la distancia entre imagen y comportamiento, subrayada por otro discurso humorístico, vacía el modelo de la masculinidad. En ambos casos emerge un perfil de simulaciones, de presentaciones exageradas y paradójicas, de farsa permanente, aludidas por el término camp, que se asocia a la sensibilidad gay.

Pero también es cierto que, al caer o disolverse de a poco, a través de otras derivas del estilo, los polos del hombre y de la mujer, los chistes gay acerca de un doble fondo se vuelven inanes, pierden filo y sentido. Lo cual constata Perlongher: "Toda esa parafernalia de simulaciones escénicas jugadas normalmente en torno a los chistes de la identidad sexual, derrúmbanse - diríamos, por inercia del sentido, con estrépito, pero en verdad casi suavemente -, en un desfallecimiento general." (3) En definitiva, ¿a quién le importa la simulación gay, cuando empieza a resultar obsoleta por pérdida del modelo simulado, de la noción misma de identidad sexual?


Notas al Capítulo II

1 Néstor Perlongher, "La desaparición de la homosexualidad", en El Porteño, 12 de noviembre de 1991.
2 James Laver, Breve historia del traje y la moda, Madrid, Cátedra, 1992.
3 Néstor Perlongher, artículo citado.

* Este texto es la primera parte del capítulo II de Arte andrógino: estilo versus moda, libro de Roberto Echavarren (Montevideo: Los libros de Brecha, 1997). También hay edición argentina (Buenos Aires: Colihue, 1997).

Mutantes

Si Dios ha muerto, escribe Nietzsche, hay que encontrar una nueva posibilidad. En La voluntad de poder, ésta es concebida como experiencia religiosa más allá de cualquier religión instituida. Cuando una fuerza nos recorre que no reconocemos como propia, o perteneciente al "yo" categorial, punto que aúna las categorías de espacio y de tiempoque nos son familiares, esa fuerza extraña sería un dios que toma cuerpo en nosotros. Pero hay más.

Privados del Dios de la religión instituida, que sostenía nuestra condición o naturaleza, esa condición misma (de hombres) se ha perdido. Después de la muerte de Dios descubrimos nuevas experiencias. Si el hombre ha muerto, hay que encontrar una nueva posibilidad: la fuerza espóradica y anómala que nos recorre.

El homosexual ha durado cien años. El hombre, como heredero de un Dios muerto, ha vivido un período equivalente. Su norma, sus desviaciones y patologías, son lo que las ciencias humanas han procurado construir en poco más de un siglo. El homosexual como patología del hombre, y el hombre como canon, naturaleza, identidad, se revelan como dos nociones provisorias y simétricas. Su carrera resulta homóloga.

Se disuelven juntas.¿De qué podremos hablar entonces? De un mutante.
Desde el punto de vista de la historia de la cultura, confrontamos mutantes más que hombres y mujeres.

 Los devenires del estilo trazan construcciones sorpresivas a las que nos acostumbramos de a poco. El dandy nos sobrepasa como una individuación soberana. Causa un efectode irreconocimiento: ¿aquello es todavía un hombre? Por más que su aspecto se construya a partir de prendas y de recursos accesibles en el mercado y que mantienen una cierta analogía con las construcciones de la moda, causa un efecto diferencial, una inflexión rara.

Es el paso de lo colectivo a lo individual. Es el paso de la intolerancia -ligada a un modelo más o menos uniforme- a la permisividad de las diferencias. "El individuo no se opone tanto a la colectividad en sí. Individual y colectivo se oponen dentro de cada uno de nosotros, como partes diferentes del alma.". (1)

Dentro de nosotros actúan una serie de restricciones e imperativos que nos hacen vestirnos, comportarnos, planificar la vida de cierta manera. Y hay otra parte -ennosotros- que tiende a romper esas barreras. No es tanto que el individuo, como un héroe romántico, se oponga a la comunidad. Sino más bien que en cada individuo hay
un colectivo, que teme al qué dirán, al escándalo o a los posibles inconvenientes de producir un "alma" individual. Los dandies, los mutantes, tienen el coraje de superar
dentro de ellos mismos a lo colectivo, y producirse en solitario, o abrochados a un microgrupo de mutantes. Parafraseando a Jim Morrison: se trata de hacer, y
después comprobar las consecuencias.

Si el gay en sus exponentes exagera, con la moda, las señales de lo reconocible, un estilo singular, al contrario, confunde las señales. Según concluyen Las flores del mal
de Baudelaire: se lanza al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo. Un individuo se apropia de algunos atributos que la moda adjudicaba a la mujer, por ejemplo el pelo largo, pero se trata de una apropiación selectiva,
que mantiene una vacilación, sin confundirse con los polos extremos: la mujer total o el hombre total. Quizá el caso más audaz o llamativo de los últimos años es el rocker glam en sus variantes, desde el fenómeno psicodélico de los sesentas hasta los grupos de Los Angeles en los ochentas.


Por más que se tiña las mechas color ala de cuervo o platinado, y las bata, por más que cubra los brazos de tatuajes y pulseras, por más que se pinte los ojos y las
uñas, por más que cargue las caderas con cadenas de eslabones gigantes o con cartucheras metálicas, por más que sus botas multipliquen los adornos o las hebillas, por más ajustadas que resulten sus calzas de spandex, de cuero o de poliuretano, jamás se confunde con una mujer, ni siquiera con un travesti. No construye el cuerpo completo de la supermujer. Ni es una parodia, como el travesti con su gestualidad amanerada, del comportamiento femenino.

El rocker de línea andrógina incorpora algunos rasgos de
la mujer y los mezcla con rasgos del hombre hasta volverse extraño. No es ni hombre ni mujer. Nadie imaginaba que se podía llegar a este punto. Y sin embargo ocurre aquí algo que tiene que ver con el reconocimiento. Esto es lo que se buscaba, esto es lo que se esperaba, aún sin saberlo. Algo "eterno" desciende aquí, que ya existía en otra dimensión, y se vuelve concreto, lábil, increíble pero efectivo.

Se establece un régimen de disonancias visuales, que pone en contacto, que vuelve contiguo, lo que parecía más distante: el hombre y la mujer como especies diferentes. La estrategia de los estilos del rock y en particular del heavy metal consiste en mezclar los atributos tradicionales de uno y otro género. Incorporan el pelo largo, pero a diferencia de los travestis, no ensanchan las caderas ni aumentan el volumen de los senos. El pantalón ajustado resalta los glúteos, pero también destaca el volumen penino a la altura de la bragueta.

Un rostro imberbe y suave enmarcado por pelo largo y resaltado por maquillaje puede volverse ambiguo hasta un grado vertiginoso, pero no se asimila sin problemas al de la mujer, ya que el resto de la vestimenta deja adivinar un cuerpo de hombre.


Estos estilos son creativos, pero no en un orden segundo, o kitsch, o camp, como las dos grandes figuras de la homosexualidad. Son creativos en un sentido "auténtico", ya que resaltan concreciones singulares - ningún mutante es idéntico a otro - en pos de una ley universal, que propondría: todos los hombres y las mujeres podrían dejar de ser sólo hombres y mujeres y no habría nada incorrecto en ello. Pero se trata de una universalidad "ilógica" (el término es de Kant), es decir, de una "recomendación" virtual que no se puede imponer como una receta.

Este es el punto de coincidencia de la ley moral, o imperativo categórico, y de la concreción singular, estética. A partir de la muerte de Dios, perecen los dogmas
teológicos y la moral positiva que prescribían las religiones institucionales. El imperativo ético no pierde fuerza, pero a diferencia de las costumbres y del derecho positivo, queda "vacío", en pos de su renovación histórica según
una aventura de libertad. Cada individuo debe dar concreción, a su modo, a esa ley universal. Lo concreto, en tanto resulte original o creativo, es una realización estética.

Implica una ley ética, un imperativo, una regla, pero lo singular de su concreción vuelve esa ley "ilógica" en su universalidad. Es universal en su demanda: cualquiera, encontrándose en este caso, debería actuar de un modo equivalente, pero no es totalizable, no es pasible de imponerse a todos en la misma forma singular que  adquiere en un individuo, en un grupo, en un momento.  Es lo opuesto, no sólo a la moral de trasfondo religioso que arrastra la tradición y cuyas trazas informan aún la moral positiva; también se opone a la coerción de las sociedades socialistas para imponer un consenso "espontáneo" y un nime.

Si no se realiza a partir de la nada, la mutación del estilo salta más allá de los modelos, toma distancia, haciéndolos resbalar hacia un devenir extraño. Recombina los patrones previos a la manera de un bricolage. Atiende a un juego de intensidades en cierto contexto, responde a lo que pide esa situación. Antes de que el estilo respondiera, no se sabía cuál era la demanda. Pero una vez que ha respondido, se puede discernir, en la solución encontrada, cuál era el problema. En la última entrevista concedida antes de su muerte, Michel Foucault daba dos motivos para concentrar su investigación en las culturas griega y romana de la antigüedad. Uno era su propósito de ocuparse de los fenómenos de la "conducta individual"; y el otro era su interés por la relación de la "cuestión del estilo" con la ética y la moralidad.

Si en obras anteriores se había ocupado de los problemas
de la verdad y del poder, ahora quería ocuparse de esta tercera cuestión, entendida ensus interrelaciones con las dos primeras, ya que "ninguna de ellas podía comprenderse sin las demás". Con respecto a la "conducta individual" se vio obligado a elaborar la noción de "estilo de vida". Según Foucault, esta noción fue "central para la experiencia antigua: la estilización de la relación con uno mismo, el estilo de conducta, la estilización de las relaciones de uno con los demás". Pero - subraya Hayden White, su comentador aquí - Foucault no halló nada "admirable" o "ejemplar" en el pensamiento antiguo sobre el sexo, el amor o el placer: El pensamiento antiguo sobre estas cuestiones, en su
opinión, fue poco más que un 'profundo error'. De hecho, el pensamiento antiguo cayó presa de una masiva contradicción: entre la busca de un 'cierto estilo de vida' y 'el esfuerzo por hacerlo común a todo el mundo'. En otras palabras, la misma noción de estilo de vida sólo fue pensable frente a la noción de un estilo común a todo el mundo. Tener estilo, vivir con estilo, era vivir frente a lo que 'todo el mundo' creía, pensaba o practicaba. Lo admirable y original del pensamiento clásico fue su busca de un concepto adecuado de estilo; lo menos admirable fue su confusión permanente del estilo con un código que pudiese aplicarse a todos como regla de comportamiento ético.

Piensa Foucault que la transformación de la busca de un estilo de vida en el proyecto de idear: una forma de ética que fuese aceptable para todos - en el sentido de que todos estarían obligados a someterse a ella - me pareció catastrófico.

Para la antigüedad - sintetiza Hayden White :

mediante una serie de condensaciones y desplazamientos, efectuados por el propio discurso, lo que antes se habíaconcebido como un simple hecho de la vida se  convierte primero en un objeto de estudio sistemático, luego en un caos de diferencias que han de reducirse a un orden, a continuación en una jerarquía de actividades que comparten más o menos en su esencia lo que se presume que subyace a todas ellas, y al fin en un
conjunto de prácticas reguladas por un código de comportamiento que prescribe la abstinencia como medio de gratificación. La mayor ironía reside en el hecho de que nada de esto fue prescrito por lospoderes que regían la sociedad. Fue todo consecuencia
de esa fatalidad humana, la "voluntad de saber"... La idea de que en el individuo hay una subjetividad - un yo esencial - que es la obligación del individuo cultivar, a expensas de los placeres disponibles para el goce, es, de acuerdo con Foucault, el error que comparten el cristianismo, el humanismo clásico y las modernas
ciencias humanas por igual. (2)

Si bien la antigüedad clásica prestó atención al estilo de vida, no tuvo en cuenta que ese estilo ha de ser plurívoco, basado en un juego de diferencias y en vías de gradual diferenciación. A partir del estudio del estilo de vida no debe erigirse una moral positiva con prescripciones que son iguales para todos. La contemporánea proliferación de estilos en contra de los dictados verticales de la moda articula un proceso inverso: el regreso a la pluralidad en el período, a partir de la Segunda Guerra, que un historiador de la moda ha llamado "era del individualismo". (3) Se constata un socavamiento de cualquier "sabiduría", de cualquier moral para todos, como si un cierto ritmo de cambios y de productos culturales constrastados en la era de la comunicación tecnológica impidiera aquellos grandes esfuerzos de unificación que dominaron, desde la antigüedad, el juego de las diferencias estilísticas.

Asistimos, sí, en la primera mitad del siglo, a los últimos esfuerzos más o menos violentos por lograr un consenso de estilo y costumbres, por crear una sociedad trasparente dentro de la cual todos compartirían los mismos valores impuestos desde arriba, desde la conciencia esclarecida del Partido o del Conductor, que hipostasiaban el supuesto sentir de la masa, trátese de la Unión Soviética, de la Alemania nazi, de la España de Franco, o de la China de Mao. El costo de estas políticas retardatarias en busca de un consenso forzado y de una coincidencia de todos frente
a todos son los millones de víctimas en aras de empresas
que a corto o largo plazo se deterioraron.

 También en América Latina los dictadores de los últimos años, de izquierda o derecha, Fidel Castro o Pinochet, intentaron implantar una moral revolucionaria o una moral cristiana mediante una política de abusos del ejército y de la policía, campos de trabajo, prensa controlada y otras medidas de censura.

La larga cabellera, por lo menos durante los últimos dos siglos en Occidente, fue patrimonio casi exclusivo, o parafernalia, de las mujeres. La moda capilar para el hombre dictó, sobre todo a partir del año 1900, cortes más y más breves. Las guerras y las revoluciones, sumadas al supuesto funcionalismo del nuevo operario de Metrópolis o de Tiempos modernos, acortaron el cabello hasta casi eliminarlo. Sólo algunos vestigios considerados anacrónicos esbozaban sus sombras perseguidas en los confines del mundo obrero y campesino: eran los popes rusos, que rehusaban cortar sus mechones, los cuales, junto a las túnicas o hábitos, les conferían, sobre todo cuando eran jóvenes y de barba aún escasa, un aspecto ambiguo.

Popes y monjes fueron perseguidos, desalojados de sus iglesias, casas y conventos, privados de recursos, enviados a campos de trabajo, o eliminados durante la campaña antirreligiosa de los primeros años de la Revolución Bolchevique.

Pero el pelo de los varones, en un proceso que invierte el modelo que le asignaba la tradición y la moda, ha crecido más que el de las mujeres, antes y después de que, en 1968, Jerry Rubin opinara que había que cortárselo pues ya había cumplido su efecto de choque. Si alguien afirmara, como suele suceder, que la guedeja en los hombres está hoy fuera de moda, le respondería que, de hecho, ha dejado de usarse desde principios del siglo veinte. Robert de Montesquiou, el poeta homoerótico que sirvió de parcial inspiración para el Des Esseintes de Huysmans y para el Charlus de Proust,
se cortó la suya "a la brosse" (cepillo) poco después de que Boldini le hiciera el conocido retrato.

Sin embargo, lo que en los sesentas se tomaba por pelo largo, digamos la melena a lo Alejandro de Jim Morrison, resulta ahora corto. Es sobre todo después de los setentas, y de los estilos mohicanos de los punks, que las greñas, junto con otros aditamentos del aspecto glam, han seguido creciendo.

En estas landas rioplatenses, a diferencia de Brasil (que sin embargo produjo un grupo de rock metálico como Sepultura), la longitud capilar es un toque de resistencia, un punto de estilo desde que los militares, en los setentas y comienzos de los ochentas, intentaron desalojarla.Hay diferentes tribus pelilargas. La más acérrima es la de
los metaleros, que escuchan grupos de música trash, death, speed, y heavy metal. Muchas veces la extensión de la coleta, el enrizado o laciado de los tusones se combina con tatuajes en los brazos, aros de ancho de un metro en ambas orejas, pantalones bombilla superajustados, de preferencia negros o de cuero, botas y cadenas. Otras veces sobreflota sobre atuendos más severos o despojados.

En ciertos casos, sobrepasa la cintura y hasta cubre la curva de los glúteos. Dado que en esas condiciones se vuelve difícil de gobernar, por lo menos en relación a ciertas actividades o cuando hay viento, es bastante reciente -diez años- la costumbre de atar lahebra en colas de caballo sostenidas por gomas elásticas o pasadores extravagantes, vinchas que cubren la frente, o aros de plástico en la parte anterior de la cabeza. A veceslos audífonos de un walkman sirven de sujetadores. También se la suele trabar en una trenza única o en varias. Quienes no son jamaiquinos usan el estilo rastafarian deBob Marley, con mechas solidificadas en estrías que no se peinan.

La expresión headbangers (los que golpean la cabeza) se aplica a los metaleros que menean la testa al ritmo de la música. En un momento privilegiado coinciden dos costados autónomos de una invención compleja: el ritmo del sonido eléctrico justifica el sacudimiento de una cabellera que cubre el rostro, se agita hacia arriba y abajo y en todas direcciones, luciéndose con efecto de torbellino. Es como si un apéndice orgánico, en este punto, obrara un ritual de seducción, pero, a diferencia de la cola abierta en abanico de un pavo real durante el cortejo, no se trata de una maniobra inscrita en
la información biológica, sino de un enganche de cultura, que articula el cultivo capilar deliberado con la oportunidad selecta de un despliegue en el concierto de rock, su ocasión de plenitud. De otro modo se mantiene "inerte" o atada en cola de caballo.

La interminable "chuza" se combinó con otros elementos del estilo roquero glam, ya mencionados, sea la pintura facial llamativa, las uñas coloreadas, las pulseras o esclavas superpuestas, pendientes, collares, la chaqueta de cuero estilo "Perfecto" (de motociclista) en su versión ortodoxa o en variantes retocadas, las calzas justas de diversos materiales. También se integró a construcciones estilísticas menos marcadas por un cierto tipo de música, como las vestimentas ad hoc de los asistentes a ciertos clubes nocturnos en las grandes ciudades durante los ochentas. En casos señalados sin embargo, y de modo paralelo a lo que llama disociaciones entre aspecto y comportamiento en las dos figuras gay (travesti y supermacho), también aquí se detecta una esquizofrenia o falta de acuerdo entre las estrategias de la imagen y el comportamiento.

Ya que algunos roqueros, en particular los partidarios del metal, exhiben poses y conductas histriónicas de cierto machismo. Es como si tomaran cualquier riesgo en laelaboración de su apariencia, pero necesitaran una pareja del sexo opuesto, una chica, que les sirva de guardaespaldas en el campo de sus exhibiciones: quizá no tanto en el bar o el local de conciertos, pero sí en los clubes nocturnos, bailes o discotecas.

Bajo un cierto ángulo, se trata del caso inverso al del clone gay. Mientras este último pone en juego sus esfínteres (boca y ano) en la práctica sexual, pero se cubre y protege con un aspecto de macho, el mutante hetero irradia ambiguedad por cada uno de sus poros, aunque rehusa comprometer sus esfínteres, que resultan tabúes o sagrados. Es como si no pudiera recaer en el mismo individuo la responsabilidad de una doble transgresión, la relativa al aspecto - construir un fetiche - y la que tiene que ver con el comportamiento - disfrute anal.

Lo cual lleva a concluir que las derivas mutantes están a cargo de la población en su conjunto. Cada cual llevaría a cabo una tarea específica. No se trata aquí de división del trabajo, sino de división de las estrategias vinculadas a un doble disfrute: sugerido por el estilo de los roqueros, pero puesto en práctica por los clones. Se avanza a pasos cortos, y de hecho contradictorios los unos con respecto a los otros. Pero la tendencia de conjunto, el devenir mutante, siempre en fuga, un pasaje entre distinciones en el juego abierto de las diferencias, tal el lomo de una corvina torneado entre las olas, se realiza, con un viso cómico pero triunfante, comparable a la operación del concepto en Hegel.

La esfera de su realización, sin embargo, no es el pensar, sino otra, texturada y "primitiva", encarnada con arte, jalonada de vuelcos y sorpresas.

Los casos extremos al nivel de la imagen, en figuras conocidas del espectáculo, serían no tanto los roqueros sino los cantantes pop Prince y Michael Jackson. Aquí los gestos, los movimientos y las voces se vuelven tan ambiguos como el aspecto. Cabría plantear una disolución de las disociaciones de las que hablé arriba. No se trata de etiquetar a estos dos cantantes como meros homosexuales, de conferirles una identidad en base a sus supuestas tendencias o prácticas.

Tampoco se los puede etiquetar como exclusivos heterosexuales, por más que ambos - para tapar algún escándalo o para ensanchar el campo de sus fans - hayan contraído matrimonio en tiempos recientes. No voy a detenerme en los pormenores de estos matrimonios, ni siquiera creo que vale la pena reparar en que uno de ellos
ya se ha disuelto. Si las uniones legales de estos astros no son consumadas, como tal vez no lo fueron las de Rodolfo Valentino, importa menos que la grieta abierta de su voluble y proteica capacidad para resistir las definiciones.

El aura que irradian estos astros, lo que emiten, un perfume o "esencia", no es ni homo ni hetero, sino bisexual. Pierde relevancia el calificar o definir sus tendencias. Abren un campo de inclinaciones y alternativas confusas. Ese campo resulta neutro, aunque no asexuado. No aceptan una identidad o personalidad impuestas desde fuera, pero tienen individualidad. No se definen. Se posicionan para ocupar
una franja indecidible, cuando al eros concierne la cuestión de qué es el otro. Seducen con un reto: "Interprétame."

La música de rock ha roto con los registros tradicionales
de la voz, los timbres de la ópera, el lied, o la canción popular. En el rock un mismo cantante puede gritar o susurrar, entonar o hablar, y además puede expresarse
en tonos varios, graves o sobreagudos.

Este hecho podría ilustrarse con abundantes ejemplos. Pero me parece que ambos, Prince y Michael Jackson, han llevado a un extremo la labilidad de sus voces, como
si escaparan a la categoría de lo idéntico, singulares más allá de cualquier rol, a partir de una libertad modular. Prince, por ejemplo, simula, en ocasiones, los quejidos agudos de una mujer que experimenta el orgasmo.

Los tacos de punta aguja, el empolvarse, sus arreglos capilares, sus modelos de blusas ceñidas y femeninas, juegan combinados con elementos opuestos, aunque muy debilitados, como los bigotes de línea de lápiz, o raras formas de patillas que parecen casi dibujadas. Hispano o mestizo, sus rasgos secundarios de varón resultan casi indiscernibles. Pero es sobre todo la voz, al variar el espectro a través de una espiral ascendente, el instrumento que escapa a la pesantez de los roles prefijados.

A diferencia de los castrati operísticos de otra época, el sonido de ambos astros no depende de una violencia a la maduración fisiológica para obtener un registro, sino de la proclividad a un disfrute no condicionado por ninguna expectativa fija, que declina un espectro ensanchado, aunque ceñido por el azar de un gusto y por los compromisos, de una u otra índole, con un contexto.

Se trata más bien de dioscuri, aquellas divinidades dobles, de un doble pero singular manejo de sus dotes, como si suscitaran un eco diverso y contrapuesto dentro de ellos mismos, ajeno al mero espejo de Narciso.

El costado "infantil" de Michael Jackson y la máscara domesticada y cortés contradicen el sesgo "peligroso" de sus canciones y videos. El lado suave - simpatía hacia los niños, buenas maneras, y la blandura pop y comercial - contrasta con los toques crudos y agresivos de estilos como el punk o ciertas variantes del rock. Pero hay que tener en cuenta que a un cierto nivel esa máscara educada, ese encanto sonriente resulta una protección, ya que él arriesga más que otros. La prueba es el amago de juicio a causa de su pretendida pederastia, con la sombra de los altos costos de silenciar al eventual demandante.

Este juicio en ciernes o abortado resulta un jalón en la trayectoria judicial del escándalo artístico, reminiscente hasta cierto punto del juicio por conducta obscena que el Estado de Florida entabló contra Jim Morrison, y su condena, al fin de los sesentas.

De un modo tenue pero seguro se relaciona también con el proceso y condena a Oscar Wilde en la Inglaterra de fines del siglo diecinueve.

Michael Jackson es un laboratorio de caras. Mediante las múltiples operaciones de cirujía plástica y la acentuada cosmética ha borrado los rasgos y el modo de presentarse de un hombre, sin transformarse por eso en una mujer o un travesti. Además, al blanquearse la piel, ha dejado de ser un negro, aunque tampoco es un blanco. Su rostro adquiere una cualidad fantasmal, más blanco que el blanco, lo cual recuerda las consideraciones de Junichiro Tanizaki referidas a la mujer japonesa en Elogio de las sombras: debido al modo de iluminación nocturna de las habitaciones, a los dientes pintados de verde y a otros recursos, la mujer tradicional, de raza amarilla, luce sin embargo más blanca que las europeas. Ni hombre ni mujer, ni negro ni blanco, en la letra de Black or White Jackson declara: "I'm not going to spend my life being a color" (No voy a pasar la vida siendo una persona de color). Por un lado, desde el enfoque severo de las reivindicaciones basadas en una identidad, podría acusarse
a Jackson de escapismo, al modificar sus rasgos raciales.

No todos los negros pueden llevar a cabo los costosos tratamientos que él soportó. Pero no todos los negros tienen por qué desear cambiar. Ser reconocido como una persona de color equivale a soportar el peso inerte de los prejuicios ligados a esa condición. En su representar artista Jackson, bajo cierto ángulo, ayuda a trascender el prejuicio acerca del color. Su libertad borra una condición que se demuestra no infranqueable, sino volátil, e implica el absurdo de basar un prejuicio en ella. En cuanto a sus rasgos faciales, Jackson varía casi cada año, como los nuevos modelos de electrodomésticos o de automóviles, con supuestas mejoras técnicas. Aunque quien los aprecia puede preferir un modelo anticuado - por ejemplo la cara correspondiente a su disco Bad, de 1987. Pero el fenómeno Jackson se aleja de ese rostro, no sólo debido a las transformaciones que trae el paso del tiempo, sino porque ahora los ojos son más pequeños, la perilla más cuadrada, la pigmentación y el sombreado diferentes. A través de este repertorio, representar lo desdobla, lo mantiene en movimiento hacia un punto indefinido. Su valor de ejemplo es su dimensión ética. Pero no universalizable, no totalizable:
no es un ejemplo para todos, por lo menos no con sus características específicas. Es un universal ilógico y un llamado a devenir singular.


Notas al Capítulo II

1 Gilles Deleuze, Crítica y clínica, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 57.
2 Michel Foucault, "Le retour de la morale", en Les Nouvelles, 28 de junio- 5 de julio de 1984, pp. 37-41, entrevista citada y comentada por Hayden White en El contenido de la forma, Barcelona, Paidós, 1992, pp. 150-154.
3 James Laver, op. cit. Trabajo

* Este texto es la segunda parte del capítulo II de Arte andrógino: estilo versus moda, libro de Roberto Echavarren (Montevideo: Los libros de Brecha, 1997). También hay edición argentina (Buenos Aires: Colihue, 1997).

3. LA VERDAD SOBRE EL BUENISMO GRANEMPRESARIAL

Bill McKibben

El diez por ciento del léxico de un niño de dos años son nombres de marcas; cuando un niño norteamericano ingresa en la escuela, pueda ya reconocer cientos de logotipos. Disney estampa ahora sus figuras en la fruta fresca, sosteniendo –tal vez con razón— que es la única manera de que los pequeños la coman. Si tal es el mundo en el que hemos nacido, ¿a quién sorprenderá que deseemos también que las grandes corporaciones empresariales resuelvan nuestros mayores problemas? ¿No es cosa de los padres el protegernos? Y además, ¿quién, si no, dispone de capital y de poder para hacer lo que necesariamente hay que hacer, a fin de hacer frente al calentamiento global?

Cualquier indicio de que están dispuestas a hacerlo es saludado con un entusiasmo rayano en la obnubilación. Cuando John Browne, el jefe de British Petroleum, pronunció un discurso en 1997 admitiendo que, en efecto, el calentamiento global existe y afirmando que las empresas tienen que responder “a la realidad y a las inquietudes del mundo en que operamos”, la gente empezó a llamarle el “Rey Sol”!. El jefe de la Agencia Californiana de Protección Medioambiental se avilantó a decir que “este valiente paso sentará las bases para que, a escala mundial, lo emulen otras empresas”. British Petroleum encargó tejados verdes para sus estaciones de servicio, así como una ristra de anuncios pregonando su visión de un mundo “más allá del petróleo”. Y todo indica que Lord Browne era sincero: había estudiado el problema, sabía que era enorme y estaba dispuesto a alertar al resto de la industria al decirlo.

Browne no fue el único ejecutivo que pensó en voz alta sobre el modo en que las grandes corporaciones se relacionan con el resto del mundo. Sus comentarios se produjeron en el momento en que estaba a punto de estallar y entrar en la cultura empresarial convencional el debate sobre la “responsabilidad social de la empresa”, una vieja preocupación de gentes que suelen andar sin corbata. El movimiento ha dado ahora lugar a una floreciente industria de consultores y conferencias; precisamente este verano el  World Business Council on Sustainable Development lanzó un manifiesto intitulado “Del desafío a la oportunidad”, pletórico de imágenes de postres horneados y de campesinos afectados por plagas, pero también de promesas de “lograr una mayor sinergia entre nuestros objetivos y los de la sociedad a la que servimos”. British Petroleum firmó el manifiesto, como todo el mundo, desde Adidas hasta Procter & Gamble.

No está mal. La cuestión es: ¿para qué sirve?

Tomemos el caso de British Petroleum. En 2004 sus ingresos procedentes de la energía solar fueron de casi 400 millones de dólares; sus ingresos totales, casi todos procedentes de los hidrocarburos, fueron de 285 mil millones de dólares. En otras palabras, las ventas de la compañía que no son petróleo representaron una sexta parte del 1%. Pero lo que sigue es peor. La desastrosa pérdida por fuga que, subitáneamente, experimentaron este verano los oleoductos de British Petroleum en Alaska resultó no ser tan subitánea. Ya en 1992, cuando un silbido despertó inquietudes sobre la posible corrosión de un oleoducto, British Petroleum replicó con un cierre empresarial que un juez federal calificó de “reminiscete de la Alemania nazi”. Por otra parte, el Wall Street Journal informa de que los reguladores federales están investigando si British Petroleum trató de influir en los precios del crudo sirviéndose de información procedente de sus oleoductos y tanques de almacenamiento de Oklahoma; en una pesquisa distinta, los investigadores están tratando de aclarar si British Petroleum manipuló los precios de la gasolina en New York Mercantile Exchange. Lo cierto es que el máximo ejecutivo de la compañía en EEUU fue copresidente de la campaña electoral de Bush en Alaska. No mucho más allá del petróleo, ésto.

No pongo en duda que empresarios con un sesgo social pueden hacer mucho bien (al menos hasta que deciden hacerse publicidad con ello o vender a una empresa más grande). Y pueden hacer bien, al mismo tiempo, al conectar con un bloque razonablemente amplio de consumidores motivados. Si necesito toallitas de papel, es estupendo que procedan de Seventh Generation. También vestiría con gusto chaquetones de Patagonia, si no fueran tan increíblemente calientes.

Pero se trata aquí de tratos individuales. Ben and Jerry no parecieron cambiar el modo como Häagen and Dazs veían el mundo. De una u otra forma, Bounty pareció dispuesta a dejar el solícito mercado de las toallitas de papel a Seventh Generation. Desde hace décadas, los medioambientalistas han citado la obra de Ray Anderson e Interface, y se trata de un gran ejemplo: pero ¿por qué no ha habido más que un Roy Anderson?

A menudo, la dificultad radica en el modelo de negocios de la compañía. Si Wal Mart decide almacenar comida orgánica o no lo hace no significa una gran diferencia, porque el problema real es el imperativo de enviar los productos a lo largo y ancho del mundo, venderlos al por mayor en los complejos que destruyen el centro de las ciudades, y empujar los precios hacia el alza de manera que no puedan prosperar ni los trabajadores ni los proveedores responsables. De hecho, la decisión de Walt Mart de vender comida orgánica significará, con un alto grado de probabilidad, que la industria se consolide en manos de unos pocos y grandes cultivadores que enviarán sus productos a miles de kilómetros, por no hablar de que las personas que ahora obtienen las ganancias de los cultivos orgánicos obtendrán salarios por debajo del nivel de pobreza, y que los contribuyentes verán incrementados sus gastos en salud. (La idea de comprar zanahorias saludables a una compañía enferma resulta chocante)

De un modo similar, el modelo de negocios puede impulsar hacia delante a las compañías, incluso teniendo en cuenta que sus ejecutivos son extremadamente descuidados con el planeta: En la década presente, Dow y Dupont han bajado sus emisiones de ozono más de un 50%,  simplemente porque sus directivos han comenzado a prestar atención a los costos de la energía y a descubrir que la eficiencia les trae buenos resultados.

Entonces, resulta que no es correcto preguntar si los negocios salvarán al mundo. Lo correcto es preguntar:¿cómo podemos estructurar el mundo, de manera que los negocios también contribuyan a salvarlo? Inevitablemente, la respuesta es política.

Parte de la respuesta es la formación de una consciencia pública. No es un mero accidente que Vermont y Oregon  sean el ejemplo de un buen capitalismo, puesto que en esos lugares han cambiado las actitudes, y la conciencia pesa. Muchos de nosotros hemos trabajado como locos para que la gente comprendiera la importancia de los automóviles híbridos, y la publicidad ha comenzado a rendir sus frutos, ayudada, dicho sea de paso, por el alza del precio del petróleo.

Pero lo que necesitamos con mayor urgencia es una política de otro tipo, más directa y mucho menos glamorosa. Si queremos que las compañías de energía remodelen sus presupuestos e inviertan más recursos en energía renovable y menos en hidrocarburos, el mejor modo de hacerlo es aprobar leyes que los empujen en la dirección correcta, en lugar de  apelar a la conciencia de los ejecutivos. Esto es lo que ocurrió en Europa, cuando el pasado mes de agosto se impusieron regulaciones a los fabricantes de automóviles, para que bajaran en un 25% las emisiones de efecto invernadero de los vehículos. Como declaró un funcionario ante un periodista: “los fabricantes de automóviles tienen que saber que estamos observando muy de cerca la situación”, y agregó que la Comunidad Europea no “vacilará en reemplazar la zanahoria por el bastón”. En esta lógica no hay nada particularmente europeo –hay evidencia de que en los EEUU existen unos cuantos juristas gubernamentales audaces que -dada la falta de acción del gobierno federal- han comenzado a demandar por su cuenta a los grandes emisores de carbono. Es posible que no tengan éxito, pero la amenaza de una posible responsabilidad ya ha logrado que los grandes contaminadores comiencen a hablar de ofrecer una baja voluntaria de emisiones de carbono, a cambio de inmunidad legal. En un comunicado del mes de agosto, el grupo activista e inversor Ceres hizo  referencia a un análisis de Goldman Sachs, quien habla de la posibilidad de que la responsabilidad por el calentamiento global pudiera ser equiparada, en escala, a la de la lluvia ácida. Este tipo de información captará de inmediato la atención de los ejecutivos.

Ayudar a los corporaciones a hacer las cosas en forma correcta mediante regulaciones –y deberíamos tener en cuenta que esto permitiría nivelar el campo de juego de tal manera, que  el BP ecológico no tendría  que preocuparse por el sucio ExxonMobil— no es exactamente una idea nueva. Es más o menos lo que hicimos, en el largo período desde Teddy Roosvelt y las agencias federales hasta aproximadamente los años 80.

Una de las razones de que todo eso haya cambiado ha sido el inmenso poder político de las corporaciones, poder que usan casi exclusivamente para aumentar sus propias ganancias. Pero, en algún sentido, no podemos culparlas por ello. Lo más asombroso es que hay un muy bajo nivel de oposición a la agenda de las corporaciones; cuántos de nosotros hemos aceptado el argumento ideológico que dice que en la medida en que dejemos al comercio hacer las cosas por su cuenta entonces, de manera mágica, se resolverán todos nuestros problemas. Podríamos obligar a la gran industria petrolera a recortar sus vertiginosas ganancias y a construir turbinas eólicas, pero no lo hacemos y permanecemos inactivos, como si el curso de acción obvio y necesario fuera un saqueo ilimitado.

Entender ese misterio nos retrotraería al lugar donde empezamos. En el encantamiento pueril en que nos sumió la era Reagan, deseábamos fervientemente creer que algún otro, algún ejecutivo de pelo engominado, podría realizar el trabajo arduo y adulto que se necesita para resolver los problemas. Sin embargo, lo contrario es lo cierto: las corporaciones son los niños de nuestra sociedad: saben muy pocas cosas, sólo saben cómo crecer (y son muy buenas en ello), y gritan desaforadamente cuando se les ponen límites. La tarea de la política consiste en socializarlas. Llegó la hora de (volver a) hacerlo.

Bill McKibben es un publicista norteamericano especializado en problemas económicos y medioambientales que escribe regularmente en las páginas del periódico alternativo estadounidense Mother Jones

4. LLAMADLO CODICIA

Rafael Argullol

Desde que la palabra capitalismo desapareció de la escena porque se impuso para todos la idea de que únicamente podía haber capitalismo -y de que, por tanto, la palabra sobraba-, se ha hecho difícil describir el afán más o menos desmesurado de riqueza que se da en nuestra época. La catástrofe en el siglo XX de las utopías sociales formuladas en el siglo anterior no sólo significó la destrucción de millones de personas, sino que aparentemente dejó a la humanidad sin argumentos para enfrentarse al capitalismo, una organización nada angélica del mundo pero, según los indicios, la única que encajaba con la condición humana, cuando menos en la época moderna.

No sé si esta posición es cierta o no. Algunos días, más optimistas, creo que no y otros, más pesimistas, que sí. A diferencia de lo que ocurría hasta hace algunas décadas, ahora existe un consenso muy extendido sobre el carácter imbatible del modelo capitalista, a menudo confundido con lo que reverencialmente llamamos la realidad. En suma: lo más llamativo de la victoria de este modelo es que el capitalismo se ha vuelto literalmente innombrable.

Antes, hasta no hace mucho, se le nombraba, y no eran pocos, en los medios de comunicación, en las universidades y, por supuesto, en los paisajes ideológicos de la política, los que hablaban de sistema capitalista, beneficios capitalistas o explotación capitalista. Ahora no, ahora no se le nombra. Sus apariciones en la prensa o en las aulas son escasas y en las últimas confrontaciones electorales los candidatos de la izquierda, y ni siquiera los pocos comunistas que quedan, no se atreven a nombrar al Innombrable.

No es que yo sea nominalista, y dé una importancia mágica a los nombres, pero en este caso el victorioso autocamuflaje del capitalismo, y su transfiguración en el Innombrable, ha tenido consecuencias avasalladoras en la vida social. Desde hace años hemos perdido la capacidad de bautizar unitariamente ciertas conductas perdiendo, por consiguiente, la posibilidad de una visión de conjunto sobre lo que sucede a nuestro alrededor. Los especialistas hablan, de tanto en tanto, de los asuntos de su especialidad, pero, como por definición no se nombra al Innombrable, toda la información por abundante y exacta que sea acaba extraviada en un laberinto sin sentido y sin salida.

Tenemos un maravilloso ejemplo de las virtudes evanescentes del laberinto cuando los medios de comunicación y algunos políticos revelan súbitamente los denominados asuntos de corrupción. Es de agradecer que por fin se hagan públicos. Sin embargo, para que el ciudadano pudiera asomar la nariz fuera del laberinto, harían falta las revoluciones que no se producen y que siempre están vinculadas a dos preguntas: ¿de dónde proceden aquellos asuntos?, ¿adónde conducen?

Doy por seguro que estas revelaciones no van a producirse porque para que así fuera debería nombrase de nuevo al Innombrable.

En cambio, como es fácil comprobar estos días, sí podemos citar con cierta generosidad la palabra corrupción. Y aquí empieza la trampa. De entrada el término corrupción tiene más connotaciones morales que estructurales. Por otro lado, no alude tanto al poder como a su compra por parte de elementos extraños a él. Es, en definitiva, una acción pasajera que pervierte el buen funcionamiento de las instituciones pero no se confunde con ellas. Desde el punto de vista de las palabras la corrupción es soportable porque, por grande que sea, es un acto acotado.

¿Lo es? No es difícil seguir determinadas pistas. Ahora, con unos diez años de retraso como mínimo, y en parte gracias a la alarma en la Comunidad Europea, algunos grandes corruptos han ocupado las portadas de los medios de comunicación. Son personajes sobresalientes de la rapiña que parecen salidos de sainetes más bien macabros. Les ahorro los nombres porque ustedes ya los conocen. Uno es el "hombre más popular de España"; otro es el que más ha robado en el menor tiempo posible; otro es el que más recalificaciones de suelo ha conseguido. Y así. Llamémosles los grandes corruptos, casi extravagantes en su frenesí por el botín.

No obstante, todos sabemos que para que haya corruptos tienen que actuar sus compañeros inseparables, los corruptores. ¿Quién compra a los alcaldes y concejales para los grandes golpes de especulación inmobiliaria? ¿Quién compra a éste o aquel político para obtener la información privilegiada? ¿Quién compra a tal o cual funcionario que facilita una vertiginosa apuesta en la Bolsa? Es difícil de creer que en los diez o quince últimos años la intimidad entre corruptos y corruptores haya encendido la luz roja que atrajera la mirada de jueces y periodistas. Pocos parecen haberla visto. Y era sencillo. Bastaba, por ejemplo, con coger el Euromed o dar un vistazo desde el coche en la Autopista del Mediterráneo para comprobar cómo crecía la muralla de cemento que cerraba el mar.

Los círculos concéntricos alrededor de Madrid tampoco eran invisibles. ¿Quiénes son estos corruptores que permanecen casi ocultos? Desde luego pueden ser lo que llamamos mafiosos. Este mismo periódico informaba de que actuaban en España entre 500 y 1.000 grupos mafiosos perfectamente organizados. Con 500 es suficiente para tener el engranaje de la corrupción óptimamente engrasado. Es evidente que la policía y los jueces, si actuaran con diligencia, identificarían a muchos compradores de información y favores. Por una parte, las mafias extranjeras que se abren camino a tiros; por otra, las locales, aparentemente sin tiros pero con el aliento afilado y depredador del nuevo rico que a la postre resulta tan mortal como un disparo. A estos corruptores llamémosles mafiosos. Fíjense, sin embargo, que si seguimos la pista falta todavía el círculo más poderoso: el formado por los corruptores de los corruptores. Sabemos que existe pero nadie nos habla de él. O quizá sí se habla de él pero críptica y elogiosamente. Es un problema de escala. A menor escala se es corrupto; a escala intermedia se es corruptor; a gran escala, cuando se llega a ser un corruptor, se alcanza el grado de condottiere, un señor, sino de la guerra, sí de las finanzas, alguien que ya está situado por encima de toda sospecha y que puede adquirir, si lo desea, acciones de partidos políticos, clubes deportivos y medios de comunicación indistintamente. A los condottiere, hombres respetables, no se les cita en las páginas de sucesos sino en las de economía o sociedad, y siempre vinculados al bienestar del país. ¿Han reparado hasta qué punto los enigmáticos beneficios que se producen en la Bolsa y las nada enigmáticas ganancias de los bancos, magnitudes cada año más obscenas, se nos presentan como los índices más indiscutibles de nuestra salud colectiva? Llegados a este paraje no tenemos respuesta. Para tenerla, y no andar siempre extraviados en el laberinto, deberíamos poder nombrar, de nuevo, al Innombrable. Pero ya sabemos que esto es un tabú de nuestra época. Claro que siempre podemos volver a palabras más clásicas. Si no lo queréis llamar explotación capitalista porque os tildarán de locos y trasnochados, llamadlo codicia.

Rafael Argullol es catedrático de estética en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona

El País, 26 noviembre 2006

5. LOS EXILIOS VASCOS Y EL RÉGIMEN NACIONALISTA

Por Carlos MARTÍNEZ GORRIARÁN en ABC, 25 de Julio de 2002

Las dos bazas que más ayudaron a Ibarretxe durante la pasada campaña electoral fueron la promesa de apoyar activamente a las víctimas de ETA, y la paralela y contradictoria afirmación de que en Euskadi la gente disfruta de una calidad de vida mejor que en ninguna otra parte. Sin duda muchos de quienes le votaron dudaban de la primero y sabían que lo segundo es llanamente mentira, pero en fin, a ellos no les iba tan mal y repitieron Ibarretxe con la esperanza de capear el temporal sin mojarse demasiado. Pero lo más probable es que acaben todos empapados, porque el vasco es un país a la deriva con alto riesgo de naufragio.

Según datos oficiosos, en la Comunidad autónoma vasca viven, aunque no demasiado bien, unas 1.800 personas protegidas por alguna clase de escolta, desde las más aparatosas hasta la de un modesto acompañante con pistola y sin coche oficial. Muchas personas han abandonado el País Vasco porque no querían correr el albur de llegar un día a llevar escolta, o simplemente porque no soportan esa mala vida en una especie de tercer grado penitenciario. En consecuencia, cabe hablar de dos exilios o destierros vascos: el exilio interior de los escoltados, privados de la libertad de movimientos y espontaneidad de que disfruta cualquier ciudadano, y el exilio exterior de los emigrados por causas sin duda variadas, pero que siempre se acaban cruzando en el clima político vasco.

Entre los escoltados hay empresarios, políticos, profesores, periodistas, jueces y funcionarios del Estado. Incluso hay una señora que limpia bares de madrugada y compagina su higiénico oficio con la carga de una concejalía en un pueblo. Conozco al menos a dos catedráticos jesuitas que disfrutaban de la atención de una discreta contravigilancia. Lo que no teníamos todavía era un verdadero párroco con auténtica escolta, honor indeseable que ha inaugurado Jaime Larrinaga, párroco de Maruri, diminuta anteiglesia vizcaína de unos 600 habitantes. Larrinaga es también fundador del Foro El Salvador, la asociación de eclesiásticos vascos no nacionalistas que pugnan por hacer oír su minoritaria voz en el seno de diócesis llenas de entusiastas de Arzalluz y Setién, e incluso de «hooligans» de Josu Ternera.

El caso de Larrinaga presenta otras peculiaridades que, sin embargo, van siendo más corrientes según progresa la instauración de un régimen nacionalista sólo superficialmente democrático. Porque las amenazas que ha soportado no han procedido tanto de ETA como directamente del  PNV, el partido-guía que gobierna Maruri y docenas más de pueblos vizcaínos como ese. Con muy buenas razones teniendo en cuenta numerosos precedentes, Jaime Larrinaga ha solicitado protección oficial después de que el alcalde de ese rincón de la Vizcaya profunda -esa que para Sabino Arana equivalía al Edén por su recia moralidad y atávico cristianismo-, enviara una carta oficial a los vecinos de Maruri difamando al párroco y tachándolo de fascista, enemigo del euskera y antiguo franquista: la clase de imputaciones que hacen de uno objetivo preferente de ETA. Y más si se trata de un objetivo fácil sin protección.

El escarnio nacionalista

El revuelo causado por el caso del primer párroco escoltado ha enlazado con otro: la marcha de Francisco Llera, catedrático de sociología de la UPV y director del prestigioso Euskobarómetro, a la cátedra  Juan Carlos I en la universidad de Georgetown, muy cerca de Washington. Al igual que Jaime Larrínaga, Llera ha sufrido el acoso del régimen nacionalista. Lleva un año con escolta, tiene familia de la que cuidar, y está aburrido de solícitas declaraciones de solidaridad que nunca se sustancian en hechos. Francisco Llera es socialista, es de Basta Ya y es catedrático en el mismo departamento al que pertenecen dos profesoras conocidas, entre otros méritos, por el odio de ETA y la falta del amparo que les deben las instituciones: Edurne Uriarte y Gotzone Mora. Con la tentación de una nueva experiencia profesional americana a la vista, Llera sigue la senda emprendida antes que él por Jon Juaristi, Mikel Azurmendi o José María Portillo, profesores de la UPV que han sido acosados por ETA o sufrido atentados. Y también el escarnio nacionalista y la indiferencia acobardada del resto. Porque, en efecto, la UPV hace grandes y laudables esfuerzos para facilitar la marcha de estos y otros docentes, pero no conozco ninguno para retenerlos y no digamos ya para favorecer su regreso.

La cátedra de Georgetown a la que se incorporará Llera ha sido ocupada el último curso por José María Portillo, historiador y uno de los fundadores del Foro Ermua. En dos ocasiones al menos, anónimos terroristas le volaron el coche aparcado en el campus, en Vitoria. Ni antes ni después de su marcha, tan sólidamente motivada, ha encontrado razón alguna el vicerrectorado alavés para imponer alguna clase de seguridad activa en tan pacífico recinto académico. El curso que viene, Portillo pasará otro año en el Basque Studies de la Universidad de Reno (Nevada), instituto filonacionalista; su actual director, Joseba Zulaika, es un antropólogo implicado en los intentos de Elkarri para que Jimmy Carter aceptara hacer mediar en el conflicto vasco. El Basque Studies ha dado gran impulso al estudio de la diáspora vasca en el oeste americano. Esta diáspora es uno de los mitos a los que el nacionalismo recurre para cultivar su complejo de pueblo elegido y dolerse de su triste destino, pero se refiere exclusivamente a la suya propia: nacionalistas errantes, etarras de la reserva en Cuba o México, y pastores en Idaho o Patagonia. Esperemos que la incorporación de Portillo les haga interesarse por el interesante exilio ideológico que están provocado los 25 años de gobierno abertzale moderado. Porque es un caso único en Europa.

En sus declaraciones acerca de las razones de su marcha temporal (esperemos), Llera ha dicho que se une a los aproximadamente 200.000 vecinos del País Vasco que han dejado su tierra de nacimiento o adopción desde los años ochenta. Los nacionalistas guardan silencio acerca de esta cifra, lo que aconseja darla por buena. En una Comunidad autónoma con poco más de 2.100.000 habitantes censados, 200.000 emigrados es una cifra tremenda. Para hacerse una idea, es más de la mitad de Bilbao en sus mejores momentos, más que el vecindario de San Sebastián y poco menos que el de Vitoria. Y muchos de esos emigrados son jóvenes universitarios y trabajadores altamente cualificados, incluyendo a muchos profesionales y empresarios hartos de pagar la extorsión o de plegarse a las condiciones del clientelismo nacionalista.

Las razones por las que esas 200.000 personas han abandonado el paraíso de Ibarretxe son sin duda muy variadas. Algunos creerán que es una exageración hablar en todos los casos de causas políticas, pero en una democracia próspera como la que debería haber en el País Vasco, la emigración del 10 por ciento de la población es un tremendo fracaso político, al menos desde un punto de vista democrático. Y más si esa emigración no es sustituida por emigrantes que reemplacen a los marchados. Si las cifras optimistas que las instituciones vascas se obstinan en repetir para afianzar la mentira del edén nacionalista fueran medio ciertas, la atracción irresistible de nuestra calidad de vida y desarrollo económico habría atraído a numerosos españoles y, desde luego, a ese abigarrado mosaico que compone la emigración que se puede admirar en Madrid, Cataluña o Valencia: magrebíes, subsaharianos, latinoamericanos, caribeños, chinos, polacos, etcétera. Pero, a pesar de los encomiables esfuerzos del consejero Javier Madrazo por sustituir a malos vascos disconformes por buenos emigrantes progresistas, esto no es así: las calles vascas son mucho menos polícromas que las de cualquier ciudad española comparable.

Hacia 1985 hice amistad con una fotógrafa neoyorkina, judía, que se instaló en San Sebastián. Estaba casada con un economista peruano de apellido vasco: un buen ejemplo del melting-pot de Manhattan. Como a casi todo el mundo, les encantó San Sebastián como forma urbana, pero no tanto como sociedad. Nunca se acostumbraron a nuestra mezcla de agresividad encubierta, amable indiferencia y bostezante uniformidad cultural. Al poco tiempo comenzaron a echar de menos su propio mundo mezclado, a sentir cierto vértigo ante la monotonía de caras iguales. Les horrorizó que el asesinato terrorista de un vecino del barrio, dueño de una tienda de fotografía, no provocara ninguna reacción en una calle donde todos se conocían. Todo eso acabó por ahuyentarles, y ni siquiera la calidad de la asistencia sanitaria gratuita pudo retenerles.
El País Vasco es ahora mismo una sociedad centrífuga para los no nacionalistas, a los que expulsa o pone contra las cuerdas, sean autóctonos o visitantes, y ferozmente centrípeta para los propios nacionalistas, cada vez más apretujados en su cómodo establo. Pero su narcisismo y miedo al otro les impide reconocer incluso las evidencias más llamativas. Como la de que, mientras la población española crece en las regiones más pujantes, la mayor parte de las poblaciones industriales vascas, así como Bilbao y San Sebastián, no han conseguido recuperar el censo de 1980. Los 200.000 emigrados se notan, y más todavía, para quien quiera notarlo, que pocos han venido a llenar su hueco.

Esa misma uniformidad que ahuyentó a mis amigos de Nueva York es la que asfixia a Jaime Larrinaga y a Francisco Llera. Y a miles de exiliados o emigrantes menos conocidos. En mi propio departamento de la UPV, donde cinco profesores están eximidos de dar clase por razones de seguridad, nos felicitábamos hace unos cinco años del grupo excepcionalmente bueno de alumnos que nos había caído en gracia. Aquello duró el primer y el segundo curso. En tercero casi todos habían volado, y eso que no existía todavía el distrito único universitario. Alguno vino a despedirse: el clima ideológico se había vuelto insoportable, decía, y no solamente por los atentados de ETA y la «kale borroka», sino por el progreso imparable de esa uniformidad bovina que estaba consiguiendo imponer el nacionalismo. Los universitarios no nacionalistas no veían claro que hubiera futuro para ellos en los pueblos de sus padres. Así que emigran a Salamanca, a la Complutense, a Barcelona, a donde sea que encuentren un poco de aire fresco, de coexistencia pacífica con lo diferente.

Empobrecimiento social

El periodista José María Calleja publicó un libro imprescindible, La diáspora vasca: historia de los condenados a irse de Euskadi por culpa del terrorismo de ETA, donde proporciona cientos de ejemplos de personas expulsadas de su tierra. Es su propio caso. Y el de empresarios y profesionales hartos de pagar formas de extorsión que van desde el «impuesto revolucionario» a los empresarios grandes y medianos, bajo amenaza de secuestro, hasta la exigencia de dinero y  sumisión a los propietarios de modestos negocios. Por supuesto, muchos de estos emigrados dejaron el País Vasco por mejores ofertas profesionales. Pero nadie ha hecho ningún verdadero esfuerzo por retenerles o propiciar su vuelta. Al contrario, Arzalluz, por poner un ejemplo, ha celebrado con alborozo la marcha de esos que considera indeseables. Y es así porque el empobrecimiento social del país es la única posibilidad de enriquecimiento del nacionalismo. Cuantos más disidentes se vayan, más compacta y sumisa será la parroquia interna: que se vayan, pues.

Parece que el numeroso colectivo de vascos instalados en Madrid está formado a partes casi iguales por cocineros, ejecutivos y periodistas: basta con hojear los periódicos de Madrid para tropezarse con los Zarzalejos, Unzueta, Pradera, Gurruchaga y muchos otros. Por algún extraño oráculo, todo periodista vasco decente parece abocado a tener que elegir entre abandonar su profesión y hacerse seudoperiodista, o ir a practicarla en otra parte, preferentemente Madrid. Para algunos eso es un «lobby», pero en realidad es un destierro. Incluso se da el caso del director de un importante diario vasco que ha sacado hace tiempo a su familia de la ciudad donde vivían -vasca, por supuesto-. Por su parte, ha limitado su participación en la vida social local a las comidas de rigor y a lo que traiga su amedrentada redacción, deseosa de no llamar demasiado la atención sobre su existencia profesional. No es un caso excepcional: se sabe de jueces y fiscales, temporalmente destinados en este país, que han preferido asumir su condición de exiliados en el interior y vivir temporalmente en residencias de las Fuerzas Armadas, en vez de afrontar el riesgo de alquilar un piso en un vecindario donde quizás haya algún vecino que no aprecie a la Justicia.

Pero de los muchos exilios profesionales vascos existentes, quizás el más asombroso y elocuente sea el protagonizado por los policías autonómicos. Aprovechando la afortunada pequeñez del territorio de la CAV -imagínense lo nuestro con el tamaño de Andalucía o Texas-, numerosos ertzainas han decidido instalarse fuera del país que les paga el sueldo: en Castro Urdiales los de Vizcaya, en Miranda de Ebro o Logroño los de Álava, e incluso en Hendaya los de Guipúzcoa. ¿Cuántos ertzainas viven fuera del País Vasco? Los sindicatos no ofrecen cifras concretas, pero se habla de varios cientos con sus familias. La razón: que en muchos pueblos y barrios vascos no es posible colgar el uniforme a secar, ni que el niño o la niña digan en la ikastola que su padre o su madre son ertzainas. Están probando la misma amarga purga que, con anterioridad, sufrieron en los años 80 tantos policías y guardias civiles, causa del llamado síndrome del norte, razón de transtornos psíquicos e incluso de suicidios. Una policía creada para emular a la sueca en el arte de rescatar gatos de los árboles o ayudar a pasar la calle a los invidentes, mal puede hacer frente al exilio interior, y menos aún armada de mentiras. Conclusión: en muchos sitios, la policía vasca es clandestina.

¿A quién beneficia este vaciamiento interior, este agotamiento demográfico y empobrecimiento humano? Unicamente al soberanismo, la confluencia estratégica de los intereses de ETA y del nacionalismo moderado, que sólo pueden imponerse arrasando la sociedad civil, convirtiendo la democracia en un régimen monopolista y consiguiendo mediante la expulsión de los disidentes una homogeneidad comunitaria que permita el triunfo, en su día, de la consulta soberanista planeada, quizás pactada con ETA. Entre tanto, en el País Vasco acontece un drama diario que muchos se empeñan en ignorar, que sólo emerge a la luz en las historias dramáticas de un párroco rural que necesita escolta para precaverse del alcalde, o de un catedrático prestigioso que emigra a los USA para huir de la locura. El signo de que la democracia está ganando la partida se dará el día en que este proceso se invierta con la vuelta de nuestros desterrados y exiliados.

6. THE PRO-LIFE MOVEMENT AS THE POLITICS OF THE 1960’S 

by Richard John Neuhaus

Copyright (c) 2009 First Things (January 2009).

Whatever else it is, the pro-life movement of the last thirty-plus years is one of the most massive and sustained expressions of citizen participation in the history of the United States. Since the 1960s, citizen participation and the remoralizing of politics have been central goals of the left. Is it not odd, then, that the pro-life movement is viewed as a right-wing cause? Reinhold Niebuhr wrote about “the irony of American history” and, were he around to update his book of that title, I expect he might recognize this as one of the major ironies within the irony.

These are the issues addressed in a remarkable new book out this month from Princeton University Press, The Democratic Virtues of the Christian Right, by Jon Shields, a political scientist at Claremont McKenna College. The book is by no means a pro-life tract. It is an excruciatingly careful study, studded with the expected graphs and statistical data—but not to the point of spoiling its readability—in the service of probing the curious permutations in contemporary political alignments.

The Port Huron Statement issued by the Students for a Democratic Society (SDS) in 1962 called for a participatory democracy in which, through protest and agitation, the “power structure” of the society would be transformed by bringing moral rather than merely procedural questions to the center of political life. Almost fifty years later, Shields notes, “some 45 percent of respondents in the Citizens Participation Survey who reported participating in a national protest did so because of abortion. What is more, nearly three quarters of all abortion-issue protesters are pro-life, an unsurprising fact given that the pro-life movement is challenging rather than defending the current policy regime. Meanwhile, all other social issues, including pornography, gay rights, school prayer, and sex education, account for only 3 percent of all national protest activity.”

Shields says there are three categories of pro-life politics: deliberative, disjointed, and radical. Representative of the “deliberative” are Justice for All (JFA) and the Center for Bio-Ethical Reform (CBR), which have trained thousands of young people to engage in nonconfrontational pro-life persuasion on college campuses. The “disjointed” politics includes innumerable and loosely organized activities such as sidewalk counseling, prayer vigils, marches, demonstrations, and counter-demonstrations. The “radical” includes what he calls “the broken remnants of the rescue movement,” focusing on civil disobedience and the closing of abortion clinics. “In many respects [the radical] is the exact opposite of deliberative politics, except for the fact that it too is highly coordinated and organized.”

He cites striking instances of the campus efforts of groups such as JFA and CBR meeting with frequently vicious hostility, often led by faculty members. The truth is that such hostility reflects vehement opposition to civil deliberation and argument about abortion. Pro-life students eager to engage others in serious discussion find this very frustrating, but it is not entirely surprising. Shields writes: “Such frustration is fueled by NARAL Pro-Choice America and Planned Parenthood, whose leaders discourage their campus affiliates from debating or even talking to pro-life students. NARAL’s ‘Campus Kit for Pro-Choice Organizers,’ for example, gives this categorical instruction: ‘Don’t waste time talking to anti-choice people.’” The campus organizer for Planned Parenthood told Shields that she “discourages direct debate.” Feminists for Life has had more success on campuses, mainly because its members shake up conventional notions on the “woman question.” As leaders of the organization put it, the goal is not to “fit into a man’s world on men’s terms,” which means above all not “troubling employers with their fertility problems.” As they repeatedly assert, “Women deserve better than abortion.”

But pro-abortion intolerance of discussion or debate is sometimes given dramatic expression. In San Francisco, the city and county board of supervisors unanimously declared January 22, the anniversary of Roe v. Wade, “Stand Up for Choice Day” and officially declared San Francisco a pro-choice city. Supervisor Bevan Duffy declared that pro-lifers were “not welcome in San Francisco.” Supervisor Tom Ammiano complained about the audacity of pro-life activists who “think that they can come to our fair city and demonstrate.” The head of the Golden Gate chapter of Planned Parenthood was outraged that activists “have been so emboldened that they believe that their message will be tolerated here.” The Free Speech Movement at Berkeley in the mid-1960s has come to this.

A Movement for Change

The pro-life movement is a movement for change, indeed for what some view as the radical change of eliminating the unlimited abortion license. “Meanwhile,” writes Shields, “the pro-choice movement is a conservative movement defending the status quo. Pro-choicers have little to gain from engaging their opponents and from the deliberative norms that facilitate persuasion.” And, of course, they have the establishment media massively on their side. The head of New York State Right to Life explained to Shields that “a major part of her work is simply trying to convince journalists that pro-life activists are ‘normal.’ It is hard to imagine a pro-choice leader describing her work that way.”

“The current demographic makeup of the pro-life movement,” writes Shields, “also confounds the politics of motherhood.” The conflict is often depicted as one between housewives and career-oriented women. But a striking percentage of pro-life women are university educated, and many have given up professional careers to do pro-life work full-time. Although Shields does not mention it in this connection, it is also striking how many female leaders in the pro-life cause had one or more abortions, an experience that helped turn them against the current license. He does note that surveys indicate that pro-life citizens, men and women, “are only moderately less likely to be ‘very concerned’ about women’s rights” than pro-choice respondents. “The pro-life movement,” he writes, “is actually quite diverse, and abortion politics more generally does not [as some claim] pit working-class Catholic housewives against professional, career-oriented women.” In short, it has over the years increasingly stretched credulity to claim that the pro-choice cause is a “woman’s movement.”

An influential book in these discussions is Kristin Luker’s Abortion and the Politics of Motherhood. Luker’s argument is that the abortion debate is not so much over abortion as it is an expression of worldviews in conflict, along the lines of some analyses of the “culture wars.” Shields arrives at a different conclusion: “The great conflicts in American history, especially slavery, civil rights, and abortion, have been unusually hard fought and passionate because they cannot be understood as symbolic fights over different worldviews or cultures. Instead, they are better understood as clashes over how common liberal values should be extended to different categories of humans. These conflicts have been disagreements over who counts as a human person.”

Well yes, the abortion battle is over abortion and whether the unborn child counts as a human person, but where one comes out on that question is, I believe, powerfully influenced by a host of other beliefs and attitudes aptly summarized in the pro-life language of a culture of death versus a culture of life. There are two cultures, one focused on rights and laws and the other on rights and wrongs; one focused on maximizing individual self-expression and the other on reinforcing community and responsibility.

Shields is, I believe, on firmer ground when he writes: “The sociology of the academy may matter as well. Perhaps Luker’s book has been so appealing to academics because they do not want to entertain the possibility that these conservative reactionaries might be agents in progressive history. Central to the self-understanding of liberalism is the belief that the left cares about justice and human rights, while the right is obsessed with crabbed cultural preoccupations such as gay lifestyles, pornography, and traditional gender roles. Conservatives, in this view, must be seen as reactionaries to the civil rights movements rather than its heirs. If this is right, Luker’s book may say more about contemporary American liberalism than it does about abortion politics.”

Of particular interest is Shields’ analysis of the role of intellectuals and intellectual inquiry on both sides of the conflict. The reluctance of the pro-choice leadership to engage in public debate is another mark of its conservatism. As Shields writes: “As a movement that wants to preserve the status quo, it simply has nothing to gain from engaging its opponents, especially on college campuses where the pro-choice view is a default progressive position for many students. But the pro-choice movement does have something to lose if bested in public debate. Moreover, pro-choice advocates know very well that even the minds of activists in their ranks can be changed. Prominent examples include abortion providers and the cofounder of NARAL Pro-Choice America, not to mention many less prominent rank-and-file activists.”

Intellectual Hindrance

While the pro-life cause welcomes, and has been greatly bolstered by, the support of many distinguished intellectuals, the same is not true of the pro-choice movement. On the contrary, intellectuals who share their policy preferences are always raising inconvenient questions about the intellectual coherence of arguments advanced in favor of the unlimited abortion license. For instance, Rosamund Rhodes of Mt. Sinai School of Medicine confessed three decades after Roe that abortion proponents are simply not prepared to explain “how or why the fetus is transformed into a franchised ‘person’ by moving from inside the womb to outside or by a reaching a certain level of development.” One of the most prominent of abortion proponents, Judith Jarvis Thompson, concedes that the “prospects for ‘drawing a line’ in the development of the fetus look dim.” And of course there is Peter Singer of Princeton, who has written, “Liberals have failed to establish a morally significant dividing line between the newborn baby and the fetus.” Singer concludes from this that it is therefore permissible to kill babies outside as well as inside the womb. Needless to say, his argument is not helpful in advancing pro-choice politics. In short, pro-life intellectuals, like pro-life activists, insist on talking about the science and moral reasoning pertinent to the moral status of the unborn. So do the more honest of pro-choice intellectuals, which is why they are more hindrance than help to the pro-choice movement.

But it all comes back to the much touted “participatory democracy” of the 1960s being turned upside down. The writings of Robert Putnam of Harvard on social capital and civic involvement have received much attention. It is with a palpable sadness that Putnam writes, “It is, in short, among evangelical conservatives, rather than among the ideological heirs of the 1960s, that we find the strongest evidence for an upwelling of civic engagement.” As Shields writes: “In the 1960s liberal intellectuals and reformers longed for a more ideological politics. Greater moral controversy, in their view, would revitalize democratic life. Yet today many observers of the culture wars, particularly those on the left, claim that our democracy would be more participatory, deliberative, and just if controversial moral issues were pushed to the margins of American politics.” They got the moral controversy that they wanted, but it appeared in the form of controversy about issues they would prefer to see ignored.

In his 1969 work The End of Liberalism, Theodore Lowi wrote of a politics deprived of conflict over great moral principles. As Lowi saw it, American politics was dominated by opaque interest-group bargaining, which left the public paralyzed by a “nightmare of administrative boredom.” We have already mentioned the Port Huron Statement, which began with the declaration: “Making values explicit—an initial task in establishing alternatives—is an activity that has been devalued and corrupted.” Shields puts the matter nicely: “One might suppose that present-day conservatives would have declared war on a political system that was largely engineered by 1960s liberals. Yet it is liberals who are mounting a counterattack against this liberal revolution. What is more, their arguments often have a surprisingly conservative ring to them. For example, those who hope to enlist centrist voters against divisive moralists sound much more like Richard Nixon than Tom Hayden. In a strange political turn, they have embraced what Nixon called ‘the silent majority’ as the source of their salvation from 1960s liberalism.”

Again, the pro-choice proponents are the defenders of the status quo. They routinely cite data indicating that a majority of Americans do not want to see Roe overturned. As has often been pointed out, these same Americans believe that Roe created a restrictive abortion policy. In what sociologist James Hunter calls “mass legal illiteracy,” it is widely believed that Roe permits abortion in the first trimester, allows it for serious reasons in the second, and forbids it in the third. But, of course, as Roe and companion decisions make clear, the law as presently imposed by the Supreme Court allows abortion at any time for any reason and up through the fully formed baby emerging halfway out of the birth canal. As Harvard law professor Mary Ann Glendon has written, it is the most permissive abortion regime in the Western world. When those same Americans are asked about the circumstances in which abortion should be permitted, a great majority says that abortion should not be permitted for the reasons that 90 percent of abortions are procured. It is understandable, however, that pro-choice advocates trumpet popular support for Roe, dependent as they are on the ignorance of “the silent majority.”

Shields’ study concludes with thoughtful reflections on the apparently inevitable connection between passion and participation. “Whatever the limits of deliberative partisanship, there has simply never been a social movement of moral skeptics and doubters; only strong convictions mobilized and sustained them. So, however desirable metaphysical doubt might be in theory, it collides with the democratic ideal of participation. To put the trade-off starkly, perhaps a degree of close-minded certainty is the price of a more participatory democracy.” He cites James Madison on the dangers posed by “factions.” “Madison argued that deliberative decision-making was possible only in institutions that are insulated from public passions. Therefore, keeping the public weak and distant from their representatives was a necessary though insufficient condition for deliberative decision-making.” Obviously, that is not how the American experiment in representative democracy has worked out.

“One of the great political ironies of the past few decades,” writes Shields, “is that the Christian Right has been much more successful than its political rivals at fulfilling New Left hopes for American democracy. Far more than any movement since the early campaign for civil rights, the Christian Right has helped revive participatory democracy in America by overcoming citizens’ alienation from politics.” As one has all too many occasions to observe, history has many ironies in the fire. To the 1960s proponents of participatory democracy, the maxim applies: Be careful what you hope for. To those flirting with despair in the face of an Obama presidency, the advice is offered: You might want to get a copy of The Democratic Virtues of the Christian Right by Jon Shields. And all of us would do well to ponder the wisdom in the observation that there are no permanently lost causes because there are no permanently won causes.

7. CERVANTES. SELECCIÓN DEL PERSILES Y SEGISMUNDA

(DEDICATORIA): Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia.

Capítulo.II

-¡Oh tú, quienquiera que seas! -dijo a esta sazón el mancebo-. Si es, como decirse suele, que las desgracias y trabajos cuando se comunican suelen aliviarse, llégate aquí, y, por entre los espacios descubiertos destas tablas, cuéntame los tuyos; que si en mí no hallares alivio, hallarás quien dellos se compadezca.

C.II

Pero ella se defendía, diciendo no ser posible romper un voto que tenía hecho de guardar virginidad toda su vida, y que no pensaba quebrarle en ninguna manera, si bien la solicitasen promesas o la amenazasen muertes.

C.II

Pero, como es propia condición de los amantes ocupar los pensamientos antes en buscar los medios de alcanzar el fin de su deseo que en otras curiosidades, no le dio lugar a que preguntase lo que fuera bien que supiera, y lo que supo después cuando no le estuvo bien el saberlo 

C.XX

``Bien sabéis, señor Manuel de Sosa, cómo mi padre os dio palabra que no dispondría de mi persona en dos años, que se habían de contar desde el día que me pedistes fuese yo vuestra esposa; y también, si mal no me acuerdo, os dije yo, viéndome acosada de vuestra solicitud y obligada de los infinitos beneficios que me habéis hecho, más por vuestra cortesía que por mis merecimientos, que yo no tomaría otro esposo en la tierra sino a vos. Esta palabra mi padre os la ha cumplido, como habéis visto, y yo os quiero cumplir la mía, como veréis. Y así, porque sé que los engaños, aunque sean honrosos y provechosos, tienen un no sé qué de traición cuando se dilatan y entretienen, quiero, del que os parecerá que os he hecho, sacaros en este instante. Yo, señor mío, soy casada, y en ninguna manera, siendo mi esposo vivo, puedo casarme con otro. Yo no os dejo por ningún hombre de la tierra, sino por uno del cielo, que es Jesucristo, Dios y hombre verdadero: Él es mi esposo; a Él le di la palabra primero que a vos; a Él sin engaño y de toda mi voluntad, y a vos con disimulación y sin firmeza alguna. Yo confieso que para escoger esposo en la tierra ninguno os pudiera igualar, pero, habiéndole de escoger en el cielo, ¿quién como Dios? Si esto os parece traición o descomedido trato, dadme la pena que quisiéredes y el nombre que se os antojare, que no habrá muerte, promesa o amenaza que me aparte del crucificado esposo mío'' 

C.XI

En nuestro traje y en nuestra mansedumbre echaréis de ver que antes buscamos paz que guerra, porque no hacen batalla las mujeres ni los varones afligidos.

C.XII

Tomando consentimiento primero de mi hija, por parecerme acertado y aun conveniente que los padres casen a sus hijas con su beneplácito y gusto, pues no les dan compañía por un día, sino por todos aquellos que les durare la vida; y, de no hacer esto ansí, se han seguido, siguen y seguirán millares de inconvenientes, que los más suelen parar en desastrados sucesos.

C.XII

¿qué dote puede llevar más rico una doncella, que serlo, ni qué limpieza puede ni debe agradar más al esposo que la que la mujer lleva a su poder en su entereza? La honestidad siempre anda acompañada con la vergüenza, y la vergüenza con la honestidad. Y si la una o la otra comienzan a desmoronarse y a perderse, todo el edificio de la hermosura dará en tierra, y será tenido en precio bajo y asqueroso.

C.XIII

Lo que sé decir es que me trataron los cosarios con mejor término que mis ciudadanos.

C.XIII

Ninguna ciencia, en cuanto a ciencia, engaña: el engaño está en quien no la sabe.

C.XIII

El mejor astrólogo del mundo, puesto que muchas veces se engaña, es el demonio, porque no solamente juzga de lo por venir por la ciencia que sabe, sino también por las premisas y conjeturas; y, como ha tanto tiempo que tiene esperiencia de los casos pasados y tanta noticia de los presentes, con facilidad se arroja a juzgar de los por venir, lo que no tenemos los aprendices desta ciencia, pues hemos de juzgar siempre a tiento y con poca seguridad.

C.XIV

 -A tener tú conciencia -dijo Rosamunda- de las verdades que has dicho, tenías harto de que acusarte; que no todas las verdades han de salir en público, ni a los ojos de todos.

-Sí -dijo a esta sazón Mauricio-; sí, que tiene razón Rosamunda, que las verdades de las culpas cometidas en secreto, nadie ha de ser osado de sacarlas en público.

C.XIV

Y si la corrección ha de ser fraterna entre todos, ¿por qué no ha de gozar deste privilegio el príncipe?

C.XIV

Y hay más: que las honras que se quitan por escrito, como vuelan y pasan de gente en gente, no se pueden reducir a restitución, sin la cual no se perdonan los pecados.

C.XIV

-Quien todo eso sabe -dijo el bárbaro Antonio- cerca está de enmendarse. No hay pecado tan grande, ni vicio tan apoderado que con el arrepentimiento no se borre o quite del todo.

C.XIV

Un buen arrepentimiento es la mejor medicina que tienen las enfermedades del alma.

C.XVI

-Siempre la pérdida del tiempo no se puede cobrar

C.XVI

si la alabanza es premio de la virtud, si el que alaba es virtuoso, es alabanza; y si vicioso, vituperio 

C.XVIII

Posible cosa es que un oficial sea poeta, porque la poesía no está en las manos, sino en el entendimiento, y tan capaz es el alma del sastre para ser poeta como la de un maese de campo; porque las almas todas son iguales y de una misma masa en sus principios criadas y formadas por su Hacedor;

C.XVIII

-El príncipe, justa razón es que viva seguro entre sus vasallos, que el temor de las traiciones nace de la injusta vida del príncipe 

C.XX

¡Los males que tienen fin en la muerte, como no se dilaten y entretengan, hacen dichosa la vida!

C.XX

Yo desde el punto que tuve uso de razón, no la tuve, porque siempre fui mala: con los años verdes y con la hermosura mucha, con la libertad demasiada y con la riqueza abundante, se fueron apoderando de mí los vicios de tal manera que han sido y son en mí como acidentes inseparables. Ya sabéis, como yo alguna vez he dicho, que he tenido el pie sobre las cervices de los reyes, y he traído a la mano que he querido las voluntades de los hombres; pero el tiempo, salteador y robador de la humana belleza de las mujeres, se entró por la mía tan sin yo pensarlo que primero me he visto fea que desengañada. Mas, como los vicios tienen asiento en el alma, que no envejece, no quieren dejarme; y, como yo no les hago resistencia, sino que me dejo ir con la corriente de mis gustos, heme ido ahora con el que me da el ver siquiera a este bárbaro muchacho, el cual, aunque le he descubierto mi voluntad, no corresponde a la mía, que es de fuego, con la suya, que es de helada nieve; véome despreciada y aborrecida, en lugar de estimada y bien querida: golpes que no se pueden resistir con poca paciencia y con mucho deseo. Ya ya la muerte me va pisando las faldas, y estiende la mano para alcanzarme de la vida; por lo que veis que debe la bondad del pecho que la tiene al miserable que se le encomienda, os suplico que cubráis mi fuego con yelo y me enterréis en esa sepultura; que, puesto que mezcléis mis lascivos huesos con los de esa casta doncella, no los contaminarán; que las reliquias buenas siempre lo son dondequiera que estén.

C.XXI

Mauricio, malcontento de aquella compañía, siempre iba temiendo algún revés de su acelerada costumbre y mal modo de vivir.

C.XXII

-«Una de las islas que están junto a la de Ibernia me dio el cielo por patria; es tan grande que toma nombre de reino, el cual no se hereda ni viene por sucesión de padre a hijo: sus moradores le eligen a su beneplácito, procurando siempre que sea el más virtuoso y mejor hombre que en él se hallara; y sin intervenir de por medio ruegos o negociaciones, y sin que los soliciten promesas ni dádivas, de común consentimiento de todos sale el rey y toma el cetro absoluto del mando, el cual le dura mientras le dura la vida o mientras no se empeora en ella. Y, con esto, los que no son reyes procuran ser virtuosos para serlo, y los que los son, pugnan serlo más, para no dejar de ser reyes. Con esto se cortan las alas a la ambición, se atierra la codicia, y, aunque la hipocresía suele andar lista, a largo andar se le cae la máscara y queda sin el alcanzado premio; con esto los pueblos viven quietos, campea la justicia y resplandece la misericordia, despáchanse con brevedad los memoriales de los pobres, y los que dan los ricos, no por serlo son mejor despachados; no agobian la vara de la justicia las dádivas, ni la carne y sangre de los parentescos; todas las negociaciones guardan sus puntos y andan en sus quicios; finalmente, reino es donde se vive sin temor de los insolentes y donde cada uno goza lo que es suyo.

C.XXII

Los reyes, por parecerles que la malencolía en los vasallos suele despertar malos pensamientos, procuran tener alegre el pueblo y entretenido con fiestas públicas, y a veces con ordinarias comedias;

C.XXIII

El amor junta los cetros con los cayados, la grandeza con la bajeza, hace posible lo imposible, iguala diferentes estados y viene a ser poderoso como la muerte.

LIBRO 2

C.II

Quizá dijera que la fuerza de los celos es tan poderosa y tan sutil que se entra y mezcla con el cuchillo de la misma muerte, y va a buscar al alma enamorada en los últimos trances de la vida.

C.III

No te aconsejo yo que te deshonestes ni te precipites; que los favores que hacen las doncellas a los que aman, por castos que sean, no lo parecen, y no se ha de aventurar la honra por el gusto; pero, con todo esto, puede mucho la discreción, y el amor, sutil maestro de encaminar los pensamientos, a los más turbados ofrece lugar y coyuntura de mostrarlos sin menoscabo de su crédito.

C.IV

Porque el que lo ha de ser requiere tener tres calidades: la primera, autoridad; la segunda, prudencia, y la tercera, ser llamado.

C.IV

Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían sus deseos: condición de la naturaleza humana, que, puesto que Dios la crió perfecta, nosotros, por nuestra culpa, la hallamos siempre falta, la cual falta siempre la ha de haber mientras no dejáremos de desear.

C.V

Así como por la mucha risa se descubre el poco entendimiento, por el mucho llorar el poco discurso. 

C.V

Por tres cosas es lícito que llore el varón prudente: la una, por haber pecado; la segunda, por alcanzar perdón de él ; la tercera, por estar celoso: las demás lágrimas no dicen bien en un rostro grave.

C.VI

-Sin duda, Auristela está celosa; que los celos se engendran, entre los que bien se quieren, del aire que pasa, del sol que toca, y aun de la tierra que pisa.

C.VI

Especialmente de las mujeres, que por naturaleza las más son codiciosas, como las más son altivas y soberbias.

C.VI

Que el ver mucho y el leer mucho aviva los ingenios de los hombres.

C.VII

Porque el amor ni nace ni puede crecer si no es al arrimo de la esperanza, y, faltando ella, falta él de todo punto.

C.VIII

Que los ímpetus amorosos que suelen parecer en los ancianos se cubren y disfrazan con la capa de la hipocresía; que no hay hipócrita, si no es conocido por tal, que dañe a nadie sino a sí mismo, y los viejos, con la sombra del matrimonio, disimulan sus depravados apetitos.

C.X

Si tanto presumes de casto y honesto, defiende tu castidad y honestidad con el sufrimiento; que los peligros semejantes no se remedian con las armas, ni con esperar los encuentros, sino con huir de ellos.

C.XII

En todo cuanto quiero agora decirte, ¡oh hijo!, quiero advertirte que adviertas que se encaminan mis razones a aconsejarte que no ofendas a Dios en ninguna manera; y bien habrás echado de ver esto en quince o diez y seis años que ha que te enseño la ley que mis padres me enseñaron, que es la católica, la verdadera y en la que se han de salvar y se han salvado todos los que han entrado hasta aquí y han de entrar de aquí adelante en el reino de los cielos. Esta santa ley nos enseña que no estamos obligados a castigar a los que nos ofenden, sino a aconsejarlos la enmienda de sus delitos: que el castigo toca al juez y la reprehensión a todos, como sea con las condiciones que después te diré. Cuando te convidaren a hacer ofensas que redunden en deservicio de Dios, no tienes para qué armar el arco, ni disparar flechas, ni decir injuriosas palabras: que, con no recebir el consejo y apartarte de la ocasión, quedarás vencedor en la pelea, y libre y seguro de verte otra vez en el trance que ahora te has visto.

LIBRO III

C.I

Como están nuestras almas siempre en continuo movimiento, y no pueden parar ni sosegar sino en su centro, que es Dios, para quien fueron criadas, no es maravilla que nuestros pensamientos se muden: que éste se tome, aquél se deje, uno se prosiga y otro se olvide; y el que más cerca anduviere de su sosiego, ése será el mejor, cuando no se mezcle con error de entendimiento.

C.I

Las alabanzas que se dan a la persona amada, halas de decir el amante como propias, y no como que se dicen de persona ajena. No ha de enamorar el amante con las gracias de otro; suyas han de ser las que mostrare a su dama; si no canta bien, no le traiga quien la cante; si no es demasiado gentilhombre, no se acompañe con Ganimedes; y, finalmente, soy de parecer que las faltas que tuviere, no las enmiende con ajenas sobras 

C.I

-Agora sabrás, bárbara mía, del modo que has de servir a Dios, con otra relación más copiosa, aunque no diferente, de la que yo te he hecho; agora verás los ricos templos en que es adorado; verás juntamente las católicas ceremonias con que se sirve, y notarás cómo la caridad cristiana está en su punto. Aquí, en esta ciudad, verás cómo son verdugos de la enfermedad muchos hospitales que la destruyen, y el que en ellos pierde la vida, envuelto en la eficacia de infinitas indulgencias, gana la del cielo. Aquí el amor y la honestidad se dan las manos, y se pasean juntos, la cortesía no deja que se le llegue la arrogancia, y la braveza no consiente que se le acerque la cobardía. Todos sus moradores son agradables, son corteses, son liberales y son enamorados, porque son discretos. La ciudad es la mayor de Europa y la de mayores tratos; en ella se descargan las riquezas del Oriente, y desde ella se reparten por el universo; su puerto es capaz, no sólo de naves que se puedan reducir a número, sino de selvas movibles de árboles que los de las naves forman; la hermosura de las mujeres admira y enamora; la bizarría de los hombres pasma, como ellos dicen; finalmente, ésta es la tierra que da al cielo santo y copiosísimo tributo.

C.I

Llegó el navío a la ribera de la ciudad, y en la de Belén se desembarcaron, porque quiso Auristela, enamorada y devota de la fama de aquel santo monasterio, visitarle primero, y adorar en él al verdadero Dios libre y desembarazadamente, sin las torcidas ceremonias de su tierra.

C.I

Aquí yace viva la memoria del ya muerto

Manuel de Sosa Coitiño, caballero portugués,

que, a no ser portugués, aún fuera vivo.

No murió a las manos de ningún castellano,

sino a las del amor, que todo lo puede;

procura saber su vida, y envidiarás su muerte,

pasajero.

C.I

Diez días estuvieron en Lisboa, todos los cuales gastaron en visitar los templos y en encaminar sus almas por la derecha senda de su salvación.

C.II

Pero la excelencia de la poesía es tan limpia como el agua clara, que a todo lo no limpio aprovecha; es como el sol, que pasa por todas las cosas inmundas sin que se le pegue nada; es habilidad, que tanto vale cuanto se estima; es un rayo que suele salir de donde está encerrado, no abrasando, sino alumbrando; es instrumento acordado que dulcemente alegra los sentidos, y, al paso del deleite, lleva consigo la honestidad y el provecho.

C.II

Y a Dios quedad, que no puedo detenerme; que, puesto que el miedo pone espuelas, más agudas las pone la honra.

C.II

-Nuestra diligencia -dijo un pastor viejo- mostrará que tenemos caridad.

C.IV

Sólo dificultó el ponerla en camino estando tan recién parida, y así se lo dijo; pero el anciano pastor dijo que no había más diferencia del parto de una mujer que del de una res, y que, así como la res, sin otro regalo alguno, después de su parto, se quedaba a las inclemencias del cielo, ansí la mujer podía, sin otro regalo alguno, acudir a sus ejercicios; sino que el uso había introducido entre las mujeres los regalos y todas aquella prevenciones que suelen hacer con las recién paridas.

-Yo seguro -dijo más- que cuando Eva parió el primer hijo, que no se echó en el lecho, ni se guardó del aire, ni usó de los melindres que agora se usan en los partos. Esforzaos, señora Feliciana, y seguid vuestro intento, que desde aquí le apruebo casi por santo, pues es tan cristiano

C.IX

-Yo hago voto...

Pero, apenas dijo esta palabra, cuando Auristela le dijo:

-¿Qué voto queréis hacer, señora?

-De ser monja -respondió la condesa.

-Sedlo, y no le hagáis -replicó Auristela-, que las obras de servir a Dios no han de ser precipitadas, ni que parezcan que las mueven acidentes, y éste de la muerte de vuestro esposo, quizá os hará prometer lo que después, o no podréis, o no querréis cumplir. Dejad en las manos de Dios y en las vuestras vuestra voluntad, que así vuestra discreción, como la de vuestros padres y hermanos, os sabrá aconsejar y encaminar en lo que mejor os estuviere. Y dése agora orden de enterrar vuestro marido, y confiad en Dios, que quien os hizo condesa tan sin pensarlo os sabrá y querrá dar otro título que os honre y os engrandezca con más duración que el presente.

C.IX

Echóles su bendición su abuelo a todos, que la bendición de los ancianos parece que tiene prerrogativa de mejorar los sucesos.

C.X

Prosiguiendo su viaje, llegó a un lugar, no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo.

C.XI

Llegaron todos juntos donde un camino se dividía en dos: los cautivos tomaron el de Cartagena, y los peregrinos el de Valencia.

C.XII

Cerca de Valencia llegaron, en la cual no quisieron entrar por escusar las ocasiones del detenerse; pero no faltó quien les dijo la grandeza de su sitio, la excelencia de sus moradores, la amenidad de sus contornos, y, finalmente, todo aquello que la hace hermosa y rica sobre todas las ciudades, no sólo de España, sino de toda Europa; y principalmente les alabaron la hermosura de las mujeres y su estremada limpieza y graciosa lengua, con quien sola la portuguesa puede competir en ser dulce y agradable 

C.XII

Los corteses catalanes, gente enojada, terrible y pacífica, suave; gente que con facilidad da la vida por la honra, y por defenderlas entrambas se adelantan a sí mismos, que es como adelantarse a todas las naciones del mundo.

C.XIII

Fueron disculpa sus pocos años de sus muchos yerros.

C.XIV

La historia, la poesía y la pintura simbolizan entre sí, y se parecen tanto que, cuando escribes historia, pintas, y cuando pintas, compones. No siempre va en un mismo peso la historia, ni la pintura pinta cosas grandes y magníficas, ni la poesía conversa siempre por los cielos. Bajezas admite la historia; la pintura, hierbas y retamas en sus cuadros; y la poesía tal vez se realza cantando cosas humildes.

C.XVII

La ira, según se dice, es una revolución de la sangre que está cerca del corazón, la cual se altera en el pecho con la vista del objeto que agravia, y tal vez con la memoria; tiene por último fin y paradero suyo la venganza, que, como la tome el agraviado, sin razón o con ella, sosiega.

C.XVIII

Español soy, que me obliga a ser cortés y a ser verdadero 

C.XIX

-Yo -replicó Auristela- no sé qué es amor, aunque sé lo que es querer bien.

A lo que dijo Belarminia:

-No entiendo ese modo de hablar, ni la diferencia que hay entre amor y querer bien.

-Ésta -replicó Auristela-: querer bien puede ser sin causa vehemente que os mueva la voluntad, como se puede querer a una criada que os sirve o a una estatua o pintura que bien os parece o que mucho os agrada; y éstas no dan celos, ni los pueden dar; pero aquello que dicen que se llama amor, que es una vehemente pasión del ánimo, como dicen, ya que no dé celos, puede dar temores que lleguen a quitar la vida, del cual temor a mí me parece que no puede estar libre el amor en ninguna manera.

-Mucho has dicho, señora -respondió Periandro-, porque no hay ningún amante que esté en posesión de la cosa amada, que no tema el perderla; no hay ventura tan firme que tal vez no dé vaivenes; no hay clavo tan fuerte que pueda detener la rueda de la fortuna; y si el deseo que nos lleva a acabar presto nuestro camino no lo estorbara, quizá mostrara yo hoy en la academia que puede haber amor sin celos, pero no sin temores.

C.XIX

Tenida por arrogante. 

LIBRO IV

C.I

Dichoso es el soldado que, cuando está peleando, sabe que le está mirando su príncipe;

C.I

La hermosura que se acompaña con la honestidad es hermosura; y la que no, no es más de un buen parecer 

C.I

La mejor dote que puede llevar la mujer principal es la honestidad, porque la hermosura y la riqueza el tiempo la gasta o la fortuna la deshace.

C.I

No desees, y serás el más rico hombre del mundo.

C.III

Que comúnmente se dice, de que toda comparación es odiosa, en la de la belleza viene a ser odiosísima, sin que amistades, parentescos, calidades y grandezas se opongan al rigor desta maldita invidia, que así puede llamarse la que encendía las comparadas hermosuras.

C.IV

El que fuere amante verdadero no ha de tener atrevimiento para pedir celos a la cosa amada; y, puesto que llegue a tanta perfeción que no los pida, no puede dejarlos de pedir a sí mismo; digo, a su misma ventura, de la cual es imposible vivir seguro, porque las cosas de mucho precio y valor tienen en continuo temor al que las posee, o al que las ama, de perderlas, y esta es una pasión que no se aparta del alma enamorada, como accidente inseparable 

C.V

En este tiempo, le tuvo Auristela de informarse de todo aquello que a ella le parecía que le faltaba por saber de la fe católica; a lo menos, de aquello que en su patria escuramente se platicaba. Halló con quien comunicar su deseo por medio de los penitenciarios, con quien hizo su confesión entera, verdadera y llana, y quedó enseñada y satisfecha de todo lo que quiso, porque los tales penitenciarios, en la mejor forma que pudieron, le declararon todos los principales y más convenientes misterios de nuestra fe.

Comenzaron desde la invidia y soberbia de Lucifer, y de su caída con la tercera parte de las estrellas, que cayeron con él en los abismos; caída que dejó vacas y vacías las sillas del cielo, que las perdieron los ángeles malos por su necia culpa. Declaráronle el medio que Dios tuvo para llenar estos asientos, criando al hombre, cuya alma es capaz de la gloria que los ángeles malos perdieron. Discurrieron por la verdad de la creación del hombre y del mundo, y por el misterio sagrado y amoroso de la Encarnación, y, con razones sobre la razón misma, bosquejaron el profundísimo misterio de la Santísima Trinidad. Contaron cómo convino que la segunda persona de las tres, que es la del Hijo, se hiciese hombre, para que, como hombre, Dios pagase por el hombre, y Dios pudiese pagar como Dios, cuya unión hipostática sólo podía ser bastante para dejar a Dios satisfecho de la culpa infinita cometida, que Dios infinitamente se había de satisfacer, y el hombre, finito por sí, no podía, y Dios, en sí solo, era incapaz de padecer; pero, juntos los dos, llegó el caudal a ser infinito, y así lo fue la paga.

Mostráronle la muerte de Cristo, los trabajos de su vida desde que se mostró en el pesebre hasta que se puso en la cruz. Exageráronle la fuerza y eficacia de los sacramentos, y señalaron con el dedo la segunda tabla de nuestro naufragio, que es la penitencia, sin la cual no hay abrir la senda del cielo, que suele cerrar el pecado. Mostráronle asimismo a Jesucristo, Dios vivo, sentado a la diestra del Padre, estando tan vivo y entero como en el cielo, sacramentado en la tierra, cuya santísima presencia no la puede dividir ni apartar ausencia alguna, porque uno de los mayores atributos de Dios, que todos son iguales, es el estar en todo lugar, por potencia, por esencia y por presencia. Aseguráronle infaliblemente la venida deste Señor a juzgar el mundo sobre las nubes del cielo, y asimismo la estabilidad y firmeza de su Iglesia, contra quien pueden poco las puertas, o por mejor decir, las fuerzas del infierno. Trataron del poder del Sumo Pontífice, visorrey de Dios en la tierra y llavero del cielo.

C.VI

Pero si medio gentil, amaba Auristela la honestidad, después de catequizada, la adoraba, no porque viese iba contra ella en casarse, sino por no dar indicios de pensamientos blandos, sin que precediesen antes o fuerzas, o ruegos.

C.VII

-En verdad que tengo de ver si son tan valientes los españoles como tienen la fama.

Cuando Periandro vio aquella desenvoltura, creyó que toda la casa se le había caído a cuestas; y, poniéndole la mano delante el pecho a Hipólita, la detuvo y la apartó de sí, y le dijo:

-Estos hábitos que visto, señora Hipólita, no permiten ser profanados, o a lo menos yo no lo permitiré en ninguna manera; y los peregrinos, aunque sean españoles, no están obligados a ser valientes cuando no les importa.

C.VII

Según decís que haréis lo que os dijere, como a ninguno de los dos perjudique, entraos conmigo en esta cuadra, que os quiero enseñar una lonja y un camarín mío.

A lo que respondió Periandro:

-Aunque soy español, soy algún tanto medroso, y más os temo a vos sola que a un ejército de enemigos. Haced que nos haga otro la guía y llevadme do quisiéredes.

C.X

-Hermano mío, pues ha querido el cielo que con este nombre tan dulce y tan honesto ha dos años que te he nombrado, sin dar licencia al gusto o al descuido para que de otra suerte te llamase, que tan honesta y tan agradable no fuese, querría que esta felicidad pasase adelante, y que solos los términos de la vida la pusiesen término: que tanto es una ventura buena cuanto es duradera, y tanto es duradera cuanto es honesta. Nuestras almas, como tú bien sabes, y como aquí me han enseñado, siempre están en continuo movimiento y no pueden parar sino en Dios, como en su centro. En esta vida los deseos son infinitos, y unos se encadenan de otros, y se eslabonan, y van formando una cadena que tal vez llega al cielo, y tal se sume en el infierno. Si te pareciere, hermano, que este lenguaje no es mío, y que va fuera de la enseñanza que me han podido enseñar mis pocos años y mi remota crianza, advierte que en la tabla rasa de mi alma ha pintado la esperiencia y escrito mayores cosas; principalmente ha puesto que en sólo conocer y ver a Dios está la suma gloria, y todos los medios que para este fin se encaminan son los buenos, son los santos, son los agradables, como son los de la caridad, de la honestidad y el de la virginidad. Yo, a lo menos, así lo entiendo, y, juntamente con entenderlo así, entiendo que el amor que me tienes es tan grande que querrás lo que yo quisiere. Heredera soy de un reino, y ya tú sabes la causa por que mi querida madre me envió en casa de los reyes tus padres, por asegurarme de la grande guerra de que se temía; desta venida se causó el de venirme yo contigo, tan sujeta a tu voluntad que no he salido della un punto; tú has sido mi padre, tú mi hermano, tú mi sombra, tú mi amparo y, finalmente, tú mi ángel de guarda, y tú mi enseñador y mi maestro, pues me has traído a esta ciudad, donde he llegado a ser cristiana como debo. Querría agora, si fuese posible, irme al cielo, sin rodeos, sin sobresaltos y sin cuidados, y esto no podrá ser si tú no me dejas la parte que yo misma te he dado, que es la palabra y la voluntad de ser tu esposa. Déjame, señor, la palabra, que yo procuraré dejar la voluntad, aunque sea por fuerza: que, para alcanzar tan gran bien como es el cielo, todo cuanto hay en la tierra se ha de dejar, hasta los padres y los esposos. Yo no te quiero dejar por otro; por quien te dejo es por Dios, que te dará a sí mismo, cuya recompensa infinitamente excede a que me dejes por él.

C.XI

Indiscretas somos las mujeres, mal sufridas y peor calladas; mientras callé, en sosiego estuvo mi alma; hablé, y perdíle

C.XI

Si quieres que te lleven al cielo sola y señera, sin que tus acciones dependan de otro que de Dios y de ti misma, sea en buen hora; pero quisiera que advirtieras que no sin escrúpulo de pecado puedes ponerte en el camino que deseas.

C.XII

Parece que el bien y el mal distan tan poco el uno del otro, que son como dos líneas concurrentes, que, aunque parten de apartados y diferentes principios, acaban en un punto.

C.XII

Sigismunda, muchacha, sola y persuadida, lo que respondió fue que ella no tenía voluntad alguna, ni tenía otra consejera que la aconsejase, sino a su misma honestidad; que, como ésta se guardase, dispusiesen a su voluntad de ella 

C.XII

Había hecho voto de venir a Roma, a enterarse en ella de la fe católica, que en aquellas partes septentrionales andaba algo de quiebra.

C.XIII

Entretiénese el dolor y el sentimiento de las recién dadas heridas en la cólera y en la sangre caliente, que, después de fría, fatiga de manera que rinde la paciencia del que las sufre. Lo mismo acontece en las pasiones del alma: que, en dando el tiempo lugar y espacio para considerar en ellas, fatigan hasta quitar la vida.

C.XIII

Monasterio debajo del título de Santo Tomás, en el cual hay religiosos de cuatro naciones: españoles, franceses, toscanos y latinos

C.XIV

Es tan poca la seguridad con que se gozan los humanos gozos, que nadie se puede prometer en ellos un mínimo punto de firmeza.

C.XIV

Estas mudanzas tan extrañas caen debajo del poder de aquella que comúnmente es llamada Fortuna, que no es otra cosa sino un firme disponer del cielo.

LA GALATEA

Si la agudeza de tu buen ingenio, desamorado pastor, no me asegurara que con facilidad puede alcanzar la verdad, de quien tan lejos agora se halla, antes que ponerme en trabajo de contradecir tu opinión, te dejara con ella por castigo de tus sinrazones. Mas, porque me advierten las que en vituperio del amor has dicho los buenos principios que tienes para poder reducirte a mejor propósito, no quiero dejar con mi silencio, a los que nos oyen, escandalizados; al amor, desfavorescido, y a ti, pertinaz y vanaglorioso. Y así, ayudado del amor, a quien llamo, pienso en pocas palabras dar a entender cuán otras son sus obras y efectos de los que tú dél has publicado, hablando sólo del amor que tú entiendes, el cuál tú definiste diciendo que era un deseo de belleza, declarando asimesmo qué cosa era belleza, y poco después desmenuzaste todos los efectos que el amor, de quien hablamos, hacía en los enamorados pechos, confirmándolo al cabo con varios y desdichados sucesos por el amor causados. Y, aunque la difinición que del amor hiciste sea la más general que se suele dar, todavía no lo es tanto que no se pueda contradecir, porque amor y deseo son dos cosas diferentes: que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama. La razón está clara en todas las cosas que se poseen, que entonces no se podrá decir que se desean, sino que se aman, como el que tiene salud no dirá que desea la salud, sino que la ama, y el que tiene hijos no podrá decir que desea hijos, sino que ama los hijos; ni tampoco las cosas que se desean se pueden decir que se aman, como la muerte de los enemigos, que se desea y no se ama. Y así, que, por esta razón, el amor y deseo vienen a ser diferentes afectos de la voluntad. Verdad es que amor es padre del deseo, y entre otras difiniciones que del amor se dan, ésta es una: amor es aquella primera mutación que sentimos hacer en nuestra mente, por el apetito que nos conmueve y nos tira a sí, y nos deleita y aplace; y aquel placer engendra movimiento en el ánimo, el cual movimiento se llama deseo; y, en resolución, deseo es movimiento del apetito acerca de lo que se ama, y un querer de aquello que se posee, y el objecto suyo es el bien; y, como se hallan diversas especies de deseos, y el amor es una especie de deseo que atiende y mira al bien que se llama bello. Pero para más clara difinición y diversión del amor, se ha de entender que en tres maneras se divide: en amor honesto, en amor útil y en amor deleitable. Y a estas tres suertes de amor se reducen cuantas maneras de amar y desear pueden caber en nuestra voluntad, porque el amor honesto mira a las cosas del cielo, eternas y divinas; el útil, a las de la tierra, alegres y perecederas, como son las riquezas, mandos y señoríos; el deleitable, a las gustosas y placenteras, como son las bellezas corporales vivas, que tú, Lenio, dijiste. Y cualquiera suerte destos amores que he dicho no debe ser de ninguna lengua vituperada, porque el amor honesto siempre fue, es y ha de ser limpio, sencillo, puro y divino, y que sólo en Dios para y sosiega; el amor provechoso, por ser, como es, natural, no debe condemnarse; ni menos el deleitable, por ser más natural que el provechoso. Que sean naturales estas dos suertes de amor en nosotros la experiencia nos lo muestra claro, porque luego que el atrevido primer padre nuestro pasó el divino mandamiento, y de señor quedó hecho siervo, y de libre esclavo, luego conosció la miseria en que había caído y la pobreza en que estaba; y así, tomó en el momento las hojas de los árboles que le cubriesen, y sudó y trabajó, rompiendo la tierra para sustentarse y vivir con la menos incomodidad que pudiese; y, tras esto, obedeciendo mejor a su Dios en ello que en otra cosa, procuró tener hijos y perpetuar y dilatar en ellos la generación humana; y, así como por su inobediencia entró la muerte en él y por él en todos sus descendientes, así heredamos juntamente todos sus afectos y pasiones, como heredamos su mesma naturaleza; y, como él procuró remediar su necesidad y pobreza, también nosotros no podemos dejar de procurar y desear remediar la nuestra. Y de aquí nasce el amor que tenemos a las cosas útiles a la vida humana, y tanto cuanto más alcanzamos dellas, tanto más nos parece que remediamos nuestra falta, y por el mesmo consiguiente heredamos el deseo de perpetuarnos en nuestros hijos; y deste deseo se sigue el que tenemos de gozar la belleza viva corporal, como solo y verdadero medio que tales deseos a dichoso fin conduce. Así que, este amor deleitable, solo y sin mezcla de otro accidente, es digno antes de alabanza que de vituperio, y este es el amor que tú, Lenio, tienes por enemigo; y cáusalo que no le entiendes ni conoces, porque nunca le has visto solo y en su mesma figura, sino siempre acompañado de deseos perniciosos, lascivos y mal colocados. Y esto no es culpa de amor, que siempre es bueno, sino de los accidentes que se le llegan, como vemos que acaece en algún caudaloso río, el cual tiene su nascimiento de alguna líquida y clara fuente que siempre claras y frescas aguas le va ministrando, y, a poco espacio que de la limpia madre se aleja, sus dulces y cristalinas aguas en amargas y turbias son convertidas, por los muchos y no limpios arroyos que de una y otra parte se le juntan. Así que, este primer movimiento –amor o deseo, como llamarlo quisieres– no puede nascer sino de buen principio; y aun dellos es el conocimiento de la belleza, la cual, conoscida por tal, casi parece imposible que de amar se deje. Y tiene la belleza tanta fuerza para mover nuestros ánimos, que ella sola fue parte para que los antiguos filósofos, ciegos y sin lumbre de fe que los encaminase, llevados de la razón natural, y traídos de la belleza que en los estrellados cielos y en la máquina y redondez de la tierra contemplaban, admirados de tanto contento y hermosura, fueron con el entendimiento rastreando, haciendo escala por estas causas segundas, hasta llegar a la primera causa de las causas; y conoscieron que había un solo principio sin principio de todas las cosas. Pero lo que más los admiró y levantó la consideración, fue ver la compostura del hombre, tan ordenada, tan perfecta y tan hermosa, que le vinieron a llamar mundo abreviado; y así es verdad, que en todas las obras hechas por el mayordomo de Dios, naturaleza, ninguna es de tanto primor ni que más descubra la grandeza y sabiduría de su Hacedor, porque en la figura y compostura del hombre se cifra y cierra la belleza que en todas las otras partes della se reparte, y de aquí nasce que esta belleza conoscida se ama, y como toda ella más se muestre y resplandezca en el rostro, luego como se ve un hermoso rostro, llama y tira la voluntad a amarle. De do se sigue que, como los rostros de las mujeres hagan tanta ventaja en hermosura al de los varones, ellas son las que son de nosotros más queridas, servidas y solicitadas, como a cosa en quien consiste la belleza que naturalmente más a nuestra vista contenta. Pero, viendo el hacedor y criador nuestro que es propria naturaleza del ánima nuestra estar contino en perpetuo movimiento y deseo, por no poder ella parar sino en Dios, como en su proprio centro, quiso, porque no se arrojase a rienda suelta a desear las cosas perecederas y vanas, y esto sin quitarle la libertad del libre albedrío, ponerle encima de sus tres potencias una despierta centinela que la avisase de los peligros que la contrastaban y de los enemigos que la perseguían, la cual fue la razón, que corrige y enfrena nuestros desordenados deseos. Y, viendo asimesmo que la belleza humana había de llevar tras sí nuestros afectos e inclinaciones, ya que no le pareció quitarnos este deseo, a lo menos quiso templarle y corregirle, ordenando el sancto yugo del matrimonio, debajo del cual al varón y a la hembra los más de los gustos y contentos amorosos naturales le[s] son lícitos y debidos. Con estos dos remedios, puestos por la divina mano, se viene a templar la demasía que puede haber en el amor natural, que tú, Lenio, vituperas, el cual amor de sí es tan bueno que si en nosotros faltase, el mundo y nosotros acabaríamos. En este mesmo amor de quien voy hablando están cifradas todas las virtudes, porque el amor es templanza que el amante, conforme la casta voluntad de la cosa amada, la suya tiempla; es fortaleza, porque el enamorado cualquier variedad puede sufrir por amor de quien ama; es justicia, porque con ella a la que bien quiere sirve, forzándole la mesma razón a ello; es prudencia, porque de toda sabiduría está el amor adornado. Mas yo te demando, ¡oh Lenio!, tú que has dicho que el amor es causa de ruina de imperios, destruición de ciudades, de muertes de amigos, de sacrílegos hechos, inventor de traiciones, transgresor de leyes, digo que te demando que me digas cuál loable cosa hay hoy en el mundo, por buena que sea, que el uso della no pueda en mal ser convertida. Condémnese la filosofía, porque muchas veces nuestros defectos descubre, y muchos filósofos han sido malos; abrásense las obras de los heroicos poetas, porque con sus sátiras y versos los vicios reprehenden y vituperan; vitupérese la medicina, porque los venenos descubre; llámese inútil la elocuencia, porque algunas veces ha sido tan arrogante que ha puesto en duda la verdad conoscida; no se forjen armas, porque los ladrones y los homicidas las usan; no se fabriquen casas, porque puedan caer sobre sus habitadores; prohíbanse la variedad de los manjares, porque suelen ser causa de enfermedad; ninguno procure tener hijos, porque Edipo, instigado de cruelísima furia, mató a su padre, y Oreste hirió el pecho de la madre propria; téngase por malo el fuego, porque suele abrasar las casas y consumir las ciudades; desdéñese el agua, porque con ella se anegó toda la tierra; condémnense, en fin, los elementos, porque pueden ser de algunos perversos perversamente usados; y desta manera cualquier cosa buena puede ser en mala convertida, y proceder della efectos malos, si en las manos de aquéllos son puestas que, como irracionales sin mediocridad, del apetito gobernar se dejan. Aquella antigua Cartago, émula del imperio romano; la belicosa Numancia, la adornada Corinto, la soberbia Tebas, la docta Atenas y la ciudad de Dios, Hierusalém, que fueron vencidas y asoladas: digamos por eso que el amor fue causa de su destruición y ruina. Así que, debrían los que tienen por costumbre de decir mal del amor, decirlo dellos mesmos, porque los dones de amor, si con templanza se usan, son dignos de perpetua alabanza, pues siempre los medios fueron alabados en todas las cosas, como vituperados los estremos; que si abrazamos la virtud más de aquello que basta, el sabio granjeará nombre de loco y el justo de inicuo. Del antiguo Cremo trágico fue opinión que, como el vino mezclado con el agua es bueno, así el amor templado es provechoso, lo que es al revés en el immoderado. La generación de los animales racionales y brutos sería ninguna si el amor no procediese, y, faltando en la tierra, quedaría desierta y vacua. Los antiguos creyeron que el amor era obra de los dioses, dada para conservación y cura de los hombres. Pero, viniendo a lo que tú, Lenio, dijiste de los tristes y estraños efectos que el amor en los enamorados pechos hace, tiniéndolos siempre en continas lágrimas, profundos sospiros, desesperadas imaginaciones, sin co[n]cederles jamás una hora de reposo, veamos, por ventura, ¿qué cosa puede desearse en esta vida que el alcanzarla no cueste fatiga y trabajo? Y tanto cuanto más es de valor la cosa, tanto más se ha de padecer y se padece por ella, porque el deseo presupone falta de lo deseado, y hasta conseguirlo es forzosa la inquietud del ánimo nuestro, pues si todos los deseos humanos se pueden pagar y contentarse sin alcanzar de todo punto lo que desean, con que se les dé parte dello, y con todo eso se padece por cons[e]guirla, ¿qué mucho es que, por alcanzar aquello que no puede satisfacer ni contentar al deseo sino con ello mesmo, se padezca, se llore, se tema y se espere? El que desea señoríos, mandos, honras y riquezas, ya que ve que no puede subir al último grado que quisiera, como llegue a ponerse en algún buen punto, queda en parte satisfecho, porque la esperanza que le falta de no poder subir a más, le hace parar donde puede y como mejor puede, todo lo cual es contrario en el amor, porque el amor no tiene otra paga ni otra satisfación sino el mesmo amor, y él proprio es su propria y verdadera paga. Y por esta razón es imposible que el amante esté contento hasta que a la clara conozca que verdaderamente es amado, certificándole desto las amorosas señales que ellos saben. Y así, estiman en tanto un regalado volver de ojos, una prenda cualquiera que sea de su amada, un no sé qué de risa, de habla, de burlas, que ellos de veras toman, como indicios que le[s] van asegurando la paga que desean, y así, todas las veces que ven señales en contrario déstas, esle fuerza al amante lamentarse y afligirse, sin tener medio en sus dolores, pues no le puede tener en sus contentos, cuando la favorable fortuna y el blando amor se los concede. Y, como sea hazaña de tanta dificultad reducir una voluntad ajena a que sea una propria con la mía, y juntar dos diferentes almas en tan disoluble ñudo y estrecheza que de las dos sean uno los pensamientos y una todas las obras, no es mucho que, por conseguir tan alta empresa, se padezca más que por otra cosa alguna, pues, después de conseguida, satisface y alegra sobre todas las que en esta vida se desean. Y no todas veces son las lágrimas con razón y causa derramadas, ni esparcidos los sospiros de los enamorados, porque si todas sus lágrimas y sospiros se causaron de ver que no se responde a su voluntad como se debe y con la paga que se requiere, habría de considerar primero adónde levantaron la fantasía, y si la subieron más arriba de lo que su merescimiento alcanza, no es maravilla que, cual nuevos Ícaros, caigan abrasados en el río de las miserias, de las cuales no tendrá la culpa amor, sino su locura. Con todo eso, yo no niego, sino afirmo, que el deseo de alcanzar lo que se ama por fuerza ha de causar pesadumbre, por la razón de la carestía que presupone, como ya otras veces he dicho; pero también digo que el conseguirla sea de grandísimo gusto y contento, como lo es al cansado el reposo y la salud al enfermo. Junto con esto, confieso que si los amantes señalasen, como en el uso antiguo, con piedras blancas y negras sus tristes o dichosos días, sin duda alguna que serían más las infelices; mas, también conozco que la calidad de sola una blanca piedra haría ventaja a la cantidad de otras infinitas negras. Y, por prueba desta verdad, vemos que los enamorados jamás de serlo se arrepienten; antes, si alguno les prometiese librarles de la enfermedad amorosa, como a enemigo le desecharían, porque aun el sufrirla les es suave. Y por esto, ¡oh amadores!, no os impida ningún temor para dejar de ofreceros y dedicaros a amar lo que más os pareciere dificultoso, ni os quejéis ni arrepintáis si a la grandeza vuestra las cosas bajas habéis levantado, que amor iguala lo pequeño a lo sublime, y lo menos a lo más; y con justo acuerdo tiempla las diversas condiciones de los amantes, cuando con puro afecto la gracia suya en sus corazones rescibe. No cedáis a los peligros, porque la gloria será tanta que quite el sentimiento de todo dolor. Y, como a los antiguos capitanes y emperadores, en premio de sus trabajos y fatigas, les eran, según la grandeza de sus victorias, aparejados triunfos, así a los amantes les están guardados muchedumbre de placeres y contentos, y, como a aquéllos el glorioso rescibimiento les hacía olvidar todos los incomodos y disgustos pasados, así al amante de la amada amado. Los espantosos sueños, el dormir no seguro, las veladas noches, los inquietos días, en summa tranquilidad y alegría se convierten. De manera, Lenio, que si por sus efectos tristes les condemnas, por los gustosos y alegres les debes de absolver; y a la interpretación que diste de la figura de Cupido, estoy por decir que vas tan engañado en ella, como casi en las demás cosas que contra el amor has dicho. Porque, píntanle niño, ciego, desnudo, con las alas y saetas; no quiere significar otra cosa, sino que el amante ha de ser niño en no tener condición doblada, sino pura y sencilla; ha de ser ciego a todo cualquier otro objecto que se le ofreciere, sino es a aquel a quien ya supo mirar y entregarse; ha de ser desnudo, porque no ha de tener cosa que no sea de la que ama; ha de tener alas de ligereza, para estar prompto a todo lo que por su parte se le quisiere mandar; píntanle con saetas, porque la llaga del enamorado pecho ha de ser profunda y secreta, y que apenas se descubra sino a la mesma causa que ha de remedialla. Que el amor hiera con dos saetas, las cuales obran en diferentes maneras, es darnos a entender que en el perfecto amor, no ha de haber medio de querer y no querer en un mesmo punto, sino que el amante ha de amar enteramente, sin mezcla de alguna tibieza. En fin, ¡oh Lenio!, este amor es el que si consumió a los troyanos, engrandeció a los griegos; si hizo cesar las obras de Cartago, hizo crescer los edificios de Roma; si quitó el reino a Tarquino, redujo a libertad la república. Y, aunque pudiera traer aquí muchos ejemplos en contrario de los que tú trujiste de los efectos buenos que el amor hace, no me quiero ocupar en ellos, pues de sí son tan notorios; sólo quiero rogarte te dispongas a creer lo que he mostrado, y que tengas paciencia para oír una canción mía, que parece que en competencia de la tuya se hizo; y si por ella y por lo que te he dicho no quisieres reducirte a ser de la parte de amor, y te pareciere que no quedas satisfecho de las verdades que dél he declarado, si el tiempo de agora lo concede, o en otro cualquiera que tú escogieres y señalares, te prometo de satisfacer a todas las réplicas y argumentos que en contrario de los míos decir quisieres. Y, por agora, estáme atento y escucha:

Canción de Tirsi

Salga del limpio enamorado pecho

la voz sonora, y en süave acento

cante de amor las altas maravillas,

de modo que contento y satisfecho

quede el más libre y suelto pensamiento,

sin que las sienta con no más de oíllas.

Tú, dulce amor, que puedes referillas

por mi lengua, si quieres,

tal gracia le concede,

que con la palma quede

de gusto y gloria por decir quién eres,

que si me ayudas, como yo confío,

veráse en presto vuelo

subir al cielo tu valor y el mío.

Es el amor principio del bien nuestro,

medio por do se alcanza y se granjea

el más dichoso fin que se pretende;

de todas sciencias sin igual maestro;

fuego que, aunque de yelo un pecho sea,

en claras llamas de virtud le enciende;

poder que al flaco ayuda, al fuerte ofende;

raíz de adonde nasce

la venturosa planta

que al cielo nos levanta,

con tal fruto que al alma satisface

de bondad, de valor, de honesto celo,

de gusto sin segundo,

que alegra al mundo y enamora al cielo;

cortesano, galán, sabio, discreto,

callado, liberal, manso, esforzado;

de aguda vista, aunque de ciegos ojos;

guardador verdadero del respecto,

capitán que en la guerra do ha triunfado

sola la honra quiere por despojos;

flor que cresce entre espinas y entre abrojos,

que a vida y alma adorna;

del temor enemigo,

de la esperanza amigo;

huésped que más alegra cuando torna;

instrumento de honrosos ricos bienes,

por quien se mira y medra

la honrosa yedra en las honradas sienes;

Instinto natural que nos conmueve

a levantar los pensamientos, tanto

que apenas llega allí la vista humana;

escala por do sube, el que se atreve,

a la dulce región del cielo sancto;

sierra en su cumbre deleitosa y llana,

facilidad que lo intricado allana,

norte por quien se guía

en este mar insano

el pensamiento sano,

alivio de la triste fantasía,

padrino que no quiere nuestra afrenta;

farol que no se encubre,

mas nos descubre el puerto en la tormenta;

pintor que en nuestras ánimas retrata,

con apacibles sombras y colores,

ora mortal, ora inmortal belleza;

sol que todo ñublado desbarata,

gusto a quien son sabrosos los dolores;

espejo en quien se ve naturaleza

liberal, que en su punto la franqueza

pone con justo medio;

espíritu de fuego

que alumbra al que es más ciego;

del odio y del temor solo remedio;

Argos que nunca puede estar dormido,

por más que a sus orejas

lleguen consejas de algún dios fingido;

ejército de armada infantería

que atropella cien mil dificultades,

y siempre queda con victoria y palma;

morada adonde asiste el alegría;

rostro que nunca encubre las verdades,

mostrando claro lo que está en el alma;

mar donde la tormenta es dulce calma

con sólo que se espere

tenerla en tiempo alguno;

refrigerio oportuno

que cura al desdeñado cuando muere;

en fin, amor es vida, es gloria, es gusto,

almo feliz sosiego.

¡Seguilde luego, qu’el seguirle es justo!

El fin del razonamiento y canción de Tirsi fue principio para confirmar de nuevo en todos la opinión que de discreto tenía, si no fue en el desamorado Lenio, a quien no pareció tan bien su respuesta que le satisficiese al entendimiento y le mudase de su primer propósito. Viose esto claro, porque ya iba dando muestras de querer responder y replicar a Tirsi, si las alabanzas que a los dos daban Darinto y su compañero, y todos los pastores y pastoras presentes, no lo estorbaran, porque, tomando la mano el amigo de Darinto, dijo:

–En este punto acabo de conoscer cómo la potencia y sabiduría de amor por todas las partes de la tierra se estiende, y que donde más se afina y apura es en los pastorales pechos, como nos lo ha mostrado lo que hemos oído al desamorado Lenio y al discreto Tirsi, cuyas razones y argumentos más parescen de ingenios entre libros y las aulas criados, que no de aquéllos que entre pajizas cabañas son crescidos. Pero no me maravillaría yo tanto desto si fuese de aquella opinión del que dijo que el saber de nuestras almas era acordarse de lo que ya sabían, prosuponiendo que todas se crían enseñadas; mas, cuando veo que debo seguir el otro mejor parecer del que afirmó que nuestra alma era como una tabla rasa, la cual no tenía ninguna cosa pintada, no puedo dejar de admirarme de ver cómo haya sido imposible que en la compañía de las ovejas, en la soledad de los campos, se puedan aprender las sciencias que apenas saben disputarse en las nombradas universidades, si ya no quiero persuadirme a lo que primero dije, que el amor por todo se extiende y a todos se comunica, al caído levanta, al simple avisa y al avisado perfecciona.

9. UN ORNITORRINCO EN LA PLAYA: LOS JÓVENES

Por ÁLVARO DELGADO-GAL

LOS talludos profesamos sobre los jóvenes toda suerte de ideas, por lo común infundadas. El estereotipo máximo, el nuclear, el que cultivan por igual las izquierdas y las derechas, asegura que los jóvenes son generosos, poco dados al cálculo prudencial, y radicales en materia ideológica. De esta premisa, los conservadores han solido extraer la conclusión de que la juventud constituye una forma de tontería probablemente adorable, y afortunadamente pasajera. En frase hecha célebre por Maurice Maeterlinck: «Si no eres revolucionario antes de los veinte, es que no tienes corazón. Si lo sigues siendo después de los veinte, no tienes cabeza». Los progresistas y los rousseaunianos se han apuntado, claro es, a la conclusión contraria. Yo declino pronunciarme a favor de unos o de otros. Este artículo va por otro sitio. Conforme a lo revelado por los últimos estudios sociológicos, el joven español se parece a su estereotipo lo que un huevo a una castaña. Tal parece desprenderse al menos de dos encuestas recientes: la realizada por la Comunidad de Madrid sobre una muestra de 4.621 alumnos de secundaria, y la que acaba de publicar el Instituto de la Juventud.

Según ambos estudios, más de la mitad de los jóvenes se declara de centro, con porcentajes residuales para quienes afirman ser de extrema derecha y extrema izquierda (en la encuesta del Instituto de la Juventud, la extrema derecha gana en cuatro centésimas a la extrema izquierda). Menos de un tercio considera insustituible a la democracia, que se valora en función de su rendimiento, no de los principios que la inspiran. Y Europa, y todas esas cosas un poco enciclopédicas, y un poco ecuménicas, despiertan pasión cero. Estos datos escuetos autorizan un diagnóstico de urgencia: los lugares comunes de la ciudadanía venidera discrepan seriamente de los que asentaron el discurso público durante el periodo constituyente y postconstituyente. Entonces hubo consignas -«democracia», «modernización», «progresismo»- de las que nadie osaba apartarse sin un ligero sentimiento de vértigo. Existió, esto es, una ideología dominante, dominante en sentido estricto. El que no estaba en esa ideología, estaba en los márgenes. Que el proceso fuera espontáneo, interior, y no ligado en la mayor parte de los casos a formas de coacción ostensibles, demuestra la profundidad del fenómeno. Pues bien, no estamos ya en las mismas. Esto puede enojarnos. Pero es un hecho, que sería poco inteligente ignorar.

Segundo punto, más importante, o por lo menos más interesante, en mi opinión, que el precedente: no sólo los jóvenes piensan de otra manera, sino que piensan de una manera que hemos dejado de entender. Usaré, como referentes, el sexo y la religión. Cuatro de cada cinco adolescentes, afirman ser creyentes. Pero sólo el 15 por ciento va a misa. Un porcentaje abrumador manifiesta ideas tolerantes hacia la homosexualidad, o no condena las relaciones extramatrimoniales. La combinación de todas estas respuestas daría el siguiente perfil agregado: libertario en material sexual, creyente aunque no practicante, y conservador en política. Pongan a continuación la moviola hacia atrás, y sitúense, por ejemplo, en los años treinta del pasado siglo. Un azañista, un socialista, un sindicalista, o un votante de la CEDA, se habría quedado con los ojos a cuadros. Por aquellas calendas, la no confesionalidad iba ligada a la descreencia, la descreencia a cierta comprensión en lo que toca al comportamiento venéreo, y esto último, a un faible hacia fórmulas políticas rompedoras u hostiles a la tradición. Presumo que estas correlaciones estuvieron todavía vigentes, sin bien de modo atenuado, en el periodo que va desde los amenes del franquismo, al triunfo socialista. Al presente, no queda ni rastro del sistema antiguo, ni de su antisistema. Las correlaciones han desaparecido, o se han vuelto negativas. Ello merece, desde luego, una explicación.

La más tosca, y la más inmediata, es que ha cambiado la textura moral de los españoles. Esta explicación, que denominaré ontológica, nos remite a la sorpresa y al escándalo de un filósofo natural que viese de pronto trastocadas sus taxonomías antañonas. En la scala naturae del filósofo, los rumiantes aparecían divididos, pongo por caso, en animales de pezuña hendida y animales solípedos. Y ahora resulta que los solípedos ostentan escamas, o que los rumiantes están inscritos en la Seguridad Social. El filósofo decretaría que la naturaleza se ha vuelto loca, y se metería a anacoreta o se iría de copas.

Pero la explicación ontológica no es un convincente, por una razón elemental. En la esfera moral, al revés que en la natural, no existen hechos dados, o mejor, los hechos dados no son todos los hechos. Somos agentes morales en la medida en que adoptamos decisiones, y estas últimas, a su vez, vienen determinadas por las alternativas que ante nosotros se abren. Expresado a la conversa: el menú de alternativas influye fatalmente en el tipo de persona que moralmente somos o terminamos siendo. ¿Ha variado el menú al que normalmente se enfrenta un joven de dieciséis, diecisiete o dieciocho años?

Yo creo que sí. La clave tal vez se halle en unas palabras que Eric Hobsbawm, uno de los pocos marxistas que todavía quedan en pie, desliza en su autobiografía reciente -Interesting Times, 2002-. Dice allí: «No comprendí bien el significado de los sesenta (por el 68 francés. La acotación es mía). No era una revolución social o política. Se trataba más bien del equivalente espiritual de una sociedad de consumo: que cada cual haga lo que le venga en gana. No estoy seguro de celebrar la novedad». Les propongo una versión distinta aunque hasta cierto punto concurrente de esta tesis: el pluralismo moderno, ligado a la noción welfarista de que el Estado debe suministrar a los ciudadanos toda suerte de bienes, sin fijación de jerarquías, ha provocado una dramática inversión en el mundo moral, social, y político. Se anima al personal -basta atender a la retórica de los partidos-, para que se apropie del paquete de cosas -mercancías, confesiones, modos de vida-, que más le guste. Y en habiendo recursos, y aun cuando no los haya, se bautiza la oferta con el dinero del bautizo, que suele ser dinero público.

Uno de los resultados, es que se entra en el templo de las ideologías como en el supermercado. Un poco de aquí, y otro poco de allá, y todo revuelto en el cesto de la compra. No es sorprendente, en vista de esto, que se pulvericen las coherencias antiguas, o que convivan, alegremente, un libertarismo de demanda -lo que los economistas denominan la soberanía del consumidor-, con una aceptación básica del statu quo político. Ni es sorprendente tampoco que hayan perdido su vigor las apelaciones atávicas a la democracia, a Dios, a la libertad, o a lo que se ponga por medio. Puesto que no es lo mismo sentirse terriblemente comprometido con estas cosas, que considerarlas con la distancia, y el despejo, que gobiernan nuestra conducta cuando comparamos una lavadora con un friegaplatos, y preferimos el friegaplatos a la lavadora.

Una última observación. La división izquier-da/derecha no introduce factores relevantes en el análisis. Salvo en un extremo, bien es cierto, importante. La derecha es más propensa a que se repare en los costes, que la izquierda. La diferencia de actitud se trasluce llegado el instante de hablar de déficit, deuda pública, o impuestos progresivos. Pero ésta, indudablemente, es otra historia.

10. YO LES ACUSO

Por MIKEL AZURMENDI. ABC 17 de Septiembre

EL terrorista asesina, pero también puede avisar. Como dijo un nacionalista universitario, el catedrático de psicología Sr. Ayestarán: «¡qué más quisiera ETA sino no tener que matar!». Quiso decir que ETA se ve forzada a asesinar al no hacer caso la gente de sus avisos. Mi vida sufrió también ese aviso tan psicológico en 1994, cuando en mi casa entró un comando etarra. Eran gente que habían estado estudiando de manera intensiva euskera durante el verano en el Barnetegi de inmersión lingüística de Cestona. El comando lo dirigían casi con toda seguridad una o varias de las personas que habían figurado nominalmente en aquel recinto veraniego, porque de hecho no habían pisado aquel lugar. La red batasuna de cultura, responsable del Barnetegi, había dispuesto coartada perfecta: los profesores hacían firmar a los alumnos en nombre de los tres ausentes las hojas de presencia así como los ejercicios de cada día. Probablemente eran tres «legales» que o habían desaparecido de sus domicilios o se hallaban temporalmente en un campo de adiestramiento de ETA.

Encontré a los agentes de la ertzaintza en mi casa, guardándola mientras yo viniera. Cuando me dí de bruces con ellos llegaba yo de Granada, de exponer en un Congreso mi convicción de que la identidad nacionalista de los vascos precisa de enemigo para constituirse. Había avisado a mis alumnos de que marchaba a un Congreso para varios días y del horario en que recuperaríamos la clase perdida. Era una clase de ética, disciplina en la que se enclavaba entonces mi docencia, exclusivamente en euskera. En ese aula había dos estudiantes que acababan de salir de prisión por activismo terrorista; uno había permanecido más de diez años encarcelado, el otro no más de tres. Éste último muchacho fue el que me espetó algo después, en el pasillo del aula: «¡Mikel, dos ertzainas menos!» cuando el batasuno Mikel Otegi descerrajó con su escopeta a dos policías autonómicos en su caserío de Isasondo. Para expresar su regocijo por el doble asesinato, aquel alumno etarra levantó dos dedos de su mano, en forma de uve victoriosa. Dos menos era una gran victoria.

La ertzaintza, que todavía seguía tomando huellas dactilares por toda la casa, me explicó que había entrado bastante gente en ella y que todo parecía extraño porque habían estado buscando fotografías, pues todos los carretes negativos de mi hijo estaban tirados por el suelo y habían sido repasados uno a uno. La explicación era bien sencilla: uno de mis alumnos doctorandos, gran aficionado a la fotografía, había estado en aquel Barnetegi y había elaborado un trabajo para el profesor Savater quien decidió publicar una versión abreviada del mismo en el periódico «El País» (25-9-94). Y me pidió que apoyara aquel documento dominical de dos páginas, titulado «La estrategia de la ameba», con una breve descripción de las numerosas siglas de organismos culturales vascos que aparecían en el artículo. El lunes siguiente, a primera hora de la mañana, un profesor de psicología aun hoy dirigente de actividades culturales batasunas, estaba repartiendo fotocopias del artículo en la puerta de la facultad, pero también una hoja donde se me acusaba de traición. Yo le increpé pero él mismo me advirtió de que, «aun siendo verdad cuanto mi alumno contaba, no debía ser dicho en Madrid». Pero, curiosamente, se interesó por si mi alumno había sacado o no fotografías del Barnetegi. Y como cuando ves un rayo en la lejanía ya sabes que se acerca la tormenta, así supe yo que iba a tener pronto algún aviso de ETA.

La ertzaintza me pedía las fotos y yo, que no las tenía, le respondía que era su deber ir a Cestona, pedir la lista de alumnos del verano y averiguar la conducta de profesores y alumnos así como de sospechar de ellos como insinuadores o ejecutores del comando. También les advertí a los agentes del carácter criminal de los ejercicios en euskera que yo mismo había tenido la oportunidad de ver; vgr. construya el futuro hipotético de «Éste ha muerto hoy». «Éste» era un pequeño dibujo de un guardia civil. Mi denuncia no sólo no sirvió para que la ertzaintza hiciese pesquisa alguna, sino que ni tan siquiera existe tal denuncia en la Comisaría de San Sebastián donde fue hecha, según me indicó el jefe de ella, hace dos años. Esta otra vez, el motivo de que tuviese que volver a verme con la ertzaintza fue su presencia necesaria para desactivar una bomba que un comando había colocado en la puerta de mi casa. Pero esta vez, yo ya sabía que se trataba de un último aviso. «¡Qué más querría ETA que no matarme!», pensaba yo.

Y aquel mismo 15 de agosto del 2000 decidí marcharme del País Vasco. Tomé la decisión porque comprendí que era el último aviso de ETA. Unos meses antes, había advertido yo a mi amigo del Foro de Ermua, López de Lacalle, de que se cuidara, pues iban a venir a por nosotros y él ya tenía varios avisos serios (unos cócteles contra su casa e inscripciones de amenaza por las paredes de su pueblo). «Tú, optimista, como siempre, Mikel» fue lo que me contestó. Sus últimas palabras me hacen todavía eco en el estómago, pues a los 12 días fue asesinado. Y eso que qué más quisiera ETA sino haberle perdonado la vida...

La primera advertencia de ETA fue al poco de la entrada del comando en mi casa. En mi casillero de la facultad me metieron un gran sobre que, al ser abierto, desparramó sobre mi jersey de invierno un gran chorro de sangre con unas entrañas de animal. El decanato constató los hechos y se solidarizó conmigo en privado. Durante tres años he recibido todo tipo de amenazas de los ikasle abertzaleak batasunos de la facultad: más de una docena de octavillas distintas han ido esparciendo a millares por el campus al tam tam étnico de sus jornadas de acción, tratándome de traidor, asesino, verdugo de los presos vascos y profesor colonialista. Y advirtiéndome que mi actitud no me iba a resultar gratis. Algunas octavillas me han honrado con la compañía de otros profesores prestigiosos, como Casadevante, Gorriarán o Beristain. Estos dos últimos viven hoy protegidos por guardaespaldas y aquél, prefirió el destierro. Otras veces he aparecido solo, cuán solo, como cuando te pintan una diana de más de un metro en la facultad e inscriben bajo ella tu nombre. O como cuando pintan por los pasillos del profesorado tu nombre, señalándote al paredón; cuán solo porque aparece sólo tu nombre y no viene ningún profesor a verte al despacho. O solo, como cuando arrancan tu nombre del despacho, forzándolo y rompiendo el cristal de la puerta. Y nadie vuelve a colocar más la placa con tu nombre. Y me exilié de mi país sin que figurase ya ni mi nombre en lo que yo suponía era mi despacho de facultad. ETA había ganado gracias a sus adláteres universitarios, su cuerpo de choque batasuno contra cuantos defendemos la discusión libre sin coerción. Acuso, pues, a su brazo cultural que tiene nombres propios y, en su haber, delaciones, injurias y amenazas de muerte de las que responder. El sábado estaban todos ellos en la manifestación prohibida de Bilbao y un profesor directamente involucrado en los hechos que he referido la había apoyado públicamente.

Yo acuso de connivencia a esos profesores que justifican que ETA asesina a su pesar o a los que jalean a ETA como ese catedrático de mi pasillo de facultad que escribió que «sin ETA, no habrá ningún horizonte de futuro para los vascos».

ETA asesina pero puede también avisar mediante Batasuna. Por ejemplo a mí; pero yo no he podido seguir mirando debajo del coche día tras día ni esperar a que tal vez la de hoy sea mi última clase de todas. Y por no vivir custodiado, me expatrié. Muchos de mis amigos del Foro de Ermua, de Basta Ya, y los otros cuatro profesores con quienes promoví una asamblea general de facultad tras el asesinato de Gregorio Ordóñez viven custodiados por guardaespaldas. Batasuna y sus tentáculos etarras de facultad nos han perseguido, humillado y también limitado nuestra existencia al monopolizar nuestra preocupación intelectual. Yo les acuso y reclamo justicia y no es justo que ellos puedan manifestarse en la calle por ideas y proyectos que impiden a los no-nacionalistas expresarnos en libertad y vivir con las garantías que ellos viven.

 

 

 

11. ALASDAIR MACINTYRE (Trás la Virtud)

 

Siempre es peligroso hacer paralelismos históricos demasiado estrechos; entre los más engañosos están los que se han hecho entre nuestra propia época en Europa y Norteamérica y el Imperio romano en decadencia. No obstante, hay ciertos paralelos. Se dio un giro crucial en la antigüedad cuando hombres y mujeres de buena voluntad abandonaron la tarea de defender el imperium y dejaron de identificar la continuidad de la comunidad civil y moral con el mantenimiento de ese imperium. En su lugar, se pusieron a buscar, a menudo sin darse cuenta completamente de lo que estaban haciendo, la construcción de nuevas formas de comunidad dentro de las cuales pudiera continuar la vida moral de tal modo que moralidad y civilidad sobrevivieran a las épocas de barbarie y oscuridad que se avecinaban. Si mi visión del estado actual de la moral es correcta, debemos concluir también que hemos alcanzado ese punto crítico. Lo que importa ahora es la construcción de formas locales de comunidad, dentro de las cuales la civilidad, la vida moral y la vida intelectual puedan sostenerse a través de las nuevas edades oscuras que caen ya sobre nosotros. Y si la tradición de las virtudes fue capaz de sobrevivir a los horrores de las edades oscuras pasadas, no estamos enteramente faltos de esperanza. Sin embargo, en nuestra época los bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos hace algún tiempo. Y nuestra falta de conciencia de ello constituye parte de nuestra difícil situación.

 

 

12. LA FAMILIA ES EL MOTOR DEL PROGRESO

 

Robert Spaemann

 

¿Qué entiende por progreso el pensamiento postmoderno? ¿Puede haber progreso en contra del matrimonio y de la familia? El filósofo alemán Robert Spaemann reflexiona sobre estos asuntos en este extracto del libro Humanidades para el siglo XXI (EUNSA)

 

Desde sus inicios, la civilización moderna ha estado acompañada por la sombra de la crítica de la modernidad, de la crítica de la ciencia y de la crítica de la civilización. Aunque estas dudas no han podido cambiar el curso de los acontecimientos, ciertamente han contribuido a la humanización del progreso. Con todo, sólo en las últimas décadas ha comenzado una reflexión seria acerca de la modernidad. Más seria porque, en primer lugar, no pone sistemáticamente en tela de juicio la modernidad, sino que es consciente de lo que todos le debemos. Esta reflexión posmoderna quiere incluso defender los logros de la modernidad contra su tendencia hacia la autosupresión. El pensamiento posmoderno está convencido de que los logros de la modernidad sólo se pueden salvar para el futuro si se arraigan en la naturaleza humana, y más profundamente de lo que quería y podía hacerlo la modernidad.

Hoy, el mito del progreso universal y necesario ha muerto. Se está tambaleando la fe en que este progreso sea el progreso por antonomasia, que eleve al hombre desde cualquier punto de vista, o incluso que sólo él lo convierta en verdadero hombre. Fue el movimiento ecológico el que, por primera vez, mentalizó a la gente de que muchos progresos tienen un precio y de que este precio es, a menudo, demasiado elevado. Igualmente crece la conciencia de que los medios de comunicación modernos, particularmente la televisión, se paga a menudo con una pérdida de madurez intelectual, de creatividad y de aquella forma sublime de formación en la que China, probablemente, haya alcanzado la cúspide entre todas las naciones. Esta conciencia no debe llevar a una actitud hostil hacia el progreso. Por lo menos, en Europa ya no empiezan a brillar los ojos cuando suena esta palabra.

El progreso ya no se experimenta como liberación, sino como destino. Lo que tenemos que abandonar es la idea de un progreso necesario universal, en singular. Sólo tiene sentido hablar de progreso cuando previamente indicamos en qué dirección se realiza y lo que cuesta. Precisamente por este motivo, sólo hay progresos en plural, progresos en la Medicina, progresos en la lucha contra la criminalidad, progresos en la técnica nuclear, progresos en el nivel educativo de una nación. Tenemos que preguntarnos si queremos o no este o aquel progreso; tenemos que preguntarnos cuál es en cada caso el precio de un determinado progreso, y si queremos pagarlo. Tenemos que preguntarnos con qué retroceso de índole material o espiritual pagamos este o aquel progreso. Después de la muerte del mito del progreso necesario en singular, recuperamos la libertad que había destruido aquel mito: la libertad de tomar decisiones concretas acerca de lo que queramos o no. Y esta libertad es una ganancia.

Porque la libertad es más que emancipación. Tener alternativas, pluralidad de opciones, es una condición de la libertad. Pero más importante que la pluralidad de opciones, más importante que la posibilidad de elección, es lo que nosotros elegimos al final. Más importante que un menú muy surtido es, a pesar de todo, la calidad de la comida. La posibilidad de divorcio forma parte de una sociedad libre, pero más importante que el divorcio son el matrimonio y la familia. Y, cuando los sociólogos miden el grado de libertad de una sociedad por el número de divorcios, están padeciendo una ofuscación ideológica. La tolerancia impune de la homosexualidad forma parte de una sociedad libre: la homosexualidad es un asunto particular. Pero allí donde esta relación particular se equipara con el matrimonio, evidentemente se pasa por alto el hecho de que el matrimonio y la familia son instituciones públicas. Lo son porque constituyen el espacio natural para la transmisión de la vida, para garantizar el futuro de la sociedad y el ejercicio de comportamientos sociales fundamentales.

La situación demográfica en Europa se acerca a una catástrofe. Un 40% de las mujeres con formación universitaria, en Alemania, ya no tiene hijos. Por el grave peso de esta evolución social, se empieza a poner en tela de juicio la concepción puramente emancipatoria de la libertad en casi todos los ámbitos políticos, porque tiene que haber algo equivocado en lo que amenaza la existencia misma de la sociedad.

 

13. FAMILIA Y ECONOMÍA

Juan Velarde Fuertes

Las políticas contra la familia y el derecho a la vida suponen un coste económico que no puede ser ignorado, advierte don Juan Velarde, uno de los más eminentes economistas españoles y miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas

 

El éxito extraordinario del Encuentro de las Familias, convocado por el arzobispo de Madrid, con el respaldo explícito de grandísima parte de la Iglesia española más el mensaje de Benedicto XVI el 1 de enero de 2008, obligan a plantear, también, la cuestión de la racionalidad económica de la institución familiar, y, concretamente, tal como la concibe la Iglesia católica. No es malo, en este sentido, tener en cuenta que en la ciencia económica existe, en relación con este asunto, un interés creciente. Durante mucho tiempo, se creyó que el centro de la investigación económica era el individuo. Desde Adam Smith a Alfredo Marshall o a la Escuela austriaca, eso es lo que rezumaban todos los estudios. Existió, evidentemente, una excepción, en un contexto, por cierto, muy criticado justamente por Schumpeter, de Malthus y su crítica a los matrimonios jóvenes, por sus consecuencias sobre la evolución de la economía. Pero más recientemente, todo cambió. Por un lado, esa catarata prolífera que fue Harry J. Johnson, desde la Universidad de Chicago, en el que él denominó movimiento misionero teórico, se ocupó de extender el análisis económico a las relaciones de raza, a la educación y a la vida familiar. Pero, sobre todo, y precisamente también, en el entorno de la Universidad de Chicago, surgió la gran figura de Gary S. Becker. En numerosos ensayos, y sobre todo a partir de esa obra fundamental que es A Treatise on Family (Harvard University Press, 1981), se convirtió en referencia obligada.

Señalaba en uno de sus ensayos este economista que los funerales por la familia tradicional, que ya entonces abundaban, «son decididamente prematuros. Las familias son aún cruciales para engendrar y criar niños, y perduran como importantes mecanismos de protección de sus miembros contra la pérdida de salud, el desempleo y muchos otros riesgos. Aunque el papel de las familias evolucione aún más en el futuro, confío en que continúen teniendo la responsabilidad primordial de ayudar a los niños, y que el altruismo y la lealtad que son el fundamento de la institución continuará ligando a padres e hijos».


Ataques, y sus consecuencias


En estos momentos, las acometidas a la familia, en primer lugar, vienen provocadas por las facilidades extraordinarias para el divorcio. No se hace sin daño. En todas las culturas se considera que la mujer, dentro de la división sexual del trabajo, para atender perfectamente a los hijos, necesita aportaciones económicas del marido. Las rupturas fáciles desembocan, en lo económico, en desprotección de los niños o, por otro lado, en caída de la natalidad. Todo esto está ya muy bien estudiado en el artículo de Y. Weiss y R. Willis, Children as collective goods and divorce settlements, en el Journal of Labor Ecomomics
, 1985.

Una fuerte disminución de la natalidad, como vemos ahora mismo en España, no se hace sin daño económico importante. Pensemos que, como consecuencia de ese proceso, agudísimo entre nosotros, y al ligarse a los avances médicos sobre el resto de la población, provoca que la pirámide demográfica ofrezca una carga notable de pensionistas y de atenciones sanitarias, que deben ser sufragadas por una población activa que tiene sobre sí cada vez más ancianos que atender. Resulta esto tan claro que pronto aparecen defensas de la eutanasia y, de momento, familias nucleares que abandonan a los ancianos. Automáticamente, surge un incremento en los gastos sociales -la alternativa a la eutanasia- que carga el gasto público de modo creciente, para mantener un mínimo de dignidad personal para la vejez, con todos sus problemas.

¿Y qué decir, sólo en lo económico, del aborto? Otro Premio Nobel de Economía, Phelps, aludió a cuántos cerebros privilegiados para el desarrollo económico así desaparecen. Es un coste que no puede ser ignorado. ¿Y qué decir del bajo nivel medio de los hijos monoparentales? ¿Y qué de la estabilidad social que se deriva del amor que existe en las familias, y no en otras organizaciones, como se desprende del artículo de Y. Ben-Porath, The F-Connection: families, friends, and firms and the organization of exchange, publicado en Population and Development Review, 1980?
Las cosas son así en lo económico. Entonces, ¿por qué la defensa del aborto, del divorcio rápido, de la eutanasia, de los matrimonios entre homosexuales, de la asignatura absurda de Educación para la ciudadanía y, en suma, la ofensiva contra las bases de la familia católica, tradicional en España? La contestación racional única posible es que, cuando fracasan la política económica, la política antiterrorista, la política internacional, la territorial, cuando es defectuosa la acción educativa como se observa con los Informes PISA, o cuando la distribución de la renta empeora, es preciso adormecer al pueblo. Un gran socialista, Carlos Marx, acuñó la expresión opio del pueblo, y en el Prólogo a El capital insistió sobre ello. Pues ahora, con una serie de mensajes autodenominados progresistas
, encabezados por el ataque a la familia, y con el acompañamiento de la memoria histórica, se pretende adormecer al pueblo. Pero en Madrid, el 30 de diciembre de 2007, había dos millones de personas bien despiertas, y dispuestas a no permanecer dormidas.

15. ESA GENTUZA

 Arturo Pérez Reverte. XL El Semanal 5 de Julio

 

Paso a menudo por la carrera de San Jerónimo, caminando por la acera opuesta a las Cortes, y a veces coincido con la salida de los diputados del Congreso. Hay coches oficiales con sus conductores y escoltas, periodistas dando los últimos canutazos junto a la verja, y un tropel de individuos de ambos sexos, encorbatados ellos y peripuestas ellas, saliendo del recinto con los aires que pueden ustedes imaginar. No identifico a casi ninguno, y apenas veo los telediarios; pero al pájaro se le conoce por la cagada. Van pavoneándose graves, importantes, seguros de su papel en los destinos de España, camino del coche o del restaurante donde seguirán trazando líneas maestras de la política nacional y periférica. No pocos salen arrogantes y sobrados como estrellas de la tele, con trajes a medida, zapatos caros y maneras afectadas de nuevos ricos. Oportunistas advenedizos que cada mañana se miran al espejo para comprobar que están despiertos y celebrar su buena suerte. Diputados, nada menos. Sin tener, algunos, el bachillerato. Ni haber trabajado en su vida. Desconociendo lo que es madrugar para fichar a las nueve de la mañana, o buscar curro fuera de la protección del partido político al que se afiliaron sabiamente desde jovencitos. Sin miedo a la cola del paro. Sin escrúpulos y sin vergüenza. Y en cada ocasión, cuando me cruzo con ese desfile insultante, con ese espectáculo de prepotencia absurda, experimento un intenso desagrado; un malestar íntimo, hecho de indignación y desprecio. No es un acto reflexivo, como digo. Sólo visceral. Desprovisto de razón. Un estallido de cólera interior. Las ganas de acercarme a cualquiera de ellos y ciscarme en su puta madre.

Sé que esto es excesivo. Que siempre hay justos en Sodoma. Gente honrada. Políticos decentes cuya existencia es necesaria. No digo que no. Pero hablo hoy de sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo no elijo cómo me siento. Cómo me salta el automático. Algo debe de ocurrir, sin embargo, cuando a un ciudadano de 57 años y en uso correcto de sus facultades mentales, con la vida resuelta, cultura adecuada, inteligencia media y conocimiento amplio y razonable del mundo, se le sube la pólvora al campanario mientras asiste al desfile de los diputados españoles saliendo de las Cortes. Cuando la náusea y la cólera son tan intensas. Eso me preocupa, por supuesto. Sigo caminando carrera de San Jerónimo abajo, y me pregunto qué está pasando. Hasta qué punto los años, la vida que llevé en otro tiempo, los libros que he leído, el panorama actual, me hacen ver las cosas de modo tan siniestro. Tan agresivo y pesimista. Por qué creo ver sólo gentuza cuando los miro, pese a saber que entre ellos hay gente perfectamente honorable. Por qué, de admirar y respetar a quienes ocuparon esos mismos escaños hace veinte o treinta años, he pasado a despreciar de este modo a sus mediocres reyezuelos sucesores. Por qué unas cuantas docenas de analfabetos irresponsables y pagados de sí mismos, sin distinción de partido ni ideología, pueden amargarme en un instante, de este modo, la tarde, el día, el país y la vida.

Quizá porque los conozco, concluyo. No uno por uno, claro, sino a la tropa. La casta general. Los he visto durante años, aquí y afuera. Estuve en los bosques de cruces de madera, en los callejones sin salida a donde llevan sus irresponsabilidades, sus corruptelas, sus ambiciones. Su incultura atroz y su falta de escrúpulos. Conozco las consecuencias. Y sé cómo lo hacen ahora, adaptándose a su tiempo y su momento. Lo sabe cualquiera que se fije. Que lea y mire. Algún día, si tengo la cabeza lo bastante fría, les detallaré a ustedes cómo se lo montan. Cómo y dónde comen y a costa de quién. Cómo se reparten las dietas, los privilegios y los coches oficiales. Cómo organizan entre ellos, en comisiones y visitas institucionales que a nadie importan una mierda, descarados e inútiles viajes turísticos que pagan los contribuyentes. Cómo se han trajinado –ahí no hay discrepancias ideológicas– el privilegio de cobrar la máxima pensión pública de jubilación tras sólo 7 años en el escaño, frente a los 35 de trabajo honrado que necesita un ciudadano común. Cómo quienes llegan a ministros tendrán, al jubilarse, sólidas pensiones compatibles con cualquier trabajo público o privado, pensiones vitalicias cuando lleguen a la edad de jubilación forzosa, e indemnizaciones mensuales del 100% de su salario al cesar en el cargo, cobradas completas y sin hacer cola en ventanillas, desde el primer día.

De cualquier modo, por hoy es suficiente. Y se acaba la página. Tenía ganas de echar la pota, eso es todo. De desahogarme dándole a la tecla, y es lo que he hecho. Otro día seré más coherente. Más razonable y objetivo. Quizás. Ahora, por lo menos, mientras camino por la carrera de San Jerónimo, algunos sabrán lo que tengo en la cabeza cuando me cruzo con ellos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

16. EL CÁNCER Y LA INFERTILIDAD ESTÁN RELACIONADOS CON LOS PRODUCTOS QUÍMICOS QUE INGERIMOS CON LA COMIDA

ENTREVISTA XL EL SEMANAL Domingo 5 de Julio, 2009

Ana Tagarro

Gilles-Éric Séralini, Biólogo molecular

Es uno de los mayores expertos en transgénicos y asesor de la Unión Europea sobre el tema. Es también una pesadilla para la industria por exigir que se hagan con ellos las mismas pruebas que con los fármacos. En su laboratorio de Caen, Francia, nos explica por qué deberíamos prestar más atención a lo que comemos.


En 1980, la Corte Suprema de Estados Unidos aprobó por cinco votos contra cuatro el derecho a patentar «un microorganismo vivo hecho por el ser humano». La decisión respondía a una solicitud de General Electric para explotar comercialmente una bacteria y abrió la puerta a una de las mayores revoluciones alimentarias y económicas de todos los tiempos: la patente de semillas. De hecho, sentó las bases para que ocho corporaciones de la industria farmacéutica y química iniciasen la conquista del suministro mundial de alimentos. Al margen de las consideraciones éticas sobre la manipulación de la naturaleza, esta actividad plantea una cuestión de salud. Y aquí es donde ‘desembarca’ el biólogo molecular Gilles-Eric Séralini, 49 años y director del Comité de Investigación e Información sobre Ingeniería Genética (Criigen). Nos recibe en la Universidad de Caen, Normandía, donde es profesor. Sus estudios sobre OMG (organismos modificados genéticamente) vienen avalados por las tres revistas científicas más prestigiosas de Estados Unidos que los han publicado y por ser uno de los cuatro consultores de la Unión Europea sobre transgénicos. Habla en un tono didáctico, de maestro, pero también con la vehemencia de quien está acostumbrado a las críticas. Empieza la clase.


XLSemanal. Por ubicarnos: si yo le digo que acabo de desayunar café con leche, tostadas, jamon de york y fruta, ¿he comido ya algún alimento transgénico?


Gilles Séralini.
No directamente. En Europa, hasta ahora, se han evitado los transgénicos en la comida humana. El OMG más extendido es la soja importada del continente americano (especialmente de Estados Unidos, Argentina y Brasil) para alimentar el ganado: terneros, cerdos y pollos. No es que el jamón o la leche sean transgénicos, sino que los animales de donde salen son alimentados con pienso transgénico. La soja representa el 65 por ciento de los cultivos transgénicos (y me gustaría aclarar que no tiene nada que ver con la soja de los restaurantes chinos) y, además de para pienso, se usa para hacer lecitina, un emulgente de las grasas que se encuentra en el 80 por ciento de la comida ‘industrial’, como la bollería, las salsas, las harinas… Luego está el maíz, que sirve para alimentar animales y para extraer un azúcar que puede ser utilizado como edulcorante en bebidas gaseosas. Es decir, estamos ingiriendo residuos de transgénicos.


XL. Visto así, parece que es un peligro menor, que nos afecta ‘relativamente’…


G.S.
Pues no es así. Todo lo contrario. Mire, es la primera vez en la historia de la humanidad que somos capaces de modificar el patrimonio hereditario, genético, de las especies vivas. Y esto se ha producido en un escenario industrial a una velocidad industrial. El problema con los transgénicos y la razón de que no sea un mal menor es que el salto que se ha dado del laboratorio al supermercado se ha hecho sin los plazos ni las pruebas adecuadas.

 
XL. ¿Pero se puede afirmar que los transgénicos son un riesgo para la salud?

 
G.S.
Yo creo que sí y voy a explicarle por qué, pero la pregunta no es si son un riesgo, sino ¿por qué se modifican las semillas? ¿Por qué hacemos soja transgénica? Y la respuesta es que se modifican para contener pesticidas.


XL. Querrá decir para resistir a los pesticidas.


G.S.
No. Digo «para contener pesticidas». Está probado que los pesticidas son malos para la salud porque inhiben la comunicación entre las células y pueden provocar enfermedades nerviosas y hormonales. Entonces, ¿por qué los transgénicos son diseñados para contenerlos? Porque lo que buscan es absorberlo sin morir o, incluso, fabricar ellas mismas el pesticida. El 80 por ciento de los transgénicos se hacen para absorber un herbicida en concreto, el Roundup, que fabrica Monsanto, que a su vez es el mayor productor mundial de OMG.

 
XL. ¿Qué riesgos para la salud derivados de los pesticidas están demostrados?


G.S.
Depende de la cantidad de pesticida que ingiera el organismo. No se trata de un infarto ni de un virus que te hace enfermar en 15 días. Es un riesgo a largo plazo. Nosotros hemos probado que los residuos de pesticidas pueden matar células embrionarias humanas y si sobreviven, disminuye la cantidad de hormonas sexuales que fabrican. Todos los países desarrollados están llenos de las llamadas `enfermedades crónicas´: nerviosas; de la sangre, como leucemias; reproductivas y sexuales, como el cáncer de próstata y de mama, esterilidad, descenso en la calidad y cantidad de esperma; enfermedades de carácter inmume, como las alergias… y no es porque ahora se detecten mejor. Esto no se explica por virus o bacterias, no se debe a problemas hereditarios (sólo un cinco por ciento del cáncer de mama tiene relación hereditaria). Se debe en su mayoría al medio ambiente. Y, ahí, los productos químicos son determinantes. Así que si los transgénicos están diseñados para absorber químicos, algo tendrán que ver con esas enfermedades.


XL. ¿Afirma usted que el aumento del cáncer de mama, de la infertilidad y de las alergias está relacionado con los productos químicos que ingerimos a través de la comida?


G.S.
Sí, por supuesto. En la comida, el agua y el aire… Hay muchos químicos en la atmósfera, pero, si además comemos algo que contiene un pesticida, aumentamos el efecto. No digo que los pesticidas sean la única explicación, pero estoy seguro de que los químicos están relacionados con el cáncer de pecho y la infertilidad. Ahora bien, es un efecto a largo plazo. Es importante entender esto. No estamos habituados a luchar contra los químicos. La Organización Mundial de la Salud y las autoridades esperan una epidemia y esto no funciona así.

 

XL. Pero es comprensible que necesiten pruebas...


G.S.
Hay pruebas. Está probado que el Roundup es tóxico en células embrionarias, lo hemos demostrado en el laboratorio, y lo que decimos es que hay que seguir probando: primero, en animales de laboratorio; luego, en los de granja, y más tarde, en humanos, como con cualquier fármaco. La industria ha admitido que no se ha hecho ningún test sanguíneo de más de tres meses para comprobar cómo afectan los transgénicos a los animales. Esto es un crimen porque todas las enfermedades crónicas aparecen después de ese periodo. Cuando se prueba un fármaco, antes de dárselo a los pacientes, se exige que esa droga se administre a ratas en laboratorios durante dos años, lo que representa su ciclo vital total.


XL. ¿Nadie ha hecho en ningún país pruebas con los transgénicos similares a las de un fármaco?


G.S.
No sólo no se han hecho, sino que no quieren que se hagan. Sólo lo han hecho con ratas durante tres meses y los resultados se declararon secretos por todas las industrias y todos los gobiernos. Es un gran escándalo.


XL. Pero suena tan ‘escandaloso’ que resulta extraño, casi una de esas teorías de la conspiración. ¿Por qué `todos´ aceptan esa falta de análisis y ese secretismo?


G.S.
Pregúnteselo a los ministros de Agricultura y de Sanidad de su país. Pídales los análisis de sangre hechos en ratas con el MON-810, el maíz transgénico que ustedes cultivan y que produce un insecticida. Insisto, que lo produce, no que lo resiste. Yo no he visto esos resultados, pero sí los del MON-863 [el número varía según la toxina, son ligeramente diferentes], y no son muy positivos…


XL. ¿Qué decían esos análisis?


G.S.
Un aumento del 20 al 40 por ciento de triglicéridos, grasa, en la sangre de las hembras; un diez por ciento de aumento del azúcar; un siete por ciento de aumento de peso del hígado; del tres al cinco por ciento de aumento de peso corporal y disfunciones en los riñones. Y para los machos, alteraciones en los parámetros del hígado y del riñón, aunque ligeramente inferiores. Éstos son claros signos de toxicidad. Vale, la enfermedad todavía no está ahí. No podemos decir que es diabetes, pero es un perfil prediabético. Si alguien va a su médico con estos datos, le diría que ingresase en el hospital para hacerse más pruebas y saber exactamente qué tiene, porque apunta mal... Así que pedimos más tiempo. No se nos permitió.

 
XL. ¿Qué explicación da el fabricante?


G.S.
En primer lugar, se resistieron por todos los medios a que los estudios se hicieran públicos. Y cuando lo logramos, dijeron que ellos ya habían reparado en los efectos en las ratas, por supuesto, ya que ellos hicieron los estudios, pero pensaron que no era importante porque los efectos no son iguales en machos que en hembras. ¿Le parece eso una razón?

 
XL. ¿Por qué no hace usted, el Criigen, los test?


G.S.
Porque necesito dos millones de euros para empezar. Las pruebas científicas bien hechas son muy caras. Colocar un nuevo fármaco en el mercado pasa por unas pruebas que cuestan unos 150 millones de euros.


XL. Admitamos que hay un riesgo en los transgénicos, pero también en los teléfonos móviles, en la tecnología láser, en la cirugía estética...


G.S.
¡Pero por lo menos ves los beneficios! No hay beneficio en los transgénicos. ¿Cuál es?


XL. Parece evidente: cereales más fuertes y en mayor cantidad, con menos trabajo para los agricultores, que ganan más dinero y alimentarán a más gente.


G.S.
Ése es un argumento estúpido, créame. Las patentes de las semillas sólo llevarán hambre al mundo. En primer lugar, los transgénicos no alimentan a los pobres, sino el estómago de los cerdos. Segundo, las semillas patentadas pertenecen a compañías que ya, hoy, no dejan sus patentes para luchar contra la malaria o el sida en los países pobres. ¿Por qué iban a cederlas para alimentarlos si no las dejan para algo que los está matando? Son farmacéuticas reconvertidas en industria alimentaria. Y, en tercer lugar, nosotros comemos en todo el planeta sólo cuatro plantas: trigo, arroz, soja y maíz. Hay 30.000 plantas conocidas y comestibles en el planeta y sólo nos alimentamos de cuatro. ¿No le parece anormal?

 
XL. Sin duda es curioso, pero es posible que tenga que ver con que cada vez hay más bocas que alimentar y esas cuatro plantas son las más productivas.


G.S.
No. Es el resultado de haber industrializado la agricultura. Lo que deberíamos hacer es potenciar la agricultura local, comer 30 plantas en vez de cuatro. La cuestión no es hacer transgénicos con pesticidas porque no están hechos para hacer más plantas, sino para hacer más negocio con los pesticidas. La forma de alimentar a más gente es diversificar los cultivos y comer menos carne.



XL. Pero reconocerá que en los años 40 la introducción de técnicas de explotación modernas, el monocultivo y la selección genética, la llamada `Revolución Verde´ ayudaron al desarrollo y al Tercer Mundo.


G.S.
No. Hay mucha gente hambrienta en el mundo y ya hubo esa `revolución verde´, cuyo resultado fue que los países industrializados tuvieran más carne para comer. Lo cual, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, estuvo bien, estoy de acuerdo. Pero ya no. Comer carne dos veces al día es malo. Hay estadísticas en 65 países que prueban que el cáncer de mama y el de intestino están relacionados con el consumo de grasa animal. Dentro de un animal hay más pesticidas que en un campo de maíz o de soja, porque se necesitan muchos campos para alimentar a una vaca; es una concentración de pesticidas.

 

XL. Usted promueve lo ‘natural’, pero quizá la producción biológica es un lujo que no podemos permitirnos.


G.S.
La producción natural ha alimentado al mundo durante miles de años y sin ayuda del Gobierno. Porque, déjeme decirle una cosa, la agricultura industrializada no es rentable. Está sostenida por fondos públicos. Los agricultores no sobrevivirían sin las ayudas gubernamentales.

XL. Pero los transgénicos podrían beneficiar a la agricultura en África, en zonas donde los cultivos son difíciles.


G.S.
No usemos a los pobres como excusa. La ONU dijo hace 15 años que con 50 billones de dólares se acabaría con el hambre en el mundo y no encontraron el dinero. En tres meses, todos los países industrializados han encontrado el doble de esa cantidad para ‘alimentar’ a los bancos y las grandes compañías. Durante los últimos 30 años se ha puesto en el mercado una gran cantidad de productos químicos y transgénicos sin testar, convenientemente amparados en la confidencialidad de las empresas y sus negocios. Prima el beneficio económico sobre la salud a largo plazo de la gente.


XL. Algún tipo de control habrá, ¿no?


G.S.
¡No hay ningún control! ¿Por qué cree que hay esta crisis financiera? Porque no hay transparencia. Y si no la hay en las finanzas, ¿cree que la hay en la alimentación?


XL. ¿Vamos a tener un caso Madoff en la industria alimentaria?


G.S.
Y será mucho más importante porque la comida es vital, afecta a nuestra vida diaria.

 
XL. ¿Quien controle las semillas controlará el mundo?


G.S.
Por supuesto. Es el mayor objetivo financiero del mundo. Hay sólo ocho compañías haciendo patentes de semillas. O para ser más precisos, patentando genes artificiales en semillas. Es sutil. No se pueden patentar las semillas, se pueden patentar los genes introducidos en ellas. Y si usas la semilla, tienes que pagar a la compañía que tiene la patente. Y como sólo tienes cuatro plantas para alimentar el mundo… La soja y el maíz ya son transgénicos y quieren hacer lo mismo con el trigo y el arroz.


XL. Entiendo, además, que las semillas transgénicas se pueden expander sin que lo puedas evitar por el viento, los insectos... ¿Hay alguna forma de controlar esto?


G.S.
No, no la hay. Cuando en un territorio hay un diez por ciento de campo cultivado con transgénicos, ya no lo puedes detener. Una vez que sueltas algo en el medio ambiente, por definición no puedes confinarlo. No puedes poner puertas al campo. Y no son sólo los insectos. Es suficiente con que se mezclen las semillas en los silos, con la maquinaria… Por eso es muy importante no hacer farmacia en el campo. Es incontrolable.


XL. Suena pesimista...


G.S.
Pues no lo soy. Y le diré por qué. En 1996, todas las compañías nos decían a los científicos en los congresos que, hiciésemos lo que hiciésemos, en 2000 tendríamos la mitad de los campos en Europa cultivados con transgénicos. Estamos en 2009 y tenemos el 0,05 por ciento con OMG. Esto, de momento, ya lo llevan perdido.


XL. ¿Han intentado sobornarle alguna vez para que deje de criticar los transgénicos?
G.S.
¿Puedo pasar de esta pregunta?



XL. Después de lo que ha dicho, yo creo que no.


G.S.
Digamos que me iría mejor si respaldase los transgénicos, pero no podría dormir tranquilo. Cuando digo lo que digo, recibo llamadas de mi universidad o del Gobierno que me recuerdan lo que ya sé; que si quiero ir a los congresos y tener fondos para investigar, es mejor trabajar con la industria. Así que siempre hay presiones. Pero no quiero dar la impresión equivocada. No estoy en contra de la ingeniería genética. Se pueden hacer grandes cosas con ella. La mayoría de los científicos piensa en desarrollo, no en negocio. Pero me temo que lo que está sucediendo con las semillas es la conclusión natural del mundo liberal: patentar la vida. Al final, todo pertenece a alguien.

17. Prólogo a LA FUERZA DE LA RAZÓN

Marzo del 2005

Julián Marías

"He dedicado gran parte de mi vida a demostrar la fuerza de la razón, tan útil para comprender la realidad. Muchas veces he recordado cómo en el siglo XIX el racionalismo (la idea reduccionista de la razón, vista ésta como razón abstracta, que renuncia a pensar la vida humana y, por tanto, sustituye la realidad por un esquema de ella) motivó un movimiento contrario: el irracionalismo. Dada esa idea vigente de la razón, el irracionalismo era justificado.

El irracionalista Unamuno, pensaba que la razón es enemiga de la vida, que la razón no es vital. Los irracionalistas abandonaron la razón como método para conocer la vida. Sin embargo “nuestra filosofía” -a la que mi amigo Ortega se refería abarcándonos a los dos- marca un punto de inflexión porque llega a una nueva idea de la razón y supera el racionalismo, pero no para caer en el irracionalismo, sino para ir más allá de ambos con la razón vital. Porque la razón es una función vital: no hay oposición entre la razón y la vida, sino que van unidas. La vida es racional; la razón, vital.

Ello resulta tan evidente que es menester dejar de calificar esta filosofía nuestra como la de la razón vital: habría que hablar de la razón sin más. Dejemos que la razón se imponga y venza por sí misma, sin calificativos, con toda su poderosa fuerza.

(...)La razón es divina como nos recuerda Lope de Vega. Dios es Logos, es razón. Y la ha depositado en nosotros, aunque a veces se debilite debido a nuestra fragilidad. No perdamos la esperanza. Mientras gracias a esa fuerza me encamino a Dios e imagino cerca, con ilusión, la vida eterna, pido a mis amables lectores –que me han acompañado benevolentes y atentos durante tanto tiempo- tengan presente el último verso del primer soneto de las Rimas sacras de Lope: “Vuelve a la patria la razón perdida”, cuando su luz vencerá mi oscuridad. Esa luz perpetua que siempre me iluminará. Nos iluminará, divina y admirablemente, a todos con su hermosísima claridad. Con su todopoderosa fuerza.

18. SAVING INDIA’S GIRLS

By Ashley K. Fernandes

Copyright (c) 2007 First Things (May 2007)

India is all the rage these days. From high fashion to high tech to the movies made in “Bollywood,” India has finally made it to the world stage. The coverage of Everything India is so ubiquitous that one is tempted to pass by India-related articles and move on to new global frontiers. Yet a recent piece in the New York Times—“Indian Gov’t to Raise Abandoned Girls,” February 18, 2007—is one that readers should note. This is not an article about the flashy new middle class in India but a story about the future of some of the world’s most vulnerable persons in an immense and overwhelming country.

The article relates that the Indian government plans—in an effort to stem the tide of sex-selective abortions—to set up a series of orphanages in regional health districts to take in and raise unwanted baby girls. While both India and the world acknowledge that sex selection is a crisis of epic proportions, one that has already seriously tipped the gender balance to favor boys, the laws to ban the practice in India have so far been ineffective.

Girls in India have, for many hundreds of years, been seen as a severe economic burden on families who must provide a dowry for the girl at the time of marriage. In addition, there is a certain elevated social status afforded to having a boy (particularly in the thousands of villages of India) that reveals the low value placed on females in many parts of the country. These are not attitudes that are so easily whisked away with mere statutes. And, even where laws exist, the will to enforce them has been lacking. The Times reports that only one physician has ever been convicted under the national laws banning sex-selective abortion, which were passed in 1994.

India’s orphanage plan is called the cradle scheme. According to Renuka Chowdhury, the minister of state for women and child development, it has already been funded in the coming national budget. Precise figures on cost and a time frame for set-up are lacking; nevertheless, it is a beautiful example of how—in a world that prizes stark efficiency, the supremacy of personal autonomy, and the purported “rationality of utilitarianism”—a country of a billion people can take a collective stand to protect the most vulnerable in its midst. India is by no means perfect; Chowdhury herself, obsessed with population control, once sought to ban women and men with more than two children from contesting Parliamentary and state elections. There are many more in India who see abortion as a solution to the country’s stifling population problem. But it nonetheless seems a significant step in the right direction.

The article quoted Chowdhury: “What we are saying to the people is have your children, don’t kill them. And if you don’t want a girl child, leave her to us.” When asked if setting up such a system of orphanages might encourage even more abandonment of baby girls, the minister replied: “It doesn’t matter. It is better than killing them.”

Although even pro-abortion academics and politicians in the United States would likely condemn sex-selective abortion as morally impermissible (although it is hard to see on what grounds, if abortion is a fundamental right), skeptics and cynics will still say that the cradle scheme is too ambitious, too optimistic, and too inefficient. Who will pay for all these children? Should a developing country waste its resources on babies who are unwanted anyway? What will be the social impact of hundreds of thousands of girls brought up by the state?

India has its simple answer: We don’t know. We don’t know for how long and how much we will be able to pay for this program (but we are committed to trying); we don’t know the impact of spending resources on unwanted babies (but we know it is not a waste); we don’t know the social implications of girls growing up under the care of Mother India (but it is better than killing them). India’s plan is a model of inefficiency—and simultaneously a valiant stand for the value of human life. As a person of Indian origin, I know full well that we Indians love to joke about our ethnic inefficiencies: how we must bargain for everything, how cows slow down traffic in Mumbai, how taxicabs take you everywhere else first before taking you where you need to go. But the cradle scheme is an inefficiency in which we—and all humanity—can rejoice. It is an inefficiency for justice, an inefficiency for the sake of another.

We have in the cradle scheme more proof that moral relativism is as impotent as we suspected it was. India, after all, is a Hindu country whose fabric incorporates Judeo-Christian principles but is not dominated by them. While it is true that Indian culture has permitted and encouraged sex selection (by devaluing girls and strapping poor families with the intolerable burden of the dowry system), it is also true that Hindus, Muslims, Christians, and others within the government are actively working to correct this atrocity. Even a country as diverse as India can arrive at a conclusion that is true: A baby girl’s life is just as valuable as a baby boy’s. “The Gospel of Life is not for believers alone: It is for everyone. The issue of life and its defense and promotion is not a concern of Christians alone,” wrote John Paul II in Evangelium Vitae. India, in spite of her diversity, has reached this same end because truth is the common end of human reason.

Moreover, India’s plan to protect her baby girls demonstrates the moral power of a representative democracy. In an authentic democracy, where the person forms the fundamental precious substance of community, the possibility exists to protect a newborn girl for her own sake—even at the cost of the temporal goods of society. Her totalitarian neighbor to the north—the behemoth that is China—is a classic contrast. In China, where the boy-to-girl ratio is even worse than in India, the insatiable drive for forced population control and the elevated social status of males have combined to provide a deadly social backdrop for an unborn child audacious enough to be a female.

Of course, even in democracies the truth of the transcendence of the person—over and above the community of which she is a part—is being eroded. Those of us in the West who admire the symbolism and sacrifice to which India will commit herself with regional orphanages must ask ourselves what justifies such a stand. Would such a radical idea as the cradle scheme be possible with a political system that was not rooted in the metaphysical reality of the sanctity of human life? The transparency of democracy—often taken for granted and yet so critical to our way of life—allows India to admit to the horrifying problem of sex selection and demand a just solution with accountability not only to her own people but to the world. Are we willing to fight the intellectual war of ideas for the core of an authentic democracy—the inviolability of the human person?

There is yet another lesson to be learned from India: Efficiency, tidiness, economic savings, and the other components of the utilitarian calculus are worthless if they dare to sacrifice the human person for the good of the many. In May 2000, India joined her rival China as a country with one billion persons. The news was announced with both fanfare and trepidation, with an official one-billionth designee—a girl. Her name was Astha (Hindi for faith). Despite its overpopulation problem, India has resisted, with optimism and ingenuity, the coercive policies of her communist neighbor; the cradle scheme reminds the people of India and those of the West that a solution to social problems does not have to begin with death. Whenever a society, despite its many imperfections, makes a public commitment to protect the vulnerable, it comes ever closer to its true purpose—to become a community of persons.

Time will tell if India’s new social and ethical commitment to newborn baby girls comes to fruition. We can only hope that, as India inevitably transforms into a developed country, she will inspire us with an even deeper commitment to human life infused by religion, rooted in reason, and manifested by a democratic political system.

Ashley K. Fernandes, M.D., is an assistant professor of pediatrics and community health at the Boonshoft School of Medicine at Wright State University.

19. LA PLACA DE LA DISCORDIA

Artículo de Gregorio marañón y Bertrán de lis / académico de la real escuela de san fernando/ www.elpais.com /sábado 10 enero de 2009

Lo que subyace en la polémica sobre el homenaje a la Madre Maravillas es que la condición de religioso católico aún produce en amplios sectores de la izquierda una reacción emocional de rechazo

 La polémica sobre la placa con la que la Mesa del Congreso quiso recordar que Santa Maravillas de Jesús había nacido en el lugar que hoy ocupan unas dependencias del Congreso ha sido sorprendente, tanto por su repercusión política y mediática como por el enconamiento con el que se han formulado las opiniones adversas. Aunque nunca lo he visto explicitado, parece lógico suponer que la placa se habría colocado en esas dependencias y no en el hemiciclo, y que el texto habría sido meramente conmemorativo. Esa atención pública, sin pretenderlo, le ha dado a la Madre Maravillas una notoriedad infinitamente mayor que la de cualquier homenaje.

Deberíamos reflexionar sobre las causas de que perviva este sentimiento anticlerical

 

Los verdaderos santos son ciudadanos ejemplares que conviene honrar como un espejo, EL PAÍS, en portada, informaba de que el Congreso se había soliviantado ante la posible colocación de la placa; en un editorial se la calificaba de ignominia; una columnista, que atribuía equivocadamente a la santa una frase de san Juan de la Cruz, calificándola de contrato sadomasoquista, añadía: "¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una patrulla de milicianos jóvenes armados y -¡mmm!- sudorosos?"; y, finalmente, en una Cuarta página, un monje consideraba la placa como esperpéntica, en un artículo plagado de inexactitudes.

También en el periódico aparecieron opiniones distintas, como la de Muñoz Molina, quien en respuesta a la columna anterior escribió que "no hace falta imaginar lo que sintieron, en los meses atroces del principio de la guerra, millares de personas al caer en manos de pandillas de milicianos, armados y casi siempre jóvenes, aunque tal vez no siempre sudorosos. Azaña, Prieto, Arturo Barea... no les costó nada imaginar la tragedia de tantas personas asesinadas por esas pandillas, no siempre incontroladas, y todos ellos sabían el daño que esos crímenes estaban haciendo a la justa causa de un régimen legítimo asaltado...".

 

Rosa Montero, en su columna, manifestó su sorpresa porque "una pobre monja muerta en la ancianidad hace 30 años y que no parece haber hecho mal a nadie haya suscitado tan enconado conflicto y recibido ataques tan violentos", achacándoselo a quienes no toleran al prójimo que piensa diferente y le arrebatan su humanidad, convirtiéndolo en una cosa violable y exterminable. Finalmente, Joaquín Leguina, lleno de inteligente sensatez, al ser preguntado por esta polémica, concluyó que "es una persona relevante que ha sido elevada a los altares, ¿por qué tenemos que discutir esta cuestión? Que se ponga la placa y ya está".

 

Intentemos aproximarnos a la persona que ha sido el involuntario sujeto de esta placa de la discordia para recuperar su figura humana. Santa Maravillas de Jesús nació en el siglo XIX en una de las familias más cultas e influyentes de la España de su tiempo. Profundamente inteligente, excepcionalmente culta y de una inagotable bondad, a los 27 años decidió ingresar en un convento de clausura para vivir en plenitud su vocación religiosa, siguiendo con fidelidad los pasos de santa Teresa.

 

Renunció a una importante posición social para pasar el resto de su existencia manteniéndose sólo con el trabajo de sus manos, sin más bienes materiales que los escasísimos que pertenecían a su comunidad conventual. Desde la más absoluta pobreza, su vida entera estará inspirada por un amor solidario hacia sus semejantes y hacia su Dios. Se dedicó enteramente a la meditación, que es pensamiento, oración y contemplación, aunque también, con una asombrosa eficacia para sus pocos medios y su voluntario retiro, fundó 13 conventos; hizo construir una barriada de casas prefabricadas para quienes carecían de vivienda; promovió colegios en una España que tenía una tasa de analfabetismo superior al 50%; creó una clínica para las religiosas que carecían de toda asistencia social y llevo a cabo muchas otras obras humanitarias. Su comunidad, que se rige por una secular regla democrática, la eligió priora durante los últimos 48 años de su vida.

 

Desde esta perspectiva, cabe preguntarse: ¿qué puede decirnos la espiritualidad mística en una cultura tecnológica y secularizada?, ¿qué sentido tiene la pobreza voluntaria en la sociedad de consumo?, ¿acaso el amor como vocación, la dignidad del trabajo manual, la pobreza elegida para compartir con los demás la totalidad de los bienes, la libertad de no necesitar nada porque nada se tiene ni se desea, y el ejercicio de la meditación, no son rasgos positivos de la condición humana? En su vivencia religiosa descubrimos una llama de verdadero humanismo, que viene de muy lejos, y que puede proyectar su luz y su calor sobre muchos trechos de nuestra propia existencia. El prestigioso cardiólogo Vega Díaz, que la atendió en las últimas décadas de su vida, siendo agnóstico reconocía que al conocerla sintió una "impresión anonadante" y que, desde entonces, "su espiritualidad ocupó todas las honduras de mi conciencia".

 

Los escritos de la religiosa impresionan a cualquier lector sensible, sea o no creyente. Siguiendo los pasos de la noche oscura de san Juan de la Cruz, padeció durante toda su vida "el abandono y el dolor de la ausencia de Dios, la soledad más radical, las dudas sobre todo". Pero junto a la desolación de estas vivencias, la Madre Maravillas conoció otras, gozosas e inefables, en forma de experiencias "cumbre", como las califica Maslow, sobre la presencia de Dios.

 

La cuestión no ha sido, obviamente, la personalidad de esta santa que a nadie ha interesado y cuya biografía el editorialista de EL PAÍS resumía como la de una religiosa perseguida en la Guerra Civil, cuando su vivencia del terror desatado en la retaguardia de Madrid fue privilegiada, al haberse refugiado con su comunidad en un piso donde algunos milicianos la protegieron. Lo que subyace en el trasfondo de esta polémica es el hecho incuestionable de que la condición de religioso católico aún produce en sectores de la izquierda española una reacción emocional de rechazo, impropia, por su intolerancia, de una sociedad moderna y laica.

 

Conviene recordar la intervención de Óscar Alzaga en el Congreso de los Diputados, en la etapa constituyente, cuando se debatía la aconfesionalidad del Estado: "No vamos a defender, ni aquí ni en ningún momento, la confesionalidad del Estado ni pedir derechos para los católicos que no correspondan a los restantes españoles, es más, hacemos en este acto constituyente solemne expresión de que abjuramos de prejuicios históricos que en ocasiones han sostenido los católicos en España. Ahora bien, esperamos la misma modernidad de enfoque por la otra parte. Es decir, también en el juego de las dos Españas, en ese grave juego dialéctico que intentamos superar definitivamente, hay responsabilidades históricas, serias y graves para las fuerzas políticas de tradición más laica".

 

Católicos y no católicos deberíamos reflexionar sobre las causas de que perviva entre nosotros este sentimiento anticlerical. La Iglesia podría preguntarse por lo que está significando la pérdida del espíritu que encarnó el cardenal Tarancón, que en la transición democrática tanto la legitimó social y políticamente, y si su adaptación a la nueva realidad española, pluralista y aconfesional, está siendo o no adecuada Los anticlericales podrían cuestionarse si su actitud responde a ese "espíritu de reconciliación y concordia, y de respeto al pluralismo y a la defensa pacífica de todas las ideas" que preconiza la llamada Ley de Memoria Histórica, que menciona expresamente a quienes padecieron agravios por sus creencias religiosas, y pensar sobre el hecho de que la mayoría de la sociedad española no participe de su beligerancia.

 

En todo caso, sin tener presente este fenómeno resulta incomprensible que una placa para recordar el lugar del nacimiento de una mujer religiosa, que sólo ha hecho el bien en su vida y cuenta con un excepcional reconocimiento universal, soliviante a nuestros diputados y lleve a este periódico a calificarla de ignominia. Lo mismo escribiría si se tratase de un ilustre místico sufí o un prestigioso monje budista, porque entre nosotros nadie debe ser discriminado por su condición religiosa. Los verdaderos santos, los que han vivido haciendo el bien, católicos o de cualquier otra religión, creyentes o agnósticos, son ciudadanos ejemplares que conviene honrar y que a todos pertenecen.

 

Causa sonrojo la inanidad intelectual de los argumentos opuestos ante la placa, incompatibles con la Constitución y el carácter pluralista de nuestra sociedad. No seamos el único país democrático occidental donde el arzobispo Romero, asesinado por la extrema derecha salvadoreña, la madre Teresa de Calcuta o el pastor protestante Martin Luther King, de haber nacido en un edificio público, por ser religiosos, no podrían contar con una discreta placa que los recordase. Me temo que quienes han terciado con tal enconamiento en esta polémica han defendido posiciones que recuerdan a algunas de las páginas más tristes de nuestro reciente pasado histórico.

 

20. CARTA DE UN AGNÓSTICO A SU HIJO SOBRE LA RELIGIÓN

Jean Jaurés

Querido hijo:

Me pides un justificativo que te exima de cursar la religión, un poco por tener la gloria de proceder de distinta manera que la mayor parte de tus condiscípulos, y temo que también un poco para parecer digno hijo de un hombre que no tiene convicciones religiosas. Este justificativo, querido hijo, no te lo envío ni te lo enviaré jamás.

No es porque desee que seas clerical, a pesar de que no hay en esto ningún peligro, ni lo hay tampoco en que profeses las creencias que te expondrá el profesor. Cuando tengas la edad suficiente para juzgar, serás completamente libre; pero, tengo empeño decidido en que tu instrucción y tu educación sean completas, y no lo serían sin un estudio serio de la religión.

Te parecerá extraño este lenguaje después de haber oído tan bellas declaraciones sobre la libertad religiosa pero, ¿cómo sería completa tu instrucción sin un conocimiento suficiente de las cuestiones religiosas sobre las cuales todo el mundo discute? ¿Quisieras tú, por ignorancia voluntaria, no poder decir una palabra sobre estos asuntos sin exponerte a soltar un disparate?.

Dejemos a un lado la política y las discusiones, y veamos lo que se refiere a los conocimientos indispensables que debe tener un hombre de cierta posición. Estudias mitología para comprender la historia y la civilización de los griegos y de los romanos, y ¿qué comprenderías de la historia de Europa y del mundo entero después de Jesucristo, sin conocer la religión, que cambió la faz del mundo y produjo una nueva civilización?.

En el arte, ¿qué serán para ti las obras maestras de la Edad Media y de los tiempos modernos, si no conoces el motivo que las ha inspirado y las ideas religiosas que ellas contienen?. En las letras, ¿puedes dejar de conocer no sólo a Bossuet, Fenelón, Lacordaire, De Maistre, Veuillot y tantos otros que se ocuparon exclusivamente en cuestiones religiosas, sino también a Corneille, Racine, Hugo, en una palabra a todos estos grandes maestros que debieron al cristianismo sus más bellas inspiraciones?.

Si se trata de derecho, de filosofía o de moral, ¿puedes ignorar la expresión más clara del Derecho Natural, la filosofía más extendida, la moral más sabia y más universal?—éste es el pensamiento de Juan Jacobo Rousseau.

Hasta en las ciencias naturales y matemáticas encontrarás la religión: Pascal y Newton eran cristianos fervientes; Ampère era piadoso; Pasteur probaba la existencia de Dios y decía haber recobrado por la ciencia la fe de un bretón; Flammarion se entrega a fantasías teológicas. ¿Querrás tú condenarte a saltar páginas en todas tus lecturas y en todos tus estudios?

Hay que confesarlo: la religión está íntimamente unida a todas las manifestaciones de la inteligencia humana; está en la base de la civilización, y es ponerse fuera del mundo intelectual y condenarse a una manifiesta inferioridad el no querer conocer una ciencia que han estudiado y que poseen en nuestros días tantas inteligencias preclaras.

Ya que hablo de educación: para ser un joven bien educado, ¿es preciso conocer y practicar las leyes de la Iglesia? Sólo te diré lo siguiente: nada hay que reprochar a los que las practican fielmente, y con mucha frecuencia hay que llorar por los que no las toman en cuenta. No fijándome sino en la cortesía, hay que convenir en la necesidad de conocer las convicciones y los sentimientos de las personas religiosas. Si no estamos obligados a imitarlas, debemos, por lo menos, comprenderlas, para poder guardarles el respeto, las consideraciones y la tolerancia que les son debidas. Nadie será jamás delicado, fino, ni siquiera presentable sin nociones religiosas.

Querido hijo: convéncete de lo que te digo: muchos tienen interés en que los demás desconozcan la religión, pero todo el mundo desea conocerla. En cuanto a la libertad de conciencia y otras cosas análogas, eso es vana palabrería que rechazan de consuno los hechos y el sentido común. Muchos anti-católicos conocen por lo menos medianamente la religión; otros han recibido educación religiosa; su conducta prueba que han conservado toda su libertad.

Además, no es preciso ser un genio para comprender que sólo son verdaderamente libres de no ser cristianos los que tienen facultad para serlo, pues, en caso contrario, la ignorancia les obliga a la irreligión. La cosa es muy clara: la libertad, exige la facultad de poder obrar en sentido contrario.

Te sorprenderá esta carta, pero precisa, hijo mío, que un padre diga siempre la verdad a su hijo. Ningún compromiso podría excusarme de esa obligación”.

Fuente: http://www.solidaridad.net/vernoticia.asp?noticia=1582

21. CERTERO UNAMUNO

Parecen escritas hoy estas palabras de Unamuno en “Sobre el marasmo actual de España” (1911). En estos días previos a la Jornada Mundial de la Juventud, que supondrá una vacuna contra el abandono fatalista al que nos quiere arrastrar cierto credo conservador, merece la pena volver a soñar con la revolución, que si se ha dado ayer, también se puede dar mañana:
“Resalta y se revela más la penuria de libertad interior junto a la gran libertad exterior de que creemos disfrutar porque nadie nos la niega. Extiéndese y se dilata por toda nuestra actual sociedad española una enorme monotonía, que se resuelve en atonía, la uniformidad mate de una losa de plomo de ingente ramplonería”.
“He aquí una palabra terrible: no hay juventud. Habrá jóvenes pero juventud falta. Y es que la Inquisición latente y el senil formalismo la tienen comprimida”
“Los jóvenes mismos envejecen, o más bien se avejentan enseguida, se formalizan, se acamellan, encasillan y cuadriculan, volviéndose correctos como un corcho”.
“Sobre esta miseria espiritual se extiende el pólipo político y en esta anemia se congestionan los centros más o menos parlamentarios”.
“Es una desolación, en España el pueblo es masa electoral y contribuible. Como no se le ama, no se le estudia, y como no se le estudia, no se le conoce para amarle.”
“¡Ojalá una verdadera juventud, animosa y libre, rompiendo la malla que nos ahoga y la monotonía uniforme en que estamos alineados se vuelva con amor a estudiar el pueblo que nos sustenta a todos!”

 

22. CITA DE BLANCA GARCÍA

Blanca García-Valdecasas, "Por donde sale el sol"

"Un niño pequeño, ¿no era el mundo empezando, otra vez y siempre? Lujo
de la creación, tan indefensito y a la vez con la seguridad de que las
personas a su alrededor son todas buenas, que todo se lo dan. La
mirada de un niño nadie puede pintarla, el brillo de los inmortales.
Ningún niño ha pensado en su muerte, por eso, tal vez, en su
debilidad, tienen toda la fuerza".

23. LA CUESTIÓN DEL ABORTO

ABC. JULIÁN MARÍAS (reproducido por su actualidad del que en su día publicamos en este periódico)

La espinosa cuestión del aborto voluntario se puede plantear de maneras muy diversas. Entre los que consideren la inconveniencia o ilicitud del aborto, el planteamiento más frecuente es el religioso. Pero se suele responder que no se puede imponer a una sociedad entera una moral «particular». Hay otro planteamiento que pretende tener validez universal, y es el científico. Las razones biológicas, concretamente genéticas, se consideran demostrables, concluyentes para cualquiera. Pero sus pruebas no son accesibles a la inmensa mayoría de los hombres y mujeres, que las admiten «por fe»; se entiende, por fe en la ciencia.

Creo que hace falta un planteamiento elemental, accesible a cualquiera, independiente de conocimientos científicos o teológicos, que pocos poseen, de una cuestión tan importante, que afecta a millones de personas y a la posibilidad de vida de millones de niños que nacerán o dejarán de nacer.

Esta visión ha de fundarse en la distinción entre «cosa» y «persona», tal como aparece en el uso de la lengua. Todo el mundo distingue, sin la menor posibilidad de confusión, entre «qué» y «quién», «algo» y «alguien», «nada» y «nadie». Si se oye un gran ruido extraño, me alarmaré y preguntaré: «qué pasa?» o ¿qué es eso?». Pero si oigo unos nudillos que llaman a la puerta, nunca preguntarás «¿qué es», sino «¿quién es?».

Se preguntará qué tiene esto que ver con el aborto. Lo que aquí me interesa es ver en qué consiste, cuál es su realidad. El nacimiento de un niño es una radical «innovación de la realidad»: la aparición de una realidad «nueva». Se dirá que se deriva o viene de sus padres. Sí, de sus padres, de sus abuelos y de todos sus antepasados; y también del oxígeno, el nitrógeno, el hidrógeno, el carbono, el calcio, el fósforo y todos los demás elementos que intervienen en la composición de su organismo. El cuerpo, lo psíquico, hasta el carácter, viene de ahí y no es rigurosamente nuevo.

Diremos que «lo que» el hijo es se deriva de todo eso que he enumerado, es «reductible» a ello. Es una «cosa», ciertamente animada y no inerte, en muchos sentidos «única», pero al fin una cosa. Su destrucción es irreparable, como cuando se rompe una pieza que es ejemplar único. Pero todavía no es esto lo importante.

«Lo que» es el hijo puede reducirse a sus padres y al mundo; pero «el hijo» no es «lo que» es. Es «alguien». No un «qué», sino un «quién», a quien se dice «tú», que dirá en su momento «yo». Y es «irreductible a todo y a todos», desde los elementos químicos hasta sus padres, y a Dios mismo, si pensamos en él. Al decir «yo» se enfrenta con todo el universo. Es un «tercero» absolutamente nuevo, que se añade al padre y a la madre.

Cuando se dice que el feto es «parte» del cuerpo de la madre se dice una insigne falsedad porque no es parte: está «alojado» en ella, implantado en ella (en ella y no meramente en su cuerpo). Una mujer dirá: «estoy embarazada», nunca «mi cuerpo está embarazado». Es un asunto personal por parte de la madre. Una mujer dice: «voy a a tener un niño»; no dice «tengo un tumor».

El niño no nacido aún es una realidad «viniente», que llegará si no lo paramos, si no lo matamos en el camino. Y si se dice que el feto no es un quién porque no tiene una vida personal, habría que decir lo mismo del niño ya nacido durante muchos meses (y del hombre durante el sueño profundo, la anestesia, la arteroesclerosis avanzada, la extrema senilidad, el coma).

A veces se usa una expresión de refinada hipocresía para denominar el aborto provocado: se dice que es la «interrupción del embarazo». Los partidarios de la pena de muerte tienen resueltas sus dificultades. La horca o el garrote pueden llamarse «interrupción de la respiración», y con un par de minutos basta. Cuando se provoca el aborto o se ahorca, se mata a alguien. Y es una hipocresía más considerar que hay diferencia según en qué lugar del camino se encuentre el niño que viene, a qué distancia de semanas o meses del nacimiento va a ser sorprendido por la muerte.

Con frecuencia se afirma la licitud del aborto cuando se juzga que probablemente el que va a nacer (el que iba a nacer) sería anormal física y psíquicamente. Pero esto implica que el que es anormal «no debe vivir», ya que esa condición no es probable, sino segura. Y habría que extender la misma norma al que llega a ser anormal por accidente, enfermedad o vejez. Y si se tiene esa convicción, hay que mantenerla con todas sus consecuencias; otra cosa es actuar como Hamlet en el drama de Shakespeare, que hiere a Polonio con su espada cuando está oculto detrás de la cortina. Hay quienes no se atreven a herir al niño más que cuando está oculto -se pensaría que protegido- en el seno materno.

Y es curioso cómo se prescinde enteramente del padre. Se atribuye la decisión exclusiva a la madre (más adecuado sería hablar de la «hembra embarazada»), sin que el padre tenga nada que decir sobre si se debe matar o no a su hijo. Esto, por supuesto, no se dice, se pasa por alto. Se habla de la «mujer objeto» y ahora se piensa en el «niño tumor», que se puede extirpar como un crecimiento enojoso. Se trata de destruir el carácter personal de lo humano. Por ello se habla del derecho a disponer del propio cuerpo. Pero, aparte de que el niño no es parte del cuerpo de su madre, sino «alguien corporal implantado en la realidad corporal de su madre», ese supuesto derecho no existe. A nadie se le permite la mutilación; los demás, y a última hora el poder público, lo impiden. Y si me quiero tirar desde una ventana, acuden la policía y los bomberos y por la fuerza me lo impiden.

El núcleo de la cuestión es la negación del carácter personal del hombre. Por eso se olvida la paternidad y se reduce la maternidad a soportar un crecimiento intruso, que se puede eliminar. Se descarta todo uso del «quién», de los pronombres tú y yo. Tan pronto como aparecen, toda la construcción elevada para justificar el aborto se desploma como una monstruosidad.

¿No se tratará de esto precisamente? ¿No estará en curso un proceso de «despersonalización», es decir, de «deshominización» del hombre y de la mujer, las dos formas irreductibles, mutuamente necesarias, en que se realiza la vida humana? Si las relaciones de maternidad y paternidad quedan abolidas, si la relación entre los padres queda reducida a una mera función biológica sin perduración más allá del acto de generación, sin ninguna significación personal entre las tres personas implicadas, ¿qué queda de humano en todo ello? Y si esto se impone y generaliza, si a finales del siglo XX la Humanidad vive de acuerdo con esos principios, ¿no habrá comprometido, quién sabe hasta cuándo, esa misma condición humana? Por esto me parece que la aceptación social del aborto es, sin excepción, lo más grave que ha acontecido en este siglo que se va acercando a su final. 

27. ABORTO LIBRE Y PROGRESISMO

POR MIGUEL DELIBES (reproducido por su actualidad del que en su día publicamos en este periódico)

20-12-2007 08:32:38

En estos días en que tan frecuentes son las manifestaciones en favor del aborto libre, me ha llamado la atención un grito que, como una exigencia natural, coreaban las manifestantes: «Nosotras parimos, nosotras decidimos». En principio, la reclamación parece incontestable y así lo sería si lo parido fuese algo inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a su vez, objetar dicha exigencia, esto es, parte interesada, hoy muda, de tan importante decisión. La defensa de la vida suele basarse en todas partes en razones éticas, generalmente de moral religiosa, y lo que se discute en principio es si el feto es o no es un ser portador de derechos y deberes desde el instante de la concepción. Yo creo que esto puede llevarnos a argumentaciones bizantinas a favor y en contra, pero una cosa está clara: el óvulo fecundado es algo vivo, un proyecto de ser, con un código genético propio que con toda probabilidad llegará a serlo del todo si los que ya disponemos de razón no truncamos artificialmente el proceso de viabilidad. De aquí se deduce que el aborto no es matar (parece muy fuerte eso de calificar al abortista de asesino), sino interrumpir vida; no es lo mismo suprimir a una persona hecha y derecha que impedir que un embrión consume su desarrollo por las razones que sea. Lo importante, en este dilema, es que el feto aún carece de voz, pero, como proyecto de persona que es, parece natural que alguien tome su defensa, puesto que es la parte débil del litigio.

La socióloga americana Priscilla Conn, en un interesante ensayo, considera el aborto como un conflicto entre dos valores: santidad y libertad, pero tal vez no sea éste el punto de partida adecuado para plantear el problema. El término santidad parece incluir un componente religioso en la cuestión, pero desde el momento en que no se legisla únicamente para creyentes, convendría buscar otros argumentos ajenos a la noción de pecado. En lo concerniente a la libertad habrá que preguntarse en qué momento hay que reconocer al feto tal derecho y resolver entonces en nombre de qué libertad se le puede negar a un embrión la libertad de nacer. Las partidarias del aborto sin limitaciones piden en todo el mundo libertad para su cuerpo. Eso está muy bien y es de razón siempre que en su uso no haya perjuicio de tercero. Esa misma libertad es la que podría exigir el embrión si dispusiera de voz, aunque en un plano más modesto: la libertad de tener un cuerpo para poder disponer mañana de él con la misma libertad que hoy reclaman sus presuntas y reacias madres. Seguramente el derecho a tener un cuerpo debería ser el que encabezara el más elemental código de derechos humanos, en el que también se incluiría el derecho a disponer de él, pero, naturalmente, subordinándole al otro.

Y el caso es que el abortismo ha venido a incluirse entre los postulados de la moderna «progresía». En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para estos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado, posición que, como suele decirse, deja a mucha gente, socialmente avanzada, con el culo al aire. Antaño, el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Años después, el progresista añadió a este credo la defensa de la Naturaleza. Para el progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño frente al adulto, el negro frente al blanco. Había que tomar partido por ellos. Para el progresista eran recusables la guerra, la energía nuclear, la pena de muerte, cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la carrera de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo. El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante. Pero surgió el problema del aborto, del aborto en cadena, libre, y con él la polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto, y políticamente era irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían inmutables: la protección del débil y la no violencia. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada. Los demás fetos callarían, no podían hacer manifestaciones callejeras, no podían protestar, eran aún más débiles que los más débiles cuyos derechos protegía el progresismo; nadie podía recurrir. Y ante un fenómeno semejante, algunos progresistas se dijeron: esto va contra mi ideología. Si el progresismo no es defender la vida, la más pequeña y menesterosa, contra la agresión social, y precisamente en la era de los anticonceptivos, ¿qué pinto yo aquí? Porque para estos progresistas que aún defienden a los indefensos y rechazan cualquier forma de violencia, esto es, siguen acatando los viejos principios, la náusea se produce igualmente ante una explosión atómica, una cámara de gas o un quirófano esterilizado.

33. Entremés EL JUEZ DE LOS DIVORCIOS. Canto final MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

Entre casados de honor

cuando hay pleito descubierto

más vale el peor concierto

que no el divorcio mejor

 

Donde no ciega el engaño

simple, en que algunos están

las riñas de por San Juan

son paz para todo el año

 

Resucita allí el honor,

y el gusto, que estaba muerto,

donde vale el peor concierto

más que el divorcio mejor

 

Aunque la rabia de celos

es tan fuerte y rigurosa

si lo pide una hermosa,

no son celos sino cielos

 

Tiene esta opinión amor

que es el sabio más experto:

que vale el peor concierto

más que el divorcio mejor

 

34. Entremés EL VIEJO CELOSO. Canto final MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

El agua de por San Juan

quita vino y no da pan

Las riñas de por San Juan

todo el año paz nos dan

 

Llover el trigo en las eras

las viñas estando en cierne

No hay labrador que gobierne

bien sus cubas y paneras

Mas las riñas más de veras

si suceden en San Juan

todo el año paz nos dan

 

Por la canícula ardiente

está la cólera a punto

pero, pasando aquel punto,

menos activa se siente

Y así, el que dice no miente,

que las riñas por San Juan

todo el año paz nos dan

 

Las riñas de los casados

como aquesta siempre sean

para que después se vean

sin pensar regozijados

Sol que sale tras nublados

es contento tras afán

Las riñas de por San Juan

todo el año paz nos dan.

 

35. DISCURSO AL «MOVIMIENTO PER LA VITA» ITALIANO AL CUMPLIRSE SU 25 ANIVERSARIO POR JUAN PABLO II EL MAGNO EN EL AÑO 2003

 "Al recibir el Premio Nobel de la Paz en 1979, la Madre Teresa de Calcuta tuvo el valor de afirmar ante los responsables de las comunidades políticas: "Si aceptamos que una madre pueda suprimir al fruto de su seno, ¿qué nos queda? El aborto es el principio que pone en peligro la paz en el mundo".¡Es verdad! No puede haber auténtica paz sin respeto de la vida, especialmente si es inocente e indefensa, como es la de los niños que todavía no han nacido. Una coherencia elemental exige que quien busca la paz defienda la vida."

36. EL SUEÑO

Fray Fernando Rodríguez, O.F.M.

Aún no llego a comprender cómo ocurrió, si fue real o un sueño. Solo recuerdo que ya era tarde y estaba en mi sofá preferido con un buen libro en  la mano. El cansancio me fue venciendo y empecé a cabecear...

En algún lugar entre la semi-inconsciencia y los sueños, me encontré en aquel inmenso salón. No tenía nada en especial salvo una pared llena de tarjeteros, como los que tienen las grandes bibliotecas. Los ficheros iban del suelo al techo y parecía interminable en ambas direcciones. Tenían diferentes rótulos. Al acercarme, me llamó la atención un cajón titulado:"Muchachas que me han gustado". Lo abrí descuidadamente y empecé a pasar las fichas. Tuve que detenerme por el impresión y el susto: había reconocido el nombre de cada una de ellas: ¡se trataba de las muchachas que a MÍ me habían gustado!

Sin que nadie me lo dijera, empecé a sospechar dónde me encontraba. Este inmenso salón, con sus interminables ficheros, era un crudo catálogo de toda mi existencia. Estaban escritas las acciones de cada momento de mi vida, pequeños y grandes detalles, momentos que mi memoria había ya olvidado. Un sentimiento de expectación y curiosidad, acompañado de intriga, empezó a recorrerme mientras abría los ficheros al azar para explorar su contenido.
Algunos me trajeron alegría y momentos dulces; otros, por el contrario, un sentimiento de vergüenza y culpa tan intensos que tuve que volverme para ver si alguien me observaba.  El archivo "Amigos" estaba al lado de "Amigos que traicioné" y "Amigos que abandoné cuando más me necesitaban".  Los títulos iban de lo mundano a lo ridículo. "Libros que he leído", "Mentiras que he dicho", "Consuelo que he dado", "Chistes que conté",  otros títulos eran: "Asuntos por los que he peleado con mis hermanos", "Cosas hechas cuando estaba molesto","Murmuraciones cuando mamá me reprendía de niño", "Videos que he visto"... 

No dejaban de sorprenderme de los títulos. En algunos ficheros habían muchas mas tarjetas de las que esperaba y otras veces menos de lo que yo pensaba.  Estaba atónito del volumen de información de mi vida que había allí acumulado. ¿Sería posible que yo hubiera tenido el tiempo de  escribir cada una de esas millones de tarjetas? Pero cada tarjeta confirmaba la verdad. Cada una escrita con mi letra, cada una llevaba mi firma. Cuando vi el archivo "Canciones que he escuchado" quedé atónito al descubrir que tenía más de tres bloques de casas de profundidad y, ni aun así, vi su fin. Me sentí avergonzado, no por la calidad de la música, sino por la gran cantidad de tiempo que demostraba haber perdido. Cuando llegué al archivo: "Pensamientos lujuriosos" un escalofrío recorrió mi cuerpo. Solo abrí el cajón unos centímetros. Me avergonzaría conocer su tamaño. Saqué una ficha al azar y me conmoví por su contenido.  Me sentí asqueado al constatar que "ese" momento, escondido en la oscuridad, había quedado registrado... No necesitaba ver más... Un instinto animal afloró en mí. Un pensamiento dominaba mi mente: Nadie debe de ver estas tarjetas jamás. Nadie debe entrar jamás a este salón. Tengo que destruirlo! En un frenesí insano arranqué un cajón, tenía que vaciar y quemar su contenido.

Pero descubrí que no podía siquiera desglosar una sola ficha del cajón. Me desesperé y trate de tirar con mas fuerza, sólo para descubrir que eran mas duras que el acero cuando intentaba arrancarlas. Vencido y completamente indefenso, devolví el cajón a su lugar. Apoyé mi cabeza en el interminable archivo, testigo invencible de mis miserias, y empecé a llorar. En eso, el título de un cajón pareció aliviar en algo mi situación: "Personas a las que les he anunciado el Evangelio". El asa brillaba, al abrirlo encontré menos de 10 tarjetas. Las lagrimas volvieron a brotar de mis ojos. Lloraba tan profundo que no podía respirar. Caí de rodillas al suelo llorando amargamente de vergüenza. De nuevo pensamiento cruzaba mi mente: nadie deberá entrar a este salón, necesito encontrar la llave y cerrarlo para siempre. 

Y mientras me limpiaba las lágrimas, lo vi. ¡Oh no! ¡por favor no!  ¡Él no! ¡cualquiera menos Jesús!  Impotente vi como Jesús abría los cajones y leía cada una de mis fichas. No soportaría ver su reacción. En ese momento no deseaba encontrarme con su mirada. Intuitivamente Jesús se acercó a los peores archivos. ¿Por qué tiene que leerlos todos? Con tristeza en sus ojos, buscó mi mirada y yo bajé la cabeza con vergüenza, me llevé las manos al rostro y empecé a llorar de nuevo. Él, se acercó, puso sus manos en mis hombros. Pudo haber dicho muchas cosas. Pero Él no dijo una sola palabra. Allí estaba junto a mí, en silencio. Era el día en que Jesús guardó silencio... y lloró conmigo. Volvió a los archivadores y, desde un lado del salón, empezó a abrirlos,uno por uno, y en cada tarjeta firmaba su nombre sobre el mío.
¡No! le grité corriendo hacia Él. Lo único que atiné a decir fue solo ¡no! ¡no! ¡no! cuando le arrebaté la ficha de su mano. Su nombre no tenía por qué estar en esas fichas.  No eran sus culpas, ¡eran las mías! Pero allí estaban,escritas en un rojo vivo. Su nombre cubrió el mío, escrito con su propia sangre. Tomó la ficha de mi mano, me miró con una sonrisa triste y siguió firmando las tarjetas. No entiendo cómo lo hizo tan rápido. Al siguiente instante lo vi cerrar el último archivo y venir a mi lado. Me miró con ternura a los ojos y me dijo: Consumado es, todo está terminado, yo he cargado con tu vergüenza y culpa. 

En eso salimos juntos del Salón... Salón que aún permanece abierto...Porque todavía faltan más tarjetas que escribir. Aún no sé si fue un sueño, una visión, o una realidad... Pero, de lo que sí estoy convencido, es que la próxima vez que Jesús vuelva a ese salón, encontrará más fichas de qué alegrarse, menos tiempo perdido y menos fichas vanas y vergonzosas.

 37. LA EÑE TAMBIÉN ES GENTE

Anónimo

La culpa es de los gnomos que nunca quisieron ser ñomos. Culpa tienen la  nieve, la niebla, los nietos, los atenienses, el unicornio. Todos evasores de la eñe.

¡Señoras, señores, compañeros, amados niños! ¡No nos dejemos arrebatar la eñe! Ya nos han birlado los signos de apertura de interrogación y admiración. Ya nos redujeron hasta el apócope. Ya nos han traducido el pochoclo. Y como éramos pocos, la abuelita informática ha parido un monstruoso # en lugar de la eñe con su gracioso peluquín, el ~.

¿Quieren decirme qué haremos con nuestros sueños? ¿Entre la fauna en peligro de extinción figuran los ñandúes y los ñacurutuces? ¿En los pagos de Añatuya como cantarán Añoranzas? ¿A qué pobre barrigón fajaremos al ñudo? ¿Qué será del Año Nuevo, el tiempo de ñaupa, aquel tapado de armiño y la ñata contra el vidrio? ¿Y cómo graficaremos la más dulce consonante de  la lengua guaraní?

"La ortografía también es gente", escribió Fernando Pessoa. Y, como la gente, sufre variadas discriminaciones. Hay signos y signos, unos blancos, altos y de ojos azules, como la W o la K. Otros, pobres morochos de Hispanoamérica, como la letrita segunda, la eñe, jamás considerada por los monóculos británicos, que está en peligro de pasar al bando de los desocupados después de rendir tantos servicios y no ser precisamente una letra ñoqui. A barrerla, a borrarla, a sustituirla, dicen los perezosos manipuladores de las maquinitas, sólo porque la ñ da un poco de trabajo.

 Pereza ideológica, hubiéramos dicho en la década del setenta. Una letra española es un defecto más de los hispanos, esa raza impura formateada y escaneada también por pereza y comodidad. Nada de hondureños, salvadoreños, caribeños, panameños, españoles. ¡Impronunciables nativos!
Sigamos siendo dueños de algo que nos pertenece, esa letra con caperuza, algo muy pequeño, pero menos ñoño de lo que parece. Algo importante,algo gente, algo alma y lengua, algo no descartable, algo propio y compartido porque así nos canta.

 No faltará quien ofrezca soluciones absurdas: escribir con nuestro inolvidable Cesar Bruto, compinche del maestro Oski. Ninios, suenios, otonio. Fantasía inexplicable que ya fue y preferimos no reanudar, salvo que la Madre Patria retroceda y vuelva a llamarse Hispania.

 La supervivencia de esta letra nos atañe, sin distinción de sexos, credos ni programas de software. Luchemos para no añadir más leña a la hoguera dónde se debate nuestro discriminado signo. Letra es sinónimo de carácter.
¡Avisémoslo al mundo entero por Internet! La eñe también es gente.

 

38. ¿QUÉ UNIVERSIDAD NECESITAMOS?

Alejandro Llano. La Gaceta. Nos hemos quedado con lo que menos se valora en Oxford, Princeton o Harvard.

El ex presidente de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, se aventuraba recientemente desde la prensa en las difíciles aguas de la universidad española. Su diagnóstico y su terapia eran tan bienintencionados como ingenuos. Partía del hecho de que nuestras escuelas superiores están anticuadas y proponía como salida la adopción de nuevas tecnologías y procedimientos pedagógicos más dinámicos. Insistía en lo que gobiernos de distintos colores vienen proponiendo desde hace años con los resultados conocidos: tenemos muy pocas universidades que merezcan simplemente el calificativo de buenas y no llevamos camino de mejorar. ¿Por qué?

 No se aprecia en casi ninguno de los gobernantes ni de los gestores una mínima claridad de ideas acerca de lo que es la universidad, de cuál es su situación actual en España y de qué habría que hacer para alcanzar el nivel que le corresponde a nuestro país. Hay demasiadas universidades, son en su mayoría intensamente endogámicas, su gobierno tiende a politizarse, las autoridades educativas centrales y autonómicas no suelen perseguir la excelencia académica, sino objetivos localistas, los docentes están mal pagados y poco motivados, gran parte de los alumnos acuden a las aulas sólo como medio para conseguir un empleo bien retribuido, la investigación se desplaza hacia empresas y organismos extrauniversitarios…
 No ha sido necesario esperar al presunto proceso de adaptación al entorno europeo para que las ideas pragmatistas de cortos vuelos invadieran los campus españoles. La burocratización obsesiva que desde hace décadas padecen las universidades públicas sofoca los mejores intentos vitalizadores de la enseñanza y la investigación. Y no vamos a mejor. La selección del profesorado se ha convertido en un trámite postal y las universidades se inclinan a elegir, entre los acreditados o habilitados, a aquellos que se han criado a la sombra de sus propios muros. No hay apenas movilidad universitaria. La media de alumnos que proceden de otras CCAA apenas alcanza el 6%. El uso forzado de lenguas  sin reciente tradición científica disuade —en algunos de los campus con mayor potencialidad— a los futuros estudiantes que hablan castellano o lo quieren aprender. La presencia de alumnos extranjeros, con muy escasas excepciones, sólo alcanza la proporción que sería de temer.

 ¿Quién valora entre nosotros los ideales culturales, científicos y formativos que florecen en las grandes universidades del mundo? Aquí no nos inspiramos en lo mejor que tienen las escuelas superiores europeas y estadounidenses: inversión intensiva en ciencias teóricas, alto nivel en lenguas clásicas, impermeabilidad para la endogamia, internacionalidad efectiva y prestigio real, no simplemente retórico. Nos hemos quedado con lo que menos se valora —o se rechaza como negativo— en Heidelberg, Oxford, Princeton, Chicago, Montpellier, Cambridge, Harvard o Múnich: enseñanzas profesionales utilitaristas, turismo científico, edificios y equipamientos costosos, multiplicación del personal técnico, investigación aplicada de interés regional…

 A mi juicio, la crisis económica —que, por motivos obvios, está siendo ya especialmente grave en España—ofrece la única coyuntura que posibilita un examen a fondo de la de-sorientación universitaria que padecemos. Porque nuestros problemas básicos no son ni económicos ni organizativos. Acontece, en cierto modo, lo contrario: que lo financiero y lo procedimental impiden ver y fomentar la sustancia misma de la vida universitaria. Lo que le sobra a la universidad española es organización y dinero mal invertido. Lo que le falta es vida y capacidad de innovación. Ahora que las administraciones públicas repercuten su déficit presupuestario sobre partidas ambiguas que se retiran de la enseñanza superior y la investigación teórica, es el momento del retorno a lo esencial: el amor apasionado al conocimiento y el afán por comunicarlo con toda libertad para sacar el país adelante. Y esto sólo podemos hacerlo los propios universitarios: profesores, estudiantes, empleados y gestores. Nadie lo hará por nosotros si nosotros seguimos sin hacerlo.

Alejandro Llano es catedrático de Metafísica.

39. JOSÉ LUIS GARCÍA GARRIDO: “EL TÍTULO UNIVERSITARIO ESPAÑOL CADA VEZ VALE MENOS”

José Luis García Garrido, catedrático en pedagogía y experto en sistemas educativos comparados, responde a las preguntas de LA GACETA.

Juan Bosco Martín-Algarra

¿Compensa estudiar una carrera universitaria en España?

Yo soy mal consejero, porque  mis hijos consiguieron becas y pudieron estudiar en el extranjero parte de su carrera. Yo creo que se impondrá ir a estudiar fuera, porque los padres se van a convencer de que el título español no vende ni siquiera aquí. Las becas extranjeras son mejores que las españolas, porque tienen más prestigio, aunque la dotación económica sea la misma. Afuera se compite, guste o no. En España ya se impone la selección.

¿Qué pueden hacer las universidades pequeñas? ¿Cerrar?

No. Deben especializarse mucho en dos o tres cosas, pero no se puede abarcar todo. Si una universidad de provincias consigue ser muy buena en una sola cosa, quizá así pueda justificar su existencia y tener prestigio internacional. El problema es que aquí hasta una universidad que no conoce ni su padre tiene que impartir de todo. Y así hemos creado 70 inutilidades. En España creemos que todos los títulos universitarios son lo mismo y eso es un error. En Europa ya no cuela. En EEUU hay muy pocas universidades excelentes en todo, pero luego hay otras muchas que son punteras en una sola cosa.

¿El Plan Bolonia nos va a hacer más competitivos?

Vamos a ver si logra hacer algo, porque los países promotores, Alemania, Italia, Francia y Gran Bretaña, están a punto de tirar la toalla. Querían competir con EEUU para revalidar el prestigio europeo, pero al incorporarse países mediocres como España o Portugal han perdido el interés. Hay un estado general de cabreo con Bolonia en todas partes. En España está poniendo en peligro muchos feudos y también eso molesta. Pero serán los mismos estudiantes los que caigan en la cuenta de que si van a estudiar cinco años, mejor hacerlo en universidades excelentes, estén donde estén, para que su título luego sea valorado por el mercado. ¿De qué te sirve tener un título de una universidad de tu pueblo si el empresario de tu pueblo va a terminar contratando a un licenciado de la Universidad de Berlín?

40. JOSÉ LUIS GARCÍA GARRIDO: “ESPAÑA OBLIGA AL LISTO A CONFUNDIRSE CON EL INEPTO”

A cualquier padre con hijos en edad escolar le gustaría contar con el consejo y la amistad de José Luis García Garrido. Además de ser un catedrático en Pedagogía y gran conocedor de los sistemas educativos del mundo, tiene tres hijos que viven en países punteros en el sector de la enseñanza: Estados Unidos, Francia y Alemania. Por tanto, García Garrido une su obligación académica a la familiar y visita constantemente estas naciones, que, junto a Italia e Inglaterra, producen profesionales mucho mejor preparados que los españoles. Recibe a LA GACETA recién llegado de una visita a un instituto de Berlín y no oculta su preocupación: “Los chicos alemanes nos ganan por goleada”.

¿Tan malos somos? ¿Por qué nos ganan?

Porque, entre otras razones, tanto Alemania como Francia o Inglaterra saben que educar es fomentar la excelencia. Aquí, sin embargo, seguimos a rajatabla corrientes pedagógicas desfasadas, más preocupadas por evitar diferencias sociales que por explotar al máximo los talentos de los hijos.

Pero España se ha acercado mucho a Europa en las últimas décadas...

Sí, pero nuestro rendimiento académico es sustancialmente peor. Las ideas que inspiran nuestro sistema educativo fueron hace tiempo aplicadas y luego, vistos los resultados, desechadas en Europa.

¿De dónde vienen esas ideas que aún siguen vigentes en España?

De Inglaterra, curiosamente. A partir de los años 60, el partido laborista inglés comenzó a defender la idea de que había que romper el exclusivismo típico de los colegios en Gran Bretaña. Inventaron el concepto de comprehensive school (escuela comprensiva o igualitaria) con el objetivo de nivelar las diferencias sociales existentes. Y lo llevaron a la práctica. Entonces, los franceses y los países nórdicos comenzaron a elaborar leyes de educación inspiradas en estas corrientes. Y lo mismo hizo, poco después, la España franquista. La ley del 70 creó una educación basada en la escuela igualitaria. Y las siguientes, más o menos, han seguido este patrón.  “La solución a la crisis pasa por la iniciativa privada. Nadie va a ayudar a los particulares si se cruzan de brazos”

¿Quiere decir que las leyes de educación actuales tienen algo de franquista?

No algo, tienen mucho. Y ese ha sido un problema, fundamentalmente, para los gobiernos socialistas posteriores. La escuela franquista fue mucho más allá en materia social que los demás países.

O sea, llegamos los últimos y luego quisimos ser más que nadie.

Exacto. Y ese fue el problema que se encontraron después los gobiernos de izquierda: para ser más socialista que Franco han tenido que hacer el pino, salirse de todas las normas europeas y de todas las corrientes. Lo que en Europa era un simple intento por nivelar las diferencias sociales aquí se convirtió en una feroz obsesión igualitaria.

¿Sigue siendo así en Europa?

En absoluto. Este sistema falló desde el principio, porque chocaba contra un principio pedagógico clave, que todos los niños son distintos entre sí. La comprehensive school, que por otra parte se basa en un principio fundamental e imprescindible, el principio de igualdad, se inclinó también mucho hacia  una especie de naturalismo ingenuo: pretender que todas las personas necesitan el mismo trato educativo. Obviamente, eso conduce a una bajada de nivel en todas partes, porque si queremos que el cojo salte una cuerda, tenemos que bajarla. Es de cajón. Entonces, a principios de los 80, el mismo país que impulsó la moda, Gran Bretaña, fue el primero en rectificar. Y otro tanto hizo Francia, los países nórdicos, etc.

¿Y España?

Esta vez nosotros hicimos justo lo contrario que Europa. En 1990, dos años después de que Inglaterra cambiara  una tendencia integradora que tan malos resultados le había dado, el gobierno socialista implantó la Logse, que era incluso más igualitarista que la ley inglesa o la propia ley franquista anterior. El resultado lo estamos viendo ahora. Los estudios que miden la calidad de nuestra enseñanza alertan de que estamos muy lejos de los países de nuestro entorno y por debajo de Corea, Singapur, algunos de Europa del Este… “No se sabe cuándo va a acabar la crisis porque nadie conoce exactamente la magnitud del problema”

Si es malo el igualitarismo, ¿no es malo también fomentar la competitividad entre los alumnos?

Si de lo que hablamos es de espíritu de competencia, esto no sólo no es malo, sino que es necesario, especialmente en una sociedad a la que llamamos “del conocimiento”. De ahí la crítica a la escuela comprensiva. Los propios ingleses, que son los autores, entendieron que no podían seguir así porque no competían. Sabían que debían crear líderes que pudieran competir entre sí y con los líderes de otros países. Para eso, hay que hacer una selección. Cosa distinta es cómo la hagas. Has de ser justo, pero no cabe duda que para educar debes seleccionar. Por ejemplo, los franceses son totalmente meritocráticos. Los alumnos que van a la Grande Ecole, la institución educativa más importante de Francia, no son los ricos, sino los más brillantes. Y, curiosamente, más de la mitad de ellos son hijos de profesores, es decir, gente de un ambiente sociocultural muy elevado, pero no ricos.

“Los mismos estudiantes se darán cuenta de que para competir con Europa tienen que exigir la excelencia”

¿Cómo hacer un sistema educativo que no perjudique a los ‘cojos’?
Los americanos lo han logrado, incluso con cierta comprensividad. Los niños allí están juntos hasta los 18 años, pero su bachillerato tiene 250 materias. Por ejemplo: los jovencitos de 15 años no tienen matemáticas, así, a secas. Tienen matemáticas A, B, C y D. Las matemáticas A para los que quieran ir a una universidad de élite, como Harvard o Stanford. Las B, para los que quieren ir a una universidad normalita. Las C para los que no pretenden ser universitarios es y las D, para los que no necesitan más que sumar y restar. Y lo mismo ocurre con lengua, física, química...

¿Y cómo sabe un adolescente si le conviene estudiar física B o gramática D?

Porque tienen un departamento asesor: el guidance department. Por tanto, cuando un chico entra en una senior high school americana le dicen: tu plan de estudios será matemáticas C, guitarra 1, lengua B, carné de conducir… y ese chico está conviviendo en la misma escuela con otro que es un genio y que estudia para ir a Harvard. “Los americanos tienen muy clara la importancia de la educación. Por eso su sistema produce alumnos excelentes”


Un bachillerato con tantas asignaturas, y por ende con tantos profesores, debe ser carísimo.

Sí, y tienen unas ayudas públicas importantísimas. Pero más del 50% de la enseñanza está en manos privadas, con ayudas y becas procedentes de fondos particulares. Los americanos tienen un elevado concepto de la importancia de la educación; por eso su sistema educativo produce alumnos excelentes, pese a que siempre se critique la existencia de otros que dejan mucho que desear. Sus periódicos locales hablan mucho de educación. En España ocurre justo lo contrario. La población no está muy preocupada por la educación de sus hijos.

¿Y eso por qué?

Muy sencillo: su sistema es más eficiente. Mira, el instituto que acabo de visitar en Alemania es público. Tan público que se llama Friedrich Engels. Tiene una sección de lengua española. No te puedes imaginar el nivelazo académico de los chicos de último curso. Con solo 18 años hablaban español casi sin acento. Están capacitados para lo que sea: médicos, ingenieros, abogados, arquitectos… Nos copan los puestos de trabajo. Te repito: esos chicos se comen a los nuestros. Nos ganan por goleada.

¿Qué hacemos para remontar?

Convencer a todos los implicados en el sistema educativo de que deben fomentar no tanto la igualdad (que también, en la medida de lo posible), sino la excelencia. Debemos descubrir las habilidades extraordinarias de cada chico y ayudarles aprovechar al máximo sus talentos, poniéndolos al servicio de los demás. En Alemania la gente no baja la cabeza de vergüenza por ser muy bueno, que es lo que pasa en este país, donde uno se ve obligado a ocultar públicamente que es excelente. ¡No! Eso no tiene nada que ver con la humildad. Si una persona tiene talento, debe rendir al máximo en función de esos talentos. Yo no tengo por qué esconder mis talentos para confundirme con el inepto. Los chicos alemanes con los que hablé lo tenían clarísimo: no querían mezclarse con ningún incapaz.

Es una ambición legítima...

¡Y necesaria para el progreso de los países! Para sacar a un país de los chuzos debe haber gente con capacidad para hacer de paraguas. Es obvio. Cuando los chicos españoles se den cuenta de esto (serán estos mismos chicos quienes acaben exigiendo que se fomente la excelencia), podremos competir con Europa. 

“Los profesores deben tener autoridad, pero también responsabilidad: no pueden ir vestidos de cualquier manera”

Entre los problemas más comentados sobre la educación, destaca la falta de autoridad del profesor. ¿Qué opina de esto?

Hay que concienciar a las otras partes del sistema educativo: padres, empresas, partidos políticos... todos tienen que pelear para devolver al profesor una cosa clara: la autoridad. Y exigir una responsabilidad por esa autoridad. Los profesores no pueden ir a clase vestidos de cualquier modo. En España hay muy poca crítica social en torno a la conducta moral de los profesores. Aquí se razona así: “Si enseña bien matemáticas, qué más me da cómo vista o cómo sea su vida”. No, no: para un niño chico es fundamental que su profesor sea una persona íntegra en todos los aspectos. Y en un adolescente más. En ese lado, Finlandia es un ejemplo.  “Si una persona tienen talento, la educación consiste en ayudarla a explotar al máximo esos talentos”

¿Evalúan conductas personales?

No, pero seleccionan mucho mejor al profesorado. En España llega a maestro gente que no tiene otro lugar mejor donde ir. Con un cinco se entra en todas las escuelas de magisterio. Se exige más para ser maestro de Educación Física que de Matemáticas. Nuestro profesorado está muy mal seleccionado. Falta vocación. Y falta fomentar que chicos excelentes quieran dedicarse a la docencia.

Hoy en día, los niños tienen plaza en un centro público o concertado en función de la proximidad de su domicilio, pero ¿por qué en España no dejan elegir a los padres el centro que mejor le parezca?

Esa es una de las cosas que ha existido en otros países y que ya se ha rectificado. En Europa hay libertad para elegir. En Gran Bretaña, si cumples unas normas que garantizan el orden, puedes ir a cualquier colegio que tú elijas, independientemente de la distancia de ese colegio a tu casa. Cuando el nivel de un centro es malo, la gente se va a otro. Por eso, constantemente cierran unos centros y abren otros. Y se publican ránkings oficiales sobre el rendimiento de los colegios estatales.

Hay padres preocupados del excesivo porcentaje de inmigrantes en las escuelas, porque temen que baje el nivel académico del colegio de sus hijos.

Y tienen razón. Para empezar, la política de inmigración ha sido pésima. Asignar plazas según la zona en la que vivas, sin contar con la opinión de los padres es irracional. ¿Qué haces si en la zona en la que vives hay un 80% de extranjeros que apenas sabe hablar español? ¿Tienes que llevar a tu hijo a un colegio donde la mayoría no habla el idioma del país? ¡Es absurdo! Con lo cual, es absolutamente razonable que un padre quiera sacar a su niño de allí, sobre todo si comprueba que el nivel académico de su hijo empeora. O que un colegio concertado ponga frenos a la admisión de inmigrantes.  Tú puedes integrar a un inmigrante en la medida que esté rodeado de gente nativa. Si la mayoría son magrebíes o subsaharianos a quien estás integrando con los magrebíes es al alumno español. Hay que hacer políticas integradas de educación. Esa la palabra clave: ¡integradas, no solo escolares!

¿Qué recomendaría a un padre que quiera educar muy bien a sus hijos pero que no puede pagar un colegio privado?

Con una fuerte red concertada no habría que tener problema. El problema es que la enseñanza pública trata de defenderse de la competencia eliminando a la concertada.  "Muerto el perro, se acabó la rabia". Así piensan algunos, con una visión chata.

¿La idea es que nadie destaque?

Justamente. Impedirlo a toda costa. ¡Y destacar es clave para la educación de un país! Alguien debe tirar de la sociedad.

 

41. JOSÉ LUIS GARCÍA GARRIDO: “EN EUROPA DEJAN A LOS PADRES ELEGIR SI EL COLEGIO DEBE SER MIXTO O NO”

¿Es discriminatorio educar a niños y niñas separadamente?

Quien piensa así, es que tiene un concepto unívoco de escuela. Es otra de las cosas que se han impuesto en el mundo y que la mayoría de los países están corrigiendo. Ahora se permite cada vez más que los padres decidan si quieren educar separando los sexos o no. Por ejemplo, en Inglaterra, dejaron separar las clases a quienes así lo deseasen porque vieron que los resultados eran mejores. Es una cuestión puramente pragmática, como lo que hacen los ingleses. También en Francia, incluso una parte de la izquierda está defendiendo la existencia de centros separados.

¿Usted llevó a sus hijos a colegios separados?

No, yo los llevé a colegios mixtos, porque el colegio que me gustaba para mis hijos era mixto. Pero nunca me ha parecido mal que quien así lo desee, opte por la educación separada. ¿Acaso estoy discriminando si quiero hacer un coro masculino y no admito mujeres? ¿Y en el deporte? ¿Es discriminatorio el Real Madrid porque su plantilla no tenga chicas? ¿De qué estamos hablando? Son cosas completamente ridículas, que responden a los estereotipos de la manía igualitaria. Lo mismo pasó con el uniforme. Antes decían que el uniforme era clasista. Y ahora son los mismos padres quienes lo están pidiendo para los colegios públicos.

¿Afecta algo al desarrollo del niño tener sólo compañeros/as a su lado?

En el mundo de hoy no. Quizá en la época de los internados… pero ya no. Piensa que ese chico/a sale de la clase, va al parque, a los lugares de ocio… y trata con muchas personas de distinto sexo. Como sigamos por este camino me van a decir cuántos niños y niñas debo tener yo en mi casa.

¿Cree que la educación interesa a los políticos tanto como dicen?

A nivel político, la educación sale perdiendo siempre. El PP, con Rajoy de ministro de Educación, entregó las competencias a las autonomías, incluso a las que no las pedían.

¿Y eso es malo?

Estamos viendo las consecuencias. En estos momentos estamos a punto de tener 17 sistemas educativos distintos. En Alemania, cuando el socialista Schoreder era canciller, culpó a los lander de la falta de unidad (y eso que la educación alemana es muy unificada). La dispersión está bajando la calidad de la educación española, a pesar de que se ha multiplicado el gasto. Hay 17 veces más directores generales, 17 veces más ministros (o consejeros), 17 veces más secretarias… multiplícalo todo por 17. El gasto se ha hecho inmenso y los resultados han sido tan ridículos que la clase política ha preferido relegar la cuestión educativa.

¿Qué partido es más responsable de esto?

Los dos. El PSOE ha ideologizado mucho la educación en España. Ha hecho una bandera de la escuela comprensiva, a pesar de que el mundo va por otro camino. Ante esto, el PP no ha reaccionado, porque tiene miedo de que le llamen carca. De hecho, la ley que hizo el PP para sustituir a la Logse era timidísima.


¿Y qué le parece la propuesta de UPyD de centralizar la educación?

Es razonable, pero dificilísimo. No creo que Rosa Díez pueda lograrlo. Ahora bien: estoy convencido de que muchos votantes del PP y del PSOE están de acuerdo con esa idea, pero no se atreven a decirlo. Hay una especie de espiral de silencio sobre el tema, a pesar de que Europa lo tiene muy claro. La misma izquierda alemana defiende los sistemas integrados.

¿Y Francia?

Bueno, ni le toques ese tema. Francia tiene regiones tan marcadas como España, y territorios con otros idiomas, pero su educación está absolutamente unificada. Por eso, tanto Francia como Alemania tienen más posibilidades de triunfar en un sistema competitivo: su unión les hace más fuertes. Obvio. Sin embargo, nosotros no hemos transferido a las regiones lo bueno, sino lo malo. Por ejemplo, el centralismo. CiU y no digamos ERC son mas centralistas que Franco. Aspiran a tener el absoluto control de su feudo. Barcelona controla hasta la hora a la que pueden ir a hacer pis los niños de primaria en Tarragona.

¿Por qué los padres protestan tan poco ante esto?

Porque con las familias pasa lo mismo que con los políticos. En general, se preocupan poco y colaboran menos aún.

¿Cómo pueden colaborar?

Con tiempo. La única manera de educar es el tiempo. Hay que tener método, interés, objetivos, etc., pero sobre todo… tiempo. No puede ser que los padres y las madres se acostumbren a llegar a casa de trabajar a las 8 o 9 de la noche.


Pero eso implica también a las empresas…

Claramente…

… y a los horarios de comidas. El ritmo biológico español es el que es. Habría que levantarse antes, almorzar antes, cenar antes…
Ahí voy. Es que, ¡ojo!, el sistema educativo no es el sistema escolar. El sistema escolar es una parte pequeña del sistema educativo. El sistema educativo es la vivienda, el horario de trabajo, las diversiones… no sólo la escuela. En Alemania, la escuela acaba a la 1 o 2 en todos los sitios. Se empieza tempranito, (entre los 7 y 8 am), y las tardes se reservan para otras actividades educativas no escolares. Pero sobre todo existe la convicción que el padre o la madre (o ambos) tienen que estar pronto en casa para continuar con la educación de su hijo.

42. ENTREVISTA A GUSTAVO GUTIÉRREZ, UNO DE LOS PADRES DE LA TEOLOGIA DE LA LIBERACION

Ángel Darío Carrero entrevistó a Gustavo Gutiérrez, uno de los padres del movimiento de la teología de la liberación en América Latina.

– ¿Cuándo comienza a asumir, como punto de partida de la teología, la realidad de la violencia y de la pobreza en Latinoamérica y el Caribe?

– Comencé a trabajar en marzo del '64. Hubo una reunión convocada por Iván Illich. Lo conocí cuando estaba todavía en Puerto Rico en el año '60. Fue Iván quien citó a una reunión muy informal en Petrópolis para que dijéramos cómo veíamos el trabajo de la teología en América Latina.

– ¿Y cuál fue su aporte?

– Hablé de teología como una reflexión sobre la pastoral y sobre la vida cristiana. Eso que formulé más tarde como reflexión crítica sobre la praxis a la luz de la fe.

– ¿Lo primero que surge es el establecimiento de un método que parte de la vida real para iluminarla a la luz de la Palabra y abrir caminos concretos de liberación?

– Así es. Yo me pasé prácticamente todos mis estudios de teología sumamente preocupado en la cuestión del método. De ahí la frase: "nuestra metodología es nuestra espiritualidad".

– El tema de la cercanía a los pobres no es nuevo, pero sí la indagación en las causas de la pobreza y la lucha contra la pobreza como parte de la identidad cristiana. ¿Cuándo comienza esta transición?

– Me invitaron a hablar sobre la pobreza en Montreal en 1967. Quería tomar distancia de Voillaume, el autor de En el corazón de las masas, porque él evitaba cualquier perspectiva demasiado social en torno a la pobreza; pero la verdad es que no se puede evitar el hecho social. Hablé de tres nociones bíblicas sobre la pobreza: primero la pobreza real o material, vista siempre como un mal. La segunda es la pobreza espiritual, como sinónimo de infancia espiritual. La pobreza espiritual es poner mi vida en las manos de Dios. El desprendimiento de los bienes es consecuencia de la pobreza espiritual. Y la tercera dimensión es la solidaridad con los pobres contra la pobreza. Voillaume hablaba de que había que ser pobre. Sí, muy bien, ¿pero para qué? ¿Qué sentido tiene? No es únicamente para santificarme yo. Había que plantearse lo que significa para el otro.

– ¿Algún otro elemento importante de esta arquitectónica inicial?

– Una preocupación: ¿cómo anunciar el Evangelio hoy? La teología se hace para anunciar el Evangelio, al servicio de la Iglesia, de la comunidad. Hay muchas facultades que piensan en la teología como una metafísica religiosa, no como anuncio histórico de liberación.

– ¿Cuándo comienza a llamarse “teología de la liberación” a este nuevo modo de pensar la fe desde la perspectiva del pobre y del excluido?

– El 22 de julio de 1968 en Chimbote, Perú. Me pidieron hablar de "teología del desarrollo" y me negué. Les dije que hablaría de teología de la liberación, que era más pertinente a nuestro contexto. Otra cosa que estaba de moda era la "teología de la revolución", de la cual también tomé distancia. El peligro de la misma era que pretendía cristianizar un hecho político.

– A diferencia de otros, usted nunca estuvo de acuerdo con partidos o grupos como la Democracia Cristiana ni con Cristianos por el Socialismo, aunque acentuaba la dimensión política de la fe. ¿Por qué?

– Nunca me gustó que se usara lo cristiano como adjetivo. Lo cristiano es un sustantivo. Siempre dije: "Soy cristiano por Cristo, no por el socialismo." Que como cristiano alguien haga una opción por el socialismo es otra cosa, pero no puedo deducir el socialismo por el camino de la Biblia. De la Biblia deduzco la opción por la justicia, la opción por el pobre. La gente cuando no entiende esto dice: "Oye, pero tú niegas la política, estás del lado contrario." Yo respondo que también creo en la autonomía de lo social y lo político.

– ¿Cuándo comienza la idea de formar el libro que se convertirá en el texto fundacional de la teología latinoamericana contemporánea: Teología de la liberación. Perspectivas ?

– En realidad no pensé escribir un libro propiamente. Uno trabaja en los temas que le interesan y poco a poco va saliendo. Al comienzo de 1969, poco después de Medellín, una comisión ecuménica sobre temas de desarrollo me invitó a Ginebra. Entonces retrabajé la ponencia que había dado en Chimbote y así lo seguí ampliando.

– ¿Tuvo oferta de alguna editorial concreta?

– No, pero pasó Miguel d'Escoto, de Maryknoll, que acababa de fundar Orbis Books. Vio el libro y me dijo: "Lo publico." Fue el primer libro publicado por esta editorial. Lo hizo traducir y lo publicó en 1973, y ha sido el libro más vendido de esa editorial. Luego pasa el editor de Sígueme, de España, y lo mismo. Otro que se interesó fue Gibellini. La edición italiana es incluso anterior a la española. Ya está traducido como a diez o doce lenguas, también al vietnamés y al japonés.

– ¿Cuál es la oposición principal que recibe el libro?

– Yo diría que más que al libro, era ya a la Teología de la Liberación. Ya mucha gente estaba escribiendo. Se criticaba el enfoque marxista del análisis de la realidad, pero yo no me sentía aludido. Ahora bien, la oposición más fuerte que hemos tenido no ha sido dentro de la Iglesia, sino en algunos componentes de la sociedad civil, en los poderes fácticos, económicos, militares, políticos.

– La discusión abierta es signo de una teología que le dice algo al hombre y a la mujer de hoy, que genera diálogo crítico no sólo al interior de la Iglesia sino con la sociedad.

– Buena parte de las reacciones vienen de la acogida que tuvo. Si me hubiera quedado en un ambiente de intelectuales no hubiera tenido ese impacto. Hubo una acogida de la base, incluso con expresiones que a mí nunca me han convencido, pero que nacen de la buena voluntad, que dicen: "Yo soy de la Teología de la Liberación." Pero la Teología de la Liberación no era ni es un club en el que uno se inscribe, ni un partido. Se cantaban miembros y luego decían lo que querían y no siempre correspondía con lo que uno pensaba. Son cosas inevitables.

– Pero también hay una necesidad de encontrar fallas a una teología que provenía del sur.

Un periodista estadounidense me preguntó: "¿Qué piensa la Teología de la Liberación de este problema mundial?" Le dije: "Usted cree que esto es un partido político y que yo soy el Secretario General. Pues no." También le dije: "A que usted no le pregunta a Metz (Juan Bautista): ¿qué piensa la teología política europea de este problema mundial? A él no, pero a esta teología sí. Claro, porque aquello sí es teología. Metz es alemán." Algunos reaccionaban de este modo porque piensan que algo venido de América Latina debe tener fallas grandes. Tienen que encontrarlas a como dé lugar. Si es latinoamericano tiene que haber alguna posición rara. Quieren cosificar una teología.

– Si uno se deja llevar sólo por lo que está escrito en la prensa, tal parece que usted ha sido condenado por la Iglesia. Y no es cierto.

Es curioso. En mi caso nunca hubo condena, ni siquiera hubo un proceso; sí hubo un llamado diálogo, preguntas que siempre estuve dispuesto a contestar.

–¿Le parece válido este tipo de diálogo?

– Siempre he creído que la teología se hace al interior de la Iglesia. En la Iglesia hay carismas distintos. A uno que escribe teología le pueden preguntar que dé razón de su fe, así como damos razón de nuestra esperanza. A ese nivel de preguntas no hay que ofenderse.

– ¿Cuánto duró el diálogo?

Comenzó en 1983 y concluyó de varias maneras, pero con papel oficial hace cinco años. Durante mucho tiempo todo estuvo en silencio. No hubo nada conmigo.

¿Qué dice el texto oficial?

La expresión es que todo concluyó satisfactoriamente.

– ¿Tuvo varios encuentros cara a cara con el cardenal Joseph Ratzinger?

Sí, para gran parte de ellos no fui convocado, sino que yo mismo tomé la iniciativa. Ratzinger es un hombre inteligente, educado y, dentro de su propia mentalidad, ha evolucionado, ha entendido muchas cosas. En una ocasión, en Roma, me dijo que había leído mi libro sobre Job. Yo mismo le enviaba mis libros. Siempre he creído que la distancia crea fantasmas. Me dijo que le había gustado y que los teólogos del sur teníamos poesía, que la teología europea era más fría...

– Su modo de proceder ha sido siempre poco conflictivo, enormemente dialógico y carente de dramatismo. Algunos creen que corresponde a su personalidad, pero creo que hay aquí algo profundamente eclesial.

Exacto. Todo viene de que el mundo que más dice a mi vida no es el mundo intelectual. No es la defensa de mis ideas porque son mis ideas. Me interesa la vida de la Iglesia, el anuncio del Evangelio y la vida de las conferencias episcopales.

– La teología carga la huella de su tiempo. Estamos claramente entrando a otro tiempo en el que no se siente la misma urgencia y se abren otras rutas a la fe.

Hasta los cuarenta años nunca hablé de la Teología de la Liberación y creo que era un cristiano de verdad. Así que seré cristiano después de la Teología de la Liberación. Cuando me hablan de que ya murió la Teología de la Liberación yo digo: "Pues mira, a mí no me invitaron al entierro y creo que tenía algún derecho." Luego les digo: "Pues fíjate, creo que un día sí va a morir." Entiendo por morir el hecho de que no tenga la misma urgencia que antes. Eso me parece normal, fue un aporte a la Iglesia en un determinado momento.

– Creo que se cuida bien de no convertir a la teología en un ídolo, en una ideología a la defensiva.

No hay que hacer de una teología una nueva religión. Es la tendencia de la sociedad civil. Algunos piensan que la Teología de la Liberación es una especie de cristianismo distinto, el mío. Y hasta lo dicen elogiosamente, no por criticar. No creen en el cristianismo, pero sí en la Teología de la Liberación. Pues lo siento, lo importante es el cristianismo, no la Teología de la Liberación; ésta sólo se entiende al interior del cristianismo.

– ¿No cree que antes se hablaba de pluralismo teológico, pero era en realidad un pluralismo limitado, es decir, dentro de una mentalidad casi exclusivamente europea?

Sí, y todavía en la academia teológica se habla de nosotros como teología contextual, un pensar que mantiene una estrecha relación con la realidad. Cuando me dicen esto, yo les digo para molestar: "Ay, usted tiene una idea muy mala de la teología europea. Me está diciendo que no son contextuales. Me está diciendo que es una teología que no tiene relación con la realidad. Una teología en el aire. Yo no creo eso."

– ¿Ha tenido que luchar contra cierta pretensión de superioridad?

Muchísimo. Llamar contextual a una y no contextual a la otra es un ejemplo. Todo pensar corresponde a un contexto. Más que un rechazo a la Teología de la Liberación, es una comunicación con un punto menor, como si fuéramos algo subalterno. Ha habido muchas cosas por el estilo. Se aceptaban las ideas, pero se criticaba la Teología de la Liberación. ¿Qué es eso?

– Estábamos acostumbrados a que la teología sólo dialogara con la filosofía y no con las ciencias sociales. Es una novedad que costó aceptar al principio.

Curioso, porque hoy las ciencias sociales están de lleno dentro de la teología. Esa crítica a la Teología de la Liberación ya prescribió. Y todo esto ocurre a pesar de que nunca dijimos que las ciencias sociales reemplazaban a la filosofía en la teología, sino que ampliábamos el abanico de luces y disciplinas humanas para trabajar el misterio cristiano.

– Además toda teología verdaderamente creadora genera resistencias. Es la prueba de fuego de su valía.

Evidente. Mira la reacción ante el diálogo de Teilhard de Chardin con las ciencias naturales. Y el ejemplo clásico de Santo Tomás de Aquino. Hablo de un gigante frente a esta teología tan enana como la Teología de la Liberación. Tuvo resistencias enormes, fue condenado por la Universidad de París y tomó siglos que se le reconociera. Él incorporó una filosofía que provenía de un pagano, la repensó, la retomó, la mezcló.

– ¿Cree que estamos ya en un nuevo y mejor momento?

La cosa más dura y polémica ha quedado atrás. Debe quedar para los historiadores. Y es muy bueno decir que ya pasó. Si algo ha muerto realmente es esta polémica. Yo creo que ya es tiempo de bajar el tono.

– Hay un texto en el que usted se mueve reflexivamente hacia el contexto actual de la globalización y de la postmodernidad y hacia los retos que plantea a la teología. Me refiero al ensayo ¿Dónde dormirán los pobres? Allí comienza a hacer una crítica a la tentación de hacer de la teología misma un ídolo.

Cuando de alguna cosa que no sea Dios hago un absoluto, caigo en la idolatría. He oído decir: "Teología de la Liberación o nada." Nunca he dicho: "Si usted quiere comprender a Cristo lea la Teología de la Liberación." Ahora, si alguien me pregunta si creo que leyendo sobre Teología de la Liberación va a comprender algo importante del cristianismo, pues sí. Es provocador decirlo, pero también la justicia puede convertirse en un ídolo. He visto cómo los pobres son maltratados por personas que se creen mucho más claras políticamente que ellos. Yo estoy muy marcado por una cosa de Pascal que leí a los quince años: "El abuso de la verdad es peor que la mentira." Uno puede tener la verdad y abusar de ella. La persona es siempre más importante.

– Su reflexión más reciente ha advertido también sobre la tentación de hacer del pobre mismo un ídolo…

Eso viene del romanticismo de algunos. Hay gente que me dice: "Todo lo he aprendido del pobre, el pobre es tan bueno." A veces, bromeando les digo: "Usted cree que todos los pobres son buenos y generosos, pues yo no les aconsejo que vayan a mi barrio a las dos de la mañana porque se quedarán como cuando nacieron, sólo que más viejitos." Es una manera de hacer entender que la opción no se hace porque el pobre sea bueno, sino porque Dios es bueno. Si el pobre no es bueno, pues también. Mucha gente se decepcionó del compromiso porque creían que el pobre era bueno. Si hubiesen entrado porque Dios es bueno, todavía estarían comprometidos.

– De hecho, en un artículo suyo titulado "San Juan de la Cruz en América Latina" deja apuntado que lo que podría ayudarnos a evitar este camino idolátrico (que aunque habla de liberación no libera) sería abrirnos a la dimensión más mística de la fe.

Si algo tiene la mística es la capacidad de ayudarnos a depurar la noción de Dios. Si vemos el dibujo de San Juan de la Cruz, hay un momento, a partir de la mitad de la falda del monte, en el que dice que a partir de ahí no hay camino. Eso es la mística. Un caminar hacia el Señor. Seguir haciendo de Él, conforme avanza nuestra vida, nuestro único absoluto. Sin esta dimensión mística no hay verdadero compromiso con los pobres. Ahora bien, hay que cambiar la noción de mística. No es como se dice por ahí: salir de este mundo. No se trata de transmitir un mensaje, sino de "transmitir lo contemplado". A esto hay que añadir la intuición de Nadal: ser "contemplativos en la acción"..

– Lo que a veces se anuncia como mística, incluso en importantes teólogos o estudiosos, todavía tiene excesivas reminiscencias neoplatónicas negadoras del cuerpo de la historia..

La mística no es un desinteresarse de este mundo. Todavía hay gente que encuentra muy místico a alguien que no pisa tierra. Si no le importa el pobre no estoy seguro de que se trate de una experiencia mística. Es interesante que una mística, Teresita de Lisieux, sea patrona de las misiones.

– Progresivamente usted ha ido insistiendo en la poesía como el mejor lenguaje para hablar de Dios.

La poesía es el mejor lenguaje del amor. Y Dios es amor. El mejor lenguaje para hablar de Dios es la poesía. Un lenguaje profundo que ve el mundo y ve la relación con el otro desde una dimensión y una hondura que el concepto no ofrece. Aunque no escribamos poesía, la teología misma debe ser siempre una carta de amor a Dios, a la Iglesia y al pueblo que servimos.  

Cuadernos opción por los pobres (Chile), Octubre 2008

43. BE PROUD TO BE CATHOLIC (ironically written by a Jew)

by Sam Miller, prominent Cleveland Jewish businessman (NOT Catholic). Submitted by Dee Lynd

Why would newspapers carry on a vendetta on one of the most important institutions that we have today in the United States, namely the Catholic Church?

 Do you know - the Catholic Church educates 2.6 million students everyday at the cost to your Church of 10 billion dollars, and a savings on the other hand to the American taxpayer of 18 billion dollars. Your graduates go on to graduate studies at the rate of 92%, all at a cost to you. To the rest of the Americans it's free.

The Church has 230 colleges and universities in the U.S. with an enrollment of 700,000 students.

The Catholic Church has a non-profit hospital system of 637 hospitals, which account for hospital treatment of 1 out of every 5 people - not just Catholics  - in the United States today.

But the press is vindictive and trying to totally denigrate in every way the Catholic Church in this country.They have blamed the disease of pedophilia on the Catholic Church, which is as irresponsible as blaming adultery on the institution of marriage.

Let me give you some figures that you as Catholics should know and remember. For example, 12% of the 300 Protestant clergy surveyed admitted to sexual intercourse with a parishioner; 38% acknowledged other inappropriate sexual contact in a study by the United Methodist Church, 41.8 % of clergywomen reported unwanted sexual behavior; 17% of laywomen have been sexually harassed. Meanwhile, 1.7% of the Catholic clergy has been found guilty of pedophilia.  10% of the Protestant ministers have been found guilty of pedophilia. This is not a Catholic Problem.

A study of American priests showed that most are happy in the priesthood and find it even better than they had expected, and that most, if given the choice, would choose to be priests again in face of all this obnoxious PR the church has been receiving.

The Catholic Church is bleeding from self-inflicted wounds. The agony that Catholics have felt and suffered is not necessarily the fault of the Church. You have been hurt by a small number of wayward priests that have probably been totally weeded out by now.

Walk with your shoulders high and you head higher. Be a proud member of the most important non-governmental agency in the United States. Then remember what Jeremiah said: 'Stand by the roads, and look and ask for the ancient paths, where the good way is and walk in it, and find rest for your souls'. Be proud to speak up for your faith with pride and reverence and learn what your Church does for all other religions. Be proud that you're a Catholic.

 Reprinted excerpts with permission of the Buckeye Bulletin -courtesy of Brookside Council #3297, Cleveland Diocese.

 

44. EINSTEIN Y DIOS

J. M. ALIMBAU (26/02/03)

LA RAZON

Albert Einstein, físico y matemático de origen alemán, Premio Nobel de Física por su descubrimiento de la ley del efecto fotoeléctrico, demostró matemáticamente que a las tres dimensiones del espacio físico había que añadir una cuarta dimensión: el concepto tiempo. Ayudó a su encumbramiento su teoría general de la relatividad, así como otras investigaciones sobre la teoría cinética de los gases.

Einstein ha sido considerado, a nivel mundial, según estadísticas publicadas por los medios de comunicación social, la persona más importante del siglo XX. Quien fue secretario del Secretariado para los No Creyentes de la Santa Sede, el doctor Jordán Gallego Salvadores, dominico, fue quien me entregó el testimonio, de su puño y letra, sobre la fe en Dios del gran científico Albert Einstein. Al final publicamos la referencia. El físico quiso dejar muy clara su posición respecto a su fe en Dios. Manifestó: «La generalizada opinión, según la cual yo sería un ateo, se funda en un gran error. Quien lo deduce de mis teorías científicas, no las ha comprendido. No sólo me ha interpretado mal sino que me hace un mal servicio si él divulga informaciones erróneas a propósito de mi actitud para con la religión. Yo creo en un Dios personal y puedo decir, con plena conciencia, que: en mi vida, jamás me he suscrito a una concepción atea». Albert Einstein. (Deutsches Pfarrblatt, Bundes-Blatt der Deutschen Pfarrvereine,1959, 11).

45. AYUDA AL DESARROLLO

Libertad digital ¿A quién ayuda?

Martín Krause

La ayuda internacional, en definitiva, termina fomentando la corrupción y la apropiación de "rentas" si es que los políticos y gobernantes le ponen la mano encima

¿A quién ayuda la ayuda internacional? Ya son incontables las investigaciones periodísticas que han señalado cómo estos fondos terminan a menudo en los bolsillos de los dictadores o gobernantes de los países más pobres. Entre los últimos ejemplos destacables, recordamos el caso de Mobutu Sese Seko de Zaire, quien contaba con cientos de millones de dólares en sus cuentas personales y el de Saddam Hussein y sus millones de dólares en cuentas suizas y de otros países.

En un nuevo tratamiento del tema, tres economistas griegos –George Economices, Sarantis Kalyvitis y Apostolis Philippopoulos–, de la Universidad de Atenas, han elaborado un modelo para examinar si las transferencias de ayuda distorsionan los incentivos individuales y deterioran el crecimiento, fomentando la "búsqueda de rentas" en lugar de actividades productivas.

La respuesta es afirmativa: el resultado neto de la ayuda se ve disminuido por los incentivos perversos que genera. Y eso que en el cálculo los autores asumen un supuesto que daría, al menos, como para una larga discusión sino para su total rechazo: que la ayuda extranjera permite financiar las obras públicas y que éstas contribuyen al crecimiento económico de largo plazo. Eso podría ser así si se tratara de obras que aportaran valor y no fueran frecuentemente "elefantes blancos" que terminan destruyendo mucho más de lo que generan. En tal caso, el cálculo de los autores griegos da un resultado claramente negativo.

No obstante, el trabajo plantea como otra conclusión algo que ya parece obvio: que bajo ciertas condiciones ésta búsqueda de rentas es más notoria, particularmente cuando se trata de países con un sector público importante.

Sus estudios econométricos continúan una serie de investigaciones que han analizado la relación entre la ayuda externa y la corrupción, el crecimiento y la ayuda, y el crecimiento y la corrupción. Estos trabajos hasta aquí han mostrado una relación positiva en el primer caso (ayuda y corrupción), pero negativa en los otros dos.

En general, todas estas investigaciones tienden a justificar los cambios de políticas internacionales hacia lo que se ha denominado trade, not aid, es decir, que la mejor ayuda que se puede dar a los países pobres es la de ayudarlos a comerciar, a que puedan vender sus productos. Y para ello lo que resulta necesario es que los países ricos eliminen sus propias barreras al comercio, particularmente el proteccionismo agrícola y los subsidios en ese sector que compiten directamente con la producción de los países en desarrollo.

La ayuda internacional, en definitiva, termina fomentando la corrupción y la apropiación de "rentas" si es que los políticos y gobernantes le ponen la mano encima, mientras que el comercio recompensa la actividad productiva. Hay una clara diferencia entre uno y otro camino, ya que el primero tiende a favorecer principalmente a los gobiernos y a sus funcionarios, mientras que el segundo favorece a productores y comerciantes, fomentando la inversión y el empleo.

Dadas las características de los países pobres, la ayuda parece que no ayuda en absoluto.

46. LA DEMOSTRACIÓN DE DIOS.

ROBERT SPAEMANN

¿Por qué si Dios no existe no podemos pensar en absoluto?

Publicado en el diario Die Welt, el sábado 26 de marzo del 2005 y traducido del alemán: José María Barrio Maestre.

La noción de Dios está presente allá donde hay hombres. A veces también de forma desfigurada. Por primera vez esta noción fue planteada de modo conceptual en la filosofía griega y también por primera vez en Israel perdió su índole de noción y se convirtió en una experiencia de fe comunitaria hasta que más tarde en el mismo Israel aparece Jesús de Nazaret y dice: "El que me ha visto a mí ha visto al Padre". Sin embargo, la cuestión subsiste hasta nuestros días, retadora: ¿Se corresponde esa noción con algo real? Sabemos lo que pensamos cuando decimos "Dios". Es verdad que tenemos, como dice Kant, una idea pura de este altísimo ser, un "concepto que contiene y corona toda la experiencia humana"; pero ¿por qué tenemos que creer que esa noción se corresponde con una "realidad objetiva", como dice también Kant? ¿Qué razón tenemos para creer que Dios es algo más que una idea, y en qué nos fundamos para creer que existe?

Respuestas se han dado varias, desde la negación atea hasta la postura agnóstica —que niega la posibilidad de dar respuesta a la cuestión de Dios—, pasando por la afirmación de quienes piensan que hasta ahora no se ha encontrado ninguna respuesta suficientemente satisfactoria. Todas estas posturas, aunque erróneas, merecen respeto, pues ante todo responden a convicciones humanas —no porque sean verdaderas sino porque hay personas que con ellas se identifican—.

Sin embargo, no merece respeto alguno la opinión —hoy extendida, y en gran parte no articulada con claridad— de que la respuesta a esta cuestión no es demasiado importante, sino que, muy al contrario, hay otras inquietudes más relevantes que son las que realmente nos mueven, de manera que no vale la pena dedicar nuestro tiempo a reflexionar sobre Dios. A su tiempo —cuando éste se nos acabe— podremos confirmar si existe Dios y si hay una vida después de la muerte. Que una persona sea decente en ningún caso depende de que crea en Dios o no —continúa esa argumentación—. En definitiva, también los suicidas islámicos creen en Dios, y justamente esa fe les lleva a cometer su atrocidad.

Pues bien, yo afirmo que este modo de pensar no merece de ningún modo nuestro respeto porque, como decía Sócrates, delata a un hombre miserable. ¿Qué diríamos de alguien que ha sido rescatado de una situación desesperada, a quien se le ha devuelto a la vida, y que recibe multitud de favores, que a la postre se debatiera en la duda de atribuir todo eso a una casualidad o al secreto regalo de una persona llena de amor? Y si ese hombre dijera: "Esa cuestión no me interesa; lo que tengo ya lo tengo; y si detrás de ese don hubiera amor, ahora ya me es indiferente, pues en todo caso no se lo voy a agradecer". Un hombre digno de nuestro respeto, tendría en esa situación el deseo de dar las gracias, si pudiera encontrar a quien debe recibirlas; y haría todo lo que estuviera en su mano, para descubrirlo.

De modo similar, querría ese hombre respetable lamentarse si hubiese alguien a quien dirigir sus quejas. Ciertamente hay diversos motivos que pueden inducir a una persona a plantear la cuestión de la existencia de Dios. El más profundo tal vez sea éste: poder dar gracias y poder vivir agradecido. No en balde la palabra "gracias" traduce la voz Eucharistía, según el culto cristiano. La alegría está asociada al agradecimiento. Puede haber satisfacción por algo bueno que nos ocurre, pero sólo hay alegría cuando es posible agradecer a alguien un don. En las cuestiones centrales del hombre, y en las preguntas filosóficas que de manera sistemática se las plantean hay, como pasa en los procesos judiciales, una decisión acerca de quién ha de llevar la "carga de la prueba", es decir, quién es el que debe justificarse. Ante el persistente rumor sobre Dios, y ante la arrolladora mayoría de gente que lo escucha, parece lógico que soporte la carga de la prueba quien diga que tal rumor es infundado. Sobre todo, si buscamos huellas, siempre es más interesante el testimonio de quien encuentra algo que el de quien no ha hallado nada. El hecho de que haya alguien que nunca ha visto un cuervo blanco no prueba nada en contra de quien ha encontrado uno. Aquél no puede decir: "No hay cuervos blancos", por el hecho de que todavía no haya visto ninguno. Bien puede decir quien ha visto alguno que existen. "A Dios nadie le ha visto jamás", escribe el evangelista Juan. La cuestión es: ¿Ha dejado su firma más o menos implícita el director de la película en la que todos actuamos, de manera que si se quiere se la puede encontrar?

La facultad que se emplea en la búsqueda humana de Dios es la razón. No hablo de la razón instrumental que, como dice Nietzsche, nos hace fieras hábiles, sino de la facultad en virtud de la cual el hombre trasciende su entorno y puede así ocuparse de la realidad; una capacidad que nos permite ver sobre el mar, allá lejos, un barco apenas perceptible en la línea del horizonte: en ese barco hay personas que nada tienen que ver con nosotros, y para quienes a su vez nosotros, siendo vistos por ellas, tampoco jugamos papel alguno. Creer que Dios existe significa creer que Él no es nuestra idea, sino más bien que nosotros somos idea suya. Significa aquello a lo que nos exhorta Jesús: cambio de perspectiva, conversión. Si Dios existe, entonces eso es lo más importante. Más importante que el hecho de que nosotros existamos. Ahora bien, poder reconocer la existencia de Dios es lo más característico de la dignidad humana, y lo que distingue al hombre de todos los otros seres vivientes.

Estamos ante la gran historia del esfuerzo humano por fundar sólidamente la convicción acerca de la existencia de Dios mediante la búsqueda de indicios racionales. Es raro que alguien llegue a creer en Dios merced a pruebas racionales, si bien esto también sucede a veces. Pero Pascal, con razón, hace decir a Dios: "Tú no me buscarías si no me hubieras encontrado ya". Los creyentes siempre han tratado de reforzar su intuitiva certidumbre por medio de argumentos racionales. Que las pruebas de la existencia de Dios, todas sin excepción, sean discutibles, no significa mucho. Si una decisión radical acerca de la orientación de nuestra vida dependiese de comprobaciones matemáticas, igualmente tales pruebas resultarían discutibles.

Con todo, las pruebas de la existencia de Dios son argumentos ad hominem, esto es, presuponen siempre un determinado hombre y unos determinados supuestos dados. Leibniz, que sabía bien lo que es una prueba racional, escribe en una ocasión que todas las demostraciones son pruebas ad hominem. No existe ninguna demostración que no pueda ser referida a un receptor concreto, ni siquiera en Matemática. El hecho de que los argumentos clásicos de la existencia de Dios —desde Aristóteles hasta Descartes, Leibniz y Hegel— aparenten haber perdido su fuerza probatoria tiene que ver con que todos ellos presuponen algo que admiten como sobreentendido, lo cual no resulta admisible, primeramente para Kant, pero sobre todo después para Nietzsche. La cuestión es: ¿Qué podemos y debemos suponer para encontrar razones que ilustren la creencia en la realidad de Dios?

Volvamos brevemente a las pruebas tradicionales de la existencia de Dios. Las podemos distribuir en dos grupos: por un lado, el denominado argumento ontológico que san Anselmo de Canterbury ideó en el siglo XII y que fue rechazado por Tomás de Aquino y por Kant, si bien convenció a eminentes espíritus como Descartes, Leibniz y Hegel. El argumento anselmiano deduce la realidad de Dios de su mero concepto sin referirse a ningún mundo creado, ya que tal concepto entiende aquel Ser como algo más perfecto que lo cual nada puede pensarse. Con el pensamiento de tal Ser hemos hecho saltar, y sin embargo también trascender, la pura inmanencia de nuestro pensamiento, ya que según argumenta Anselmo, "un Dios verdadero lo sería porque Él es verdadero, y por tanto más grande y perfecto que un mero Dios pensado". En este sentido, tenemos que pensar a Dios, por así decirlo, como real per definitionem. Por el contrario, Tomás objeta que tampoco deja de ser puro pensamiento el pensar a Dios como algo más allá de nuestro pensar. De manera parecida argumenta Kant cuando escribe que la existencia no es un predicado real, un atributo o nota que pueda añadirse a otra nota. Por su parte, sigue habiendo en el siglo XX filósofos perspicaces que encuentra concluyente el argumento anselmiano y lo respaldan.

Por otro lado están los argumentos de santo Tomás, las célebres cinco vías, que ahora no puedo presentar en detalle. Todas ellas parten de la existencia de un mundo en que se descubren las huellas del Creador. Traigo aquí solamente dos de esos argumentos. En primer lugar la llamada prueba de la contingencia, que discurre a partir del hecho de que ni las realidades ni los sucesos de este mundo, así como tampoco las leyes de la naturaleza, encierran necesidad intrínseca alguna. En efecto, todo podría ser de otro modo que como de hecho es. Ahora bien, lo casual sólo puede darse sobre el fondo de lo necesario. Por ello, en buena lógica, tiene que haber algo que sea por sí mismo. Y al ser que es por sí mismo intrínsecamente necesario lo denominamos Dios.

La otra prueba ha sido siempre la más popular. Parte de la indudable existencia de procesos orientados hacia fines precisos, como el crecimiento de las plantas y los animales, o procesos que sólo pueden ser comprensibles por su finalidad. Así podemos comprender el vuelo de las aves migratorias hacia África en invierno sólo si sabemos que allí es donde encuentran su alimento. Pero, tal como afirma Tomás, esos pájaros no lo saben, y mucho menos conocen las plantas el plan que dirige su crecimiento. El fin no está encerrado en la flecha sino en la mente del arquero que la dirige. Para poder entender los procesos de la naturaleza orientados teleológicamente hay que referirlos a la acción providencial de un Creador que dirige las cosas hacia el bien que ha establecido para ellas, toda vez que sólo de manera consciente puede un fin, por así decirlo, operar hacia atrás, así como cabe poner en marcha y coordinar procesos causales cuando la conciencia del fin precede al proceso.

La primera objeción contra las mencionadas pruebas de la existencia de Dios la formuló Kant con la tesis de que nuestra razón teórica y sus instrumentos constitutivos, las categorías, tan sólo son aptas para organizar los datos de nuestra experiencia sensible. En ese marco, también tiene la idea de Dios una función regulativa, de sistematización. Pero para la razón teórica vale la afirmación de Hume: We never do one step beyond ourselves ("Nunca damos un paso más allá de nosotros mismos").

La razón no nos capacita para decir algo sobre la realidad misma, y por tanto, tampoco sobre Dios, pensado como algo más que mero pensamiento. Únicamente la razón práctica, y sólo la experiencia actual de la conciencia nos lleva necesariamente a aceptar la existencia de un ser que reúne y garantiza ambas categorías absolutas, la del ser y la de la buena relación con los demás, lo que hace que el curso del mundo no conduzca ad absurdum a la buena voluntad. "Tuve que limitar la razón para hacer sitio a la fe", escribe Kant. Hegel había censurado esta autolimitadora concepción de la razón kantiana, que queda ceñida al entorno de las contemporáneas ciencias naturales, para las que Dios no puede ser objeto de estudio, tal como ya intenté mostrar en otra ocasión.

Pero la crítica más decisiva la ha expuesto Nietzsche al plantear que el supuesto principal que ha de cuestionarse en todas las pruebas tradicionales de la existencia de Dios es el hecho de que éstas se basan en la inteligibilidad del mundo. Brevemente ha formulado Michel Foucault el pensamiento de Nietzsche: "No podemos creer que el mundo nos presenta una cara legible". Lo que cuestionó Nietzsche por principio fue la capacidad de la razón para llegar a la verdad, y con ello el pensamiento de algo así como la verdad en general. Precisamente este pensamiento tiene, según él, un condicionamiento teológico: el presupuesto de que Dios existe. Sólo si Dios existe puede haber algo distinto de las cosmovisiones subjetivas, algo así como "cosas en sí mismas", de las cuales también habló Kant. Se trataría de las cosas tal como Dios las ve. Si no existe la mirada de Dios, no habrá verdad alguna más allá de nuestras perspectivas subjetivas. Nietzsche habla de la fe de Platón, que es también la fe de los cristianos, la que predica que Dios es la verdad y que la verdad tiene carácter divino. Las pruebas de la existencia de Dios padecen, por tanto, todas ellas, del defecto que los lógicos denominan petitio principii, es decir, esas pruebas presuponen exactamente lo que quieren probar: Dios.

¿Es cierto esto? Sí y no. Desde el punto de vista teórico, no. A decir verdad, Tomás de Aquino nunca estableció en sus cinco vías ninguna tesis sobre la estructura lógica del mundo ni sobre la capacidad de verdad de la razón. Él las daba por supuesto. Que dicha suposición tiene en último término a Dios como causa, resulta para él algo ontológicamente claro. Por ello no entra aquí en una reflexión gnoseológica. En lo que atañe a la validez formal de los primeros principios de nuestro entendimiento, Tomás de Aquino argumenta sencillamente, como Aristóteles, per reductionem ad absurdum, es decir, mostrando la imposibilidad de la postura contraria. Quien niega la capacidad de la razón para conocer la verdad, quien niega la validez del principio de contradicción, no puede decir nada en absoluto. Ciertamente incluso la tesis de que la verdad no existe supone al menos la verdad de esa tesis. De lo contrario caemos en el absurdo. Aquí Nietzsche plantea la siguiente objeción: ¿Quién puede decir entonces que no vivimos en el absurdo? Es verdad que así nos enredamos en contradicciones, pero es que eso es lo que en efecto ocurre. La desconfianza en la razón como capacidad de conocimiento en sí misma no se puede articular en forma lógica consistente. Así, dice, tenemos que aprender a vivir sin la verdad. Cuando la Ilustración hizo su trabajo se destruyó a sí misma, pues tal como Nietzsche escribe, "también nosotros, los ilustrados, nosotros, espíritus libres del siglo XIX, vivimos aún de la fe cristiana, que igualmente era la fe de Platón: que Dios es la verdad y que la verdad es algo divino".

El resultado de la autodestrucción de la razón ilustrada se denomina nihilismo. Sin embargo, según Nietzsche, el nihilismo abre espacio libre para un nuevo mito. Mas esto tampoco puede afirmarse con fundamento, ya que no se puede hablar en absoluto de la verdad. La cuestión es únicamente con qué mentiras se puede vivir mejor.

Una famosa pintada decía: "Dios ha muerto. Firmado: Nietzsche". Y debajo de esto alguien había escrito: "Nietzsche ha muerto. Firmado: Dios". No obstante, algo permanece de Nietzsche: la lucha contra el nihilismo banal de la sociedad de la diversión, la conciencia concreta y sin esperanza que está significada en la representación de que Dios no existe. Y lo que queda teóricamente es la comprensión de una interna conexión entre la fe en la existencia de Dios y el pensamiento de la verdad y de la capacidad humana de verdad. Estas dos convicciones se condicionan mutuamente. Cuando surge por primera vez el pensamiento de vivir en el absurdo, entonces la reductio ad absurdum de la teoría lógica ya no representa refutación alguna. Ya no podemos argumentar para demostrar la existencia de Dios apoyándonos en la capacidad humana de verdad, puesto que ese argumento tan sólo es seguro bajo la hipótesis de la existencia de Dios. Podemos entonces sostener ambas cosas sólo si se dan a la vez. No sabemos quiénes somos, si bien sabemos quién es Dios, pero no podemos saber nada de Dios si no queremos percibir su huella, que somos nosotros mismos, nosotros como personas, como seres finitos, pero también libres y capaces de conocer la verdad. El rastro de Dios en el mundo, por el que hemos de orientarnos, es el hombre, somos nosotros mismos.

Ahora bien, esa huella tiene la particularidad de que ella misma es idéntica a quien la descubre, esto es, que no existe independientemente de él. Pero si nosotros, cayendo víctimas del cientifismo, ya no nos creemos ni tan sólo a nosotros mismos, ya no sabemos quiénes y qué somos, si nos dejamos persuadir de que únicamente somos máquinas para la perpetuación de nuestros genes, y si consideramos nuestra razón únicamente como un producto ajustado por la evolución —lo que nada tiene que ver con la verdad— y, en fin, si a ninguno nos asusta la propia contradicción de estas afirmaciones, entonces no podemos esperar que haya algo que pueda convencernos de la existencia de Dios. Como se ha dicho, esa huella de Dios que nosotros mismos somos no existe sin que nosotros lo queramos, si bien es cierto que, gracias a Dios, Dios existe, es perfecto e independiente de nosotros, de nuestro reconocimiento y de nuestra gratitud. Únicamente nosotros podemos anularnos a nosotros mismos.

La noción de imagen de Dios en el hombre, que corrientemente se utiliza tan sólo como metáfora edificante, está ganando hoy un significado inopinadamente más preciso. Imagen de Dios quiere decir capacidad de verdad. Ahí el amor no es otra cosa que la verdad realizada. El amor ciertamente se puede traducir así: hacer real al otro para mí. Ningún concepto tiene un significado tan capital en el mensaje del Nuevo Testamento como el concepto de verdad: "Para eso he nacido y he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad", responde Cristo a la pregunta de Pilatos sobre si Él era rey. Esa respuesta se sitúa, hasta hoy, junto a la pregunta de Pilatos: "¿Qué es la verdad?". La personalidad del hombre se mantiene o se derrumba según su capacidad de conocer la verdad. Existen hoy biólogos, teóricos de la evolución y neurocientíficos que ponen en duda esta capacidad. Yo no puedo entrar ahora en este debate, pero sí quisiera decir algo al respecto: cualquier visión puramente espiritualista del hombre es hoy asumida por el naturalismo.

Pero para el naturalismo, sin embargo, el conocimiento no constituye lo que por él se entiende normalmente. El conocimiento, según el naturalismo, no nos instruye sobre la realidad, sino que consiste en adaptaciones útiles para la supervivencia en el ambiente en que nos desenvolvemos. Pero ¿cómo podemos saber esto si nosotros no podemos saber nada? Que el hombre es única y exclusivamente un ser natural y que procede de una vida infrahumana, constituye una idea letal para la autocomprensión del ser humano a no ser que se admita que su propia naturaleza ha sido creada por Dios, y que su origen se debe a un proyecto divino. Para esto no es necesario entender el proceso evolutivo —que, al igual que Darwin, prefiero entender de manera descendente— como un proceso teleológico, es decir, en forma tal que no acontece en él novedad alguna. Lo que desde la perspectiva de las ciencias de la naturaleza se ve como casualidad puede igualmente ser una intervención divina, que para nosotros es reconocible como un proceso dirigido a un fin. Dios obra igualmente a través de la casualidad o sirviéndose de las leyes de la naturaleza. Los biólogos hablan de "fulguración" y "emergencia" con objeto de conjurar lingüísticamente lo inexplicable. Creer en Dios significa disponer de un nombre para esa irrupción de lo nuevo —toda vez que en el fondo lo nuevo tan sólo se reduce a lo viejo—; ese nombre es "creación". La capacidad de verdad sólo se entiende como creación.

Quisiera acudir a un último ejemplo que justamente presupone la propia verdad de Dios, es decir, a una prueba sobre la existencia de Dios que, por así decirlo, es "resistente" a Nietzsche; precisamente a una prueba extraída de la gramática, y más en concreto del llamado futurum exactum.

El futurum exactum —el futuro segundo— en nuestra mente está ligado necesariamente con el presente. Decir algo de una cosa es decir que se realiza ahora, y tiene el mismo significado que si se hubiera producido en el futuro. En este sentido, cada verdad es eterna. Que en la tarde del 6 de diciembre del 2004 se hubieran reunido numerosas personas en la Escuela Superior de Filosofía de München para una conferencia sobre la racionalidad y la fe en Dios no sólo fue verdad aquella tarde, sino que siempre será verdad. Si hoy estamos aquí, mañana seguiremos habiendo estado aquí. Lo presente permanece siempre real como pasado del futuro presente. Pero, ¿con qué tipo de realidad? Podría decirse: está en las huellas mediante las cuales se produce esa influencia causal. Mas esas huellas se debilitarán progresivamente. Y huellas son solamente aquello que ellas han dejado tras sí mientras él mismo es recordado.

En la medida en que el pasado sea recordado, no es difícil responder a la cuestión de qué tipo de ser tiene. Precisamente tiene su realidad en su ser recordado. Sin embargo, el recuerdo cesa en algún momento, y en algún momento puede que ya no haya hombres sobre la tierra. También la tierra desaparecerá al fin. Que a un pasado corresponda siempre un presente de ese pasado tendría que obligarnos a decir: con el presente consciente —y el presente sólo es tal en tanto consciente— desaparece también el pasado y el futurum exactum pierde su sentido. Pero eso no lo podemos pensar así exactamente. La frase: "En un futuro lejano ya no será verdad que nosotros estuvimos reunidos esta tarde", carece de sentido. Esto no puede ser pensado. En efecto, si anteriormente no hubiéramos estado aquí, entonces tampoco podríamos decir que ahora estamos realmente aquí, como consecuentemente afirma también el budismo. Si la realidad presente alguna vez no ha sido, entonces en modo alguno es real. Así pues, quien rechaza el futurum exactum también rechaza el presente.

¿De qué tipo es esa realidad del pasado, el eterno ser verdadero de cada verdad? La única respuesta posible se expresa así: Tenemos que pensar una conciencia en la que todo lo que sucede es asumido, una conciencia absoluta. Ninguna palabra habrá dejado de ser pronunciada alguna vez, ningún dolor no sufrido ni ninguna alegría no vivida. Lo contingente podría no haber ocurrido, pero si hay realidad entonces el futurum exactum no se puede obviar, y con él el postulado de un Dios real. "Yo temo —escribía Nietzsche— que no podremos escaparnos de Dios ya que todavía creemos en la gramática". Así pues, nosotros no podemos menos de creer en la gramática. También Nietzsche pudo escribir lo que escribió solamente porque lo que él quería decir lo confiaba a la gramática.

47. LITERATURA, CULTURA Y FE: UN RETO PARA EL SIGLO XXI.

JUAN MANUEL DE PRADA

Conferencia pronunciada por Juan Manuel de Prada en el Acto de Apertura del Curso 2005 - 2006 en el Colegio Mayor Universitario de La Alameda (28-IX-2005)

Soljenitzin decía que Europa, después de las dos guerras mundiales, había enfermado con un ímpetu de automutilación y, ciertamente, si analizamos la historia de Europa en las últimas décadas nos damos cuenta cómo los síntomas de esta enfermedad, de esta curiosa enfermedad de automutilación se multiplican.

Vemos cómo Europa ha perdido confianza a través de manifestaciones tan claras como por ejemplo el descenso de la natalidad. Vemos cómo ha perdido la confianza a través de fenómenos tan evidentes como la pérdida de fe, en el sentido religioso de la palabra. Vemos la pérdida de capacidad para concederle a la vida una visión trascendente; vemos también cómo el bienestar económico, la prosperidad, ha provocado también una especie, digámoslo así, de relajación en los espíritus, de desgana, de apatía, de hastío; es un hastío metafísico, casi podríamos decir. Y en líneas generales, yo creo que a Occidente, y repito, más concretamente a Europa, parece como si le hubiese atacado un síndrome, una especie de gangrena que la paraliza y que, sobre todo, no le concede capacidad de reacción.

En este caldo de cultivo ha florecido lo que a mi modo de ver es la gran lepra de nuestro tiempo; una lepra que se está extendiendo a velocidad galopante en estos albores del siglo XXI, que es lo que se ha dado en denominar relativismo. Es un concepto, como la propia palabra indica, suficientemente difuso para que uno no sepa exactamente a lo que se refiere, pero que aquí trataremos de diseccionar.

El relativismo nace de la falta de fe en el futuro. Hemos dejado de creer en la posibilidad de una renovación material-espiritual. Estamos conformes con este bienestar del que disfrutamos, y esto hace que cunda entre nosotros una suerte de escepticismo, una especie de satisfacción un poco cetrina con los bienes materiales, con las comodidades que nuestra sociedad ha alcanzado a través del progreso, y eso ha hecho que esos progresos espirituales, que también son necesarios para la humanidad, hayan dejado de interesarnos.

Al dejar de tener confianza en el futuro, en las posibilidades del futuro, surge también una especie de desconfianza hacia lo que podríamos llamar la persecución de la verdad. Todo sistema filosófico, toda escuela de vida persigue algún tipo de verdad. Naturalmente, nadie está en esta posesión de la verdad, y quienes creen estarlo son los fanáticos, pero quien no aspira a encontrar la verdad ha dejado de ser hombre.

Yo creo que una de las fatalidades de nuestra época precisamente es esta: que no solamente hemos dejado de creer en la existencia de una verdad, de un absoluto, sino que incluso hemos llegado a concebir la idea -la monstruosa idea- de que la labor de buscar la verdad es en sí misma una labor fundamentalista, integrista, de tal manera que, al avergonzarnos de la posibilidad de que exista una verdad, todo deja automáticamente de tener sentido, todo automáticamente es discutible, todo automáticamente puede entrar en controversia, y ya no sólo en controversia, sino también en cambalache, en trueque. Las ideas se convierten en algo fungible, son como una calderilla que pasa de unas manos a otras, y dejan de tener esa solemnidad, esa grandeza que tenían cuando perseguían la existencia de una verdad. Ésta, como digo, es una de las características evidentes de nuestra época.

Y cuando a una sociedad espiritualmente empieza a corromperle esta enfermedad, cuando deja de creer en el futuro y deja de creer en la posibilidad de alcanzar una verdad, naturalmente surgen todo tipo de mistificaciones.

A la cultura occidental, a lo que podríamos llamar cultura cristiana (aunque esto ya prácticamente estaría mal visto decirlo, dado el estado de las cosas), de repente le han surgido una serie de conflictos interiores que tienen que ver precisamente con esta incapacidad para intentar alcanzar la verdad. Y así, por ejemplo, hemos empezado a avergonzarnos de nuestras conquistas en el plano cultural, en el plano ideológico, en el plano social, en el plano político. Hemos dejado de tener la capacidad de considerar que esos frutos de nuestra cultura, esos frutos ideológicos, esos frutos de pensamiento, tienen un valor intrínseco, un valor verdadero.

En cierto modo, empieza surgir en nuestras sociedades una especie de complejo de culpa, que ya no sólo se extiende a una necesaria consideración de los males que nuestra cultura haya podido infligir a otras culturas, sino que incluso llega a considerar que nuestra cultura es peor que otras culturas precisamente porque ha cometido esos errores, siendo incapaz de distinguir que, junto a esos errores, existen otros muchos beneficios que nuestra cultura ha logrado exportar, porque son creaciones propias de Occidente, creaciones eminentes que han hecho que la vida sea algo mejor en líneas generales. Éste, como digo, el estado de las cosas en Europa, a mi modo de ver. Ante una situación como ésta, surgen lo que podríamos denominar los problemas de la desvinculación.

Desde el momento en el que dejamos de creer en la cultura en la que hemos crecido, en la cultura que nos justifica, en la cultura que es, en cierto modo, nuestra genealogía espiritual, e incluso nos avergonzamos de ella porque pensamos que es una cultura sometedora, engreída e infatuada, surge en las sociedades europeas un curioso fenómeno que podríamos denominar fenómeno de desvinculación.

Por este fenómeno, las personas dejan de sentirse como eslabones de una cadena, como herederas de una tradición y portadoras de una llama que se proyecta hacia el futuro (antes decíamos que hemos dejado de creer -de tener confianza- en el futuro). Desde ese momento en el que estamos desvinculados del pasado e incapaces de afrontar el futuro, nuestra existencia se convierte en un caos banal, en una sucesión de días sin mayor sentido, o con un sentido puramente utilitario.

Tratamos de llenar nuestros días satisfaciendo una serie de gustos, de apetencias; tratamos, sobre todo, de espantar la zozobra de ese vacío que nosotros mismos nos hemos creado. Todo ello convierte nuestra vida en una especie de aguachirle; todo es muy blando todo es muy inconsistente. Creo que este es el fenómeno fundamental del relativismo, que se aprecia en todos los ámbitos de la vida.

Si nos fijamos, por ejemplo, en el ámbito educativo, observaremos cómo aquellas disciplinas que tienen más que ver con la explicación de nuestra genealogía espiritual dejan de tener protagonismo. Se retraen, como caracoles en su concha, hasta convertirse casi en unos vagos rudimentos que dejan en sí mismos de tener valor y que, poco a poco, se van mistificando, hasta el extremo de que al final la historia se convierte en una especie de zurriburri, visto desde los ojos de nuestro tiempo. Así, los actos del pasado se condenan desde la mirada de nuestro tiempo, lo cual es una aberración absoluta desde el punto de vista intelectual. Pero es algo que se impone.

Todas estas disciplinas que tienen que ver con nuestra genealogía espiritual son gibarizadas, por emplear un término metafórico. Esto ocurre en general con todas las humanidades, de forma especialmente lastimosa con disciplinas que, a mi modo de ver, constituyen la médula de nuestra cultura, como puede ser, por ejemplo, el latín. Y ocurre, claro está, con la religión.

La religión, no olvidemos, nace de un acontecimiento trascendente que requiere para su comprensión de la fe. Pero no olvidemos tampoco que la religión es un hecho cultural, y que ese acontecimiento trascendente, desligado de esa tradición cultural, de las aportaciones culturales que han tratado de explicarlo, de alabarlo o de engrandecerlo a través del arte y a lo largo de los siglos, resulta ininteligible. De tal manera que nuestros niños, nuestros jóvenes, al ser despojados de esa tradición cultural, al ser saqueados, en cierto modo se convierten en huérfanos, son arrojados a la intemperie, que es lo que yo creo que persigue esta sibilina degeneración educativa que estamos sufriendo.

Este fenómeno de desvinculación, como decía, se aprecia en muchos ámbitos de la vida, no sólo en los citados hasta ahora. Lo estamos viendo también en la que es una de las células primordiales de la sociedad y, desde luego, en una de las instituciones jurídicas sobre las que se levanta el edificio social, que es la familia.

Evidentemente, la familia es un baluarte contra el relativismo, porque nosotros nacemos y crecemos en una familia, y la familia nos concede esa perspectiva de la que hablaba antes. Nos enseña que nuestro paso por la tierra tiene un sentido, y otorga una duración a nuestra vida que va más allá de las fronteras puramente físicas de ésta, porque nos muestra cómo antes que nosotros estaban nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros bisabuelos... Cobramos conciencia de esa transmisión, de que somos eslabones de una cadena. Naturalmente, la familia es además un impulso hacia el futuro; es -digámoslo así- el invernadero donde se fortalecen nuestras facultades para que el futuro vuelva a ser algo que verdaderamente tiene sentido.

Por supuesto, la familia es el gran enemigo del relativismo que hoy en día triunfa. Y así, vemos cómo la familia es atacada por todos los flancos. En primer lugar, proponiendo nuevas formas de organización familiar. En segundo lugar, intentando demostrar lo que ya se llama "familia tradicional", como si pudiera existir una familia que no fuera tradicional, cuando la familia trata precisamente de convertir la vida en una tradición, en un paso (utilizando el término traditio etimológicamente).Evidentemente, no puede existir una familia que no sea tradicional.

De manera que -como se puede observar- los ataques del relativismo a lo que podrían ser los baluartes transmisores de una cultura que dé significación a nuestra vida y que nos permita contemplar el futuro con confianza, son muy variados.

Otro de estos ataques, que creo que es especialmente pernicioso y que -en cierto modo- está ligado con los ya mencionados (pues el relativismo, a pesar de que es un gran aguachirle en el que parece que nada tiene sentido, también obra con unas intenciones aviesas, escondidas pero plenamente significadas) es lo que podríamos denominar la destrucción del derecho. Este fenómeno es muy peligroso, y quizá estemos asistiendo a él sin prestarle la atención que merece.

El derecho se expresa de forma nítida a través de unas leyes positivas, de unas leyes plasmadas por el legislador sobre el papel, de unas leyes que se aplican en nuestras relaciones diarias; y el derecho, desde un punto de vista positivo, lo que busca es regular las relaciones sociales en busca de un bien, de un bien individual y colectivo. Pero, naturalmente, este derecho solamente tiene sentido si está vinculado a un derecho inmanente, a un derecho que es previo al derecho positivo e incluso previo a la organización social. Un derecho que, en cierto modo, tiene que ver con esa verdad de la que hablábamos al principio y que, repito, no es una posesión, sino algo que perseguimos.

Naturalmente, el relativismo no soporta la idea de que las leyes estén fundadas en un derecho natural, en un derecho previo a la organización política, porque el relativismo busca un nuevo absolutismo, un nuevo totalitarismo, en el cual esa verdad deja de existir y es sustituida por la voluntad de la mayoría o, al menos, de quienes creen que ostentan la mayoría. Y está claro que ésta es otra de las manifestaciones más evidentes de este relativismo que hoy en día nos corrompe.

Desde el momento en que este derecho que deja de tener su base en lo que podríamos llamar un ordenamiento inmanente, en algo que está ahí, que es una verdad que existe previamente a las leyes y a la organización social, esas leyes pueden volverse incluso contra el Derecho con mayúscula. Y así, estamos asistiendo a fenómenos en los cuales, a través de las leyes, podemos destruir el orden moral previo al derecho, bien destruyendo la familia, bien destruyendo la vida, o bien vendiéndole a la gente esa idea quimérica y absurda de que ellos son los amos absolutos de su vida porque no existe una instancia superior que merezca mayor crédito que la propia voluntad del individuo. Todos estos fenómenos tienen mucho que ver con el relativismo, con la desvinculación del hombre de una tradición cultural, intelectual y moral que lo precede.

De manera que hemos visto ya tres manifestaciones muy evidentes, muy sibilinas, pero que se están introduciendo en nuestra vida sin que nos demos cuenta y contra las cuales parece que no tenemos armas para combatir…

Pero yo creo que sí las tenemos. Una de esas armas –yo diría que la fundamental- es el apetito que siempre ha sentido el hombre por algo que lo desborda. Yo creo que si algo nos explica a los seres humanos es precisamente que (quizá en nuestro afán de perdurar, quizá en nuestra insatisfacción porque no podemos entender que todos nuestros afanes, nuestros desvelos, las grandes obras que queremos hacer a lo largo de nuestra vida perezcan con nosotros) desde el principio de los tiempos hemos alumbrado una llama sagrada que nos obliga a ser inmortales, y nos obliga porque está inscrito en nuestra naturaleza. El hombre necesita ser inmortal. Y, naturalmente, cuando surge este deseo de ser inmortal, esos pilares movedizos, esos pilares de falsa solidez sobre los que se apoya el relativismo, se empiezan a derrumbar.

Tengo el absoluto convencimiento de que si en esta batalla en sordina –no cruenta como las de antaño, sino silenciosa e invisible, pero cada día más presente en nuestra sociedad- que se está produciendo hoy en Europa entre el relativismo y la posibilidad de una vida volcada hacia la trascendencia, algún día el relativismo cae derrotado, será precisamente porque los europeos cobremos conciencia de que ese hecho trascendente, que ilumina y da impulso nuestra vida, tiene un sentido más fuerte y, además, una tradición cultural fuerte, frente a esta tradición cultural débil surgida de la nada, que es la que se nos vende en nuestra época.

Creo esto porque creo el cristianismo –y a esto vamos tratando de ahondar en el asunto que da título a esta conferencia- nos aporta, en primer lugar, una justificación a esa llama de la que hablaba antes que alumbra dentro de nosotros, pero además nos aporta también una justificación que tiene mucho que ver con nuestra propia cultura, que nos enseña a aceptarla y a sentirnos orgullosos de ella.

Hay una serie de conquistas a las que me refería antes – de tipo social, ideológico, político- de las que con frecuencia los europeos nos avergonzamos. Todas estas conquistas, en contra de lo que se quiera decir hoy en día, tienen su raíz y han sido modeladas precisamente por la tradición cultural cristiana, lo cual se suele olvidar. Así ocurre, por ejemplo, cuando se apela a la dignidad del hombre.

El concepto de dignidad del hombre, al igual que el reconocimiento de los derechos del hombre, se nos vende muchas veces como un concepto propio de la Ilustración, de la Revolución Francesa, etc. Esto es absolutamente falso. Naturalmente, el concepto de dignidad del hombre sólo podía darse en una cultura en la cual Dios se hace hombre, y desde el momento en que Dios se hace hombre, al convertirse el hombre, digámoslo así, en recipiente de la divinidad, alcanza la dignidad máxima. Por tanto, el concepto de dignidad del hombre solamente podía tener sentido en una cultura como la cristiana. Esto es algo que suele manipularse, presentándose la evolución de los derechos humanos como algo desgajado de nuestra tradición cristiana, lo cual, como digo, es algo absolutamente falso.

Grandes logros de orden social y político que ha logrado Europa no serían comprensibles sin esta tradición cristiana. Pensemos, por ejemplo, en lo que es la separación entre Iglesia y Estado. Es algo que, evidentemente, malinterpretó el cristianismo durante siglos, pero esa idea está ya presente en los Evangelios. Lo que ocurre es que, en nuestra época, esta idea que tan fructífera puede ser tanto para la Iglesia como para el Estado, ha sido malinterpretada. Así, en Europa se llama separación entre Iglesia y Estado a algo que es totalmente distinto, que es la separación entre política y moral.

En Europa, la separación entre política y moral se disfraza de separación entre Iglesia y Estado, y son cosas muy distintas. Naturalmente, la separación entre Iglesia y Estado es deseable, pero me parece muy indeseable, y un fenómeno muy propio del relativismo, la separación entre política y moral.

Chesterton tenía una definición maravillosa de los Estados Unidos. Decía que eran una nación con el alma de una iglesia. Si nos fijamos en el nacimiento de los Estados Unidos resulta muy interesante, porque ya surgen, a diferencia de Europa, con el concepto de la separación entre Iglesia y Estado; es decir: jamás el Estado ha tenido una vinculación con ninguna de las múltiples iglesias que allí se asentaron desde su fundación. Sin embargo, desde el comienzo de su nacimiento, en los Estados Unidos tuvieron muy claro que la política no podía estar separada de la moral, porque esa política no tendría sentido. Por eso Chesterton dice que es una nación con el alma de una iglesia: porque, a pesar de que allí haya decenas o cientos de iglesias, todos los ciudadanos están íntimamente unidos en esa convicción de que la ordenación política de la sociedad tiene que tener una inspiración de tipo moral o religioso, en el amplio sentido de la palabra.

En Europa, por el contrario, durante muchos siglos no estuvieron separados Iglesia y Estado, pero cuando se separaron, creo que lo hicieron del modo más nefasto posible: creando esa escisión entre política y moral. De esta manera, al ser la política algo absolutamente ajeno a una serie de conceptos morales previos, creo que poco a poco ha ido degenerando en esta situación de la que estoy hablando.

No quiero ser excesivamente pesimista y pintarles un cuadro demasiado negro de nuestra situación, pues creo que no sería justo, entre otras razones porque creo que sí hay motivos para la esperanza.

Hay una frase extraordinaria –por volver a citar a Chesterton- que habla de cómo lo religioso irrumpe en su vida, de cómo al principio lo religioso se convierte en él en una mera curiosidad intelectual. Él incluso llega a mencionar que siente atracción hacia la religión católica, a la cual terminaría convirtiéndose cuando empezó a ver cómo los intelectuales de su época, tan enfrentados casi siempre por razones de tipo estético, de tipo ideológico, en cambio coincidían todos en el varapalo a la Iglesia Católica. Eso le incitó a él, por curiosidad al principio y luego por fascinación, a intentar defenderla, en vez de atacarla.

Chesterton nos cuenta cómo durante este periodo de curiosidad intenta desmontar un poco esa especie de gran marasmo en el que la crítica a la Iglesia católica se había convertido en moneda de curso frecuente, y además, moneda que daba prestigio en los ambientes intelectuales de la época. Como se puede ver los ambientes intelectuales de aquella época y de ésta han cambiado muy poco.

Después de esa fase de curiosidad, él siente en un determinado momento que, al irse aproximando a la Iglesia católica, siente una fascinación de tipo intelectual, de tipo cultural. Y, claro, frente a una religión como es la anglicana -que es una religión que prácticamente surge por conveniencias políticas y que tiene una tradición muy pobre-, de repente, alguien que ha sido educado en ella experimenta el deslumbramiento de la tradición cultural católica. Experimenta esa fascinación absoluta que a cualquier persona con una mínima sensibilidad estética le produce todo el arte en sus más variadas manifestaciones, que ha sido creado como una ofrenda a Dios en la religión católica.

Todo esto, produce en él una extraordinaria conmoción. Él nos dice que, en su proceso de aproximación al catolicismo, llegará a un momento en el que se siente como un niño que retoza en un prado y que, cada día, descubre en sus retozos una flor nueva, un animal que no conocía, un paisaje distinto.

Esta impresión de alborozo que nos muestra Chesterton es algo que yo también he sentido al descubrir, ya no solamente la religión como acontecimiento de fe, sino también la religión como hecho cultural. En una época como la nuestra, en la que nos sentimos huérfanos, desasistidos, como moléculas en un universo inabarcable; en una época en la que, en definitiva, nos sentimos desvinculados de una tradición y condenados a ese zurriburri del relativismo; en una época como ésta, yo creo que el cristianismo nos ofrece una tradición cultural extraordinariamente rica que explica nuestra genealogía espiritual y que, desde luego, fortalece nuestra confianza en el futuro.

Durante muchos siglos, el cristianismo fue el motor, el impulsor de las artes. Pensemos en las grandes catedrales góticas, esas catedrales que cantaba Víctor Hugo en Nuestra Señora de Paris. En un capítulo prodigioso, cuenta que esas catedrales dejaron de ser construidas el día que el hombre dejó de creer en lo que esas catedrales significaban y, en cierto modo, él explicaba la decadencia de Occidente porque esas catedrales habían dejado de ser construidas.

Desde esas grandes catedrales góticas hasta la Divina Comedia de Dante, pasando por el mejor arte de los grandes maestros, todo eso ha existido, existe, y seguirá existiendo única y exclusivamente gracias al cristianismo. Creo que tenemos que ser conscientes de que cuando se produjo una ruptura entre la cultura, el arte y la religión, tenemos que reconocer –a mi modo de ver- que el arte entró en una fase de decadencia. Esto quizá ocurrió porque el arte también dejó de creer en la existencia de una verdad. Desde ese momento quizá dejó de creer en el fin último de toda belleza. Así, el arte se convirtió en un admirable pasatiempo, en un juego más o menos virtuoso. Creo que el arte perdió su esencia, lo que verdaderamente lo justifica. Esta es mi impresión.

Al desvincularse el arte de esa búsqueda de una verdad, termina convirtiéndose en arte decorativa. Yo creo que una de las grandes tragedias de nuestra literatura contemporánea, de nuestro arte contemporáneo, es que –en líneas generales- lo que busca es una especie de complacencia de tipo estético, proporcionar un entretenimiento, pero nada más. Detrás de ese velo, de esa apariencia más o menos agradable, no hay nada, y creo sinceramente que ese vacío que se oculta detrás del arte contemporáneo está también el hastío de nuestra época. Naturalmente, estoy generalizando: no quiero decir con esto que todo se una porquería, que nada valga nada.

Hemos dejado de creer en la posibilidad de una verdad y, por tanto, también nuestras manifestaciones artísticas son lánguidas, son débiles, no tienen detrás una idea fuerte que las sostenga. Yo creo que ese es uno de los grandes dramas de nuestro tiempo. Por eso creo que es muy importante que intentemos recuperar esa tradición cultural, que entendamos que esa tradición cultural sigue estando vigente, sigue siendo válida para nuestro tiempo, y que intentemos que, a través de ella, nuestra época cambie (primero, desde luego, en el aspecto artístico, en el aspecto intelectual, pero luego también en el aspecto social).

Creo que Europa no volverá a recuperar su brío mientras no asuma que tiene que volver la mirada a Dios, que tiene que volver la mirada a su tradición cultural. Y en el momento en el que deje de renegar de lo que íntimamente es, en el momento en el que acepte esa tradición cultural, creo que Europa podrá volver a ser lo que en algún momento fue.

Naturalmente, cuando se exponen estas ideas así, desnudamente, como se las estoy exponiendo yo a ustedes, automáticamente es tildado uno de toda la artillería de insultos y vituperios que nuestra época suele destinar a quienes se atreven a decir esta cosas. Naturalmente, te conviertes en un retrógrado, en un reaccionario, incluso te conviertes en un fascista. Digamos que todos estos piropos son los que el pensamiento dominante y los repartidores de bulas dispendan a quienes se atreven a mencionar estos asuntos.

Está claro que mencionar estos asuntos es difícil, precisamente porque uno de los efectos del relativismo -que quienes lo sufren lo toman por un efecto benéfico pero que, en realidad, es un efecto anestesiante- es que infunde en las personas un sentimiento de satisfacción, de complacencia. Por ello es tan difícil el combate contra el relativismo, porque las personas se sienten a gusto con lo que tienen, precisamente porque han sido desligadas de una tradición y, por tanto, han sido desligadas de la capacidad para afrontar esa búsqueda de la verdad a la que nos referíamos antes. Desde ese momento, las personas se sienten satisfechas en lo que son; no saben exactamente lo que son, pero se sienten cómodas.

Yo creo que el éxito de todos los totalitarismos se explica precisamente porque conceden un simulacro de bienestar a sus súbditos, les da una idea de que esa sociedad en la que viven es la mejor posible. Y, naturalmente, la inteligencia del relativismo es que convierte en tirano al individuo, a diferencia de los totalitarismos clásicos, en donde existía un tirano paternal que trataba de que sus hijos no se le desmandasen.

El individuo se siente como un monarca absoluto de sí mismo, siente que puede hacer con su vida lo que le dé la gana. No hay ningún tipo de trabas, no hay ningún tipo de cortapisas, todo es extraordinariamente amoral, de tal manera que uno puede hacer lo que quiere. Esto, naturalmente, complace a la sociedad. No sólo le complace, sino que además la sociedad está dispuesta a luchar por eso, porque se cree que ese es el estado idílico del ser humano.

Naturalmente, denunciar esta situación te convierte en un proscrito, te condena al ostracismo. Pero creo que nuestra misión, a fin de cuentas, es tratar de ser divulgadores de la verdad; de la verdad –repito- no como posesión, sino como un fin que nos permita romper las cadenas. Por eso a mí me gusta hablar de estos temas, que son temas bastante antipáticos y que me están dando muy mala fama. Pero, sinceramente, creo que el único destino noble de una persona en nuestro tiempo, es la intemperie, es el ostracismo. Ese otro destino en el redil, ese destino gregario al que nos quiere imponer nuestra época, es el destino más triste y más esclavizado que pueda hoy en día asumir una persona.

A través de mi trabajo de escritor, he tenido ocasión de reflexionar sobre estos asuntos y de descubrir un poco su fondo de verdad. Yo creo que en el mundo en el que yo me muevo –en el mundo de los escritores, de los artistas- , esta lepra de nuestra época que es el relativismo, triunfa de una forma especialmente galopante.

¿Por qué? Porque, evidentemente, en esta especie de gran zurriburri que es el relativismo, un arte, una literatura sin ideas de fondo, sin ideas fuertes, garantiza una de las características de nuestro tiempo, que es eso que he dicho antes de que el hombre se convierte en un monarca absoluto. Pues bien, en el arte, el artista se convierte en un monarca absoluto: todo vale, todo tiene, de repente, el mismo valor. El mismo valor tiene una persona con un conocimiento de las figuras retóricas y que, por tanto, domina los secretos del lenguaje y puede crear belleza a través de esas figuras, que quien las ignora por completo y se limita a redactar o a soltar lo que se le pasa por la cabeza sin demasiado orden ni concierto...

Todo tiene el mismo valor y, naturalmente, cuando todo tiene el mismo valor, nada tiene valor. Este es uno de los graves problemas de nuestro tiempo desde el punto de vista artístico, intelectual, cultural.

Cuando nada tiene valor, se entroniza y se convierte en modelo lo más absurdo, lo más disparatado, lo más pedestre, a veces, lo más abyecto. Y esto creo que está muy presente en nuestra época. Cuando uno coge un suplemento cultural y lee la lista de libros más vendidos y se encuentra con los libros que hoy en día la gente devora con fruición, se queda verdaderamente asustado, porque se da cuenta de que ninguno de esos libros le ofrecen a la gente nada, más que un entretenimiento rastrero, pedestre. Esas personas cierran esos libros y su vida sigue siendo exactamente la misma, esos libros no han inmutado para nada su vida, cuando la verdadera misión del arte es arañarnos, trastornarnos, introducir en nuestra vida un componente de desasosiego, de búsqueda, de duda, que la transforme. Cuando el arte no nos proporciona eso, el arte es puro pasatiempo y, por tanto, no es arte.

Contra esta situación, creo que solamente es posible esto que he dicho: una recuperación de nuestra tradición cultural, que no tiene que ser una recuperación nostálgica sino que, por el contrario, tiene que ser una recuperación en el sentido con el que comentaba antes estas palabras: volcada hacia el futuro, una recuperación renovadora.

Esa tradición de siglos no puede morir. Desde luego, los apóstoles del relativismo quieren que muera, quieren verla sepultada. Pero quienes no somos del todo relativistas, siempre hemos creído en la posibilidad de la resurrección. Muchas gracias a todos por su atención.

48. LOS CALAMARES DEL NIÑO 

ARTURO PÉREZ-REVERTE, EL SEMANAL


Hay criaturas por las que no lloraré cuando suenen las trompetas del
Juicio. Niños que anuncian desde muy temprano lo que serán de
mayores. A veces uno está paseando, o sentado en una terraza, y los
ve pasar apuntando en agraz maneras inequívocas. Adivinados en ellos
la inevitable maruja de sobremesa televisiva -ayer vi reconciliarse
a dos hermanas en directo y eché literalmente la pota- o la viril
mala bestia correspondiente. Dirán ustedes que ellos no tienen la
culpa, etcétera. Que los padres, la sociedad y todo eso los malean,
y tal. Pero qué quieren que diga. En cuestiones de culpa, denle
tiempo a un niño y también él tendrá su cuota propia, como la
tenemos todos. Sólo es cuestión de plazos. De que se cumplan los
pasos y rituales que se tienen que cumplir.

El zagal que veo en el restaurante tiene nueve o diez años, que ya
va siendo edad, y se parece al padre, sentado a su vera: moreno,
grandote y vulgar de modos y maneras. La madre pertenece al mismo
registro. Todos visten ropa cara, por cierto. Colorida y vistosa.
Sobre todo la madre, una especie de Raquel Mosquera vestida de
Paulina Rubio y con toquecitos de Belén Esteban en el maquillaje y
en la parla. La familia ocupa una mesa contigua a la mía, junto al
gran ventanal de un restaurante popular de Calpe, situado junto al
puerto. Y al niño acaban de traerle calamares a la romana. De no ser
porque su cháchara maleducada, chillona e interminable, a la que
asisto impotente desde hace veinte minutos, ya me tiene sobre aviso,
la manera en que ahora maneja el tenedor me dejaría boquiabierto. El
pequeño cabrón -nueve o diez años, insisto- agarra el cubierto al
revés, con toda la mano cerrada, y clava los calamares a golpes
sonoros sobre el plato, como si los apuñalara. Observo discretamente
al padre: mastica impasible, bovino, observando satisfecho el buen
apetito de su hijo. Luego observo a la madre: tiene la nariz hundida
en el plato, perdida en sus pensamientos. Tampoco sería difícil, me
digo, con la edad que tiene ya su puto vástago, enseñarle a manejar
cuchara, cuchillo y tenedor. Pero, tras un vistazo detenido al
careto del progenitor, comprendo que, para hacer que un hijo maneje
correctamente los cubiertos, primero es necesario creer en la
necesidad de manejar correctamente los cubiertos. Y por la expresión
cenutria del fulano, por su manera de estar, de mirar alrededor y de
dirigirse a su mujer cuando le habla, tal afán no debe de hallarse
entre las prioridades urgentes de su vida. En cuanto a la madre,
cómo maneje el crío los cubiertos, o cómo los manejen el padre o el
vecino de la mesa de al lado, parece importarle literalmente un
huevo.

Tras un eructo infantil jaleado con suma hilaridad por el conjunto
familiar -después de reír, eso sí, el papi parece amonestarlo en voz
baja, a lo que la criatura responde sacando la lengua y poniendo
ojos bizcos- llega la paella. Y, tras deleitar al respetable con el
uso del tenedor, el indeseable enano exhibe ahora su virtuosismo en
el manejo de la cuchara agarrada con toda la mano exactamente junto
a la cazoleta, alternando la cosa con tragos sonoros del vaso de
cocacola sujeto con ambas manos y vuelto a dejar sobre la mesa con
los correspondientes granos de arroz adheridos al vidrio. Tan
maleducado, tan grosero como el padre y la madre que lo parieron. Y
así continúa el dulce infante, a lo suyo, camino de los postres, en
esa deliciosa escena española de fin de semana, una familia más,
media, entrañable, con su hipoteca, y su tele, y su coche aparcado
en la puerta, como todo el mundo. Y yo, que gracias a Dios he
terminado, pido mi cuenta, la pago y me levanto mientras pienso que
ojalá caiga un rayo y los parta a los tres, y les socarre la paella.
Y ustedes dirán: vaya con el gruñón del Reverte, a ver qué le
importará a él que el niño se coma los calamares así o asá, peazo
malaje. A él qué le va ni le viene. Pero es que no estoy pensando en
la paella, ni en el restaurante, ni en los golpes del tenedor sobre
los calamares. Aunque también. Lo que pienso, lo que me temo, es que
dentro de unos años ese pequeño hijo de puta será funcionario de
Ayuntamiento, o guardia civil de Tráfico, o general del Ejército, o
empleado de El Corte Inglés, o juez, o fontanero, o político, o
ministro de Cultura, o redactor del estatuto de la nación murciana;
y con las mismas maneras con las que ahora se comporta en la mesa,
cuando yo caiga en sus manos me va a joder vivo. Por eso hoy me
cisco en sus muertos más frescos. ¿Comprenden? En defensa propia.

49. FRASE, CECILIA ROTH

Actriz argentina en El País

"El mejor psicoanálisis son los hijos. Con ellos, por primera vez, sabes qué carajo estás haciendo aquí".

50. CUADRILLA DE GOLFOS APANDADORES, UNOS Y OTROS

Arturo Pérez-Reverte publicado en XL-Semanal.


Refraneros casticistas analfabetos de la derecha. Demagogos iletrados de la izquierda. Presidente de este Gobierno. Ex presidente del otro. Jefe de la patética oposición. Secretarios generales de partidos nacionales o de partidos autonómicos.. Ministros y ex ministros -aquí matizaré ministros y ministras- de Educación y Cultura. Consejeros varios. Etcétera.

No quiero que acabe el mes sin mentaros -el tuteo es deliberado- a la madre. Y me refiero a la madre de todos cuantos habéis tenido en vuestras manos infames la enseñanza pública en los últimos veinte o treinta años. De cuantos hacéis posible que este autocomplaciente país de mierda sea un país de más mierda todavía.


De vosotros, torpes irresponsables, que extirpasteis de las aulas el latín, el griego, la Historia, la Literatura, la Geografía, el análisis inteligente, la capacidad de leer y por tanto de comprender el mundo, ciencias incluidas. De quienes, por incompetencia y desvergüenza, sois culpables de que España figure entre los países más incultos de Europa, nuestros jóvenes carezcan de comprensión lectora, los colegios privados se distancien cada vez más de los públicos en calidad de enseñanza, y los alumnos estén por debajo de la media en todas las materias evaluadas.


Pero lo peor no es eso. Lo que me hace hervir la sangre es vuestra arrogante impunidad, vuestra ausencia de autocrítica y vuestra cateta contumacia. Aquí, como de costumbre, nadie asume la culpa de nada. Hace menos de un mes, al publicarse los desoladores datos del informe Pisa 2006, a los meapilas del Pepé les faltó tiempo para echar la culpa de todo a la Logse de Maravall y Solana -que, es cierto, deberían ser ahorcados tras un juicio de Nuremberg cultural-, pasando por alto que durante dos legislaturas, o sea, ocho años de posterior gobierno, el amigo Ansar y sus secuaces se estuvieron tocando literalmente la flor en materia de Educación, destrozando la enseñanza pública en beneficio de la privada y permitiendo, a cambio de pasteleo electoral, que cada cacique de pueblo hiciera su negocio en diecisiete sistemas educativos distintos, ajenos unos a otros, con efectos devastadores en el País Vasco y Cataluña.


Y en cuanto al Pesoe que ahora nos conduce a la Arcadia feliz, ahí están las reacciones oficiales, con una consejera de Ed ucación de la Junta de Andalucía, por ejemplo, que tras veinte años de gobierno ininterrumpido en su feudo, donde la cultura roza el subdesarrollo, tiene la desfachatez de cargarle el muerto al «retraso histórico». O una ministra de Educación, la señora Cabrera, capaz de afirmar impávida que los datos están fuera de contexto, que los alumnos españoles funcionan de maravilla, que «el sistema educativo español no sólo lo hace bien, sino que lo hace muy bien» y que éste no ha fracasado porque «es capaz de responder a los retos que tiene la sociedad», entre ellos el de que «los jóvenes tienen su propio lenguaje: el chat y el sms». Con dos cojones.

Pero lo mejor ha sido lo tuyo, presidente -recuérdame que te lo comente la próxima vez que vayas a hacerte una foto a la Real Academia Española-. Deslumbrante, lo juro, eso de que «lo que más determina la educación de cada generación es la educación de sus padres», aunque tampoco estuvo mal lo de «hemos tenido muchas generaciones en España con un bajo rendimiento educativo, fruto del país que tenemos»

Dicho de otro modo, lumbrera: que después de dos mil años de Hispania grecorromana, de Quintiliano a Miguel Delibes pasando por Cervantes, Quevedo, Galdós, Clarín o Machado, la gente buena, la culta, la preparada, la que por fin va a sacar a España del hoyo, vendrá en los próximos años, al fin, gracias a futuros padres felizmente formados por tus ministros y ministras, tus Loes, tus educaciones para la ciudadanía, tu género y génera, tus pedagogos cantamañanas, tu falta de autoridad en las aulas, tu igualitarismo escolar en la mediocridad y falta de incentivo al esfuerzo, tus universitarios apáticos y tus alumnos de cuatro suspensos y tira p'alante.

Pues la culpa de que ahora la cosa ande chunga, la causa de tanto disparate, descoordinación, confusión y agrafía, no la tenéis los políticos culturalmente planos. Niet. La tiene el bajo rendimiento educativo de Ortega y Gasset, Unamuno, Cajal, Menéndez Pidal, Manuel Seco, Julián Marías o Gregorio Salvador, o el de la gente que estudió bajo el franquismo: Juan Marsé, Muñoz Molina, Carmen Iglesias, José Manuel Sánchez Ron, Ignacio Bosque, Margarita Salas, Luis Mateo Díez, Álvaro Pombo, Francisco Rico y algunos otros analfabetos, padres o no, entre los que generacionalmente me incluyo.
Qué miedo me dais algunos, rediós. En serio.

Cuánto más peligro tiene un imbécil, que un malvado.

51. ENTREVISTA A RENÉ GIRARD, PENSADOR, ANTROPÓLOGO DE LA RELIGIÓN


´El cristianismo es la verdadera globalización´. Desde la publicación de sus primeras obras, René Girard ha conmocionado el mundo cultural de la misma manera que Gandhi lo hizo con el político por su radical defensa de la no violencia. René Girard es uno de los pensadores más influyentes de la actualidad. Sus ensayos sobre antropología religiosa, su especialidad, han provocado fuertes polémicas, especialmente en Francia, su país de origen. Ahora publica en España ´Veo a Satán caer como el relámpago´ (Anagrama), y vuelve a incidir en el papel de las víctimas.

21/11/2003:

Por CHRISTIAN MAKARIAN


René Girard ha dedicado años y estudios a analizar las religiones desde el punto de vista de la antropología. En esta entrevista, René Girard habla del carácter "no violento" de la Biblia, una característica que, en su opinión, la diferencia de los mitos y del resto de religiones, tal como afirma en su ensayo "Veo Satán caer como el relámpago", de reciente aparición.


-Ha inventado usted prácticamente una disciplina curiosa: la antropología de la religión. ¿Nos podría dar una explicación escueta?


-La antropología que intento desarrollar es específica de la religión. Se basa en el crimen fundador y en todo lo que ello comporta. A partir de ahí, me intereso por las reglas originales de nuestra cultura, que reposa esencialmente sobre los ritos y las prohibiciones, y también por nuestras instituciones, que son un producto indirecto de lo religioso. Ahora bien, por más que trate de las religiones, mi trabajo no tiene en esencia nada de religioso. Al contrario, puesto que convierto lo religioso arcaico en el resultado de un error de interpretación de lo que llamo el "fenómeno victimario". Mi punto de partida es el siguiente: el acto fundamental de la sociedad primitiva, que está en el origen de la nuestra, es la designación de una víctima, un chivo expiatorio, y el fomento de la ilusión de su culpabilidad con el fin de permitir la salida de toda clase de tensiones colectivas. A continuación, esta ilusión se convierte en fundadora de ritos, que la perpetúan en el tiempo y mantienen unas formas culturales que desembocan en instituciones.


--¿Cómo llegó a esta teoría?


-Algunos amigos estadounidenses dicen que estoy influenciado por el contacto personal con la violencia racial en Estados Unidos durante mi juventud. Lo cierto es que, al establecer comparaciones entre los mitos australianos, amerindios, africanos, europeos, norteamericanos... descubrí que el linchamiento, la ejecución de una víctima designada, no era un fenómeno textual ni legendario. Constituye una empresa de pacificación por medio de una víctima que, cuando agrupa contra ella a todo un grupo, produce miméticamente un apaciguamiento, incluso una reconciliación. Por razones misteriosas, las sociedades han reproducido este gesto reconciliador bajo la forma de sacrificios o ritos sagrados, y esta repetición se ha convertido ella misma en una institución. Es el caso típico de la lapidación codificada por el Levítico. Del mismo modo, los etnólogos han demostrado desde hace ya mucho tiempo que existía una forma primitiva de justicia griega por medio del asesinato colectivo. Tras lo cual se libra una lucha por el control y el dominio de ese rito esencial. Al vincular víctimas, ritos e instituciones, asistimos al nacimiento del poder político.


--Esta teoría victimaria lo ha conducido de modo natural a interesarse por la figura de Jesucristo, víctima entre las víctimas, puesto que da su vida por el conjunto del género humano.


-En efecto, pero mis conclusiones son contrarias a las que suelen extraerse a este respecto. Hasta ahora, la mayoría de los antropólogos (e incluso un teólogo como Rudolf Bultmann) había insistido en la semejanza entre los Evangelios y otros relatos para demostrar que la muerte y la resurreción de Jesucristo sólo era otro mito más. Tanto es así que se podría decir que la causa ya está vista. Hoy como ayer, la mayoría de nuestros contemporáneos percibe la asimilación del cristianismo a un mito como una evolución irresistible e irrevocable, porque apela al único tipo de saber que nuestro mundo aún respeta, la ciencia. Por más que la naturaleza mítica de los Evangelios no esté demostrada científicamente, lo será un día u otro. ¿Es realmente indudable todo esto? No sólo pienso que no es indudable, sino que lo indudable es que no lo es. La asimilación de los textos bíblicos y cristianos a mitos constituye un error fácil de refutar.

--¿Cómo?


-En los mitos, las víctimas son siempre culpables, porque el relato está escrito siempre desde el punto de vista del engaño y la ilusión creados por el fenómeno victimario. Porque es culpable la víctima enjuga la violencia y accede a la categoría mítica. Sin embargo, en lo judaico y lo cristiano ocurre lo contrario: la víctima es inocente. Observe la diferencia entre Caín y Abel por un lado y Rómulo y Remo por otro. Remo es culpable, puesto que Rómulo es el fundador glorificado de Roma. En cambio, Dios pregunta a Caín: "¿Dónde está Abel, tu hermano? ¿Qué has hecho?". Dios acepta, es cierto, fundar el género humano sobre esta base del asesinato, pero se preocupa por la suerte de Abel, víctima inocente. Este rasgo es único. Sólo la Biblia "desviolentiza" lo sagrado. El cristianismo contradice de golpe los mitos.


--¿Cuál es, entonces, su definición personal del cristianismo?


-La fe cristiana consiste en pensar que, a diferencia de las falsas resurrecciones, arraigadas de verdad en los asesinatos colectivos, la resurrección de Jesucristo no debe nada a la violencia de los hombres. Se produce inevitablemente tras su muerte, pero no inmediata, sólo el tercer día, y tiene su origen en Dios mismo.


--¿Cómo trastoca esto el orden anterior?


-Al principio del cristianismo se encuentra un hecho esencial: todos los discípulos traicionan. Todos se ven arrastrados por el arrebato habitual que se produce contra las víctimas. Pedro representa el modelo del individuo que, en cuanto se sumerge en una multitud hostil a la víctima, se convierte también él en hostil... como todo el mundo. Y entonces todo cambia, la lógica arcaica se invierte, y los discípulos acaban por encontrarse no contra la víctima, sino favor de ella. Al contrario de lo que dice Nietzsche ("El cristianismo es la multitud"), la fe cristiana exalta al individuo, que resiste al contagio victimario.


--Para hacer más patente la diferencia entre mito y cristianismo, establece usted un paralelismo sorprendente en su nuevo libro.


-He descubierto un asombroso relato legendario griego que habla de Apolonio de Tiana, el célebre taumaturgo del siglo II. Para poner fin a una epidemia, Apolonio señala para la vindicta popular a un mendigo repulsivo, pero completamente inocente. El desgraciado es lapidado y, una vez levantadas las piedras, se descubre en lugar del menesteroso a un espantoso monstruo que representa al demonio vencido, la enfermedad erradicada. La diferencia con el Evangelio salta a la vista. Es cierto que, al contrario que Apolonio, Jesucristo detiene la lapidación de la mujer adúltera diciendo: "El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la piedra el primero". Sin embargo, la lección principal está en otra parte: lo que Jesucristo quiere combatir es el arrastre mimético. Es evidente que quien desencadena el asesinato colectivo tiene una responsabilidad más grande que los otros. Por eso el Levítico obligaba que dos testigos -los testigos de cargo- lanzaran las primeras piedras para que no testimoniaran en falso. El propósito de Jesucristo es trascender esa ley, lo que engendrará la puesta en cuestión del fenómeno victimario y, por lo tanto, sembrará el desorden entre el pueblo y provocará su propia ejecución. Para acabar de colocar el mito en el lugar que le corresponde, añadiré que Jesucristo no apela aquí a ningún poder sobrenatural: no realiza ningún milagro, es el pagano Apolonio quien lo hace.


--Por lo tanto, el arrastre mimético estaría en el origen de la violencia. ¿Mediante qué mecanismos?


-El arrastre mimético, en el estadio colectivo, es la culminación del deseo mimético que nace en el estadio individual. En la Biblia existe una concepción desconocida del deseo y los conflictos. Entre los diez mandamientos ("No matarás, no robarás", no cometerás adulterio, etcétera), el décimo contrasta con los precedentes: "No desearás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de cuanto le pertenece" (Éxodo, 20, 17). Este último mandamiento se pasa a menudo por alto, pero es extremadamente importante en la medida en que se dirige al más banal de los deseos, el más común y, en apariencia, el más anodino. Dado que ese deseo es el más común de todos, ¿qué ocurriría si, en lugar de ser prohibido, fuera tolerado e incluso alentado? La respuesta es evidente: la guerra sería perpetua en el seno de todos los grupos humanos. Se abriría la puerta a la famosa pesadilla de Hobbes, la lucha de todos contra todos. Por lo tanto, para atreverse a pensar que las prohibiciones culturales son inútiles, como repiten los demagogos de la modernidad, hay que adherirse al individualismo más desmedido, el que presupone la autonomía total de los individuos, es decir, la autonomía de sus deseos. Hay que pensar, dicho en otros términos, que los hombres se ven naturalmente inclinados a no desear los bienes del prójimo. Ahora bien, basta contemplar a dos niños o a dos adultos peleándose por una fruslería para comprender que este postulado es falso y que es el postulado contrario, el único realista, el que subyace al décimo mandamiento. Se considera que el deseo es objetivo o subjetivo; pero, en realidad, reposa sobre otro que valoriza los objetos, el tercero más cercano, el prójimo. Para mantener la paz entre los hombres, hay que definir la prohibición en función de esta temible constatación: el prójimo es el modelo de nuestros deseos. Es lo que llamo el deseo mimético.


--Se trata de una explicación implacable y severísima sobre nosotros, pobres humanos.


-El cristianismo nunca previó triunfar. Ésa es su gran fuerza. Los primeros cristianos contemplaron incluso un fracaso muy rápido, de otro modo no habrían escrito el Apocalipsis ni creído firmemente en el fin del mundo. Al releer algunas palabras de Jesucristo, nos damos cuenta de que las relaciones más íntimas son las más amenazadas: "He venido a separar al padre del hijo", "No penséis que he venido a poner paz, sino espada...", "Yo he venido a echar fuego en la tierra, ¿y que he de querer sino que se encienda", etcétera. El cristianismo realiza una revolución única en la historia universal de la humanidad. Al suprimir el papel del chivo expiatorio, al salvar a los lapidados, al dar la otra mejilla, la fe cristiana priva de forma brusca a las sociedades antiguas de sus víctimas sacrificiales habituales. Ya no cabe dar salida al mal arrojándose sobre un culpable designado cuya muerte sólo procura una paz falsa. Al contrario, se toma el partido de la víctima al rechazar la venganza, al aceptar el perdón de las ofensas. Eso que supone que cada uno vigile al otro en relación con unos principios fundamentales, y que cada uno se vigile a sí mismo.

--Pero en un primer momento se produce un gran desorden. ¿Cómo explicar que el sistema de los valores cristianos haya podido triunfar? -

-La exigencia cristiana ha producido una maquinaria que funcionará a pesar de los hombres y sus deseos. Si todavía hoy, tras dos mil años de cristianismo, se sigue reprochando, y con razón, a ciertos cristianos que no vivan según los principios a los que apelan, es que el cristianismo se ha impuesto universalmente, incluso entre aquellos que dicen ser ateos. El sistema que se engranó hace dos milenios no se detendrá, porque los hombres se encargan de ello al margen de cualquier adhesión al cristianismo. El Tercer Mundo no cristiano reprocha a los países ricos ser su víctima, porque los occidentales no siguen sus propios principios. A lo largo y ancho del mundo, todos apelan al sistema de valores cristiano y, al final, no hay otro. ¿Qué significan los derechos humanos sino la defensa de la víctima inocente? El cristianismo, en su forma laicizada, se ha hecho tan dominante que ya no se le percibe. El cristianismo es la verdadera globalización
Traducción: Juan Gabriel López Guix. Solidaridad.net

52. SUPERCHERÍAS CIENTÍFICAS

Por JUAN MANUEL DE PRADA

OCURRE con la ciencia, durante los últimos años, lo contrario que con la literatura o el cine. Las nuevas tendencias artísticas imponen que los géneros de ficción se contaminen de verdad; y así los melodramas y comedias adoptan estrategias propias del documental, a la vez que las novelas entablan su juego de seducción entreverándose de ensayo y biografía. Esta moda mistificadora ha influido a la inversa sobre los investigadores científicos, que ya no fundamentan su trabajo sobre el mero empirismo, ni siquiera sobre la especulación abstracta, sino que recurren descaradamente a la superchería, para que sus alumbramientos ejerzan un mayor poder de sugestión sobre el público lego. Aparece, por ejemplo, un tío disfrazado con una bata de laboratorio, portando un artilugio que presuntamente le ha permitido desplazar una molécula a una velocidad superior a la luz; el artilugio se parece sospechosamente a una caja de zapatos (puede, incluso, que sea una caja de zapatos forrada con papel de aluminio), pero la perspectiva quimérica del viaje en el tiempo nos deslumbra, y nos tragamos la bola. Luego llega otro tipo disfrazado con otra bata de laboratorio y nos asegura que la experimentación con embriones nos permitirá sanar enfermedades ignotas y espantar el fantasma de la decrepitud; la hipótesis parece estrambótica, o al menos improbable, pero el anhelo de inmortalidad nos vuelve crédulos hasta extremos de beatería y energumenismo.

Jan Hendrik Schön, el físico americano que acaba de ser defenestrado por la comunidad científica, seguramente no urdió fraudes más inverosímiles. Pero, arrastrado por la soberbia o el cinismo, no se recató de introducir en sus supercherías un componente burlón: siempre acompañaba sus ensayos -que las prestigiosas «Science» y «Nature» se rifaban- con los mismos gráficos, a los que incorporaba leyendas distintas. Un colega seguramente envidioso de sus hallazgos, golpeado por una especie de déjà vu, reparó en el timo; y así se ha derribado el prestigio meteórico de un físico al que ya se le auguraba una plaza en los catastros de lumbreras que anualmente se confeccionan en Estocolmo, en homenaje al inventor de la dinamita. La aparatosa declinación de Hendrik Schön, ayer héroe y hoy villano condenado a perpetuidad al ostracismo, nos recuerda el final del célebre falsificador de cuadros Hans Van Meegeren, cuyas copias de Vermeer fueron autentificadas por los expertos más conspicuos y adquiridas por las pinacotecas más selectas. Aburrido de que sus fraudes nunca fueran detectados, Van Meegeren decidió utilizar como modelos los rostros de personajes abrumadoramente populares en su época, como Rodolfo Valentino o Greta Garbo; y así se desenmascararon sus trapisondas.

La comunidad científica se rasga las vestiduras ante los fraudes urdidos por Hendrik Schön. Antaño la pira se reservaba para aquellos científicos que se atrevían a infringir el ámbito de superstición religiosa que sustentaba la tiranía sobre los más crédulos. Hogaño, la ciencia ha suplantado a la religión como fábrica de supersticiones, logrando que la plebe acate sus designios, por muy torcidos o delirantes que sean, con estupefacto fervor, como el niño que asiste deslumbrado al repertorio de un prestidigitador. Así, convertida en un género de ficción, la investigación científica ya sólo aspira a ofrecer nuevos finisterres de sobresalto al público lego; y cuanto más peregrinas resulten y embaucadoras sus conclusiones, más probabilidades tendrán de cotizar en el mercado bursátil. A Hendrik Schön no lo repudian sus colegas por cultivar la superchería científica, sino por burlarse -arrastrado por la soberbia o el cinismo- de un género que les reporta beneficios fastuosos. Y es que no conviene matar (y menos tomarse a chirigota) a la gallina de los huevos de oro.

53. LAS TRAMPAS DEL DESEO

Entrevista a René Girard

Jean Claude Guillebaud

Traducción: Teresa Martín

El filósofo René Girard acaba de publicar su autobiografía intelectual, Los orígenes de la cultura, una meditación sobre la violencia y lo sagrado. Ofrecemos la entrevista que Le Nouvel Observateur ha realizado a este pensador

 

En su último libro, como respuesta a la cuestión de ser creyente o no serlo, hace un análisis del concepto de conversión –en el sentido más amplio de la palabra, no sólo en el religioso– realmente impresionante. Dice que su conversión personal consistió en descubrir su propio mimetismo. ¿Qué entiende por ello?

 

La forma que tenemos de considerar la realidad está evidentemente influenciada por nuestros deseos. Sabemos, por ejemplo, desde Marx que nuestra posición económica, nuestro deseo de dinero, que implica un gran mimetismo, ejerce influencia sobre la visión que tenemos de todo. Desde Freud sabemos que ocurre lo mismo con nuestros deseos sexuales, incluso, y sobre todo, cuando no somos conscientes de ello. Intentamos liberarnos de esas distorsiones, pero ciertos métodos objetivos, como pueden ser el análisis sociológico o el psicoanálisis, son en realidad inadecuados e incluso conducen a falsos resultados, en la medida en que el aspecto propiamente individual del mimetismo de nuestros deseos y de sus conflictos se les escapan. Esos métodos, supuestamente objetivos, no tienen en cuenta para nada la influencia que ejerce sobre cada uno de nosotros la propia experiencia, la existencia concreta. Nadie es competente para analizar mis deseos personales, ni siquiera yo mismo, a no ser que los considere con la misma mirada de desconfianza con que considero los deseos de los demás. Y siempre encuentro en el punto de partida de mis deseos un modelo que he querido imitar y que se ha convertido en un rival.

 

¿Significa esto que casi todas las opiniones o convicciones personales a las que tanto nos aferramos son el producto mimético de un contexto histórico, de la opinión mayoritaria, etc.?


Casi siempre, aunque no siempre. La oposición sistemática –y simétrica– es frecuentemente el esfuerzo deliberado que hacemos para escapar del mimetismo, y por consiguiente también es mimética. Al pretender oponerse al error común, termina siendo tan sólo la imagen invertida del error. Es decir que sigue siendo tributaria de aquello de lo cual quiere escapar. Hay que analizar caso por caso. Lo cierto es que estamos infinitamente más impregnados de lo que creemos por los prejuicios de nuestra época y del grupo humano al que pertenecemos. Estamos miméticamente fechados, por decirlo de alguna manera.

Cita usted el caso de Heidegger, que se creía libre de mimetismos y que sin embargo, al optar por el nazismo, se puso a pensar él también como se pensaba en su entorno. ¿Quiere decir con ello que ni siquiera su propia reflexión filosófica consiguió inmunizarle contra el poder del mimetismo? ¿Podemos generalizar esta observación?


El deseo mimético es cada vez más visible en nuestro mundo y, desde el romanticismo, somos muy conscientes del deseo mimético de los demás, pero casi siempre para olvidar mejor el nuestro. Nos excluimos de nuestro propio campo de observación. Es lo que ocurre con Heidegger, creo yo, cuando define el deseo del vulgus pecus como el se marcado por la no-autenticidad, mientras que él se arropa dignamente en su propia autenticidad, es decir, en un individualismo inaccesible a cualquier influencia. Pero es fácil constatar que, cuando se era nazi en su entorno, Heidegger lo fue, y cuando se repudió el nazismo, Heidegger también lo repudió. Esa coincidencia justifica cierta desconfianza hacia la filosofía de Heidegger. Ello no justifica, por contra, que se le considere como un criminal de guerra, como lo hacen algunos de nuestros contemporáneos políticamente correctos. Estos últimos están más cerca de lo que creen del filósofo porque, como él, presentan su sumisión a las modas políticas como enraizada en lo más profundo de su ser. Probablemente tienen menos ser de lo que creen.

 

Intelectuales y mayoría...


¿Es el mimetismo un gran igualitario que hace de todos, incluso de los sabios, un clon sin más?


Creo que los intelectuales son, muchas veces, incluso menos lúcidos que la mayoría, porque el deseo que tienen de ser diferentes les empuja a identificarse con lo absurdo de moda, mientras que el ciudadano medio percibe con frecuencia –aunque no siempre– que la moda se lleva mal con el sentido común.

Lo que usted dice recuerda una frase que Bernanos escribió en 1947: «La mentira ha cambiado de repertorio». ¿No es precisamente la mentira a que se refiere Bernanos el borregueo desesperante de la mayoría, es decir, el mimetismo?


La palabra repertorio es admirable porque, en nuestro universo mediático, cada cual encuentra un papel para sí en una obra de teatro escrita por otro. Esa obra permanece en cartel durante cierto tiempo y todos los días cada cual la representa a conciencia en la prensa, en la televisión y en las conversaciones mundanas. Y de repente, un buen día, en un tiempo récord, se pasa a otro estereotipo, que sigue siendo una reacción mimética. En definitiva, el repertorio cambia con frecuencia, pero siempre se trata de un repertorio.

Si el mimetismo tiene tal poder, ¿cómo explicar el fenómeno de la disidencia? ¿Cómo y por qué hay hombres y mujeres que escapan a la opinión común y son capaces, como Soljenitsyn y algunos otros, de tener razón contra todos?


Hay una disidencia que no es más que espíritu de contradicción, deseo mimético redoblado e invertido, pero hay también una disidencia real, histórica y propiamente genial, ante la cual debemos inclinarnos. Piense en la disidencia de Antígona en la obra de Sófocles, por ejemplo. No pretendo explicar la actitud de Soljenitsyn por el deseo mimético.


¿Quiere usted decir que es infinitamente más difícil de lo que parece llegar a un mínimo de objetividad, es decir, a una visión no mimética y no sacrificial de nuestro mundo?


Creemos que nuestro universo mental está esencialmente constituido por valores positivos, que adoptamos libremente porque son justos, razonables, verdaderos. Pero, en las culturas más diversas, todo ello tiene un revés que supone la expulsión de ciertas víctimas y el odio a los valores por ellas encarnados. Nuestros valores positivos son el revés de ese odio. En la medida en que el odio estructura nuestra visión del mundo, desempeña también, por consiguiente, un papel muy importante.

 

Sabemos hoy en día que incluso en el ámbito de las ciencias físicas, a escala de lo infinitamente pequeño, el hecho de ser observado afecta al objeto en observación. En cualquier investigación que se proponga respetar la verdad, la objetividad es esencial. Pero si se quiere ser objetivo, hay que tener en cuenta todos los elementos que influyen en la percepción del objeto, como la distancia que nos separa de él, el tipo de iluminación, etc. El error del viejo positivismo consistió en creer que pasaría lo mismo en el ámbito de lo humano, una vez eliminado el componente religioso. Creyeron que el observador podría distanciarse sin problemas de lo que observase y aplicar a ese objeto específico los métodos científicos estándar. Es evidente, sin embargo, que nuestros sucesores, cuando consideren nuestra época, advertirán la misma uniformidad y ceguera que nosotros advertimos en las generaciones pasadas. Muchas cosas que nos parecen ahora mismo evidencias incuestionables les parecerán a ellos cercanas a la superstición colectiva. Desde mi punto de vista, la conversión consiste precisamente en tomar conciencia de ello, en despojarse de esas adherencias inconscientes. Actitud que también es, por cierto, un primer paso hacia la modestia...


¿Lo consigue usted siempre? En su último libro, por ejemplo, pone al final un texto polémico, réplica a Régis Debray. ¿Supone una caída por su parte en la tentación del mimetismo polémico?


La rivalidad que existe entre nosotros no es ajena, me temo, al contenido de mis textos polémicos. Escribir es para mí algo tan difícil que no podría volver a ello sin la ayuda de un excitante cualquiera. El más eficaz, porque está directamente relacionado con lo que quiero decir, es una buena dosis de rivalidad mimética. Régis Debray me interesa por dos razones. Una de ellas es negativa, y consiste en que ignora totalmente lo que vengo repitiendo desde hace cuarenta años: rivalidad mimética, precisamente. Nunca lo ha mirado de cerca. La segunda razón es positiva, y es su realismo frente al fenómeno de lo religioso. Las soluciones que propone apuntan en una dirección que me interesa, pero se quedan a medio camino.

Una confusión persistente


Diría usted que el principal fallo de Régis Debray consiste en que le fascina más la mensajería (el catolicismo histórico) que el mensaje, es decir, la ruptura evangélica, cuya importancia no comprende?


Sí. En todo Occidente, por lo demás, la confusión entre mensaje cristiano e institución clerical persiste, a pesar de todo lo que debería disiparla. Desde el siglo XVII, la Iglesia católica ha perdido no sólo el poder temporal que le quedaba, sino además a casi todos los fieles, y también a los clérigos que, exceptuando honrosas excepciones, se encuentran en un nivel bajísimo, sobre todo en los Estados Unidos: rezuman reclamaciones pueriles y conformismo antirreligioso. Parece que los militantes anticatólicos no se dan cuenta de ello. En el fondo, son más creyentes que sus adversarios y quizás ven más lejos que ellos. Ven que el derrumbe de las utopías anticristianas, junto con la expansión del Islam y las conmociones por venir, transformarán forzosamente de cabo a rabo, en un futuro próximo, la visión que tenemos del cristianismo.

Hace pocos meses ha impresionado su defensa de la película de Mel Gibson reduciendo la fuerza del testimonio de Cristo a la violencia exhibicionista que soportó, mientras que muchos representantes de instituciones cristianas, incluyendo al arzobispo de París y a varios obispos, pastores y teólogos, reaccionaron a la película con hostilidad.
Vi la película en Estados Unidos, y allí escribí un artículo sobre ella. Dije lo que pensaba en función de las reacciones americanas, a veces muy violentamente hostiles, pero mucho más variadas que en Europa. Francia se imagina que esa Pasión desborda de americanismo: «Hollywood cien por cien», he leído en algún sitio; cuando en realidad Hollywood no tiene nada que ver con el asunto. Un obispo de Québec me contó que llevó a una de sus parroquias a ver la película y que, después de la proyección, sus parroquianos, todos de lengua francesa, permanecieron rezando más de media hora en el cine, transformado en iglesia.


¿Cómo explica usted que, en Francia, solamente los católicos muy tradicionalistas han apoyado la película? ¿No resulta paradójico que se encuentre usted en ese campo?


El ser un antropólogo revolucionario no me impide ser un católico muy conservador; al contrario. Huyo como de la peste de las liturgias estrambóticas, de los catecismos insípidos y de las teologías desarticuladas. Lo cierto es que, al arrinconar lo religioso en una especie de gueto, como tiende a hacerlo cierta laicidad, uno se incapacita para comprender muchas cosas. Se cercenan tanto la religión como la investigación no religiosa.

54. ENTREVISTA A JULIÁN MARÍAS. Filósofo y escritor

La Razón 25-XI-2003

El filósofo Julián Marías, discípulo de Ortega y autor de más de medio centenar de libros, no vacila en su condena enérgica sobre el aborto, al que considera «el máximo desprecio de la vida humana en toda la historia conocida».


- 60 millones de abortos al año en el mundo, ¿qué reflexión le sugiere este dato?


- Que se ha extendido de manera aterradora la aceptación social del aborto, el máximo desprecio de la vida humana en toda la historia conocida, y a la vez la negación de la condición personal.


- ¿Y qué le parece que se le llame «interrupción voluntaria del embarazo»?

- Me parece una expresión de refinada hipocresía. Los partidarios de la pena de muerte tienen resueltas sus dificultades. ¿Para qué hablar de tal pena, de tal muerte? La horca o el garrote pueden llamarse «interrupción de la respiración» (y con un par de minutos basta); ya no hay problema. Cuando se provoca el aborto o se ahorca no se interrumpe el embarazo o la respiración; en ambos casos «se mata a alguien». Y, por supuesto, es una hipocresía más considerar que hay diferencia según en qué lugar del camino se encuentre el niño que viene, a qué distancia de semanas o meses de esa etapa de la vida que se llama nacimiento va a ser sorprendido por la muerte

- Usted no plantea el problema desde la fe o desde la ciencia. ¿Qué planteamiento falta?


- Uno elemental, ligado a la mera condición humana, accesible a cualquiera, independiente de conocimientos científicos o teológicos, que pocos poseen. Esta visión no puede ser otra que la antropología, fundada en la mera realidad del hombre tal como se ve, se vive, se comprende a sí mismo. Hay, pues, que intentar retrotraerse a lo más elemental, que por serlo no tiene supuestos de ninguna ciencia o doctrina, que apela únicamente a la evidencia y no pide más que una cosa: abrir los ojos y no volverse de espaldas a la realidad

- Las feministas dicen que el cuerpo es suyo


- Pero es falso. Cuando se dice que el feto es «parte» del cuerpo de la madre, se dice una insigne falsedad, porque no es parte: está «alojado» en ella, mejor aún, implantado en ella (en ella, y no meramente en su cuerpo). Una mujer dirá: «Estoy embarazada», nunca «mi cuerpo está embarazado»


- ¿Qué es el niño aún no nacido?

-       Una realidad «viniente», que llegará si no lo paramos, si no lo matamos en el camino.


- Algunos afirman la licitud del aborto cuando se cree que probablemente el que va a nacer sería anormal, física o psíquicamente


- Pero esto implica que el que es anormal no debe vivir, ya que esa condición no es probable, sino segura. Y habría que extender la misma norma al que llega a ser anormal, por accidente, enfermedad o vejez. Si se tiene esa convicción, hay que mantenerla con todas sus consecuencias Hay quienes no se atreven a herir al niño más que cuando está oculto -se pensaría que protegido- en el seno materno; lo cual añade gravedad al hecho: en una época en que cuando se encuentra a un terrorista con una metralleta en la mano, todavía humeante, junto al cadáver de un hombre acribillado a balazos, se dice que es «el presunto asesino», la mera probabilidad de una anormalidad se considera suficiente para decretar la muerte del que está expuesto al riesgo de ser más o menos anormal.


- ¿Cree que la injusticia mayor que se puede cometer con un hombre es despojarlo de su esperanza?


- Siempre me han conmovido esos hombres o mujeres que, al final de su vida, rezan en la iglesia y se acercan al altar para recibir una comunión que en el antiguo rito recordaba la promesa de la vida eterna; es decir, la esperanza. Hoy son muchos los que se dedican a minar esa esperanza. Lo grave es que a veces lo hacen en nombre de la «justicia social», cometiendo la más aterradora injusticia que puedo imaginar.


- Buen tema para el mes de difuntos.


- Se han debilitado las vigencias religiosas, incluso dentro del cristianismo; se ha atenuado la conciencia del dramatismo de la vida humana, de la posibilidad de salvación o condenación. Con ello, en grandes multitudes, se ha disipado la esperanza en la vida perdurable después de la muerte


-¿Siempre se ha sentido católico?


- Tengo el más vivo recuerdo de haberme sentido «mal», aunque siempre «dentro» de la Iglesia. Ningún «malestar» es suficiente. En todo caso, y si el malestar es muy grave, siempre me he sentido más inclinado a «que se vayan ellos» que a irme yo de aquello a lo que radicalmente pertenezco.

55. LO QUE LA IGLESIA AHORRA EL ESTADO ESPAÑOL SIN RECLAMAR NI MEDALLAS NI MÉRITOS Y RECIBIENDO SOLO A CAMBIO CRÍTICAS Y DESLEALTADES

Anónimo

Dice Jesucristo que lo que haga tu mano derecha no lo sepa tu mano
izquierda. Que Él me perdone, pero basta ya de tanta calumnia barata en
contra de la labor de la Iglesia. Ahí van algunas cifras significativas del año 2005 sobre lo que la Iglesia ahorró al Estado:

1.- 5.141 Centros de enseñanza (Ahorran al Estado 3 millones de € por centro al año)


2.- 990.774 alumnos


3.- 107 hospitales (Ahorro de 50 millones de € por hospital al año)


4.- 1.004 centros; entre ambulatorios, dispensarios, asilos, centros de  minusválidos, de transeuntes y de enfermos terminales de SIDA (Ahorro de 4 millones de € por centro al año) *


5.-51.312 camas


6.-Gasto de Cáritas al año: 155 millones de € (salidos del bolsillo de los cristianos españoles…)


7.-Gasto de Manos Unidas: 43 millones de € (salidos del mismo bolsillo, una cantidad 10 veces mayor que el 0,2% -España no da el aún el prometido 0,7%- programado en los presupuestos generales del Estado para promoción del  tercer mundo este año…)


8.- Gasto de las Obras Misionales Pontificias (Domund): 21 millones € (5 veces mayor que el ya mencionado 0,2 %, ¿Imaginan de dónde sale…?)


9.- 365 Centros de reeducación social para personas marginadas tales como  ex-prostitutas, ex-presidiarios y ex-toxicómanos (53.140 personas, ahorro de medio millón de € por centro)


10. - 937 orfanatos (10.835 niños abandonados, ahorro de 100.000 € por centro)

11. - El 80 % del gasto de conservación y mantenimiento del Patrimonio histórico-artístico eclesiástico.


El arzobispo de Zaragoza, monseñor Ureña, ha calculado el gasto total ahorrado al Estado en 36.060 millones de € al año. El prestigioso economista  José Barea lo ha reducido a 31.189 millones de €… ¿Qué más da la cantidad concreta? Lo importante es que nadie (o muy pocos) saben de este ahorro imprescindible para que la economía española "vaya bien...".


En fin, te invito por una vez (y sin que sirva de precedente) a que desobedezcamos a Jesucristo y hagamos públicas nuestras obras de Caridad.


Es fácil: a todos mis amigos os voy a mandar este artículo para que hagamos  una cadena. Como se suele decir, reenvíalo a 5 amigos-as y pronto llegará esta  información a quienes tanto critican injustamente a la Iglesia… y no lo dudes, por lo menos les hará pensar y quizá avergonzarse 

56. LAS TRES PUREZAS

Encontrado en un misal antiguo escrito a mano sin firma:

Virgen fuiste tan pura, antes del parto, antes del parto

Que al mirarte Dios Trino quedó hechizado, quedó hechizado

Alcanzadnos María por tu limpieza, por tu limpieza, la virtud admirable de la pureza.

 

En el parto divino sagrada reina, sagrada reina

Fuiste pura y más cándida que la azucena, que la azucena

Purificad Señora nuestras acciones, nuestras acciones, pensamientos palabras y corazones.

 

Sois lirio de pureza después del parto, después del parto

Y por tu rara belleza del cielo encanto, del cielo encanto

Por tu inmensa pureza haz consigamos, haz consigamos, sean nuestros afectos puros y castos.

58. EL MONSTRUO IRREDENTO

Por Hermann Tertsch

El País

26/11/04, 22.48 horas

 

Para atención de los que experimentan con humanos, no ya al amparo de la mezcla de ideología y ciencia, como este señor Mengele, sino al amparo de la mezcla de dinero y ciencia como hacen en España los también médicos-monstruos Bernat Soria y Antonio Pellicer, al que por cierto los Reyes de España entregan en Valencia el premio Jaime I dentro de unos días.

Era probablemente la persona y el nombre que mejor ha simbolizado todo el horror del nacionalsocialismo y del holocausto. Mucho se ha escrito sobre la vida y la mente diabólica de Hitler, sobre el fanatismo de Goebbels, la falta de escrúpulos de Göring, el sadismo de Himmler o el escalofriante rigor burocrático de Eichmann. Pero en ninguno de ellos confluyen como en el doctor Josef Mengele -conocido como el ángel de la muerte del campo de exterminio de Auschwitz-, teoría y práctica del holocausto, de la selección racial y el experimento científico con seres humanos.

Aún hoy tiemblan los supervivientes cuando recuerdan la espigada figura del médico y capitán de las SS en la tristemente célebre "rampa de la muerte" de Auschwitz seleccionando entre los prisioneros a quienes podían trabajar, quienes iban directamente a la cámara de gas y a los niños, mujeres y hombres con peculiaridades físicas que utilizaba para sus experimentos.

Su siniestra fama se convirtió en terrible leyenda cuando desapareció después de la guerra. Durante 34 años vivió huido e impune, bajo un sinfín de nombres, protegido por otros nazis en Latinoamérica, hasta que en 1979 murió ahogado en una playa de Brasil. Los intentos de localizarlo y capturarlo fracasaron siempre. Hasta 1985 no se pudo confirmar su muerte.

Ahora, 25 años después de ahogarse en la playa brasileña de Bertioga, salen a la luz unas cartas inéditas suyas a amigos y familiares que demuestran que Mengele murió como un nazi convencido y firme defensor de la pureza aria como defensa contra el contagio de debilidades y vicios de las "razas inferiores".

Son 85 escritos confiscados hace 20 años en la casa de amigos suyos y después olvidados en los archivos de la policía brasileña. Ahora han sido traducidos del alemán y publicados por el diario Folha de São Paulo. Son testimonios banales de la vida de fugitivo de quien sin duda fue uno de los asesinos más crueles y sofisticados de la historia.

Pero una y otra vez aparecen comentarios y reflexiones que revelan a un Mengele que de nada se arrepentía y seguía obsesionado por la pureza de las razas superiores y la validez de los principios ideológicos del nazismo a los que de forma tan destacada sirvió.

En uno de los documentos, destinado a su diario en 1976, escribió que estaba leyendo las memorias de Albert Speer, el que fuera ministro de Armamento y arquitecto favorito de Hitler. Speer, juzgado en Núremberg, escribió sus memorias mientras cumplía los 20 años de condena que le fue impuesta.

El ángel de la muerte ve en el libro disculpas y lamentos inaceptables. "Se ha humillado [Speer] y se muestra arrepentido, lo que resulta muy lamentable", comenta Mengele. Aunque en ninguna de las cartas aparece referencia a su paso por Auschwitz, sí hay frecuentes comentarios sobre el "peligro de la mezcla de razas siempre que no sean muy similares".

Según dice en 1972, Latinoamérica "corre un serio peligro si disminuye el peso de las razas nórdicas; la civilización creada por los europeos en otras partes del mundo sólo es ejemplo de éxito allí donde los blancos no se han mezclado". Y elogia la segregación racial de Suráfrica, entonces en su cenit. A EE UU le augura un futuro de ruina por "su exceso de mezcla".

En otra carta protesta porque una sobrina suya tiene un novio de origen alemán que no comparte "la ideología aria". Mengele vivió tres años escondido en Baviera tras la guerra y después, gracias a las redes de apoyo nazis, huyó a la Argentina de Perón; después, a Paraguay, y finalmente se instaló en Brasil.

Allí murió sin ser juzgado siquiera por su conciencia, como revelan sus escritos después de 34 años de ser uno de los criminales más buscados del mundo. 

59. EL ESTADO DIVIDE, LA FAMILIA UNE

Por Jennifer Roback Morse

El título del nuevo libro de Patricia Morgan, The War Between the State and the Family (La guerra entre el Estado y la familia), lo dice todo. El Gobierno británico se ha lanzado a la "discriminación sistemática contra parejas (casadas) en el sistema fiscal y de prestaciones". Este convincente libro, publicado por el Instituto de Asuntos Económicos en el Reino Unido, nos sirve de advertencia contra la "deconstrucción" de la familia para convertirla en una simple colección de individuos.

Al hacerlo, Patricia Morgan presenta una ilustración de los principios de las enseñanzas sociales católicas como se exponen en Rerum Novarum, la encíclica del Papa León XIII del año 1891. Argumenta que la "visión neomarxista" que "interpreta las relaciones humanas en términos de distribución de poder y cualquier cuidado y reciprocidad que opere entre generaciones como servidumbre" es la visión orientadora detrás de muchas de las políticas sociales británicas. Una idea poco meditada sobre las libertades económicas y sociales de las mujeres contribuye al problema. Según Morgan, "se asume que no hay recursos comunes ni ayuda mutua alguna porque la gente no comparte ni debe compartir dentro de las familias. Ahora la maternidad se ve invariablemente como algo que las mujeres planifican y de la que se encargan ellas solas. Todo gira sobre trabajos, pagas y bajas por maternidad y guarderías; jamás sobre una relación con alguna persona que pueda compartir o asumir los gastos que se generan. El matrimonio ahora se ve como algo irrelevante para la reproducción."

El subtítulo de su libro, Cómo el Gobierno divide y empobrece, indica la opinión de Morgan sobre las consecuencias. Las personas podrían cuidar mejor de sí mismas, trabajando juntas a través de la familia, que lo que el Estado puede cuidar a una colección de personas vagamente relacionadas.

Esto nos trae a Rerum Novarum, el magistral documento del Papa León XIII que marcó el principio de la moderna enseñanza social católica. Muchos tienden a leer este documento simplemente como una defensa de la propiedad privada y del derecho a fundar sindicatos independientes. Pero al reflexionar cuidadosamente sobre la familia revela un significado más profundo. Rerum Novarum es una protesta contra la tendencia del Estado a absorber para sí mismo todas las funciones e instituciones de la sociedad. "No es justo", insiste León XIII, "que el ciudadano o la familia sean absorbidos por el Estado; antes bien, es de justicia que a uno y a otra se les deje tanta independencia para obrar como sea posible."

Comenzando con la revolución francesa de finales del siglo XVIII y culminando con la bolchevique de principios del XX, los movimientos sociales revolucionarios han procurado darle al Estado la jurisdicción completa sobre cada aspecto de la sociedad. Parte de la estrategia estatista ha sido redefinir las instituciones sociales como simples conjuntos de individuos. Rerum Novarum lo rebate: "Aunque estas sociedades privadas existan dentro del Estado y sean como otras tantas partes suyas, aún con todo, no está dentro de la autoridad del Estado en general y per se prohibir que existan como tales. Porque el hombre tiene derecho natural a formar sociedades privadas."

Aunque que el Gobierno británico no ha ido tan lejos como prohibir el matrimonio, sí ha obstaculizado considerablemente la asociación matrimonial. Algunos funcionarios, observa Morgan, sostienen que "el tratamiento de una pareja casada como unidad financiera individual... debe desaconsejarse junto con cualquier predisposición en favor de la familia nuclear". Al Estado se le presume responsable de la manutención de los niños de padres no casados.

Las políticas que en la práctica se derivan de esta filosofía son muchas. Se ha erosionado la deducción fiscal de las parejas casadas. El complemento de ingreso para los pobres se estructura para beneficiar a las madres solteras si se compara con hogares de parejas casadas. Los subsidios de las viviendas sociales se estructuran para beneficiar a hogares monoparentales. Y por si fueran pocos los incentivos para la ruptura de la familia, los padres prácticamente pueden echar de casa a sus hijos a partir de los dieciséis años, ya que entonces se les puede considerar como "personas sin techo de forma involuntaria" y así obtienen el derecho a una vivienda pagada por el Estado. Todas estas políticas dan como resultado que "la proporción de madres solteras que son cabeza de familia se duplicara entre 1974 y 1989, llegando al 73 por ciento". El número de niños nacidos de madres solteras ha aumentado de un 8 por ciento en 1970 a un 42 por ciento en 2004 y la proporción de hogares unipersonales ha aumentado de un 14 por ciento en 1961 a un 30 por ciento en 2004.

Lamentablemente para los partidarios de la atomización radical, la promoción gubernamental del individualismo es un fracaso de por sí: El aislamiento extremo no hace feliz a la gente. Los padres son vitales para el bienestar de los niños. Vivir solo es un sólido indicador para predecir suicidios, especialmente en los hombres. La mayoría de madres solteras son sumamente dependientes de las subvenciones estatales.

Todos estos trágicos resultados acentúan la importancia de la colaboración y la solidaridad en pro del bienestar de las personas y de la sociedad. Desbaratar la sociedad hasta convertirla en nada más que una colección de personas sin vínculos ha sido tan destructivo para los individuos como para la sociedad.

El Papa León XIII no se habría extrañado de este resultado.

Jennifer Roback Morse es investigadora especialista en Economía del Instituto Acton para el estudio de la religión y la libertad y autora del libro: Smart Sex: Finding Life-long Love in a Hook-up World.

*Traducido por Miryam Lindberg del original en inglés. 

60. A VUELTAS CON LA Ñ

En el idioma español, la eñe es muy importante,
y en todo ordenador debe ser una consonante.

Tan importante es la eñe que sin ella yo no sueño,
y aunque te parezca extraño no me estriño ni me baño

Aunque sin eñe hay apaño, 
resultaría dañino, que nos faltara el empeño y no existiera el cariño.

Para mi linda niñera no habría una piel de armiño.
Tampoco habría cabañas para albergar a los niños.

Sin eñe yo no te riño, y aunque tampoco regaño,
me sentiría muy triste sin decirte que te extraño.

Sin sonido de zampoñas y sin beber un vino añejo
sale una peña aburrida.¿Qué gracia tiene el festejo? .

¿Acaso habría ñoras en la era o buñuelos para la niña,
como los hacía el abuelo con sus trocitos de piña?.

No existiría el otoño sin la eñe en nuestras letras.
Y tampoco habría moño, donde prender las peinetas.

Parecía muy extraño que Bill Gates no la pusiera,
¡quedaba como un tacaño y cómo si tan caro fuera!

Bueno, basta de añorarnos,
Porque ya me vino el sueño y aunque pongo mucho empeño
los ojos me hacen extraños.

Termino pidiendo a todos los que hablan el español,
Defiendan la EÑE ¡Coño! que así el idioma es mejor

61. UNIVERSITARIOS DE GÉNERO Y GÉNERA

Patente de corso, por Arturo Pérez-Reverte. El Semanal

Desde Viriato hasta hoy, en España nunca faltaron delatores y chivatos. Es nuestra especialidad. La Inquisición se nutrió durante siglos de gentuza que le daba a la mojarra, berreándose de vecinos, amigos y familiares. Cada represión estatal o local, cada guerra civil sin distinción de bandos ni ideologías, llenó a sus anchas cementerios y fosas comunes con el viejo sistema de apuntar con el dedo antes de hacerlo con la pistola. De sugerir en voz baja. A diferencia de los anglosajones, los nórdicos y los de ahí arriba de toda la vida, que suelen o solían denunciar al prójimo con el pretexto de que la sociedad debe defenderse y los buenos ciudadanos colaboran con la autoridad de turno, sea la que sea, los españoles pringamos en otro esquema. Lo del bien del Estado nos suena a guasa marinera, entre otras cosas porque el Estado fue siempre más enemigo que otra cosa. Y lo sigue siendo. Cuando aquí alguien delata no es por civismo, sino por congraciarse con quien manda, o puede mandar. Por miedo y vileza. Sin olvidar, claro, el ajuste de cuentas. Reventar al prójimo es el otro gran motivo. La segunda causa por la que un español denuncia al vecino –a menudo, la principal– es porque lo envidia o le estorba. Porque tiene una mujer que se parece a Carla Bruni, un coche grande, un marido guapo y simpático, un trabajo lucrativo, una casa bonita. Porque tiene éxito, o porque no lo tiene. Porque no piensa igual que él. Porque prefiere el café solo al café cortado. O el poleo. Porque vive y respira. Porque existe.

En tan ejemplar contexto, calculen lo que puede dar de sí el proyecto de un título de grado que gestione la Ley de Igualdad, según acaba de ser propuesto por una universidad madrileña: carrera universitaria de cuatro años, a tope, con su camisita y su canesú, «para formar profesionales que vigilen el cumplimiento de la ley de Igualdad». Aparte el extraño efecto de oír decir a una madre, toda orgullosa: «Mi Paquito estudia para inspector de Igualdad», sobre aficiones y gustos no vamos a pelearnos. En absoluto. Allá quien proponga las carreras que considere oportunas, y quien decida estudiarlas. Confieso, sin embargo, que el parrafillo ese de «profesionales que vigilen el cumplimiento de la ley» me inquieta. Suena demasiado a eufemismo de comisario político. A sicario de un régimen o una idea. Y más en relación con la Ley de Igualdad, que junto a muchas cosas oportunas y necesarias contiene también, de fondo y forma, ciertos puntos de vista discriminatorios, injustificados y discutibles.


En lo primero que pensé al enterarme de la noticia fue que si a la frase que entrecomillo líneas arriba le añadiéramos las palabras «de inmersión lingüística», tendríamos el perfil de esos siniestros funcionarios que ahora van por los patios de ciertos colegios vigilando que los niños no usen en el recreo otra lengua que la obligatoria, del mismo modo que hace cincuenta años –mande quien mande, siempre hay esbirros disponibles para trabajos sucios– procuraban imponer la lengua oficial del momento. Y si lo que añadiéramos fuese la palabra «islámica», tendríamos como resultado «profesionales que vigilen el cumplimiento de la ley islámica». O sea, una mutawa, como creo recordar la llaman en algún lugar del mundo musulmán. Me refiero, como saben, a la policía religiosa que va por las calles vigilando que las señoras lleven bien puesto el velo, que no fumen por la calle, que no conduzcan, y que las adúlteras y los homosexuales sean exquisitamente lapidados según los cánones del asunto. En versión española igualitaria, esos «profesionales que vigilen» vigilarán, supongo, que todo discurra según la ortodoxia del momento. Que todos digamos miembros y miembras bajo pena de multa o cárcel, que cualquier analfabeto con cartera ministerial pueda imponer su última ocurrencia por encima de la gramática, el diccionario y el uso de la calle, y que la farfolla políticamente correcta, la tontuna que violenta el sentido común e insulta la inteligencia, la sandia confusión entre desigualdad social y desigualdad biológica que tiene a tanto idiota de ambos sexos –que no géneros, rediós– con la chorra hecha un lío, nos atornille a todos entre el oportunismo, la incultura, la estupidez y el disparate.


Imaginen el panorama. La política de igualdad española en manos de agentes e inspectores titulados, universitarios a la medida, cortados por el patrón de ese diputado imbécil que hace unos días propuso obligar en los colegios, manu educatoris, a los niños a saltar a la comba y a las niñas a jugar al fútbol. En sintonía con la ignorancia insolente, contumaz, de la ministra Bibiana Aído y su gallinero de tontas de la pepitilla, feminatas desaforadas que tan triste favor hacen a la lucha por los verdaderos derechos de la mujer. Convirtiendo reformas razonables, necesarias, en un lamentable número del Bombero Torero. Para troncharse, oigan. Si no fuera tan triste. Y tan grave.

62. CARTA A UN AMIGO
Jorge Luis Borges


No puedo darte soluciones para todos los problemas de la vida, ni
tengo respuestas para tus dudas o temores, pero puedo escucharte y
buscarlas junto a ti.
 
No puedo cambiar tu pasado ni tu futuro, pero cuando me necesites,
estaré allí.

No puedo evitar que tropieces. Solamente puedo ofrecerte mi mano
para que te sujetes y no caigas.
 
Tus alegrías, tu triunfo y tus éxitos no son míos, pero disfruto
sinceramente cuando te veo feliz.

No juzgo las decisiones que tomas en la vida. Me limito a
apoyarte, a estimularte y a ayudarte si me lo pides.

No puedo impedir que te alejes de mí, pero sí puedo desearte lo
 mejor y esperar a que vuelvas.

 
No puedo trazarte límites dentro de los cuales debas actuar, pero
sí te ofrezco el espacio necesario para crecer.
 
No puedo evitar tus sufrimientos cuando alguna pena te parte el
corazón, pero puedo llorar contigo y recoger los pedazos para
armarlo de nuevo.

No puedo decirte quién eres ni quién deberías ser. Solamente puedo
quererte como eres y ser tu amigo.

En estos días oré por ti...

En estos días me puse a recordar a mis amistades más preciosas.

Soy una persona feliz: tengo más amigos de lo que imaginaba.

Eso es lo que ellos me dicen, me lo demuestran.
 
Es lo que siento por todos ellos.

Veo el brillo en sus ojos, la sonrisa espontánea y la alegría que
sienten al verme.

Y yo también siento paz y alegría cuando los veo y cuando hablamos.

Sea en la alegría o sea en la serenidad, en estos días pensé en
mis amigos y amigas y, entre ellos, apareciste tú.

No estabas arriba, ni abajo ni en medio.

No encabezabas ni concluías la lista.

No eras el número uno ni el número final.

Lo que sé es que te destacabas por alguna cualidad que transmitías
y con la cual desde hace tiempo se ennoblece mi vida.

Y tampoco tengo la pretensión de ser el primero, el segundo o el
tercero de tu lista.
 
Basta que me quieras como amigo.

Entonces entendí que realmente somos amigos.

Hice lo que todo amigo: Oré...y le agradecí a Dios que me haya
dado la oportunidad de tener un amigo como tú.

Era una oración de gratitud: Tú has dado valor a mi vida...

 

63. PERMITIDME TUTEAROS, IMBÉCILES

PATENTE DE CORSO, por Arturo Pérez-Reverte

 

Cuadrilla de golfos apandadores, unos y otros. Refraneros casticistas analfabetos de la derecha. Demagogos iletrados de la izquierda. Presidente de este Gobierno.

Ex presidente del otro. Jefe de la patética oposición. Secretarios generales de partidos nacionales o de partidos autonómicos. Ministros y ex ministros –aquí matizaré ministros y ministras– de Educación y Cultura. Consejeros varios. Etcétera.

No quiero que acabe el mes sin mentaros –el tuteo es deliberado– a la madre. Y me refiero a la madre de todos cuantos habéis tenido en vuestras manos infames la enseñanza pública en los últimos veinte o treinta años. De cuantos hacéis posible que este autocomplaciente país de mierda sea un país de más mierda todavía.

De vosotros, torpes irresponsables, que extirpasteis de las aulas el latín, el griego, la Historia, la Literatura, la Geografía, el análisis inteligente, la capacidad de leer y por tanto de comprender el mundo, ciencias incluidas.

De quienes, por incompetencia y desvergüenza, sois culpables de que España figure entre los países más incultos de Europa, nuestros jóvenes carezcan de comprensión lectora, los colegios privados se distancien cada vez más de los públicos en calidad de enseñanza, y los alumnos estén por debajo de la media en todas las materias evaluadas.

Pero lo peor no es eso. Lo que me hace hervir la sangre es vuestra arrogante impunidad, vuestra ausencia de autocrítica y vuestra cateta contumacia.

Aquí, como de costumbre, nadie asume la culpa de nada. Hace menos de un mes, al publicarse los desoladores datos del informe Pisa 2006, a los meapilas del Pepé les faltó tiempo para echar la culpa de todo a la Logse de Maravall y Solana –que, es cierto, deberían ser ahorcados tras un juicio de Nuremberg cultural–, pasando por alto que durante dos legislaturas, o sea, ocho años de posterior gobierno, el amigo Ansar y sus secuaces se estuvieron tocando literalmente la flor en materia de Educación, destrozando la enseñanza pública en beneficio de la privada y permitiendo, a cambio de pasteleo electoral, que cada cacique de pueblo hiciera su negocio en diecisiete sistemas educativos distintos, ajenos unos a otros, con efectos devastadores en el País Vasco y Cataluña.

Y en cuanto al Pesoe que ahora nos conduce a la Arcadia feliz, ahí están las reacciones oficiales, con una consejera de Educación de la Junta de Andalucía, por ejemplo, que tras veinte años de gobierno ininterrumpido en su feudo, donde la cultura roza el subdesarrollo, tiene la desfachatez de cargarle el muerto al «retraso histórico».

O una ministra de Educación, la señora Cabrera, capaz de afirmar impávida que los datos están fuera de contexto, que los alumnos españoles funcionan de maravilla, que «el sistema educativo español no sólo lo hace bien, sino que lo hace muy bien» y que éste no ha fracasado porque «es capaz de responder a los retos que tiene la sociedad», entre ellos el de que «los jóvenes tienen su propio lenguaje: el chat y el sms». Con dos cojones.

Pero lo mejor ha sido lo tuyo, presidente –recuérdame que te lo comente la próxima vez que vayas a hacerte una foto a la Real Academia Española–. Deslumbrante, lo juro, eso de que «lo que más determina la educación de cada generación es la educación de sus padres», aunque tampoco estuvo mal lo de «hemos tenido muchas generaciones en España con un bajo rendimiento educativo, fruto del país que tenemos».

Dicho de otro modo, lumbrera: que después de dos mil años de Hispania grecorromana, de Quintiliano a Miguel Delibes pasando por Cervantes, Quevedo, Galdós, Clarín o Machado, la gente buena, la culta, la preparada, la que por fin va a sacar a España del hoyo, vendrá en los próximos años, al fin, gracias a futuros padres felizmente formados por tus ministros y ministras, tus Loes, tus educaciones para la ciudadanía, tu género y génera, tus pedagogos cantamañanas, tu falta de autoridad en las aulas, tu igualitarismo escolar en la mediocridad y falta de incentivo al esfuerzo, tus universitarios apáticos y tus alumnos de cuatro suspensos y tira p'alante.

Pues la culpa de que ahora la cosa ande chunga, la causa de tanto disparate, descoordinación, confusión y agrafía, no la tenéis los políticos culturalmente planos. Niet.

La tiene el bajo rendimiento educativo de Ortega y Gasset, Unamuno, Cajal, Menéndez Pidal, Manuel Seco, Julián Marías o Gregorio Salvador, o el de la gente que estudió bajo el franquismo: Juan Marsé, Muñoz Molina, Carmen Iglesias, José Manuel Sánchez Ron, Ignacio Bosque, Margarita Salas, Luis Mateo Díez, Álvaro Pombo, Francisco Rico y algunos otros analfabetos, padres o no, entre los que generacionalmente me incluyo.

Qué miedo me dais algunos, rediós. En serio. Cuánto más peligro tiene un imbécil que un malvado.

 

64. SANTA TERESA

Ayer estuve en Ávila. Visité el monasterio de la Encarnación donde vivió Santa Teresa 20 años. En el camino oí una cinta con algunos de sus textos. Uno de ellos, de su libro CAMINO DE PERFECCIÓN es el siguiente:


“Importa mucho y en todo una muy grande y muy determinada determinación de no parar hasta el fin, que es llegar a beber de este agua de la vida; venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera se llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo.”

65. LA ESCUELA ALTERNATIVA

JULIO POMÉS, OPINIÓN

PROFESOR TITULAR DE  UNIVERSIDAD

Despierta esperanza ver como la sociedad civil se enfrenta al Estado y le dice que no está dispuesta a consentir que una educa­ción pésima malogre el talento de nuestros niños.

Los empresarios se quejan de la dificultad de encontrar personas con talento, compromiso y espíritu creativo que trabajen en sus empresas. Una de las causas de ese desier­to de inteligencia viene de lejos. Se ha concebido la escuela más como una guardería donde los niños retienen las mate­rias básicas que en un sitio donde se inculca el deseo de aprender y de superarse. La mejor escuela, aquella que consigue personas autónomas, va más allá de saber con­testar a las preguntas preestablecidas. La docencia que forja el talento provoca el autoaprendizaje mediante el esfuerzo en plantearse preguntas y encontrar respuestas.

Enseñanza personalizada

Una escuela alternativa que favorece una enseñanza más personalizada es la ‘escuela en casa’, la home school: las familias se organizan para eludir los servicios institucionali­zados y educan a sus retoños en el propio hogar. Pero, ¿no habíamos quedado que la enseñanza obligatoria hasta los 16 años era un logro social? Quizás en los países más po­bres se convierta en un elemento positivo de desarrollo, que además contribuye a evitar la explotación infantil, pero en las naciones más adelantadas puede conducir a la me­diocridad.

El movimiento ha surgido con fuerza en los países donde la calidad de la escuela es inferior a la demandada por las familias. Para unos padres responsables resulta muy duro observar el daño que, bien una escuela deficiente, o un sistema educativo poco competente, hacen a sus hijos. La psicología educativa moderna y, de un modo especial, las corrientes constructivistas han demostrado sin ningún tipo de dudas la necesidad de estimular de un modo activo a los estudiantes, para que afloren sus mejores potencialidades. Del mismo modo que un saltador de pértiga solo bate su marca si permanentemente salta con todo su potencial, el alumno mejora su inteligencia cuando se le obliga a traba­jar al límite de sus aptitudes. Una escuela estandarizada, en la que no se exigen metas adaptadas a su capacidad potencial personal, nos dará el día de mañana ciudadanos indiferenciados, poco críticos y, por consiguiente, fáciles de manipular.

Calidad y valores

Resulta sorprendente que Estados Unidos, la mayor poten‑
cia mundial, sea el país donde la tasa de niños educados en
su casa por sus progenitores, sin asistir al colegio, esté

aumentando año a año. Alrededor de 350.000 niños fueron educados en casa en el curso 1990/91, 750.000 durante el 1995/96, y la cifra ascenderá a aproxima­damente 850.000 en el 2001/02. La ‘educación en casa’ se ha extendido en los Estados Unidos, supera ya en algunos estados al número de niños escolarizados y constituye un porcentaje entre el 1% y 2% del total de niños en edad escolar. Este “movimiento alternativo” a la enseñanza tradicional no solo se produce en Estados Unidos sino también en Australia, Nueva Zelanda, Ca­nadá y el Reino Unido.

La calidad de la enseñanza y la educación en valores constituyen los dos principales argumentos que esgri­men los padres norteamericanos para elegir esta opción educativa. La última encuesta realizada por la National Household Education Surveys Program pone de mani­fiesto que se trata de familias bi-parentales con dos o tres hijos, donde uno de los padres no trabaja. Alrede­dor del 30% de la muestra aludía al ambiente de aprendizaje deficiente de la red pública como tercer motivo para su elección. Los niños educados en casa han conseguido grandes logros en dos de las competi­ciones más reconocidas en Estados Unidos: la National Spelling Bee y la National Geographic Bee. Muchos educadores sostienen que los niños de la home shool gozan de una mejor estabilidad emocional, mayor ma­durez, sociabilidad y capacidad de comunicación, así como de mejores resultados académicos, que los niños de la enseñanza tradicional. El interés de los padres por educar a sus hijos lleva a un esfuerzo mayor que una obligación laboral.

El caso de España

La escolarización es obligatoria en España hasta los 16 años. Sería deseable, siempre que se demuestre que los niños reciben una educación alternativa y suficiente, que los padres tuviesen libertad de prescindir de la escuela. Aunque la vigente ley educativa, la LOCE, se muestra más proclive a la exigencia de un mayor es­fuerzo por los alumnos, sigue perviviendo el espíritu de la LOGSE, una ley cuyos efectos perversos han sido manifiestos: un sistema poco exigente, igualitarista en los resultados finales y, por tanto, incapaz de estimular las potencialidades individuales. ¿Veremos surgir en España una sociedad civil capaz de exigir al Ministerio esta escuela alternativa para las familias? El cheque escolar facilitaría que los padres pudieran ejercer el derecho a educar a sus hijos, al poder prescindir uno de ellos de su trabajo. Mientras este sistema no esté per­mitido le sugiero que dedique tiempo a la relación con sus hijos; probablemente más importante para su for­mación integral que la escuela.

66. SECULARIZATION FALSIFIED

by Peter L. Berger

Copyright (c) 2008 First Things (February 2008).

It has been more than a century since Nietzsche proclaimed the death of God. The prophecy was widely accepted as referring to an alleged fact about increasing disbelief in religion, both by those who rejoiced in it and those who deplored it. As the twentieth century proceeded, however, the alleged fact became increasingly dubious. And it is very dubious indeed as a description of our point in time at the beginning of the twenty-first century. Religion has not been declining. On the contrary, in much of the world there has been a veritable explosion of religious faith.

Ever since the Enlightenment, intellectuals of every stripe have believed that the inevitable consequence of modernity is the decline of religion. The reason was supposed to be the progress of science and its concomitant rationality, replacing the irrationality and superstition of religion. Not only Nietzsche but other seminal modern thinkers thought so—notably Marx (religion as opiate of the masses) and Freud (religion as illusion).

So did the two great figures of classical sociology. Emile Durkheim explained religion as nothing but a metaphor of social order. Max Weber believed that what he called “rationalization”—the increasing dominance of a scientific mindset—would destroy the “magical garden” of premodern worldviews. To be sure, the two had different attitudes toward this alleged insight. Durkheim, an Enlightened atheist, saw modern secularity as progress. Weber was not happy about what he saw—ostensibly the imprisonment of modern man in the “iron cage” of rationality. But, happily or nostalgically, both agreed on what was supposedly happening.

Not to put too fine a point on it, they were mistaken. Modernity is not intrinsically secularizing, though it has been so in particular cases (one of which, as I will argue in a moment, is very relevant for the phenomenon of secularism).

The mistake, I think, can be described as a confusion of categories: Modernity is not necessarily secularizing; it is necessarily pluralizing. Modernity is characterized by an increasing plurality, within the same society, of different beliefs, values, and worldviews. Plurality does indeed pose a challenge to all religious traditions—each one must cope with the fact that there are “all these others,” not just in a faraway country but right next door. This challenge, however, is not the one assumed by secularization theory.

Looked at globally, there are two particularly powerful religious explosions—resurgent Islam and dynamic evangelical Protestantism. Passionate Islamic movements are on the rise throughout the Muslim world, from the Atlantic Ocean to the China Sea, and in the Muslim diaspora in the West. The rise of evangelical Protestantism has been less noticed by intellectuals, the media, and the general public in Western countries, partly because nowhere is it associated with violence and partly because it more directly challenges the assumptions of established elite opinion: David Martin, a leading British sociologist of religion, has called it a “revolution that was not supposed to happen.” Yet it has spread more rapidly and over a larger geographical area than resurgent Islam. What is more, the Islamic growth has occurred mostly in populations that were already Muslim—a revitalization rather than a conversion. By contrast, evangelical Protestantism has been penetrating parts of the world in which this form of religion was hitherto unknown. And it has done so by means of mass conversions.

By far the most numerous and dynamic segment of what I am calling this evangelical diffusion has been Pentecostalism. It began almost exactly one hundred years ago in a number of locations in the United States, as small groups of people began to speak in tongues and experience miraculous healing. From its beginning, Pentecostalism was actively proselytizing, mostly in America (though there were early outposts abroad—even, curiously enough, in Sweden). But the big Pentecostal explosion began in the 1950s, especially in the developing countries, and it has been intensifying ever since. The boundaries of Pentecostalism are somewhat vague: It is a multidimensional phenomenon, with explicitly Pentecostal denominations, local Pentecostal congregations with no denominational affiliations, and Pentecostal-like eruptions within mainline Protestant and Catholic churches. If one subsumes these groups under the general heading of charismatics, there are four hundred million of them, according to a recent study by the Pew Research Center.

Religious dynamism is not confined to Islam and Pentecostalism. The Catholic Church, in trouble in Europe, has been doing well in the Global South. There is a revival of the Orthodox Church in Russia. Orthodox Judaism has been rapidly growing in America and in Israel. Both Hinduism and Buddhism have experienced revivals, and the latter has had some successes in proselytizing in America and Europe.

Simply put: Modernity is not characterized by the absence of God but by the presence of many gods—with two exceptions to this picture of a furiously religious world. One is geographical: Western and Central Europe. The causes and present shape of what one may call Eurosecularity constitute one of the most interesting problems in the sociology of contemporary religion. The other exception is perhaps even more relevant to the question of secularization, for it is constituted by an international cultural elite, essentially a globalization of the Enlightened intelligentsia of Europe. It is everywhere a minority of the population—but a very influential one.

Secularism thus finds itself in a global context of dynamic religiosity, which means that it faces some serious challenges. We might distinguish three versions of secularism.

First, the term may refer to accepting the consequences for religion of the institutional differentiation that is a crucial feature of modernity. Social activities that were undertaken in premodern societies within a unified institutional context are now dispersed among several institutions.

The education of children, for example, used to occur within the family or tribe, but it is now handled by specialized institutions. Educational personnel, who used to be family members with no special training, must now be specially trained to undertake their task in teacher-training institutions, which in turn spout further institutions, such as state certification agencies and teachers’ unions.

Religion has gone through a comparable process of differentiation—what used to be an activity of the entire community is now organized in specialized institutions. The Christian Church, long before the advent of modernity, provided a prototype of religious specialization—the realm of Caesar separated from that of God. What modernity does is to make the differentiation much more ample and ­diffused.

One path for this development is the denominational system typical of American religion, with a plurality of separate religious institutions available on a free market. The American case makes clear that secularism, as an ideology that accepts the institutional specialization of religion, need not imply an antireligious animus. This moderate attitude toward religion is then expressed in a moderate understanding of the separation of church and state. The state is not hostile to ­religion but draws back from direct involvement in religious matters and recognizes the autonomy of ­religious institutions.

The second type of secularism, however, is characterized precisely by antireligious animus, at least as far as the public role of religion is concerned. The French understanding of the state originated in the anti-Christian animus of the continental Enlightenment and was politically established by the French Revolution.

This second type of secularism, with religion considered a strictly private matter, can be relatively benign, as it is in contemporary France. Religious symbols or actions are rigorously barred from political life, but privatized religion is protected by law.

The third type of secularism is anything but benign, as in the practice of the Soviet Union and other communist regimes. But what characterizes both the benign and the malevolent versions of laïcité is that religion is evicted from public life and confined to private space. There have been tendencies in America toward a French version of secularism, located in such groups as the American Civil Liberties Union or Americans United for the Separation of Church and State. What may be called the ACLU viewpoint is pithily captured in an old Jewish joke: A man tries to enter a synagogue during the High Holidays. The usher stops the man and says that only people with reserved seats may enter. “But it is a matter of life and death,” says the man. “I must speak to Mr. Shapiro—his wife has been taken to the hospital.” “All right,” says the usher, “you can go in. But don’t let me catch you praying.” The punch line accurately describes the ACLU’s position on any provision of public services (from school buses to medical facilities) to faith-based institutions.

All typologies oversimplify social reality, but it is useful to think here of a spectrum of secularisms: There is the moderate version, typified by the traditional American view of church-state separation. Then there is the more radical version, typified by French laïcité and more recently by the ACLU, in which religion is both confined to the private sphere and protected by legally enforced freedom of religion. And then there is, as in the Soviet case, a secularism that privatizes religion and seeks to repress it. Its adherents can be as fanatical as any religious fundamentalists.

All these types of secularism are being vigorously challenged. Even the moderate version of secularism, as institutionalized in an American-style separation of church and state, is being challenged by the contemporary religious movements that reject the differentiation between religious institutions and the rest of society. Their alternative is the dominance of religion over every sphere of human life.

For obvious reasons, most attention is now focused on the radical Islamic challenge. This challenge is represented by the ideal of a Shari’a state—that is, of a society in which every aspect of public and private life is subjected to Islamic law. Muslims differ as to whether this view is essential to the faith as proclaimed in the Qur’an or whether it is a later accretion that could be modified. Regardless, the call for an all-embracing Islamic state resonates strongly among contemporary Muslims. It is by no means limited to Jihadists, who want to establish such a state by violent means. Many Muslims who have no inclination toward terrorism or holy war have similar views.

Nor is such a view of religion dominating all of society peculiar to Muslims. The ideal of a Shari’a state has strong similarity with the ideal of a halakhic state propagated by some Orthodox Jewish groups in Israel. In India, the ideology of hindutva has similar ambitions, as have powerful groups within Russian Orthodoxy calling for a “monolithic unity of church and state” (a phrase used recently by a high official of the Moscow Patriarchate). In all these cases, the term fundamentalism is appropriate.

In progressive circles in America, comparable ambitions are frequently attributed to evangelical Protestants and Catholics. The attribution is empirically untenable. Only a very small minority of evangelicals, in the United States and elsewhere, want to set up a Christian state.

As to the Catholic Church, the last time it sought to establish a Catholic state was when it supported the Nationalist side in the Spanish Civil War. Since the Second Vatican Council, such a stance is unthinkable. Indeed, as Samuel Huntington has pointed out, the Catholic Church has become an important factor in democratization, notably in Eastern Europe, Latin America, and the Philippines.

One must make an important distinction between movements animated by genuinely religious motives and movements where ­religious labels are attached to agendas that are ­nonreligious.

Admittedly it is difficult to decide which motives are genuinely religious and which are not. There are, however, fairly clear instances of both. A suicide bomber in the Middle East may be trusted when he says that he is doing so to witness to the greatness of God. Social scientists (most of whom are quite secular in outlook) tend to believe that religious motives are suspect, that they are used to legitimate the “root ­causes” underlying a conflict. This is a bias that fails to understand the motivating power of religious faith.

And yet there are also clear instances of religious labels stuck on agendas rooted in very material interests. One such case is the Bosnian conflict, where religious markers were attached to clashes of political and ethnic interests. As P.J. O’Rourke once put it: There are three groups in the Bosnian conflict. They look alike, and they speak the same language. They are divided only by religion, which none of them believe in. Another case is Northern Ireland. And this case is again nicely illustrated by a joke: A gunman jumps out of a doorway, holds a gun to a man’s head and asks, “Are you Catholic or Protestant?” “Actually,” says the man, “I’m an atheist.” “Ah, yes,” replies the gunman, “but are you a Catholic or a Protestant atheist?”

A country in which the challenge to secularism is politically prominent right now is Turkey. The Turkish Republic was founded in 1923 by Atatürk, who was decidedly anti-Islamic and probably antireligious in general. He wanted to “civilize” Turkey, and civilization for him meant the secular culture of Europe. His political model was the French one—public life made, as it were, antiseptically free of religious symbols and behavior. Thus Atatürk proscribed the traditional fez as male headgear, insisting that Turkish men don European-style hats or caps. (This, by the way, had a very visible anti-Islamic implication: It is difficult wearing headgear with a visor in front to touch one’s forehead to the ground in the mandatory obeisance of Muslim prayer.)

This secularist ideology was firmly established in large sectors of Turkey’s society, particularly in the Kemalist political and military elite. It was dominant in urban, middle-class populations. Back in the Anatolian hinterland, a deeply Muslim culture continued to prevail, with people paying lip service to the Kemalist ­ideology but at the same time passively resisting it in family and community life.

In recent years, this resistance turned politically active. A series of avowedly Islamic parties entered the political process, challenging the Kemalist orthodoxy. For a while, the military intervened to stop such parties from taking power. But this has become progressively more difficult. One reason is that masses of Anatolians migrated to the urban centers, bringing their Muslim culture with them. Another is that Turkey (partly motivated by the elite’s desire to have the country admitted to the European Union) has become more democratic, and, as a result, all those unenlightened people are actually voting. And yet another reason is that some in the elite have come to doubt the old secularist orthodoxy and become lukewarm in their resistance to political Islam.

At present, an Islamist party is in power. Its leaders say they have no desire to overthrow the secular republic or to establish a Shari’a state. So far the military has not intervened, limiting itself to muttering threats. The most visible challenge from the religious side has been the insistence by many Muslim women on their right to wear the headscarf, the symbol of Islamic modesty, in public institutions—a practice still prohibited. (It is interesting how often headgear has become a flashpoint for conflict between secularists and pious Muslims—from the male fez to the hijab.)

The outcome of these Turkish debates has importance far beyond Turkey. The Pahlavi regime in Iran consciously tried to emulate Atatürk’s secular state. Again there was passive resistance by a strongly religious populace. And again the latter finally attained power. But the difference between the two paths to power clearly shows that the challenge to secularism can take very different forms: In Iran, an Islamic state has been set up by revolution and is marked by an oppressive dictatorship in which the Shi’ite clergy exercise hegemony. In Turkey, the Islamic party came to power through democratic elections, and thus far (though the Kemalists continue to have dark suspicions) it has not only observed the rules of the secular state but has actually made it more democratic.

What the two cases have in common was the blindness of the Enlightened intelligentsia to see what was coming. My only visit to Iran occurred in 1976, two years before the Islamic revolution. With one exception, all the intellectuals I met were opposed to the shah, and most of them expected a revolution. None of them expected the revolution that actually occurred, however, and I never heard mention of the Ayatollah Khomeini. About the same time, my wife was lecturing in Turkey. On her way through Istanbul, she noticed green flags (symbols of Islam) flying from houses and storefronts. She asked her host (an Enlightened university professor) whether these flags signified a resurgence of Islam. “Not at all,” replied the professor, “they are just put up by migrants from the provinces, ignorant people, who will never have much of an ­influence.”

On a much more recent visit to Turkey, I had an experience that may serve as a metaphor for the religious challenge to secularism, not only in Turkey but everywhere: A main tourist attraction in Ankara (indeed, just about the only tourist attraction) is the mausoleum of Kemal Atatürk. It is an imposing building, on a hill from which one gets a panoramic view of the city. At the time of my visit, in the center of the city one can see only one big mosque (built quite recently by the Saudis). Thus the city center, Atatürk’s capital, was quite literally a public space cleansed of all religious symbolism. But Ankara has expanded enormously since the 1920s, and the center is ringed by a great number of newer urban areas. As far as one can see, every one of these has a mosque. Thus Islam is besieging the capital of Kemalist secularism not only politically but physically.

Two instructive additional cases of a secular elite facing a popular religious challenge are India and Israel. When India became independent in 1947—and Nehru gave his famous speech celebrating India’s “tryst with destiny”—the new state was explicitly defined as a secular republic. No hostility to religion, Hindu or other, was implied by that phrase. After all, Gandhi served (and still serves) as a national icon. Mainly it was to set India off against Pakistan, which became independent at the same time, defined as a state for Muslims. By contrast, India was understood as a state in which all religious communities were to feel at home—Hindus as well as Muslims, Sikhs, Jains, and Christians.

India today is still defined in its constitution as a secular republic, in the sense of neutrality with regard to all religious communities. But, as a matter of fact, India is one of the most religious countries in the world, and more than 80 percent of its population is Hindu. Inevitably, this has political repercussions. In recent decades, the Congress party, which had presided over the founding tryst, has continued to uphold the secularist ideal (which is why Muslims mostly vote for it). But the major opposition comes from a party rooted in a vigorous affirmation of Hinduism as the core of Indian civilization. And the party, now called the BJP, has periodically held power both in several states and in the Union government.

Israel is remarkably similar in its secular and religious dynamic. The state proclaimed its independence a year after India. It did identify itself as a Jewish state, but this identity in no way implied that it would be a state with Judaism as the established religion. Like India, Israel has been a democracy from its beginning, and its non-Jewish minorities of Muslims and Christians were supposed to be full citizens.

As it turned out, there have been tensions between the dual identity of Israel as a democratic and a Jewish state, especially since the acquisition of the Palestinian territories after the l967 war. It is not surprising that Arab citizens of Israel have been uncomfortable as a result of these tensions. But what is directly relevant to the present topic is that many religious Jews have been uncomfortable by the secular, religiously neutral character of the state.

For a long time the political and cultural elite was strongly secular. There is no precise equivalent to India’s BJP in Israel, but the major opposition party, the Likud, has drawn much of its strength from Jewish voters who resent the secular elite (to be sure, for many reasons, not just because of its secularity). Again not surprisingly, many Arab citizens have been voting for Labor.

Yet another instructive case is the United States. The religious challenge to secularism has been an important fact of American culture and politics for the past forty years or so. Unlike modern Turkey, India, and Israel, the American republic was not created under a secularist banner. The American Enlightenment was very different from the French, and the Founding Fathers, though some were not particularly pious Christians, were certainly not antireligious. Nor did the First Amendment have a secularist intention but rather was intended to preserve peace between the different denominations of what was then a mainly Protestant nation.

This arrangement worked very well for a long time. And the circle of tolerance has expanded steadily—from the different Protestant denominations, to Catholics and Jews, and finally to just about any religious community that does not engage in illegal or clearly outrageous behavior.

What has changed in more recent times (I suspect, beginning in the 1930s) was what could be called a Europeanization of the cultural elite. This elite was increasingly secular, and its politics became increasingly secularist (a sort of Kemalization, if you will). All along, though, the general population continued to be stubbornly religious.

This religiosity, especially in its evangelical version, was looked down on by the elite. H.L. Mencken’s contemptuous treatment of evangelicals in his writings (notably in his account of the so-called Dayton Monkey Trial) ably represented this elite perception—and still does. To be progressive came to mean secular. The United States continues, by any measure, to be the most religious society in the Western world. Sooner or later, this situation had to lead to a political clash. Just as in Turkey, India, and Israel, the nonprogressive populace was going to rebel against the elite—and it was going to use the mechanisms of democracy to do so.

There were two clear flashpoints sparking the rebellion. Both involved the Supreme Court, the least democratic of the three arms of government: the 1963 prohibition of prayer in the public schools and the 1973 prohibition of laws against abortion. And, as a result, in a curious reversal of the earlier relation to class by the two major parties, Republicans won the allegiance of the religious rebels and Democrats reflected the secularist biases of the elite. In recent elections, it turns out, degree of religious commitment—Protestant, Catholic, or Jewish—was the single best predictor of how people were going to vote.

I think the positioning of the two parties was accidental; it might just as well have been the other way around. But once the dichotomous identification became established, secularists and strongly religious voters both became important elements of the two parties. They supply the activists—the people who write checks, who volunteer in campaigns, who ring doorbells, and who address envelopes.

All this is fascinating for any social scientist trying to understand contemporary cultural and political developments. Should it matter to anyone else? The answer is yes, if one is concerned for the future of democracy in the contemporary world.

There is the general view that fundamentalism is bad for democracy because it hinders the moderation and willingness to compromise that make democracy possible. Fair enough. But it is very important to understand that there are secularist as well as religious fundamentalists—both unwilling to question their assumptions, militant, aggressive, contemptuous of anyone who differs from them. H.L. Mencken was just as much a fundamentalist as William Jennings Bryan (though Mencken was wittier). There are fundamentalists of one stripe who think that religious tyranny is around the corner if a Christmas tree is erected on public property. There are fundamentalists of the other stripe who believe that the nation is about to sink into moral anarchy if the Ten Commandments are removed from a courtroom.

In plain language, fundamentalists are fanatics. And fanatics have a built-in advantage over more moderate people: Fanatics have nothing else to do—they have no life beyond their cause. The rest of us have other interests: family, work, hobbies, vices. Yet we too must be militant in defense of certain core values of our civilization and our political system. It seems to me that a very important task in our time (and probably in any time) is to be militant in defense of moderation—a difficult task but not an impossible one.


Peter L. Berger is director of the Institute for the Study of Economic Culture at Boston University. This essay, in a slightly different form, was delivered as a William Phillips Memorial Lecture at the New School for Social Research on October 10, 2007. Permission to publish it here is gratefully acknowledged.

 

 67. NOT YOUR FATHER’S PORNOGRAPHY

by Jason Byassee Copyright (c) 2008 First Things (January 2008).

Back in college, before he was a successful lawyer and practicing Catholic, a friend of mine was at his fraternity house one night, partying with his friends while they waited for a stripper to arrive. And arrive she did, beginning her performance—only to catch my friend’s eye. She froze. So did he. They had been in high school together. She gathered up her things and fled.

There’s something almost quaint about this story. It could have taken place in the 1990s or the 1890s. It involved a live sex performance with real flesh-and-blood human beings. And when their gazes met, she and he suddenly knew the same thing: This was a woman with parents, and siblings, and maybe children, and certainly friends, and a history, which presumably once included dreams that had gone horribly wrong. She even had enough shame—more shame than he did, at the time—that she would not dance for someone who knew her real name.

Something different, I think, lives in our more recent Internet-based pornography. Apologists for pornography say it has always been with us. There is, for them, a direct descent from Roman graffiti to Renaissance literature to live webcams.

Maybe. But these always involved a community of some sort: You had to sit in the theater for the stag show or XXX movie; you had to show your face to the clerk or older peer and ask for the magazine; you had to go to the frat house that night. But not now. The providers of pornography have so mastered the art of marketing their wares according to the three A’s—accessibility, affordability, and anonymity—that no one ever has to know. The Internet is an essentially gnostic, disembodied medium: You can dispense ideas through it, but not sacraments, community, or ­embodiment.

We are so awash in pornography these days that most of us don’t recognize it anymore. Of Internet users in the United States, 40 percent visit porn sites at least once a month. The number rises to more than 70 percent when the audience is men aged eighteen to ­thirty-four. The Internet has long been a driving force for the porn industry, pushing the bounds of access speed, streaming downloads, and file sharing. Now the cell-phone industry hopes porn will do for it what it’s done for the Web—make it very, very rich. The pornography industry brings in between $10 ­billion and $20 billion in the United States alone, and around $60 billion worldwide. (Hard numbers are hard to find, since cable giants and hotels chains are loathe to publicize their take from the skin industry.) That’s more than all professional sports. It’s three times more than Google, Yahoo, and MSN make in a year—combined.

But if you don’t go for numbers, try this experiment: Unplug. Don’t look at the Internet, television, or even print ads for a few days. As soon as you plug back in, you will see it again: skin everywhere. Porn is now mainstream.

When I tried the experiment, one of the first things I saw when I turned the TV back on was a commercial for a prime-time sitcom on one of the big-three ­networks in which a woman deflects a man’s proposition by saying that sleeping with her would mean also sleeping with her fiancé. “Is your fiancé, by any chance, a chick?” Play the laugh track.

A ménage à trois is commonplace in porn but not in your life, I bet. A recent stay at a hotel had me mindlessly flipping channels, bumping into a long commercial for Girls Gone Wild, the show in which drunk college co-eds strip for the camera in exchange for a hat or a T-shirt and a bit of fleshy fame (its founder, a thirty-year-old making $30 million a year, is now in jail for filming underage women). The ad had the key parts (barely) scrambled, but it didn’t matter—the pornographic effect was the same. And that’s tame compared to what was available on the hotel’s “On Demand” ­station. Even if you don’t like stats, you’ll be impressed with this one: Half of hotel-room patrons purchase pornography there. Porn isn’t sleazy anymore. It’s ABC, Time Warner, and the Holiday Inn.

The omnipresence of pornography eclipses any sort of recognizable freedom. To board my afternoon commuter train, I walk past an advertisement for Apple Vacations in which a bikini-clad woman is playfully photographing the viewer. The position of her arms is such that her breasts are at my eye level and life-size. Only the blind could avoid it. As I see it, I wonder how my children will learn about sex. From their parents? From church? From Apple Vacations ads?

Probably they’ll get their education from the Internet. One survey suggests that 90 percent of eight- to sixteen-year-olds have viewed pornography online. Ninety percent. The average age of one’s first exposure to Web porn is eleven. What kind of freedom is it in which your preteen’s first exposure to physical love, which religious people generally take to be a holy mystery close to the heart of who we are as God’s creatures, comes at the hands of the sleaziest spewers of lies making the handsomest profit off smut in history?

Some would laugh and say that my Apple Vacations ad is not pornography. Indeed, Pamela Paul’s extraordinary 2005 book, Pornified: How Pornography Is Transforming Our Lives, Our Relationships, and Our Families, reports that many college-age kids don’t even think of Playboy as porn—it’s far too mild. What porn requires these days is actual penetration. Now eleven-year-olds learn about sex on the Internet by receiving an unsolicited emailed link about bukkake—a Japanese cultural treasure exported here in a computer’s nanosecond, in which groups of men all ejaculate on or in a single woman simultaneously.

There’s something tired about religious figures decrying pornography. Christian magazines and ministers are supposed to broadcast jeremiads about visual fornication. In fact, our condemnation is part of pornography’s appeal for its users. And, as it happens, they are often us: In a landmark 2000 Christianity Today survey, 40 percent of clergy acknowledged visiting pornographic websites; another survey in 2002 reported 21 percent do so regularly. A 2002 survey at Pastors.com reported that 50 percent of pastors had viewed pornography in the previous year.

Skeptics of religious and political conservatives often smell hypocrisy in this, and they’re not far wrong. Eric Schlosser’s recent book Reefer Madness, which includes a long section on the economics of porn, is full of examples of public opponents who privately indulged in the skin trade, not least Anthony Comstock, instigator and enforcer of some of America’s first antiobscenity laws in the 1870s. The fundamentalist, peering into others’ mail, is—according to Schlosser—merely playing out his own “compulsion to masturbate” while thundering against the “Infidels, the Liberals, and the Free-Lovers” who support smut.

Of course, advocacy for social justice and pietistic practices of holiness are not intrinsically opposed. A labor-organizer friend of mine, describing her organizing in Florida with the Coalition of Immokalee Workers, mentioned almost offhandedly that the most difficult part was getting the workers off Web porn and into the union.

Still, even the fact that some opponents of pornography have been hypocrites offers a theological insight. Many of the porn-consuming pastors grew up, no doubt, in zealously evangelical homes in which fornication was regularly condemned. What was so interesting that pastor and mom and dad were so desperately keen to keep from them? The drama of the Fall is played out as they indulge in a bit of cyber-­fantasy, whether as naughty teens or as burnt-out, codependent, self-indulgent pastors. “I deserve this—all those years of school, my tiny salary, all the petty badgering I get at home and at church. At least these women ask nothing of me.”

The answer, say some, is to lift the restrictions. Cut out the obscenity laws and demand will wither. So argues Schlosser, for instance, with Hustler’s Larry Flynt as his witness. In Denmark, slashing of antiobscenity laws in the 1970s led to a quick spike of interest and then a continuous decline, which would be more precipitous still if not for foreign tourists in Copenhagen. Schlosser cites a study of the effects of ­Denmark’s change: “The most common immediate reaction to a one-hour pornography stimulation was boredom.”

Perhaps he’s right, and European countries that feature nudity in prime time and on newsstands and explicit porn on noncable television have less of an interest-building stigma to entice pious children. But the problem is this: Porn works. One has to be trained to see it as banal, either through desensitization or through the reordering of desire so that the eye catches what is genuinely beautiful and ignores the rest. In the meantime, thousands will model, hundreds will profit handsomely off it, and billions will have their desires malformed, including our children and pastors.

Bishop Paul Loverde of Arlington, Virginia, has made the most theologically substantial response to pornography of any recent ecclesiastical figure I know. He reflects most helpfully on the “gift of sight.” Thinking of the Sermon on the Mount, Loverde lands on the promise of eschatological vision: “Our natural vision in this world is the model for supernatural vision in the next. Once we have distorted or damaged that template, how will we understand that reality?”

This takes on greater poignancy when we remember that beatific vision has traditionally been a way of speaking of salvation itself. So it is not just the posture of the scold from which Loverde intones, “Those who engage in such activity . . . deprive themselves of sanctifying grace, destroy the life of Christ in their souls, and prevent them from receiving Holy Communion until they have received absolution through the Sacrament of Penance.” His words are a diagnostician’s words: This activity yields that result. “The human person progressively builds or destroys his or her character by each and every moral choice.” When one’s gaze is directed askance, “one becomes the kind of person who is willing to use others as mere objects of pleasure.”

Would that others could speak with as much confidence as Rome’s bishops. We mainline Protestants rarely mention pornography at all, and our near silence is striking. My sense is that it stems from fear of sounding “conservative”—Catholics and evangelicals harrumph about the lad mags: We don’t like them either, but let’s not be prudes.

Pamela Paul’s Pornified shows just how dated this laissez-faire attitude is. Today’s porn is not the naughty deck of playing cards your great uncle owned. Paul’s extensive conversations with habitual porn users focus especially on Web addicts—commonly defined as those who view Web pornography for more than eleven hours a week (a quarter-time job). Online you can get gorgeous models to do whatever you want; in real life, you’re a loser with no friends. One middle-age man laments to Paul that he has wasted, all told, three years of his life on Web porn. Dante could have thought of no worse hell. Christians of all types, mainline included, should care.

Some do. The Evangelical Covenant (formerly the Swedish Covenant, a pietistic offshoot of the Lutherans) has issued an impressive pastoral letter about pornography, complete with the appropriate adjectival wail in the wilderness—“epidemic.” It turns then to Scripture’s use of the relationship between clothing and sin: Adam and Eve’s effort to cover themselves reveals their sin. St. Paul speaks of stripping as what we do with our old nature in baptism. The suggestion is that we have resources to combat this plague if we attend to the richness of our own scriptural and liturgical language.

The Covenant has noticed overlap between how pornographers talk and act and how the Church does. So, for example, the Darwinian claim is often made that men are biologically wired to desire sex with more than one partner. What then could be more natural than porn? Notice: A theological claim is being made here, which clearly competes with Christian anthropology. Or, for another example, the claim is often made that our sex life needs spicing up lest we become bored. Early Christian catechists, like Augustine, worried about the same problem in church: how to vary teaching enough to keep listeners interested when they’ve heard it all before.

Early Christians were baptized nude. It is one of the most striking images from the early Church, all the more so given our forebears’ supposed repression and our age’s proud liberation. When Paul says we are those who “have stripped off the old self with its practices” and been clothed “with the new self, created according to the likeness of God in true righteousness and holiness,” ancient Christians took the language ­literally enough to remove their outer garments and emerge from the water as naked as the day they were born and then be covered with a white garment, symbolizing the purity of the eighth day of creation.

Perhaps it should not surprise that ancient Christians were comfortable with earthy talk of nakedness. Many of today’s churches have bought the culture’s lie that religion is not about sex or anything else of much importance. But, as theologian Sarah Coakley has so brilliantly said, ancient Christian reflection on desire shows that Freud is exactly wrong: Talk about God is not repressed talk about sexuality; talk about sex is, in fact, repressed talk about God. To paraphrase C.S. Lewis, porn users are not to be rebuked for desiring too much but for desiring too little.

I remember a friend who was frankly unapologetic about wanting to continue to sleep with women though he was unmarried. I responded that God ­wishes a love affair with him more rapturous than that with any woman. I had in mind St. Augustine’s key vision of Lady Continence in the Confessions: “serene and cheerful without coquetry, enticing me in an honorable manner to come and not to hesitate.” Augustine, now convinced intellectually that Christianity is true, desirous to join the Church but unready to give up sex (“make me chaste but not yet”), realizes that continence is more lovely than any woman, more fruitful, with the greatest promise of satisfaction of his desire without regret. I told my friend as much, and his end of the phone went quiet for a long moment. “Uh, right,” he said. “Exactly how does that work?”

Second-generation feminists opposed to porn often argued that it leads to rape. Not so, as porn defenders in places like Slate.com have shown: Porn users may be staying home to masturbate rather than attacking women in the street. In fact, porn may be behind the general dampening of libido in our culture. Did everyone need Viagra and its competitors before it was invented and pushed on us? Maybe not—because they weren’t satisfying themselves online so much. A magnificent article in New York magazine in 2004 says enough by its title: “Not Tonight, Honey. I’m Logging On.” An accompanying article by Naomi Wolf describes a friend who converted to Orthodox Judaism and moved to Israel. Her long, gorgeous hair was covered; her bedroom was off-limits even to her children. “And I thought: Our husbands see naked women all day—in Times Square if not on the Net. Her husband never even sees another woman’s hair. She must feel, I thought, so hot.”

Wolf has written elsewhere of the effects of our culture’s warped ideas of female beauty on ordinary women and girls. The naked and basically naked women on our airwaves have certain advantages over normal women: airbrushing and silicone and anorexia chief among them.

In fact, the models in porn suggest a kind of morbid preference for youth, another symptom of our culture’s sheer terror of age and death. Ever younger ­models (websites often have names like “barely legal”), shaved private parts, unnatural skinniness, all suggest a truly macabre longing for youth. No wonder more ordinary wives and girlfriends and daughters come to loathe and abuse their actual bodies. It has been suggested that many college men, having been habitual porn watchers for all their short lives, treat their girlfriends like so many bad imitators of porn. Naomi Wolf writes, “When I came of age in the seventies, it was still pretty cool to be able to offer a young man the actual presence of a naked, willing young woman.” Not now. “Today, real naked women are just bad porn.”

Christians have resources with which to aid this recovery of genuine eros, though they’re a bit dusty at present. I think here that Orthodox iconography, when done right, is beautiful beyond words. It had better be: Worship bears the Church up to heaven into the presence of God. Liturgy is a drawing out of our true selves, our best selves, in union with God in reflection of God’s union with us in Christ through the Theotokos. It’s erotic in a chaste sort of way.

Protestants are not without resources here as well. Our great gift to the Church universal—the hymn—is surprisingly sexually charged, when done right. In summer revivals in small Southern churches, the piano belting a tune and all crooning like David before the Lord, people get saved not just because of manipulation but because the experience is physically glorious—no wonder the stories are legion of kids spooning in the woods or of entertainers making their starts in little backwoods hymn sings. Surely there are resources there. But how does it work? Surely it’s more complicated than giving a horny kid an icon and teaching him how to pray before it or setting him down in an uncomfortable pew for a revival. Or is it?

When I’ve taken retreats to Catholic monasteries, I’ve been aware of how surprisingly, and even frighteningly, erotic they seem. The Trappists of Mepkin Abbey in Moncks Corner, South Carolina, worship in an exquisitely beautiful place: high white walls, cold stone floors, a slit in the side of the main sanctuary like a split in the universe through which the reserved sacrament is always visible. The great stone altar is big enough to sacrifice Isaac on. Candles flicker on the bronze face of Our Lady during Compline, and dozens of men chant the Salve Regina before the abbot dismisses with a flick of his wrist and a sprinkling of holy water. Pure desire for God could be wrung from the place like a wet towel. And one can begin to see how sex with another person could be given up for desire for God or made better by mutual longing for God.

There are treasures here with which we can become reacquainted to combat pornography, if we dare. And we may not: Moderns flinch when St. Bernard of Clairveaux seeks to progress up Jesus’ body, kissing his way up to his lips; when Bernini sculpts St. Theresa in the posture of orgasm; when ancient Christians stripped and spit and had their faces hissed at in exorcism before submerging, nude, to be born again.

A friend of mine likes to say that the Christian answer to pornography is soup kitchens. All our ­senses are engaged there in community with others for the sake of serving Christ in the poor. What could be more erotic? That is—what more could draw us out of ourselves toward another? We have these parts, these desires, for a reason: to love and be loved by God.

Jason Byassee is assistant editor of Christian Centur 

68. CATHOLIC SCHOLARS, SECULAR SCHOOLS

by Robert Louis Wilken

Copyright (c) 2008 First Things (January 2008).

At Fordham University, while I was teaching there in the late 1960s, it was said that most students were sons and daughters of firemen, policemen, or sanitation workers.

That was probably an exaggeration, but not by much. Few parents were themselves college graduates, and the typical student was often the first in the family to attend college. Although the State University of New York had an extensive system of public education, Catholic parents preferred to pay a steeper tuition to have their child attend a Catholic university. What counted was not curriculum, programs of study, or academic excellence but that the school was Catholic.

Today it is estimated that 80 to 90 percent of Catholic students who go to college in the United States matriculate in non-Catholic institutions. Even the majority of college-bound students who graduate from Catholic high schools end up at non-Catholic colleges. Given the number of Catholics in the United States, that adds up to a lot of students. In many public colleges and universities, Catholics make up 20 to 30 percent of the student body and sometimes more.

The most visible sign of Catholicism on American college campuses is attendance at Mass. Catholics, like evangelicals, go to church, and on weekends, Sunday evening in particular, students can be seen making their way to the university parish, a Catholic center on or near the campus, or a local parish. On Ash Wednesday, Catholics are identified by the smudge of black ash on their foreheads.

But, when it comes to the intellectual life of the university, the lamp of Catholic thought is hidden under a bushel. An occasional faculty member, or a group of students, will join in a protest against abortion, but in public discussion and debate it is rare to find a Catholic professor addressing the issues in a distinctively Catholic way. The Catholic presence runs the gamut from pizza at a Newman Center event to community service, but it seldom reaches into the library or lecture hall. Piety is evident. Catholic intellect and learning are not.

On university campuses, Catholic faculty are largely invisible. They are seldom known to students, and, though many are accomplished scholars in their academic disciplines, few have the formation in Catholic culture or history to serve as mentors to students. More often than not, their Catholicism is a private and personal thing, an affair of piety and practice, divorced from the intellectual enterprise that is the business of the university.

The absence of intellectual leadership on the part of Catholic faculty deprives students of models of well-educated Catholic laymen and laywomen who by their life and conversation display a mature and seasoned faith. Seldom will students find guides among the faculty who can deepen their understanding of Catholicism—suggesting a book here, an article there—as their studies present challenges to what they learned at home. Sadly, many Catholic students will go through four years of college to become reasonably well informed in some area of study—European history, American literature, international politics, biology—yet leave the university children spiritually.

In the decades leading up to the Second Vatican Council, Catholic culture was deeper and more encompassing than it is today, and educated Catholics had a sense of being part of a long and venerable intellectual tradition that was very much alive in mid-twentieth-century America. Between 1920 and 1960, American Catholicism went through a literary revival, fueled in the main by such European writers as G.K. Chesterton, George Bernanos, Charles Péguy, Sigrid Undset, Graham Greene, and Evelyn Waugh. But there were also major American figures: Flannery O’Connor, Walker Percy, J.F. Powers, Allen Tate, and many others. Joined by such philosophers as Jacques Maritain and Etienne Gilson, and the historian Christopher Dawson, these writers kept alive a vibrant intellectual tradition that gave educated Catholics an imaginative grasp of the faith and an eagerness to ­interpret Catholicism within the increasingly secular culture of the United States.

Much of the cohesion of Catholic thinking came from the renascence of Thomism. In the nineteenth century, neoscholasticism became a self-conscious philosophical outlook, and it was given its intellectual charter by Leo XIII in his encyclical Aeterni Patris. The pope urged Catholics to “restore the golden wisdom of St. Thomas, and to spread it far and wide for the defense and beauty of the Catholic faith, for the good of society, and for the advantage of all the sciences.” In the early decades of the twentieth century, the appropriation of the philosophy of St. Thomas sparked an intellectual revival among American Catholics. Thomism was versatile and accessible to different kinds of thinkers, and it offered Catholics a ­unified intellectual vision that embraced all areas of life, including the arts.

The novelist Flannery O’Connor, for example, had the custom of reading from Thomas’ Summa for twenty minutes each night before going to sleep. In one of her letters, she writes that if her mother came into the room and said, “Turn off that light. It’s late,” she would lift her finger with a “broad beatific expression” and reply: “The light, being eternal and limitless, cannot be turned off. Shut your eyes.” O’Connor was guided in her reading of Thomas by Jacques Maritain, in particular his Art and Scholasticism, from which she had learned that “art is wholly concerned with the good of that which is made.”

The Thomistic revival reached its zenith in the 1950s. But, as Philip Gleason, historian of American Catholicism, shows in Contending with Modernity, “hardly had this climax been reached when a decline set in that was so sudden and so steep as to justify calling it a collapse.”

The reasons were several—but not least was the difficulty of teaching a philosophical system to thousands of undergraduates. The growing influence of Catholic biblical scholarship in the wake of the encyclical ­ Divino Afflante Spiritu introduced a strong bias against scholasticism into Catholic thought. And in the 1950s, as la nouvelle théologie made its way across the Atlantic, it brought a critique of scholasticism from another quarter. In the end, however, Gleason observes, the loss of cohesion in Catholic intellectual life had less to do with any particular challenge than a loss of conviction that Catholicism had a unifying intellectual vision to offer.

This failure of nerve still afflicts Catholic intellectual life and has been weakened further by widespread ignorance of the Catholic tradition among educated Catholics. With the burgeoning number of Catholic students attending private and secular colleges, Catholics increasingly resemble other university graduates in their moral and intellectual outlook. Though they are well trained in other areas, unfamiliarity with the Catholic tradition puts them in a position of vulnerability and weakness in matters of faith. They often lack the capacity to defend or express their beliefs—even to themselves—and are ill equipped to give an account of their moral convictions in our relativistic culture.

Over the past two decades, two major strategies have emerged to deal with this situation. The first involves creating independent Catholic institutes at major American universities. The most prominent of these is the Lumen Christi Institute at the University of Chicago, but there are similar centers at other universities: the Aquinas Educational Foundation at Purdue, the Institute for Catholic Thought at the University of Illinois, the St. Anselm Institute at the University of Virginia, etc.

I sensed the unique role such an institute could play in the university when I was invited to give a lecture at the Lumen Christi Institute at the University of Chicago. The topic was Catholicism and Western culture, and the lecture was held in a classroom in Swift Hall on the main quadrangle of the university. When I was a student in the divinity school there, I often had classes in that room, and it was a new experience to see it filled with students and faculty who had come to hear a lecture sponsored by a Catholic institute.

In that setting, I sensed a freedom about what could be said. It was possible to deal with the topic in an explicitly Catholic way and from a Catholic perspective. Yet it was still a university lecture, and the audience certainly expected it to be as scholarly as other lectures given in that same room under different auspices. In fact, I knew that there would be persons in the audience who were experts on the topic and would most surely have different views than my own. A Catholic institute is no less a forum for debate and argument than is the rest of the university. Catholic tradition is a living thing to be contested as well as upheld, not a genteel legacy to be perfumed and powdered.

The second major strategy has been the endowment of Catholic chairs at secular universities. Catholic chairs have been around for almost fifty years, but in recent years their number has mounted. Examples are the Arthur J. Schmitt Chair of Catholic Studies at the University of Illinois in Chicago, the William K. ­Warren Chair of Catholic Studies at the University of Tulsa, the Monsignor James A. Supple Chair of Catholic Studies at the Iowa State University of Iowa in Ames, and the Cottrill-Rolfes Chair in Catholic Studies at the University of Kentucky, to mention only a few.

The oldest, the Stillman Chair at Harvard, was established in 1958, and its first incumbent was the distinguished Catholic historian Christopher Dawson. A few years later, Yale set up the Riggs Chair of Roman Catholic Studies, and its first occupant was Stephan Kuttner, an expert in medieval canon law. Today there are several dozen Catholic chairs in universities around the country, and several more are in the works.

The strongest argument for Catholic chairs is that the incumbent becomes a regular member of the university faculty and is able to offer ­courses for credit within a department of the university. In this setting, the study and presentation of Catholicism becomes part of the academic program of the university. At its best, a Catholic chair ensures that the ­university community has someone who can teach not only Catholic history and thought but also address current issues from a Catholic perspective.

A limitation of Catholic chairs, however, is that whoever is appointed will probably be a specialist in history or literature or philosophy or theology—not a student of Catholicism. For example, the Jesuit biblical scholar George MacRae held the Stillman Chair at Harvard University for a number of years. His academic profile was less as a Catholic thinker than as a New Testament scholar. Similarly, the present incumbent at Yale is known primarily as a historian of the sixteenth century. It is, of course, a good thing to have Catholic scholars of this caliber holding chairs at major universities. But their impact on students outside their fields is ­limited.

In the modern university, it is easy for a Catholic chair to become merely another faculty position serving departmental or university needs. Search committees are notorious for ignoring the reason the chair was endowed in the first place. Even if the first person to hold the chair presents the Catholic tradition in its integrity and fullness and makes a genuine effort to create a Catholic presence on campus, there is little guarantee that future occupants will have the same vision. It is seldom possible for the Church, through the local bishop, to have any say in the selection process. Colleges and universities are fiercely independent about faculty appointments and consider it an infringement of academic freedom to include a non-university person as part of the process of selection even in an advisory capacity.

There is no reason to discourage Catholic benefactors from endowing Catholic chairs at leading private colleges or universities. Students are likely to take more seriously courses for credit offered in conjunction with other programs within the university. If Catholic parents and alumni let their universities know that it is important to have a Catholic scholar on the faculty, and donors are willing to contribute for that purpose, development officers will respond.

Nevertheless, it is shortsighted to endow such chairs without an awareness of what they cannot do. Unless a Catholic chair is complemented by an independent Catholic institute, it is unlikely to awaken the interest or marshal the energies of other members of the faculty. A solitary faculty member has neither the visibility nor the resources to bring together Catholics from around the university. Nor is such an expectation likely to be part of the job description. A medievalist may seem a fine appointment, and recent decisions suggest historians may be the default preference for search committees. But a specialist in the Middle Ages is unlikely to build bridges to faculty in other disciplines. Any presentation of the fullness of Catholic thought and culture requires many voices: law, history, theology, philosophy, ethics, literature, the social sciences, and the natural sciences.

There is a deeper question as well. Is the notion of a Catholic chair itself a capitulation to the ideology of the secular university? Catholicism becomes an object to be studied, a social and historical phenomenon that finds its place among the myriad other phenomena that make up the humanities and social sciences today. When the appointment of a scholar for a chair in Catholic Studies at the University of California, Santa Barbara, was announced, it was stressed that Catholicism would be presented within “a comparative religious studies framework that emphasizes historical, cultural, and ethnographic approaches.”

Gifted teachers and scholars can transcend the limitations imposed by the modern university, but it is more likely that they will have profiles as historians, sociologists, or philosophers—not as Catholic thinkers. For a genuine Catholic witness within the university, it is not enough that Catholicism be presented simply as one more field of study. Yet that is the only way that the academy can welcome Catholicism. A secular university that knows its own ethos and understands and respects that of the Church would not take on the burden of deciding who would be an authentic representative of the Catholic tradition.

The changing role of theology in divinity schools over the last generation is instructive. When I was a student at the University of Chicago in the 1960s, most of the divinity school’s faculty were ordained Protestant ministers. Among university divinity schools, Chicago was the most liberal, linked historically to the American Baptists. Yet there was a sense among the professors that they were part of a faculty of Christian theology with responsibility to the churches as well as to the ­university.

As the academic community has become more imperious, it filters everything through its own sieve. Divinity schools have morphed into large departments of religious studies, and their faculty have come to understand their work as the study of and teaching about religion. Without the presence of the Church, however formless, such a development is inevitable. As the carrier of an intellectual tradition, the Church reminds the university that there are things worth caring about in an ultimate way, and these too have to do with the life of the mind.

When I lectured at the Lumen Christi Institute, I was no less part of the university than if I had been invited by the divinity school or the history department, but I felt that what I had to say was not constrained by the feigned impartiality that governs so much academic discourse. I found that atmosphere liberating. At the same time, I knew there were certain constraints placed on what I could say—constraints that came from the Church’s teaching, from the Magisterium, and from my own sense of faithfulness to Catholic tradition. But these are ones that I gratefully live with in all that I do.

Some years ago at a faculty meeting at the University of Virginia, there was a spirited debate about whether the college of arts and sciences should approve an area elective on “moral and religious reasoning.” In the discussion, a prominent professor in the English department, a man of culture and learning, rose to oppose the proposal on the grounds that he didn’t see that religion, and in particular Christianity, had anything to do with reason.

In his 2006 lecture at Regensburg, Benedict XVI argued that reason cannot be shackled by the constraints placed on it in the modern university. That was one of the deepest points he made in the lecture, but it was ignored by most commentators. In our time, the pope said, people assume that reason has to do only with what can be established on empirical or mathematical grounds. Other forms of thinking are considered a matter of feeling or sentiment or faith. “In the Western world,” he said, “it is widely held that only positivistic reason and the forms of philosophy based on it are universally valid.” As a consequence, the scope of reason is severely reduced. But the ancient Greeks, the first teachers in our civilization, understood that one could reason about the soul, about metaphysics, about cosmology, about transcendent things and the divine—that is, about what could not be seen or touched.

If reasoning about the soul and God, and hence about what it means to be human, is excluded from the university, the intellectual enterprise makes itself a captive of the present, welcoming the past only on present terms. The dialogues of Plato will be read as works of literature, not of philosophy, and the grand tradition of Christian thought will be viewed as a tribal subculture, historically instructive but without any cognitive claim on those who study it. In that atmosphere, which is the air university faculty breathe today, there can be no genuine dialogue or intellectual exchange across cultures or religions. The best one can muster is: “How ­interesting!”

The pope reminded his academic audience of the wisdom of Socrates’ words in Plato’s Phaedo: “It would be easily understandable if someone became so annoyed at all these false notions [bandied about in the dialogue] that for the rest of his life he despised and mocked all talk about being—but in this way he would be deprived of the truth of existence and would suffer a great loss.” To which Benedict added: “The West has long been endangered by this aversion to the questions which underlie its rationality, and can only suffer great harm thereby. The courage to engage the whole breadth of reason, and not the denial of its grandeur—this is the program with which a theology grounded in biblical faith enters into the debates of our time.”

In childhood, Catholics come to know the Church as a community of faith and worship and service. Those who go on to college and aspire to be educated Catholics must discover that Catholicism is also a community of learning with a long history of thinking about the great questions of life. Inquiry and questioning, criticism and correction, debate and disagreement—all the work of reason—are as much part of Catholicism as the Mass, the papacy, and monastic life.

Mature faith is nurtured by thinking, and the renewal of Christian culture will happen only with vigorous and imaginative intellectual leadership. The valuable pastoral work of Newman Centers needs to be complemented by serious Catholic scholarly institutes organized with intellectual integrity at the same level of excellence as that of the university.

At its best, a Catholic institute at a university should be a kind of school within a school, in which faculty and students can be apprenticed to the Catholic tradition of thought and culture. That means being introduced to a way of thinking with its own language, heroes, books, ideas, and forms of reasoning deeper and more ancient than those that dominate the modern university. It means making one’s own that ancient maxim: faith seeking understanding.


Robert Louis Wilken is the William R. Kenan Jr. Professor of History at the University of Virginia.

69. DIOS SIEMPRE SORPRENDE

Ha muerto, en Palma de Mallorca, Javier Mahillo, de apenas 41 años. Vivió con plenitud y con asombrosa fecundidad; moría tras un largo y penoso cáncer de tres años de duración. Casado y con cuatro hijos, era un personaje habitual en programas de radio y televisión, donde daba testimonio de su fe católica con brillantez, telegenia y sentido del humor. Era Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Meses antes de morir escribió:

Hace años que, cuando reflexiono sobre mi vida, noto claramente que he atravesado por diversas etapas más o menos interesantes, inconscientes, sacrificadas. En la infancia, pasé unos años que podría definir como fantásticos (los Reyes magos, el ratón Pérez, mis propias fantasías infantiles y demás), años inconscientes; viví la vida ralentizada y en blanco y negro; con momentos de tranquilidad, risas y jolgorio, y momentos de desasosiego, frustración y rabietas.

La etapa adolescente me desposeyó de gran parte de la alegría y me regaló –como a todos– abundantes ratos de intranquilidad, tristeza, desamparo y miedo. Miedo a los demás compañeros (no me veía yo muy fuerte ni muy valiente para competir con ellos), miedo a mis padres y profesores (que siempre estaban enfadados, exigiendo más y más de mí, o al menos eso me parecía), miedo a las chicas, miedo, en fin, a la propia vida.

 

Un encuentro inesperado

 

Lo pasé muy mal pensando que no estaba a la altura de las circunstancias. Y, ¡mira tú qué cosas!; de pronto y sin previo aviso, a los dieciséis años me encontré de sopetón con Cristo. Me invitaron a hacer Ejercicios espirituales, acepté y... ¡jaté tú!, que en cuatro días se me cayeron las vendas de los ojos y me enteré de que mi vida sí tiene un sentido y «somos –como dice san Agustín– como niños jugando a la orilla de la eternidad», porque Dios es mi Padre, Él me ha creado personalmente con sus propias manos, su Hijo Jesucristo se ha dejado clavar en una cruz para pagar rescate por mí, y, además tengo una Madre en el cielo que se muere de ganas por ayudarme, consolarme, animarme a ser cada día un poco más humano y un poco más cristiano, hasta que nos abracemos en un abrazo de dimensiones eternas. Y todo eso me arrebató el corazón de tal manera, que ya no hubo posible vuelta atrás.
Mi vida se volvió de colores y ya no pude ver ni hacer nada fuera de la presencia siempre cercana de nuestro maravilloso Dios. Entonces entré en la etapa del compromiso, el esfuerzo por madurar, por aprender, por ser eficaz, trabajador incansable, disciplinado, valiente y responsable. Terminé el Bachillerato –que llevaba a la rastra–, estudié una carrera que antes ni se me había ocurrido que pudiera estudiar, me doctoré, me casé, el Señor nos dejó en préstamo cuatro preciosos hijitos para que volcáramos en ellos nuestro cariño, y me dediqué en cuerpo y alma a trabajar, a dar conferencias por todos lados, a escribir libros e incluso a salir por la televisión debatiendo desaforadamente con las lumbreras del circo de las maravillas... En fin, una larga y dura cuesta arriba que me hizo fuerte y valioso, pero también inflexible y difícil para la convivencia. Fue el momento en que Dios –para liberarme de mí mismo– me cambió de destino.

Los doctores descubrieron que tenía cáncer, y que mi vida se acababa en unos meses (o unos años si había suerte). El trancazo, sin embargo, me supo a gloria. Me vi de pronto encerrado en un hospital, como en una casa de Ejercicios, desposeído de todo, sin familia que sacar adelante, sin alumnos que educar, sin responsabilidad alguna..., en las manos de Dios que me invitaba a dejar la lucha –¡por fin!– e irme con Él al paraíso. Y, pese a no merecerlo, la verdad es que me encantó la idea. Al principio se me hizo muy cuesta arriba el pensar que mis hijos aún eran demasiado pequeños (más que nada porque todos nos creemos insustituibles, y yo más que todos). Pero la cosa no fue tan terrible como uno se imagina y, a lo tonto, a lo tonto, ya han pasado tres años y aún sigo entre los vivos, sembrando cristiandad donde me dejan.
Y así pensaba yo que se acabaría la cosa; pero no. Dios siempre nos sorprende. ¡Es que es la leche! Resulta que hace unos meses empieza el tumor a crecer e invadir terminaciones nerviosas de toda la parte baja de mi organismo, y empieza a doler en serio. Y llega un momento en que ya no puedo aguantar.

Mi vida se vuelve desagradable. Me paso la noche y la mañana entera dormitando y entre pesadillas, y la tarde arrastrando la pierna por la casa y sin poder hacer prácticamente nada, porque no me deja el culo (¡ay, el culo, qué cosa más útil!) No puedo escribir porque no puedo sentarme al ordenador ni un cuarto de hora, no puedo tocar el teclado de música, ni cenar con mi familia viendo la tele sentado en el sofá, porque me arden las posaderas y las piernas hasta los tobillos. Sólo puedo estar en la cama, y malamente.

 

Sólo una cosa importante

 

Cama, cama y cama, viendo la tele y el techo de mi cuarto. Y eso me deprime y entristece. Y, además, mis hijos aún no saben nada –en teoría– de lo que se les avecina, y me ven raro, y todo se desvirtúa y nada parece salir bien. Y mi vida sigue a base de paciencia, soledad y confianza resignada en que todo se acabará cuando Dios quiera. Entonces me ingresan en el hospital, me llenan el cuerpo de drogas y se me va radicalmente el dolor –y también la sesera–. Estoy como en una nube, con la boca seca como una piedra. Pero en cuatro días afinan la dosis que me corresponde y me dan de alta. Ahora ya soy un enfermo terminal al que le quedan unos seis meses, pero que, sorprendentemente y frente a todos los pronósticos, ¡ha recuperado la paz! Bueno, no, ¡ha encontrado la paz por primera vez en su vida! Ahora me siento un hombre absolutamente nuevo. Ya se lo he contado todo a nuestros hijos, y parece que lo han asumido con elegancia y valor.

Ya no hay secretos retorcidos que dificultan la convivencia: Dios me invita a ir al cielo un poco antes de lo que esperábamos, y nada más. No pasa nada. Todo sigue estando en sus manos y no hay nada que temer. Y, en fin, se me pasan las horas flotando (esta vez de verdad) en una nube de felicidad, de alegría desbordante, de esas que te dan cuando terminan los Ejercicios y sientes el corazón limpio y dispuesto a todo, sin miedo a nada ni a nadie, sin reserva alguna, sin angustia ni tensión por ningún lado. Abro los ojos y veo a Dios. Los cierro y lo sigo viendo.
Ahora sólo hay una cosa que me parece importante: comunicar a los demás la grandeza de Dios. Chillar a los cuatro vientos que sí, que es verdad, que Cristo ha resucitado, que no es una locura ni un sueño, que no es una bonita ilusión que nos hemos ido inventando las personas piadosas para consolarnos del infierno en que vivimos. Que la oración es realmente la fuente de la vida sobrenatural. Que es verdad lo que dicen los místicos, que la oración entregada, en paz, es el mejor bálsamo para las heridas. Ya no me parecen cosas de libros piadosos convenientemente exageradas para causar impacto en los lectores inocentes. Es la pura verdad. ¿Que cómo se consigue esto? Pues, no tengo ni idea; ni me importa. Dios lo ha querido así y eso me basta.

 

Javier Mahillo.

 

70.LA UNIVERSALIDAD DEL «FORO U OFERTA»

ABC Domingo, 9 de Febrero. GUILLERMO SUÁREZ FERNÁNDEZ. Catedrático de la Universidad Complutense

EL Foro u Oferta es un pleito amistoso entre el Ayuntamiento de León y el Cabildo de la Colegiata Románica de San Isidoro, que tiene lugar todos los años, desde mediados del siglo XII, de forma ininterrumpida. Esta singular celebración en honor de San Isidoro de Sevilla, sabio y santo, Doctor de las Españas, inigualable luminaria medieval, excelso pedagogo español y europeo para Europa, tiene una doble característica, universalidad y ejemplaridad, como avales de una indefinida continuidad.

Universalidad vista desde múltiples ángulos, ejemplaridad como modelo a seguir y solución virtual no entorpecedora de consenso, conducente al respeto mutuo de las partes enfrentadas y a la paz consiguiente sin vencedores ni vencidos. Todo un milagro isidoriano que añadir a los descritos por Lucas de Tuy, leonés y canónigo de San Isidoro, luego obispo de Tuy, quien hacia 1223 publicó en latín una obra titulada «Los Milagros de San Isidoro». Milagro es que una ceremonia en loor de San Isidoro, nacida del fervor popular, se repita anualmente durante 844 años configurando un simbolismo mantenido por las representaciones municipal y eclesial. Esquemáticamente la fiesta isidoriana con el rito de «Foro u Oferta» y las «Cabezadas» de despedida, nombre popular con que se conoce el evento, requiere una minuciosa preparación de protocolo, con envío de mensajes o anuncio de visita del Alcalde y Corporación Municipal y ofrecimiento de legado o manda al Abad y Cabildo de la Real Colegiata de San Isidoro, quien debe aceptar esta legacía.

El origen del pleito de «Foro u Oferta» o fiesta de «Las Cabezadas» nace por el año 1158 en que se produce una gran sequía y se organiza una procesión rogativa con los restos de San Isidoro, que salieron del templo con la finalidad de implorar la lluvia. El «milagro» tuvo lugar en medio de una intensa lluvia, con un doble efecto, porque además el arca de las reliquias incrementó su peso hasta el punto de resultar inmanejable, lo que se interpretó como una negación del Santo a volver al templo y fue preciso, para que esto sucediese, que la Infanta Doña Sancha, luego Reina, suplicase el retorno del arca de las reliquias a la iglesia y arrancase del pueblo leonés la promesa de no mover nunca más los restos de San Isidoro y el compromiso de hacer un donativo o censo al Santo y, esto para siempre.

El presente ofrecido es un cirio de una arroba de peso -11´5 kg de cera-, con unas medidas determinadas, más dos hachas o velas gruesas, de una libra cada una. El pleito surge cuando el Alcalde del Ayuntamiento, o concejal delegado en representación de la Corporación, tras una complicada preparación litúrgica, realiza la «oferta» u «ofrenda voluntaria» del cirio al Abad de la Real Colegiata o al Canónigo portavoz del Cabildo, quien lo acepta y recibe, pero no como «oferta voluntaria» sino como «foro» obligatorio.

Se insiste por ambas partes, hay réplicas y contrarréplicas, y la discusión deriva hacia un ejercicio de ingenio e improvisación argumental, que finaliza cuando el Alcalde solicita del Secretario de la Corporación Municipal que se levante acta en que se haga constar que el cirio se entrega como «ofrenda voluntaria» y el canónigo ordena al Escribano Capitular que de fe por escrito, de que el cirio se recibe como «foro obligatorio» y pide que la fiesta continúe en paz y que el pleito siga pendiente. El Alcalde y el Abad se abrazan, y este último recibe el tan discutido cirio, que es encendido ya en la iglesia en donde el Abad oficiará una misa solemne para todos los presentes.

Terminada la misa, se organiza la despedida de Alcalde y Concejales por el Cabildo y Canónigos, entre los aplausos del público, que contempla como canónigos y concejales se doblan casi en ángulo recto, unos frente a otros, luego se van separando y cada vez, al oír el golpe del bastón del Alcalde, se giran e inclinan de nuevo, hasta tres veces, y finalmente se despiden. El nombre de «Las Cabezadas» que se aplica a la fiesta, se debe a esas exageradas inclinaciones que parecen traídas de un rito oriental.

¿Dónde está la universalidad, la ejemplaridad del modelo virtual de ciertos pasos rituales, con la realidad al fondo, en el contencioso del «foro u oferta» o la fiesta de «las cabezadas»?

La universalidad arranca de San Isidoro, el español más universal y glorioso, «doctor egregius» de la Alta Edad Media, organizador de concilios, autor de las Etimologías, educador de Europa, elogios que comparten toda una pléyade de autores y ensayistas y, entre ellos, los insignes Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal y Pérez de Urbel, junto a Viñayo González y Pérez Llamazares, últimos abades de la Real Colegiata, celosos guardianes del espíritu de la celebración. La ceremonia descrita es bien conocida en ambientes de cultura refinada y se ha difundido a través de visitas turísticas a la Colegiata Románica, de publicaciones del Secretariado de la Universidad de León y de la Cátedra de San Isidoro de la Real Colegiata, con la escala leonesa de las peregrinaciones a Santiago de Compostela, y por los programas de prensa, radio y televisión. Durante siglos, el conocimiento del ceremonial estuvo restringido a la población leonesa, pero en el momento actual ya no es así.

De otro lado el contenido y significado del «foro u oferta», el mensaje que contiene se nos antoja pluripotencial y presente en muy diversos escenarios y espacios informativos, científicos, socioculturales e incluso políticos. Empecemos por el área sociocultural.

Ciencia y cultura. Mucho se ha escrito acerca de la filosofía y concepto de estos términos. Para unos, la Ciencia en cuanto investigación e inventiva, es un importante generador de Cultura. Los descubrimientos del papel, la imprenta, el microscopio y el telescopio, el teléfono, la electricidad, la radio, la televisión, la energía nuclear, la cibernética y tantos otros ¿no significan algo para la Cultura? ¿no afectan también a los campos artísticos y literarios? Para otros, la Ciencia no es Cultura en absoluto y en todo caso cabría hablar de Cultura científica, pero no sería necesario hablar de Cultura artística o Cultura literaria porque constituirían el núcleo conceptual, y los hay que se quedan en el cascarón del problema cuando emplean frases tan bonitas como «la cultura es la flor que nos salva de la destrucción». Nunca habrá un acuerdo conceptual ni es necesario. Es más, yo diría que la discusión es enriquecedora.

Ética y estética. Tantos ensayos como hay en torno a este par de vocablos opinando sobre el grado de compatibilidad e incompatibilidad entre ellos. Los estetas teóricos y prácticos con sus teorías rígidas y abstractas, no suelen congeniar con los políticos y sus fines éticos de partido. Qué difícil es encontrar dos artículos, de tan frecuente idéntico enunciado, sustentando idénticos principios. El pleito habrá de continuar, no hay prisa por resolverlo. Y así podríamos seguir hablando en términos de Fidelidad y Lealtad, de Generosidad y Altruismo, de Honradez y de Moralidad, de Humildad y Modestia, que en un sentido lato podrían ser sinónimos, pero que en un sentido estricto tienen un matiz diferente y discutible etimológica y funcionalmente.

Las culturas Mozárabe y Mudéjar han dejado en la Península Ibérica un sentido de tolerancia religiosa, social y artística, ejemplarizante durante siete siglos y logran el cúlmen de pacífica convivencia en Toledo las Culturas Árabe, Cristiana y Judía, enriquecedoras por partes del tesoro artístico toledano, que podemos contemplar todavía hoy en día. En el terreno político el pleito de «foro u oferta» se repite con machacona insistencia. Un día leímos en la prensa la noticia de que Gran Bretaña planteaba a España aparcar sine die la negociación bilateral sobre Gibraltar. Antes sucedió lo mismo en 1998 en Bruselas y varias veces con anterioridad en cumplimiento de una antigua resolución de la ONU para la descolonización de Gibraltar.

71.SALÓN DE GRADOS

Por Jon Juaristi. Tercera de ABC, 25 de Noviembre de 2001.

 

Viernes veintitrés de noviembre de 2001 en la mañana. Javier Arzalluz Antia, presidente del PNV, acude a un encuentro con estudiantes y profesores de la Universidad del País Vasco en la Facultad de Filología y Geografía e Historia, sita en el campus de Vitoria-Gasteiz. No sé de qué habla Arzalluz. Los telediarios que recogen la noticia del acto en sus ediciones de sobremesa no son muy explícitos al respecto, quizá porque buena parte del mismo se desarrolla en eusquera, pero probablemente se tratan asuntos de actualidad (la nueva ley de Universidades, la negociación del Concierto Económico, etc.). Conozco al profesor que se sienta junto a Arzalluz como presentador y quizá moderador de la sesión. Un buen tipo, Ivan Z.. Nacionalista moderado, aunque él se crea otra cosa, me ha hecho saber con frecuencia y exquisitos modales su desacuerdo con declaraciones o artículos míos que juzgaba exagerados o injustos. Desde luego, ha leído todos mis libros y conservo aún cartas suyas en las que somete alguno de ellos a un detenido escrutinio. No escribe nada mal. Es, insisto, un muchacho agradable. Entre nosotros siempre hemos hablado en eusquera y supongo que le afligen mis extravíos ideológicos. No me consta, sin embargo, que se haya lamentado en público de que algunos de sus compañeros de facultad (los profesores José María Portillo y José Luis Melena, por ejemplo, o yo mismo, sin ir más lejos) nos hayamos visto obligados a dejar nuestra facultad, que es también la suya, y a buscarnos la vida fuera del País Vasco. Nunca ha firmado, que yo sepa, comunicado alguno de protesta por este motivo. Pero no quiero parecer quisquilloso. Z. me cae bien.

Lo cierto es que Arzalluz habla de asuntos más o menos importantes a una treintena de alumnos y profesores de mi facultad. Reconozco al instante el Salón de Grados. Allí es donde tienen lugar habitualmente las defensas de las tesis doctorales. Hace un año escaso, volví a mi facultad para presidir una comisión de tesis, lo que suele llamarse un tribunal. Razones de seguridad aconsejaron que el acto se celebrase en un aula perdida de uno de los edificios auxiliares. En fin, fue divertido: había miembros de cinco cuerpos distintos velando por mi pobre persona (Policía Nacional, Guardia Civil, Ertzantza, seguridad privada de la Universidad e incluso Miñones alaveses). Con todo, las autoridades de mi facultad juzgaron que mi presencia en el Salón de Grados podía provocar las iras de un sector del alumnado (quizá de los mismos que escuchaban a Arzalluz el pasado viernes). Recordé entonces que razones semejantes se habían esgrimido, un año antes, para suspender una conferencia del periodista José María Calleja en dicho Salón de Grados. Porque en el País Vasco, claro está, todos los ciudadanos somos iguales, pero hay grados, y los Salones de Grados de la Universidad se reservan para los grados superiores de la ciudadanía.

Arzalluz ha terminado de hablar. Un estudiante (o algo parecido) se acerca a la mesa y deposita ante el orador una tarta de mierda, mientras otros asistentes levantan pancartas reclamando Euskal Unibertsitate Bat, una Universidad en eusquera. Es decir, sólo en eusquera, la inveterada reivindicación de los abertzales y, en particular, de Ikasle Abertzaleak, la rama estudiantil de ETA. Al reclamo de esta consigna, yo he visto reventar sesiones claustrales, golpear a profesores y alumnos, destruir despachos, comedores y aulas. Algunos esclarecidos miembros de Ikasle Abertzaleak de nuestra facultad aparecen de vez en cuando en la prensa como miembros de comandos etarras detenidos tras haber asesinado a unos cuantos ciudadanos. Los que hoy ocupan el Salón de Grados parecen bastante tranquilos. Sonríen a Arzalluz, sonríen a las cámaras de televisión. Son muy, muy jóvenes. Quizá no se hayan duchado todavía este año, pero, en general, van guapitos. Arzalluz, el viejo león nacionalista, sonríe con ternura. Aparta con ademán elegante la tarta de mierda hasta situarla bajo la nariz del profesor-presentador, y con dulcísima voz de catequista asegura a los protestones que comparte sus deseos y que espera verlos pronto realizados. Aplausos.

Viernes veintitrés de noviembre de 2001 en la tarde. ETA asesina en Beasain a Ana Isabel Aróstegui y a Javier Mijangos, ertzainas. Llueve mansamente y se va otro día. José María Calleja, periodista, escritor, que no pudo dirigirse a los estudiantes de mi facultad desde la tribuna que Arzalluz ocupó el viernes, ha dado con una fórmula eficacísima para trasladar a sus lectores la realidad del País Vasco. Cuenta lo que pasa. No juzgues. Habla de hechos. De lo que sucede. De los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa y átame esa mosca por el rabo. Ven y cuéntalo. Y si no puedes venir o ir, como es mi caso y el de Calleja y el de Portillo y el de Melena y el de tantos otros, pon la tele. Mira los telediarios y cuenta lo que ves. No juzgues. Si acaso, recuerda, recurre a tu memoria tras quitarle la ganga del dolor. Habla de la facultad que ayudaste a fundar, tú, uno de sus profesores más antiguos y, desde luego, uno de los más viejos. Habla del Salón de Grados y de la tarta de mierda (y, eso sí, llama a las cosas por su nombre). No ofendas a nadie innecesariamente, aunque hables de la facultad donde tu juventud y tus ilusiones se perdieron y del país que era el tuyo y al que no volverás. Cuéntalo con el rigor y la indiferencia de una cámara de televisión, ante cuyo objetivo pasa un pastel inmundo y un estudiante maricuela y un vejete risueño y el cuerpo acribillado de una chica de treinta y cuatro años. Cuéntalo como Calleja. Cuenta tú también los nuevos cuentos de Calleja. Cuenta, por ejemplo, eso: un día cualquiera, pongamos que un viernes veintitrés de noviembre de 2001, en la vida y la muerte del País Vasco.

 

72.UNA MANIFESTACIÓN CON RECTORES
JORGE DE ESTEBAN

¿Es ésta una buena ley de Universidades?

SI

 

Digámoslo con franqueza. Una Universidad en la que se manifiestan juntos estudiantes y rectores, buscando fines distintos, es una Universidad enferma y esquizofrénica. En efecto, la masiva manifestación de ayer, aparte de los políticos y sindicalistas que acudieron también para pescar en río revuelto, demuestra una esquizofrenia colectiva. Pues mientras la mayoría de los rectores que se adhirieron, patrocinaron y, en casos, subvencionaron la manifestación, buscan mantener sus privilegios y su poder omnímodo, los estudiantes han actuado como el pobre Martín Palermo: queriendo celebrar un gol que creen haber metido al Gobierno, pueden salir con fractura de tibia y peroné, porque han ido en contra de sus propios intereses.

 

Los rectores, unos más y otros menos, tratan de perpetuar un poder que les sirve en bandeja la actual forma de su selección, pues lógicamente no quieren perderlo. Uno de ellos, que confunde a Camus con Baudelaire, lo que es mucho confundir, que encabezó ya una de las anteriores manifestaciones, que lleva en el cargo cerca de 12 años, que ha condicionado el nombramiento de más de 200 profesores de su asignatura o de otras, es, en consecuencia, uno de los mayores enemigos de que cambien las reglas del juego. Pero no es el único.

Por su parte, los estudiantes, siguiendo el cierre patronal y las manifestaciones inspiradas por los rectores, no son conscientes de que si quieren una Universidad mejor, tendrían que oponerse a lo que hay y apoyar la nueva ley, porque en ella se trata de favorecerlos con varias medidas. Se suprime la selectividad y se deja a cada centro que decida sobre la conveniencia o no de hacer pruebas para la admisión de alumnos. Se establece el sufragio universal ponderado para elegir al Rector, con lo que todos los estudiantes sin excepción pueden participar en esa elección.Se adopta un sistema de selección de profesorado para que entren los más competentes, lo que redundará en beneficio de los alumnos.Se crea un sistema para evaluar a las universidades, a fin de que los alumnos sepan cuáles son las más prestigiosas. Se señala que habrá un Defensor del Estudiante elegido de forma democrática.Y para qué seguir. Ciertamente, la ley también tiene algunos defectos, pero de eso es en parte culpable la oposición que no ha sabido argumentar suficientemente, en sede parlamentaria, lo que habría que corregir, rompiéndose curiosamente así la política de pactos que viene celebrando, en materias decisivas, el líder actual del PSOE.

 

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional.

 

73.El Arte de la Prudencia

Gracián, Baltasar  (1601-1658).

 

Vivir es saber elegir. No hay perfección donde no hay elección.

Las cosas no pasan por lo que son sino por lo que parecen. No basta tener razón si la cara es de malicia.

Es sabio se bastará a sí mismo. 

Nunca se debe incurrir en el rechazo del afortunado por compasión del desgraciado.

Incluso en el deseo de saber debe haber medida, para no saber las cosas mal sabidas.

Los sabios siempre aguantaron poco, pues quien tiene más ciencia tiene más impaciencia: el mucho conocer es difícil de satisfacer. La regla más importante para vivir, según Epicleto, es sufrir, y en ello resumió la mitad de la sabiduría. Si hay que tolerar todas las necedades, será necesaria mucha paciencia. A veces sufrimos de quien más dependemos, lo que es importante para vencerse a sí mismo. Del sufrimiento nace la inestimable paz que es la felicidad en la tierra. El que no tenga ánimo para sufrir es mejor que se retire a sí mismo si es que a sí mismo se puede tolerar.

Los errores de la estupidez son irremediables, pues como los ignorantes no se tienen por tales, no buscan lo que les hace falta. 

No todos los que ven han abierto los ojos, ni ven todos los que miran. 

No empezar a vivir por donde hay que terminar. Algunos descansan al principio y dejan el trabajo para el final. Lo esencial debe ir primero y después, si hay lugar, lo accesorio. Otros quieren triunfar antes de luchar. Par saber y poder vivir es esencial el método.

Tener cosas es mantenerlas para los demás.

El prudente hace a tiempo lo que el necio a destiempo.

El fracaso está en unir aprecio y afecto. (querer solo lo que vale)

 

74.LA FAMILIA: SU LIBERTAD Y SU PODER

Luis Vives.

 

1.- LA FAMILIA Y EL ESTADO FRENTE A FRENTE

Cuando pensamos que el estado tiene como una de sus misiones principales la de asegurar la igualdad y a esta idea no le hacemos salvedad alguna, estamos ciertamente posicionando al estado contra la familia. No es de extrañar que este posicionamiento haya tenido muchas veces consecuencias beligerantes pues la familia conforma un ámbito legítimo de exclusión, en definitiva de desigualdad. Estamos ante dos misiones contrapuestas: mientras que el estado pretende igualar la familia aspira a distinguir.

Un rasgo común a todos en todas las familias y que tendremos que resaltar será la extrañeza. La familia nos une a los humanos en la extrañeza, que es lo mismo que decir que lo que nos distingue a todos y cada uno de nosotros es que pertenecemos de distinto modo a distintas familias: en la distinción entre propios y extraños cabemos todos y en la medida en que intentemos suprimirla supremimos algo identitario nuestro y por tanto nos suprimimos a nosotros mismos.

No nos cabe duda de que hemos de repensar el discurso uniformista de la igualdad. Desde el punto de vista del Estado todos somos o debemos ser iguales, pero desde el punto de vista de la familia no lo somos. Creo que esto hay que decirlo con la boca grande: la exclusión que implica la extrañeza familiar es tan humana como la inclusión que supone la referencia a poderes constituidos con legitimidad de origen y procedimiento. La extrañeza familiar no es algo accidental a la vida social, más bien al contrario es el eje sobre el que se vertebra. No podemos presentarla como una excepción o accidente cultural de carácter más o menos temporal.

En este sentido es necesario contestar el interesado y cínico discurso igualitario que hace el estado para que no se reconozca ningún otro tipo de potestad legítima aparte de la suya. Plantándonos ante el estado en la defensa de la discriminación legítima que supone el reconocimiento con todas sus consecuencias del sujeto familiar hacemos un servicio al bienestar colectivo en la medida en que subrayamos lo que hay de más humano en nosotros.

En este esfuerzo nos topamos aquí con una de las lacras más penosas del liberalismo práctico: su concepción materialista de la igualdad. En esto el comunismo y el liberalismo están mucho más cercanos de lo que parece. En ambos casos el sujeto individual, en uno por imposición y en otro con libertad, asume su condición en base a criterios cuantitativos. Sin embargo, para una concepción no materialista de la igualdad se han de tener en cuenta necesariamente las necesidades espirituales y trascendentes, es decir los afectos, el altruismo solidario, la equidad generacional, etc., necesidades estas que se manifiestan propiamente en la familia y que ni el estado ni el mercado por sí solos ni en común pueden satisfacer.

Un liberal objetará enseguida que si desdibujamos al individuo estamos arrinconando su libertad. No es verdad. Afirmando la familia estamos al mismo tiempo afirmando al individuo pues es precisamente en la apuesta por las capacidades como nos encontramos a la postre con individuos libres. La introducción de las capacidades en el debate moderno se lo debemos a uno de los pocos Nóbel en economía no neoliberales de los últimos 20 años: Amartya Sen. Sen habla de capacidades donde antes solo se hablaba de necesidades y si bien él se refiere a ciertos intangibles de la acción de gobierno en el fomento del desarrollo de los pueblos como puede ser la educación, observamos que las capacidades humanas se nutren y llenan fundamentalmente en la familia.

Es la familia la que nos capacita mediante el cumplimiento cabal de sus funciones para ser los individuos que somos o podemos llegar a ser. Esta capacitación familiar se basa, a diferencia de otras capacitaciones como la que procura la enseñanza obligatoria, en criterios de complementariedad y no de reciprocidad. En la familia, podemos decir que afortunadamente, se nos trata y capacita de manera distinta porque se nos conoce diferenciadamante con criterios de calidad que apuntan también necesidades no materiales.

Naturalmente la contraparte de este apoyo mutuo que se da en la familia es la extrañeza: el hecho de que el apoyo no es transferible universalmente. Este hecho puede verse como negativo solo si lo observamos de modo superficial o lo enfocamos con un prejuicio cuantitativo. Pero si entendemos la extrañeza como la contrapartida necesaria a que seamos tomados en cuenta como portadores de necesidades que son también de naturaleza no material, veremos la extrañeza como algo positivo. Yo no quiero ser amado o querido por mis padres como son queridos por ellos los hijos de los demás: quiero, necesito, ser querido como su hijo, y ello es lo mismo que decir que los demás sean queridos como extraños. La distinción entre propios y extraños es esencial y ella es a la postre necesaria para aspirar a la igualdad. Una igualdad que está basada en el desarrollo de las capacidades que se realizan en el entorno familiar y no solo en el desempeño de las funciones del estado.

Y es que sin familia, nosotros los humanos no seríamos comunicables, no nos podríamos enriquecer mutuamente, seríamos o intentaríamos que los demás fuesen nuestros replicantes, como muy bien decía Harrison Ford en Bladerunner al explicarle a su compañero que distinguiría a los replicantes porque, decía, “los replicantes no tienen familia”.

No ignoramos el hecho de que ciertos tics miméticos de nuestra cultura quieren convertirnos a todos en replicantes. Efectivamente, el individualismo y su consecuencia el multifamilismo, margina la realidad sociofamiliar humana a la que pretende presentar como mero accidente. 

La familia es sin embargo esencia de humanidad: ningún humano puede renunciar a su condición familiar, a la identidad que le dan los suyos, sus padres, abuelos, etc. y que le distingue de los demás sin dejar de ser al mismo tiempo humano.

Todo esto implica repensar la igualdad, o quizá, mejor dicho, repensar nuestra desigualdad para fundamentarla en su punto justo. Ese punto dista equidistantemente tanto del individualismo ontológico que afirma que todos somos efectivamente iguales porque el hecho familiar (que se supone ampara las diferencias) es mero accidente anecdótico, como del individualismo aristocrático que separa de facto la dimensión afectiva y trascendente (que se supone anida en la familia) de los reclamos del derecho. Nuestro ánimo apunta, una vez que el estado ha garantizado los reclamos de humanidad en al ágora pública y que hemos dado en llamar derechos humanos, a subrayar la condición familiar como modo de llegar a un justo reconocimiento de nuestra identidad.

Es necesario pues dar carta de legitimidad ante el estado a nuestra condición familiar. Ello implica a nuestro juicio aspirar a que el estado reconozca la soberanía familiar y para hablar de ello pasamos al siguiente punto.

 

2.- LA SOBERANÍA FAMILIAR

Efectivamente aquí estamos abocados a hablar de política pues creemos que la apuesta por la soberanía de la familia es también una apuesta por rescatar cuotas de poder para ella.

Se trata de pactar con el estado un reconocimiento del poder familiar que permita a las familias crearlo y administrarlo ilimitadamente. Para que eso sea posible es sin duda alguna necesario que el estado se replantee su misma razón de ser para ser algo distinto de lo que es ahora.

El reconocimiento de un nuevo sujeto como sujeto afecta, podemos decir que esencialmente, a los sujetos ya existentes. Esto lo entendemos muy bien cuando pensamos en las grandes controversias de la historia que han motivado las sucesivas codificaciones de derechos. Pensemos en la controversia indigenista del siglo XVI, la esclavista del XVII, la sufragista del XX , o el pendiente reconocimiento de los derechos del no nacido. El acomodo de un nuevo sujeto implica que los sujetos ya acomodados se relacionen con él de manera distinta a como se relacionaban antes y también que se piensen a sí mismos de manera diferente. En este sentido el reconocimiento de la familia como sujeto implica necesariamente un replanteamiento del entendimiento que los sujetos ya acomodados tienen de sí mismos y aquí nos referimos particularmente al estado como el sujeto por antonomasia de la modernidad.

Alguno podría pensar, “bien, pues si para reconocer el poder familiar tenemos que esperar la transformación del estado, andamos listos: esta será una espera infinita”. No tiene porqué ser así. Afortunadamente existen mecanismos de diálogo, de megálogo, que diría el admirado Amitai Etzioni, para encauzar cambios de amplio calado en sociedades democráticas. Bien sabemos, no obstante, que el gran enemigo de la democracia es la inmoralidad de la corrupción y podemos anticipar que el poder establecido va a intentar comprar  a quien proponga cambios de calado obsequiándole con algún beneficio con tal de que retire su propuesta de reconocimiento de nuevos derechos y poderes. 

Estamos hablando en concreto de la inmoralidad de rendir los principios ante las prebendas de la política fiscal en la lucha de la familia por reclamar justicia del estado. La familia lo que necesita es poder, no dinero, no debemos confundirnos. El tema central en el debate sobre el poder o la soberanía familiar no es un debate sobre la economía doméstica o la legislación laboral, estamos ante algo mucho más importante a mi juicio. Algo de calado enraizado en los principios que contestan eso que buscamos responder cuando nos preguntan qué significa ser humano. Ser humano es ser familiar y más humanos seremos cuanto más familiares nos reconozcamos. Se trata de un reconocimiento de partida, de esos artículos que se escriben en los preámbulos de las constituciones y estatutos para dar sentido a todo lo que viene después. No, no hablamos de dinero, ni de sueldo del ama de casa, ni de descuento o desgravación por hijo. Estamos hablando de poder en su dimensión práctica.

Vayamos concretando. Hay un tema práctico con el que quiero acabar esta exposición y que parece en aras de la sencillez lo suficientemente concreto y simple como para recabar una atención pormenorizada. El poder se ejerce en nuestras sociedades a través del voto[1]. Nos parece de todo punto inexcusable que la familia no vote. ¿Podrán las familias votar?

Creemos que sí y además pensamos que es esta una primera propuesta sobre la que se puede ir edificando poco a poco ese megálogo que replantee los roles sociales entre sujetos soberanos, estados, individuos, familias y otras comunidades, que conforman nuestra cada vez más compleja existencia en común. La propuesta de extender el sufragio a los niños, a todos los niños, nos parece un buen modo de iniciar un diálogo con el estado que lleve de ahí hacia otras propuestas y objetivos viables de reconocimiento del sujeto familiar.

El reconocimiento de la familia como sujeto que es al mismo tiempo ámbito de bienestar, de equidad, de justicia y de realización implica la confianza por parte de los poderes constituidos aún y cuando en la vieja tradición weberiana se piensen como poderes monopolio. Los gobiernos, ello creo que se entiende en la retórica política moderna, deben confiar en las familias: garantizar su libertad y asegurar también su capacidad decisoria que se supone que es un logro en el afianzamiento de las libertades públicas y de los derechos civiles.

Una muestra básica de confianza es, a nuestro juicio, asumir como meta a alcanzar en los próximos años en todo el mundo el derecho al voto de los niños representados por sus padres. Esta reivindicación fue propuesta primariamente en la Declaración de San José de Costa Rica el 28 de Julio de 2001[2]. Ahí se decía que uno de los logros del siglo XX fue la extensión del sufragio universal a la mujer, aun y cuando este derecho no esté plenamente reconocido todavía en algunos países. En el siglo XXI la inclusión de los niños en el sufragio hará definitivamente universal el derecho al voto, que es una exigencia irrenunciable de la persona en una sociedad democrática. Toda vida humana, no importa su tamaño, debe ser reconocida por la sociedad como miembro actual y no solo potencial. La participación activa de la familia en las elecciones implica otorgarle el voto a todo el núcleo familiar en proporción a su tamaño. Consiste en la equiparación de la ciudadanía a la nacionalidad: la extensión de los derechos propios de la ciudadanía a todos los nacionales, incluyendo los menores de edad, todos sin excepción.

El voto de los niños representados por sus padres es una manifestación de que la familia es sujeto social de derechos. Toda persona desde el inicio de su vida debe de tener derecho a su inclusión en el censo electoral. El voto de cada menor de edad será emitido por sus padres de acuerdo con el sistema que cada país vea más conveniente y justo a sus circunstancias. Existen varias propuestas y estudios realizados al respecto cubriendo las diferentes posibilidades.

El derecho al voto de los niños, amén de que sea una reivindicación política para reconocer el poder colectivo que emana del hecho familiar, es también, una necesidad educativa. La sociedad necesita padres responsables que sepan transmitir valores y actitudes saludables de generación en generación conformando culturas de servicio en la que los niños sean protagonistas. Una cultura y una sociedad saludables suponen el protagonismo de los niños, para los que trabajamos y preparamos un mundo mejor. Vivir para los niños y apostar por la familia en la que viven es hacer futuro y es también una manera eficaz de vacunarse contra el individualismo que cierra las puertas al reconocimiento de lo que en definitiva nos hace humanos: pensarnos humanamente familiares. Esto es también dar poder a un nosotros que muchas veces pasa oculto. Dar poder a los niños es por esto reconocer el nosotros que somos cada uno y con ello darnos todos más poder sin quitarlo a nadie.

José Pérez Adán

[1] Existen varias y buenas aportaciones sobre la relación entre poder y sufragio. La historia del sufragio y de la franquicia electoral es de por sí interesante para entender la evolución del concepto de ciudadanía y vislumbrar su futuro desarrollo. Sobre el particular y sobre nuestra idea de la democracia como proceso y no como estado consolidado nos hemos pronunciado en Rebeldías (LaCaja, 2002). Una breve y acertada aportación al respecto puede encontrarse en el trabajo de Ana Cardona, “El sufragio como revolución de la igualdad” Cuadernos electrónicos de Filosofía del Derecho, 2/1999. 

[2] Existe una tradición en la reivindicación de este derecho en los estudios de derechos civiles en los Estados Unidos. El Family Research Council ha abogado por esta medida en algunos manifiestos y últimamente se ha planteado la cuestión de nuevo con la reivindicación de los niños como sujetos de derecho que hace el informe Hardwired to Connect de la Comisión Federal Niños en Riesgo del congreso norteamericano (2004). Algunos pensadores norteamericanos como Robert Bennet y sobretodo Duncan Lindsay han estudiado la viabillidad de extender los derechos políticos a los niños y cómo ese voto puede ser depositado por sus padres (en urnas especiales de medios votos por ejemplo) o por ellos mismos cuando así lo deseen. En nuestro país el profesor Guillermo Díaz Pintos de la Universidad de Castilla La Mancha, ha sido uno de los principales defensores de la propuesta.

75.Tierra de héroes

Por SERAFÍN FANJUL. Catedrático de la UAM

LA TERCERA DE ABC

... Los españoles han perdido de vista que el bienestar actual no es maná del cielo, que la paz cuesta cara en varios sentidos y que la repetición de la imagen tópica del valor hispano ya no alcanza para encubrir y enmascarar que el cabezudo se vació de sustancia, de músculos y nervios y de ganas de defenderse...

UN familiar cercano -británico él, pero no inglés- me preguntó no hace mucho, sin sombra de sorna ni pitorreo, por qué Inglaterra continúa ocupando Gibraltar. Su pregunta sólo reflejaba perplejidad ingenua ante algo tan insólito como difícil de justificar por ambas partes: con su implacable lógica anglosajona no podía comprender, poniéndose de nuestro lado, que sobreviviera el abuso. Tras meditar un instante hube de responder lo que realmente pienso: si España fuese un país serio ya haría tiempo que nos habríamos olvidado del Tratado de Utrecht, porque sería innecesario acudir a tan retórica escapatoria y Moratinos ni siquiera debería eliminarlo de los temarios, por desaparición del problema. Con gobiernos de derecha o izquierda el mantenimiento de una política sistemática, coherente y firme habría dado resultados. Si auténticos pigmeos militares como Islandia, Dinamarca o Finlandia se las han tenido tiesas -y con éxito- a potencias de primer orden, cuesta trabajo aceptar que nuestro sino consista en tragar el contradiós porque sí, porque lo nuestro es la pachanga, la sonrisa burlona como parapeto y el a mí qué más me da. Desde Carlos III hasta Castiella no se intentó nada concreto para poner las cosas difíciles a los ingleses, o, al menos, caras. Y después, con González, a bombo y platillo, el retorno del Patio de Monipodio, tan sevillano. Y los sucesivos gobiernos silbando, en aras de intereses superiores (¿cuáles y de quién?), ridiculizando el mero recordatorio como anacrónico y desfasado, digno de sonrisas conmiserativas (nadie en el mundo considera anacrónica la paralela reclamación marroquí contra Ceuta y Melilla, aunque sus razones sean mucho menos sólidas). Pero cito Gibraltar como mero síntoma.

Con la venia del Libro de Estilo de ABC, reproduzco -por muy expresiva- una frase de Vargas Llosa en Conversación en la Catedral: «- ¿Cuándo fue que se jodió el Perú, Zavalita?». Y nos aplico la misma pregunta: ¿cuándo nos torcimos? O cuándo se empezaron a encorvar otros españoles, de a poquito, hasta lograr una muy triste figura de jorobeta gozoso y gracioso, ignorante feliz de su desgracia, como ese retrato de Juan Ruiz de Alarcón en el que aparece muy galán, enhiesto como lanza, y que muestran en la mexicana ciudad de Taxco, donde nació. Digámoslo con claridad: la nuestra es una de las sociedades más evasivas y cobardes del planeta. No me refiero a valor individual, que de eso hay como en todas partes y épocas: más o menos y según circunstancias. Más bien aludimos a la decisión colectiva, la capacidad de resistencia ante adversidades o agresiones, a la cohesión y coincidencia de objetivos generales frente a grandes conmociones y conflictos: entre nosotros es inimaginable ni la décima parte del aguante y la disciplina mostrados por los alemanes bajo los bombardeos angloamericanos, por citar un solo ejemplo. La historia del escapismo nacional no comenzó el 14 de marzo de 2004 con los votantes de Rodríguez. De hecho, la sociedad española se fue aproximando y asimilando insensiblemente a las características de la imagen de poca seriedad, inconsistencia y cobardía atribuidas a los italianos no hace tanto tiempo, pero ¿quién se atreve ahora a esgrimir semejante pajita en ojo ajeno, si por acá el valor o el sacrificio se han convertido en antisignos que concitan mofa y menosprecio? La derrota de Bergonzoli en Guadalajara reforzó el estereotipo sobre los italianos y fue por igual festejada, incluso muchos años más tarde de la guerra, por rojos y azules: los españoles habían hecho correr a los italianos. Por supuesto, omito extenderme sobre la carrera, que en realidad no fue tanta, o acerca de la rendición, poco después, de los heroicos gudaris en Santoña ante Gastone Gambara.

En esos terrenos hay mucho de relativo, de contradictorio y hasta de comprensible. Para todos. La furia histérica desatada contra Aznar y su gobierno a raíz de los atentados de Atocha (¡nos habían metido en líos!) encuentra su corolario inevitable y lógico en la inhibición o el encantado aplauso por el estatuto de Cataluña, la rendición ante ETA o los muy negros nubarrones que se ciernen sobre Canarias, Ceuta y Melilla. Un sector numeroso y bien situado, pero puro tocino social e intelectual, reproduce el abandonismo y la indiferencia que tanto facilitaron la pérdida de las Indias continentales primero y de las Antillas más tarde. Cierto que por entonces también hubo Baler, los dos sucesos de El Callao (el de Rodil y el de Méndez Núñez), San Juan de Ulúa, Puerto Cabello, Santiago de Cuba... hitos de abnegación, valentía, obstinación a la desesperada cuando todo estaba perdido, mientras en la península políticos e instituciones andaban enfrascados -como ahora- en más altas misiones: cómo trincar y conservar el menguante poder o las modalidades de negocio que eso les podía reportar.

Es ocioso rememorar las hazañas llevadas a cabo por españoles a lo largo del tiempo. Y no sólo bélicas, también de exploración, población, extensión técnica o civilizatoria en sentido amplio. Citarlas a vuelapluma no vale la pena; tal vez sí leerlas, valorarlas sin complejos ni vanaglorias, conocernos mejor. Pero todo eso es el pasado, o una parte del mismo, porque la pregunta central retorna: ¿por qué nos torcimos? En un libro excelente e inencontrable (España exótica), como es natural publicado en Nuevo México (yo dispongo de un ejemplar, fotocopiado, que me envió un amigo desde México), Jesús Torrecilla expone y argumenta con brillantez su teoría del cambio del carácter español, en especial a partir del siglo XVIII. Se le pueden hacer algunas objeciones, como haberse movido sólo con materiales literarios, o el tragar a pies juntillas el insostenible mudejarismo de Américo Castro, pero en conjunto su obra es mucho más que estimable y debería ser libro de cabecera en facultades de Historia, Sociología, Antropología... Demasiado pedir, cuando se elimina con saña de planes de estudio y temarios diversos cualquier vestigio de proyecto nacional común, de recuerdo de alguna de las cosas buenas que otros españoles hicieron.


El libro de Torrecilla merece un comentario aparte, pero aquí sólo diremos que señala la transmutación de la sociedad hispana (por las crisis económicas, la pérdida de la hegemonía militar, el descrédito final de la Monarquía de los Austrias, etc.) desde la seriedad, el trabajo bien hecho, la sobriedad, la frialdad objetiva y lúcida y el muy excesivo orgullo de ricos y pobres a la bullanga jaranera y pícara, la golfería como norma y la ignorancia como bandera. Y todo ello en tanto que modo de afirmación de la personalidad castiza frente al afrancesamiento de las clases ilustradas en el XVIII: Moratín, Cadalso, Larra y una pléyade de escritores más o menos conocidos avalan con sus textos la muy sugerente tesis de Torrecilla, que completa el panorama con el aplebeyamiento de acomodados y pudientes durante el XIX. Simplificando mucho -y no se me enoje nadie-, se habría sustituido el espíritu castellano por el predominio del estilo de vida andaluza. Insisto: es una reducción del argumento que exige ulteriores comentarios, pero mientras llegan debemos ser conscientes de que los españoles han perdido de vista que el bienestar actual no es maná del cielo, que la paz cuesta cara en varios sentidos y que la repetición de la imagen tópica -en niveles y expresiones muy superestructurales y no más- del valor hispano ya no alcanza para encubrir y enmascarar que el cabezudo se vació de sustancia, de músculos y nervios y de ganas de defenderse. Y cualquier día, un chisgarabís, con o sin ministerio, cambiará hasta el himno de la Infantería española (con perdón por emplear tan subversivo sintagma) y en vez de empezar por «Ardor guerrero vibra en nuestras voces» lo sustituirá por un marchoso y posmoderno «Calidez dialéctica aletea en nuestros labios» que, me reconocerán ustedes, es mucho más acorde con lo que nos ha caído encima.

76. Invictus": cómo fabricar un falso héroe

Eduardo Arroyo

El semanal digital

 

Que el cine es un instrumento de opresión ideológica y de lavado de cerebro no es un secreto para nadie. Y si no que se lo digan al cine español, que viene haciendo exactamente eso.

 

En España, fechorías como la de la "memoria histórica" jamás hubieran sido posibles sin la manipulación de masas que ha supuesto el cine español en los últimos años. Eso sucede también a nivel internacional y un buen ejemplo de ello es la película Invictus, que da una imagen completamente distorsionada de uno de los iconos de la progresía -y también de los liberales- de todo el mundo: Nelson Mandela. La película supone un serio intento de consolidar al antiguo líder del Congreso Nacional Africano (CNA) como un ídolo moderno.

Clint Eastwood relata en Invictus el triunfo del equipo sudafricano de rugby liderado por François Pienaar en la Copa del Mundo de rugby. El triunfo queda asociado a la figura de Nelson Mandela, que da a los miembros del equipo los uniformes verdes y amarillos, símbolo de la "Nueva Sudáfrica" post-apartheid. El hábil gesto de Mandela le ganó el apoyo de muchos sudafricanos blancos y consiguió que buena parte de la población le identificara con los colores nacionales. Sin embargo esto no es todo, ya que tan solo se trataba de un mero gesto en el océano de la violencia marxista que asolaba la Sudáfrica de entonces.
La película edifica toda su estrategia de manipulación sobre los estereotipos raciales políticamente correctos de los blancos fanáticos y crueles y los negros oprimidos y bondadosos. Se trata de un estereotipo ya recurrente en el cine y en los medios en general, muy empleado en la guerra de propaganda que ciertas fuerzas -especialmente interesadas en la progresión del Nuevo Orden Mundial- emplean contra Occidente. En estas coordenadas, pronto resulta evidente que detrás de Invictus, una película magistralmente llevada y de enorme belleza cinematográfica, hay una clara intencionalidad política.

Primero, lo más sorprendente es la manera en que el triunfo se vincula a la figura de Nelson Mandela, por entonces solo un astuto político más al servicio del imperialismo soviético. Su estrategia de apoyo al equipo de rugby, en contra de las intenciones de su propio partido, constituyó un movimiento genial que, si bien aparece en la película, ignora deliberadamente el contexto complejísimo de la Sudáfrica de entonces. Eastwood no puede -no puede honestamente- separar la figura de Mandela de los treinta años de terrorismo y violencia por parte su CNA. En este sentido, la película recurre a reiterados flashbacks del encarcelamiento de Mandela en la isla de Robben, un lugar donde, según la película, parece que Mandela fue a parar por oponerse al apartheid. De manera subrepticia, se oculta que otros personajes de la Sudáfrica de entonces, como el obispo Desmond Tutu, se opusieron igualmente al apartheid sin ser jamás encarcelados. Entonces, ¿por qué fue encarcelado Mandela? El hecho es que Madela no recibió siquiera el apoyo de Amnistía Internacional ya que, pese a cometer numerosos crímenes violentos, habia tenido un juicio justo y había sido razonablemente sentenciado.

Mandela era el dirigente del brazo armado del CNA y del Partido Comunista de Sudáfrica, el célebre "Umkhonto we Sizwe". Fue hallado culpable de 156 actos de violencia pública que incluían oleadas de atentados con bomba, muchos de ellos en lugares públicos, como el atentado de la estación de ferrocarril de Johannesburgo. Pese a que el presidente Botha ofreció a Mandela la libertad en varias ocasiones si renunciaba a la violencia, su ofrecimiento siempre fue rechazado. La película transmite la idea de que los negros tienen todo que perdonar a los blancos y que este es el fin de la historia. No se dice una palabra de las décadas de violencia espantosa del CNA no solo hacia los blancos sino hacia otros negros que no pertenecían al CNA. La Sudáfrica del apartheid, pese a todos sus defectos, atraía a dos millones de trabajadores de las naciones vecinas, muchas en poder de regímenes marxistas, fracasados y sanguinarios. La película silencia las bombas en los grandes almacenes o incluso en instalaciones nucleares, la supresión de críticos y opositores o el terrible necklacing -la especialidad de las guerrillas de CNA- en el que la gente, con frecuencia otros negros, eran quemados vivos con un neumático en torno al cuello incendiado con gasolina. Por entonces, los terroristas de Mandela asesinaron y torturaron a miles de campesinos blancos para, más tarde, reintegrarse en el Ejército Sudafricano actual, sin que ninguna plañidera internacional haya pedido un "ajuste de cuentas" como se hace con Chile o Argentina. Por muchísimo menos de lo que Mandela hizo en su día, Hamas o Hizbolah son tildadas de "terroristas" en todo el mundo occidental.

Tampoco habla la película del apoyo de Mandela y su partido a regímenes así mismo sanguinarios como el régimen castrista, el de Robert Mugabe o el régimen chino. Aunque Invictus liga la victoria del equipo de rugby a la figura de Mandela, no hace igual, como correspondería en justicia, con el crimen galopante y la ruina de la economía. En la película, solo durante un momento Mandela mira los titulares de un periódico en el que se habla de crimen y ruina económica. Esto no hace justicia en absoluto a la situación real: de hecho, durante los 46 años de gobierno del Partido Nacional, 18.000 personas murieron en tumultos, atentados o en calidad de víctimas de la policía o el ejército. La cifra contrasta con las 20.000-25.000 personas que mueren todos los años en la actual Sudáfrica, en tiempo de paz, convertida en uno de los países más violentos del mundo. Además, la Sudáfrica del apartheid, abominada por todos, se hallaba entonces en una situación económica que hoy debería de envidiar: pese a estar entonces acosada por el bloque soviético en un amplio frente subversivo y por las sanciones de los EEUU y sus aliados, pese a sostener una guerra instigada desde Cuba en su frontera, el Rand era mucho más fuerte de lo que es hoy. La Sudáfrica de Nelson Mandela, sin ninguno de esos problemas, es ya un gigantesco fiasco económico y ha dejado de sacar las castañas del fuego a los países circundantes que, dicho sea de paso, cuentan con todas las bendiciones de la comunidad internacional de naciones "democráticas".

Por último, queda por señalar el giro copernicano impuesto por el gobierno de Mandela en lo moral. De hecho, precisamente él y sus camaradas del CNA son quienes legalizaron en Sudáfrica cuestiones como el aborto -legal desde el 1 de febrero de 1997-, la pornografía y el juego. Nada de esto sale en la película, por supuesto. Como tampoco sale -ha sido completamente distorsionado- la importancia que para los componentes de aquél equipo de rugby tenía su fe cristiana. Sorprendentemente, y pese a que la película indica justo lo contrario, es un hecho constatable que aquél histórico equipo oraba tras cada victoria en el terreno de juego. El propio líder del equipo, François Pienaar, declaró en una entrevista a la BBC en 1995 tras la victoria que, cuando sonó el silbato que indicaba el final del encuentro "me puse de rodillas. Soy cristiano y quería decir una rápida plegaria por hallarme en aquél acontecimiento maravilloso y no solo por ganar. De repente, todo el equipo estaba en torno mío; fue un momento especial".

Toda este simplismo a la hora de tratar una situación incomprensible sin conocer el contexto africano de entonces, la guerra fría y el papel del CNA en la subversión de todo el Sur de África, solo puede entenderse como un acto de pura propaganda, encaminada a fabricar un falso héroe a la medida de los intereses de la mundialización.

 

77. LOS ÁRABES

Andrés Ibáñez

Hace muchos años que doy clases de español para extranjeros, y durante ese tiempo he tenido muchos alumnos árabes. Los árabes tienen, por lo general, la piel oscura y los ojos velados como por la fiebre o la melancolía. Pero también hay algunos de piel pálida, ojos claros y cabellos castaños. Los árabes son, casi siempre, exquisitamente amables. Miran directamente a los ojos, y cuando lo hacen uno siente toda la intensidad de su persona volcada de forma natural en su mirada. Cuando dan la mano, toman la mano de verdad, y uno siente en su contacto la presencia indudable de otro ser humano. Los árabes son enormemente cálidos y amistosos. Les gusta reír. Les gusta mucho hablar. Cuando escriben, apenas ponen puntos y comas. Sus escritos suelen adoptar la forma de un chorro, un chorro de ideas y de pensamientos.

Muchas mujeres árabes, de acuerdo con sus ideas o las costumbres de sus países, llevan un pañuelo que cubre sus cabellos y su cuello. He conocido a muchas mujeres árabes de distintos países y niveles culturales, estudiantes universitarias, esposas de diplomáticos, médicos, amas de casa, que llevaban el pañuelo. Lo que siempre me sorprende es la enorme seguridad en sí mismas que tienen estas mujeres, con independencia de que lleven pañuelo o no. Evidentemente estoy a favor de la igualdad de derechos de hombres y mujeres y en contra de cualquier forma de discriminación contra las mujeres, pero la idea de que las mujeres musulmanas que llevan el velo son unos seres débiles, asustados y sin criterio, no puede estar más lejos de la verdad. Siempre me sorprende en ellas su buen humor, la intensidad de su sonrisa, la determinación con que hacen las cosas. Hay algo limpio, fuerte y optimista en las mujeres árabes que he conocido.

No existen las normas. Los árabes son bastante imaginativos en sus explicaciones. Para ellos las normas no existen. Siempre intentan salirse con la suya. Son pícaros, y como todos los pícaros, enormemente suaves, amables y encantadores. Viven, por lo general, en países donde las cosas no funcionan bien y donde uno no puede confiar en la organización existente. Están acostumbrados a hacerlo todo hablando. Si se les dice que el examen es el día 15, por ejemplo, volverán a preguntarlo muchas veces para asegurarse de que la fecha no ha cambiado o que les han dicho la verdad. Todo han de hacerlo hablando de persona a persona. Están convencidos de que sólo el contacto personal, el diálogo, la mirada, la amabilidad, son reales. Las normas, horarios, folletos, carteles, etc., no significan nada para ellos. A menudo preguntan, desconsolados, si no hay «excepciones». La idea de una norma que se aplica ciegamente a todo el mundo les resulta absurda.

La cultura más generosa. Pero los árabes, y esto es lo último que quería decir (y, en realidad, lo único que quería decir), son verdaderas personas. Son personas que viven en los ojos y en el corazón, en un mundo de personas y de relaciones personales. No beben alcohol y no comen chorizo, pero saben disfrutar de los placeres de este mundo. Les gusta dedicar tiempo a la comida. Les encantan las fiestas, los regalos, la risa, las bromas. Siempre están dispuestos a dar. No conozco ninguna cultura más generosa. Lo que dan, sobre todo, porque lo tienen, porque todavía lo tienen, es tiempo. Hay una cosa que necesita el corazón: necesita tiempo. Los árabes tienen tanto corazón porque tienen mucho tiempo. Aunque también es posible que tengan tanto tiempo porque tienen mucho corazón.

Para la mayoría de ellos, el Corán es una fuente de valores tales como la tolerancia, la amistad, la compasión. Al mismo tiempo, uno percibe que su religión, que les dicta desde la forma de saludar hasta la forma de alimentarse, también les da miedo. Dios les inspira una especie de temor reverente. Hablan de Dios o del Corán con entusiasmo, con orgullo, con admiración. Admiran a su Dios, pero no le aman.

Uno no puede dejar de pensar en lo que perderán los árabes cuando se modernicen. Perderán, quizá, gran parte de su seguridad en sí mismos, de su calidez, de la intensidad de su mirada, de su generosidad. Uno se preguntan si lo que ganarán a cambio merece realmente la pena. Sin duda la respuesta es que sí, sí, que merece la pena. Pero no deja de ser una pena que merezca la pena.

78. La cibercheka

Ignacio Ruiz Quintano

En el periódico global en español han inaugurado con fanfarria ciertamente habanera una cibercheka para husmear cualquier cosa que se salga de la regla, como los rezos de Prada o los fascisteos de Ussía.

El antifascismo, qué le vamos a hacer, es así de fascista.

¿Quiénes son los fascistas? Siempre los otros.

-Todo viene de un pequeño embrollo gramatical -explicaba Pemán, antes de que lo echaran de la dirección de la Academia por falta de fascismo-. Creemos que «fascista» es un sustantivo o un adjetivo. Pero resulta que no, que es un pronombre. Los pronombres los manejan los demás. Uno puede vigilar sus adjetivos y sus sustantivos. Pero los pronombres vienen de fuera y hay que resignarse a recibirlos. «Fascista» vale tanto como decir «el otro».

Para Muñoz Molina, por ejemplo, «el otro» es César González-Ruano, sólo porque fue un dandi con esqueleto de palo que tuvo la suerte de no estar en casa cuando los milicianos fueron a buscarlo para medírselo... por fascista.

-El «fascismo» es un casino cuyas listas administran los del casino de enfrente.

Con la cibercheka anunciada, es el periódico global en español el que se dispone a otorgar los nombramientos de «fascistas», con sus rehalas de sabuesos adiestrados para seguir por las cavernas el rastro de la reacción.

-Los reaccionarios -dijo certeramente Gómez Dávila- les procuramos a los bobos el placer de sentirse atrevidos pensadores de vanguardia.

A imitación de los acreditados CDR cubanos -chotas, para el vulgo-, escogidos membrillos de progreso pondrán su ojo izquierdo -«escopofilia», dice mi psiquiatra que hay en eso- sobre los pasos literarios de los sospechosos de fascismo.

Técnicamente, el fascismo es el sometimiento del poder legislativo al poder ejecutivo, pero a semejantes vericuetos no descienden estos chotas, que prefieren quedarse en la superficie, donde uno se hace sospechoso de fascismo sólo por no troncharse de risa con la «gracia» vertida en la serie Padre de familia, donde los guionistas hacen mofa explícita del hijo discapacitado -síndrome de Down- de Sarah Palin.

-Me buscaron en Madrid con la poca elegante idea de quitarme de en medio -cuenta Ruano en sus memorias-, idea a la que contribuyó con entusiasmo el diario La Tierra, a cuyo director y a cuyo redactor-jefe traté años después en París como si nada de esto hubiese existido.

Y el fascista era Ruano.

79. De Prada. El guardián de Dios

SI hay algo que me conturba el ánimo (tal vez porque me recuerda la «abominación de la desolación» de la que hablaba el profeta Daniel: esto es, el sacrilegio del templo) es el espectáculo de los turistas indecentes que se pasean por las iglesias como por un mercadillo playero, en camiseta de tirantes y pantalón corto, pavoneándose de la pelambre de sus canillas, de los morrillos de carne excedente de sus cinturas, de su muslamen injuriado por la celulitis, mientras disparan fotografías por doquier e intercambian comentarios vocingleros en la capilla del Santísimo, como los intercambiarían en un retrete comunal. Esta pérdida generalizada del decoro (que es expresión de otra pérdida más aflictiva, que es la pérdida del sentido de lo sacro) alcanza una expresión paroxística en las iglesias de la Toscana más celebradas por las guías turísticas, ante la pasividad o negligencia de las propias autoridades eclesiásticas. Es verdad que a las puertas de los templos suele haber carteles que reclaman respeto al visitante; pero la caterva turística se pasa tales avisos por la entrepierna, que gusta de rascarse sin rebozo y llevar bien aireada, tal vez para aliviarse las escoceduras de las caminatas, tal vez para exhibir su nauseabunda indiferencia. Y así las iglesias se van convirtiendo en zocos de zafiedad impronunciable, donde la luz roja del sagrario tiembla acongojada, como debió de temblar ante las invasiones de los bárbaros.

Pero, mientras la abominación de la desolación campa por sus fueros, aún queda algún irreductible guardián de Dios que no se resigna. En la iglesia de San Agustín, en Montepulciano, un sacristán viejo y acaso impedido, acaso también loco, vigilaba, sentado en una silla al pie del presbiterio, el trasiego de turistas en el templo. Entró una recua, con las consabidas camisetas de tirantes y los pantaloncitos cortos que enseñan los mofletes del culo; y el mulo que parecía capitanear la recua voceó, para recrearse con el eco de la bóveda: «Venga, vamos a hacernos unas fotos aquí». Entonces el sacristán, poseído por esa virtud cristiana hogaño en desuso llamada santa ira (la misma virtud que animaba a Cristo cuando expulsó a los mercaderes del templo y cuando maldijo a la higuera seca), lo increpó desde la penumbra: «Tú, cerdo, vete a hacer fotos a la pocilga de tu casa, donde tu madre te dejará ir vestido como un mamarracho». El mulo entonces titubeó, incrédulo ante la osadía del sacristán loco, incrédulo de que una estantigua semejante se atreviera a cercenar sus sacrosantos derechos democráticos, pero mientras titubeaba el sacristán loco proseguía su retahíla de improperios: «Largaos de aquí con viento fresco, panda de guarros, que no os quiero ver ni en pintura». El italiano campesino del sacristán loco, áspero como un vino mal fermentado, sonaba a gloria bendita, era como escuchar al león de Judá en el día del Juicio Final, separando a las ovejas de los cabritos. Y los cabritos de la camiseta de tirantes y el pantaloncito corto se fueron con el rabo entre las piernas, perseguidos por la santa ira del sacristán loco, que apenas los vio desaparecer del templo recuperó un aire inocente y beatífico, como acariciado por la brisa de la Jerusalén celeste.

Transido de emoción, me arrodillé en la penumbra de la iglesia de San Agustín, en Montepulciano, y rogué fervorosamente a Dios que concediera muchos años de vida a aquel sacristán, y que le mantuviera incólume la virtud de la santa ira. La llama del sagrario resplandecía con un vigor jubiloso e impávido, orgullosa de su celoso guardián.

78. RAZONES DE UNA CONVERSIÓN

No creo que pueda llamarme converso, porque nunca se rompieron del todo los lazos que me unían a la Iglesia. Verdad que con los extravíos de la primera juventud surgieron en mi alma las primeras dudas, y que no me cuidé en muchos años de buscar persona que me las aclarase. Yo me preguntaba por qué Dios creó el diablo, y no podía contestarme satisfactoriamente. También es cierto que en mi vida de escritor, consagrado casi exclusivamente al problema de mi patria española, que fue grande y decayó después, sin que hasta ahora se hayan dilucidado con claridad las razones de su grandeza y de su decadencia, he pensado durante muchos años, y todavía lo pienso en cierto modo, [7] que los españoles de los siglos XVI y XVII habían sacrificado a la gloria de Dios y de la Iglesia los intereses inmediatos de la patria. A pesar de este comienzo de posible conflicto entre mi religión y mi patriotismo, difícilmente se encontrará entre los miles y miles de artículos que en el curso de cuarenta años he publicado en los periódicos algún que otro párrafo contrario a las doctrinas de la Iglesia. En cambio he defendido, siquiera incidentalmente, las ideas y los sentimientos cristianos en todos los períodos de mi vida. Si recuerdo un artículo de 1901 es porque entonces le acometió al pueblo de Madrid uno de los accesos de anticlericalismo que hubo de padecer en el curso del siglo XIX. Varios sucesos concurrieron al éxito de un drama antirreligioso llamado Electra, escrito por Galdós, nuestro gran novelista. Fuí uno de los escritores jóvenes que asaltaron el escenario del teatro Español para aclamar al autor. Mas, para mostrar que mi actitud no se debía a anticlericalismo, sino puramente a respeto literario por Galdós, escribí y publiqué en aquellas semanas el elogio de las jóvenes que preferían la vida del claustro a la del mundo, tesis antagónica a la de Electra.

Si no se rompieron del todo mis lazos con la Iglesia se debe, en parte, a la influencia de tres personas: don Emeterio de Abechuco, párroco de la Iglesia de San Miguel, en Vitoria, donde fuí bautizado, quien me preparó muy especialmente para la primera comunión, haciéndome ir a su casa por las tardes, para explicarme detalladamente los dogmas de la Iglesia. El recuerdo de don Emeterio, altísimo y ascético, huesudo y grave, amigo de los libros y muy caritativo, quedó en mi mente fijo como modelo de rectitud y de bondad. La segunda persona fué una criada guipuzcoana, Magdalena Echevarría, que vivió en nuestra casa cuarenta años; trataba de tú a todos los hermanos y era tratada de usted por nosotros, que la respetábamos como a una segunda madre, porque lo curioso de aquella mujer es que sin haber aprendido a leer y escribir, ni siquiera a hablar bien el castellano, era clarividente en cuestiones de moral, se desvelaba por el honor de la familia, y aunque sólo últimamente he llegado a entender que su genio moral se debía a la intensidad de su vida religiosa, siempre la tuvimos los hermanos por santa o poco menos y nos parecía el prototipo de la abnegación. La tercera, Manuel de Zurutuza, fué un amigo de la primera juventud, en quien admiraba el juicio [8] penetrante y la conducta de caballero cristiano, y que fué la primera persona que me mostró prácticamente la posibilidad de conciliar la inteligencia con la fe. Aquí he de decir que en el último tercio del pasado siglo reinaba en el Norte de España el prejuicio de suponer que las gentes inteligentes eran poco piadosas y las piadosas poco inteligentes. Creo que los recuerdos de estas tres almas creyentes y queridas se hubieran bastado para apartarme de la tentación materialista de negar la existencia del espíritu, pero permanecía alejado de la Iglesia, porque no veía sus remedios para los males de mi patria, y es probable que de no haberme puesto a estudiar filosofía, no hubiera llegado nunca a preguntarme en serio si era católico o no lo era, porque el periodismo es dispersión del alma, y a fuerza de ocuparme cada día de temas episódicos, se me pasaba el tiempo sin reflexionar nunca en los centrales, por lo que habré tardado unos veinte años en buscar el camino que San Agustín hizo de un vuelo en diez minutos.

La primera filosofía que estudié fué la de Benedetto Croce. Ello ocurrió en 1908. Su Filosofía del Espíritu me alejó de la fe. En el sistema de Croce, todo el Universo es espíritu y el espíritu no necesita más que libertad para pasar de la teoría a la práctica, y de ésta nuevamente a la teoría, de la estética a la lógica y de la economía a la ética, y progresar continuamente y desarrollarse al infinito. La conclusión práctica que saqué de todo ello es que los conservadores y los reaccionarios no son más que la resistencia de la materia al paso del espíritu. Pero como Croce no me enseñaba lo que es la materia, ni siquiera admitía, sino indirectamente, su existencia, tuve que buscar otro sistema que me sacara de mi perplejidad; y así hubieron de pasar algunos años antes de darme cuenta de que para «libertar» el espíritu es muy conveniente disciplinar la vida práctica.

El hecho es extraño; pero yo debo a Kant, cuya filosofía empecé a estudiar en Alemania en 1911, el fundamento inconmovible de mi pensamiento religioso. Ya sé que Kant ha llenado de escépticos el mundo, con su doctrina de que Dios, la inmortalidad del alma y el libre albedrío son postulados indemostrables de la razón práctica. Ya sé también que es la lógica de Kant lo que ha creado en el mundo la confusión entre el espíritu y el no espíritu, pero lo que a mí me enseñó precisamente es que el espíritu no puede proceder del no espíritu, porque lo que me sorprendió de su [9] filosofía no fué tanto la tesis de que los juicios sintéticos a priori no podrían ser válidos si no hubiera categorías del pensamiento que son al mismo tiempo categorías del ser, sino la existencia misma de juicios sintéticos a priori, el hecho de que 2+2=4 sea un juicio sintético a priori, es decir, el hecho de que las matemáticas y la lógica no sean, ni puedan ser, reflejo de la naturaleza material, sino que son, y tienen que ser, creación del espíritu. Al cerciorarme de ello tuve que decirme que el espíritu es original, y no derivado de la materia, y con ello me limpié para siempre de todos los restos de doctrinas darwinianas que en mi ánimo quedaran, aunque, a decir verdad, no había estudiado nunca el darwinismo; pero lo había respirado del aire de mi tiempo. Todo lo demás que aprendí de Kant me pareció trivial al lado de esta consecuencia decisiva: no sé, ni me importa, si el cuerpo del hombre procede del mono, pero estoy cierto de que el espíritu no puede venir más que del espíritu. Esta verdad parecerá muy elemental a las personas espirituales y reflexivas, pero estoy seguro de que, si se repitiera y propagara lo bastante, no habría tanto incrédulo entre las gentes educadas de los países latinos, porque, entre nosotros, incredulidad y materialismo suelen ser una misma cosa.

La moral de Kant y su imperativo categórico: «Obra de tal manera que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal de la naturaleza», no me sedujeron ni mucho ni poco, en primer término, porque es evidente que no todas las normas de la naturaleza, por ejemplo la de que el pez grande se come al chico, pueden convertirse en máximas de moralidad, y además, porque es corriente entre las gentes depravadas la tendencia a inficionar a las demás de sus depravaciones, con lo que dicho queda que la universalidad no es por sí misma criterio de bondad. De otra parte, tampoco podía contentarme con la moral moderna de los hombres y dedicarme, como los socialistas, a hacerles felices en un mundo mejor, sin cuidarme de mejorarlos previamente, porque es evidente, por lo primero, que toda mejora permanente de los servicios públicos dependerá de las virtudes cívicas de los funcionarios que los administren, y porque también enseña la experiencia histórica que los hombres tienden a empeorar cuando se mejoran sus condiciones de vida, si no se cuida una educación severa de mantener y reforzar sus virtudes o si no les obliga a ello la disciplina social misma. Al hambriento hay que darle pan. Esto es indiscutible; [10] pero lo importante no es mejorar el mundo, sino mejorar a los hombres, hacerlos más fuertes, más inteligentes y más buenos.

Aún es más extraño que deba yo a Nietzsche mi alejamiento de los utopistas y mi convicción de que es preciso para que los hombres se perfeccionen, que se sientan de nuevo pecadores, como en los siglos de más fe. Esta consecuencia de las doctrinas de Nietzsche no ha llamado tanto la atención como su odio al Cristianismo y su concepción del superhombre, pero creo que, andando el tiempo, será Nietzsche considerado como uno de los precursores del retorno de los intelectuales a la Iglesia, y merecerá este honor por haber sido el pensador moderno que con más elocuencia ha enseñado a las gentes a desconfiar de sí mismas. Yo había leído a Nietzsche por patriotismo. La flojedad que sentí en mí y en torno mío durante los años de las guerras coloniales, terminadas en 1898 con la agresión de los Estados Unidos, que a su prestigio de potencia invencible unió la aureola de nación libertadora de pueblos oprimidos, me hizo sentir la necesidad de hombres superiores a los que teníamos. ¡Hombres superiores! Lo que España necesitaba es lo mismo que Nietzsche había predicado: «Os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe superarse. ¿Qué habéis hecho para superarle?» (Ich lehre euch den übermenschen. Der Mensch ist etwas, das überwunden werden soll. Was habt ihr goian, ihn su überwinden?) Y lo que Nietzsche nos enseña es lo mismo que la Iglesia nos viene diciendo desde siempre. Hay que superar al hombre, al pecador, en cada uno de nosotros. Verdad que Nietzsche acusa al Cristianismo de haber creado una moral contra natura; pero aquí no podía seguir a Zarathustra, porque había aprendido en Kant que los juicios sintéticos a priori no vienen de la naturaleza material, porque no proceden de la experiencia, y de ello había deducido que el reino del espíritu no es naturaleza, la naturaleza de los materialistas, sino sobrenaturaleza. Por otra parte, lo que es el superhombre no me lo decía Zarathustra, y tenía que ir a buscarlo a otros modelos.

Los Evangelios me habían parecido siempre un libro aparte. Como los escritores somos dados a la vanidad, se nos figura que en nuestros mejores momentos seríamos capaces de escribir una página como Platón o como Shakespeare o como Cervantes. El nivel de los Evangelios, en cambio, me ha parecido siempre inalcanzable. Lo que en ellos se dice es lo que había que decir en cada [11] instante y los que nunca se nos hubiera ocurrido. Pero, además, lo dicen exactamente como se debe, porque el ideal literario no consiste en exponer de un modo complicado las cosas sencillas, sino en expresar las más sutiles en las palabras que oyen los hijos a su madre. Nuestro Señor habla a las gentes como un padre a sus hijos y les dice las cosas más profundas, las profecías más remotas, las revelaciones más inesperadas de sus pensamientos más íntimos, ya en conceptos directos como espadas, ya en parábolas sacadas de los quehaceres cotidianos de un pueblo labrador. Y nadie ha escrito mejor nunca que los cuatro discípulos las palabras del Maestro. Pero, además, la figura de Hombre que nos presentan no es menos importante que lo que nos dicen. Ya en esto mismo nos muestran al sabio y al profeta, al moralista y al vidente. En sus actos, en cambio, se nos revela no tan sólo un poder muy superior al nuestro, sino una disciplina o maestría de ese Poder que hacen de Jesús el mejor «profesor de energía», como se decía hace treinta años. Un gesto suyo basta para arrojar a los mercaderes del templo, y todo el tiempo sentimos que si quiere puede acabar con Pilatos, Caifás y Herodes. Pero que se contiene porque no ha venido al mundo para eso, sino para enseñarnos que Dios es amor, lo que no impide que sintamos a cada momento aquella omnipotencia suya, que de tan admirable modo supo expresar el maestro Mateo en el Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago. ¿Qué mejor escuela de energía que esa constante contención del poder?

Ya convencido de que el modelo moral para el hombre ha de buscarse en los Evangelios, vagaba por las calles de Londres cuando una tarde vi en la fachada de una capilla protestante, creo que bautista, una inscripción que decía: «All foreigners are welcome» (Sean bienvenidos todos los extranjeros). Han pasado veinticinco años desde entonces. La sacudida que esas palabras me produjeron me dura todavía. La idea de ser extranjero en una casa de oración me fué tan repugnante que creo ha sido decisiva en mi vida. Ya me daba cuenta de que la invitación se inspiraba en el mejor de los propósitos. Probablemente se trataba de una congregación pequeña y deseosa de extenderse; pero a un español no se le hubiera ocurrido invitar a los extranjeros, ni a los extraños, a entrar en un templo, porque no hay extranjeros para la catedral de Burgos. Años después he podido cerciorarme de que América fue descubierta porque los españoles creíamos que los habitantes de las tierras [12] desconocidas, cuyos caminos andábamos buscando, podían convertirse y salvarse, lo mismo que nosotros. Si el padre Francisco de Vitoria creó el Derecho internacional fue también porque la sociabilidad universal de los hombres era el cimiento de todo su sistema jurídico. Si el padre Láinez, segundo general de los jesuítas, consiguió en Trento que fuera rechazada la «justicia imputada», que proponía el agustino Seripando, fue por su ardiente convencimiento de que los medios de justificación que Nuestro Señor nos había proporcionado eran suficientes para la salud de cuantos hombres quisieran aprovecharlos. Todavía hace pocos años él padre González Arintero, que es el más sabio de nuestros místicos, decía en su obra fundamental que: «No hay proposición teológica más segura que ésta: a todos, sin excepción, se les da –proxime o remote– una gracia suficiente para la salud.» Era, pues, toda la tradición del Catolicismo español la que se revolvía dentro de mí contra el pensamiento de considerarme extranjero en un templo. Entonces no la conocía, pero mi herencia nacional me la hacía sentir.

Por aquellos años traté a una serie de hombres preocupados en temas afines a los míos que ejercieron sobre mí considerable influjo. T. H. Hulme, muerto en la guerra, se había dado a conocer, cuando estudiante, con una conferencia en Cambridge, en la que mantuvo la tesis de que los románticos son gentes que niegan el pecado original y se imaginan a los hombres como reyes encarcelados, que recobrarán el trono en cuanto se les ponga en libertad; sostenía que el arte y el pensamiento estaban esterilizados a causa del naturalismo y del subjetivismo. Proyectaba una polémica de muchos años, a fin de restaurar los principios del clasicismo cristiano, en filosofía y en moral. Era gran entusiasta de la doctrina ética de Mr. G. E. Moore, por haber restaurado la creencia en la objetividad del bien frente al relativismo de los modernos. Pero Hulme no influyó en mí tan sólo por sus ideas, sino por su conducta. Voluntario dos veces de la guerra, primero herido en el campo de batalla, muerto luego, me enseñó con el ejemplo que la devoción cívica y el valor guerrero son virtudes de la caridad y del espíritu, sobreponiéndose a las flaquezas de la carne.

Arthur G. Penty, el arquitecto, que es el hombre después de William Morris, que más ha hecho por hacer simpáticos los gremios medievales y las ideas de la Edad Media sobre el precio justo, me enseñó la necesidad de restaurar la supremacía del espíritu [13] sobre el culto supersticioso de las máquinas a que fían los modernos sus esperanzas de un mundo mejor. El barón von Hügel, que me hizo ingresar en la Sociedad de Londres para el Estudio de la Religión (London Society for the Study of Religion), me mostró la posibilidad de conciliar la más absoluta tolerancia para todo el que sinceramente profesa una idea, con la piedad más exaltada. La Sociedad se reunía una vez al mes para discutir un tema teológico desde el punto de vista de la religión de cada uno de los reunidos (unos cuarenta entre católicos, anglicanos, disidentes y judíos, de los cuales concurría una mitad a las reuniones), y era costumbre que el barón hablase después del conferenciante para exponernos sus ideas. En cuantas ocasiones pude oírle, adoptaba von Hügel el punto de vista del conferenciante y lo defendía con calor, para mostrar en seguida la necesidad de un criterio contrario complementario y explicar que en la religión católica se armonizaban uno y otro en un punto de vista superior. Me pareció una fuente inagotable de sabiduría, de libertad de espíritu, de caridad intelectual y de fe viva.

Por aquellos años andaba yo explicándome los dogmas fundamentales de nuestra religión, no con la pretensión ridícula de que se me esclarecieran los misterios, sino con aquella otra razonable y recomendada por Pascal, de que con esos misterios se esclareciera mi concepto del mundo. Al estudiar, por ejemplo, los métodos de la filosofía y de la economía, me encontré con que los autores debatían la mayor o menor excelencia del teórico (deductivo o inductivo), del histórico o genético y del axiológico o valorativo, y llegué a la conclusión de que los tres eran necesarios e inseparables, aunque distinguibles; porque si se estudia la economía o la filosofía es por el valor que tienen para el hombre; mas, para poder valorarlas, es necesario distinguirlas de otras ciencias, y tanto los motivos que impulsan a las gentes a estudiarlas, como los problemas de esas ciencias, se plantean de un modo histórico, con lo que se me hizo evidente que el ser histórico de las cosas del espíritu se une inseparablemente a su esencia y a su valoración. Tal fue mi primer aproche al misterio de la Santísima Trinidad. El segundo fue algo más directo. Al ordenar un poco mi sistema de valores caí en la cuenta de que todos los que el hombre estima en algo pueden clasificarse en tres grupos fundamentales: el poder, el saber y el amor, porque en éste se incluyen todos los valores [14] llamados escépticos. Un análisis de estos tres grupos de valores me mostró también que si son fácilmente distinguibles, en rigor son inseparables. El poder, por ejemplo, además de poder ha de ser poder de saber o poder de amor, porque en cuanto se convierte en poder de ignorancia o de odio se destruye a sí mismo, y otro tanto ha de decirse del saber y del amor. Pero Dios, el Bien, es la unidad absoluta del poder, del saber y del amor. Sobre la puerta del infierno leyó Dante:

Fecemi la suprema potestade,
La somma sapienza, il primo amore

Y así, cuando me enseñó Arintero que el Padre es la personificación de la fortaleza, el Hijo de la verdad y el Espíritu Santo del amor, y que los pecados de flaqueza se dirigen directamente contra el Padre, los de ignorancia contra el Hijo y los de malicia contra el Espíritu Santo, me encontré con que mis propias especulaciones me habían llevado a la misma doctrina.

Al culto de la Virgen no volví por consideraciones intelectuales, sino por exigencias del corazón. Siempre juzgué lógico que la Encarnación se preparase su advenimiento, limpiándose el camino y escogiendo para ello una mujer inmaculada y libre del pecado original; pero la necesidad de dirigir a Ella mis rezos no nació de este pensamiento, sino de las llamas y los rescoldos de mis propias pasiones. Cuando de ellas se recoge, como es inevitable, la amargura de un gran desengaño, hace falta que surja algún estímulo o consuelo que de nuestra caída nos levante, so pena de degradación definitiva. Ninguno hay comparable al influjo que en casos tales puede ejercer sobre nosotros una sombra blanca, una belleza moral pura que nos redima al recordarnos que también somos suyos, que no nos deje caer sin reprendernos y hacernos avergonzar de nuestra caída y que sostenga en nosotros el respeto del ideal hasta que venga finalmente, en la hora de la muerte, si lo hemos obtenido, a cerrarnos los ojos. Cuando se piensa en lo que significa en la hora de la desolación una figura que encarna la pureza, se entiende mejor lo que era para hombres vigorosos, como los soldados y marinos de la España antigua, el culto de la Virgen, escudo que los protegía contra la voluptuosidad, que es una degradación, porque en ella se dedica el espíritu a idealizar los placeres [15] más bajos. Contra esta degradación fué compuesta la Salve hace mil años en España, y no hay oración más dulce en los labios de un hombre.

La cuestión de los milagros no me preocupó nunca gran cosa, porque he vivido en tiempos que habían dejado de creer en el fatal determinismo de las leyes naturales. Para los espíritus reflexivos puede decirse que la región de los milagros se extiende a casi todo el Universo. La vida es un milagro; el alma, otro; la verdad, otro mayor. Que los hombres nos comuniquemos nuestros pensamientos, que de estos signos trazados sobre un papel deduzcan otros hombres los mismos conceptos, es cosa que parece natural, pero que es absolutamente misteriosa. Y cuando se ha comprendido la evidencia cotidiana de esta acción inexplicable del espíritu sobre la vida y sobre la materia, desaparece en buena parte la dificultad para aceptar que Dios haya querido mostrar señales especiales de su acción en el mundo a las almas escogidas, para que de ello presten testimonio. Otro de los temas que me han llamado más poderosamente la atención ha sido el acierto, el de la Iglesia, en punto a la doctrina moral, hasta cuando era dirigida por hombres sujetos a pasiones desencadenadas. El padre Arintero, en su obra fundamental Desenvolvimiento y vitalidad de la Iglesia, me enseñó que sólo es explicable por el infalible magisterio del Espíritu Santo, que va inspirando a los distintos órganos de la Iglesia el conocimiento proporcionado a las exigencias de los tiempos y circunstancias. Testigo del mundo sobrenatural y guardián de las buenas costumbres en este mundo, permanente vigía del reino del espíritu, la Iglesia es al mismo tiempo el mejor centinela de la tranquilidad, la dicha y el progreso de los estados temporales, porque es ella la que hace que en todas las clases y regiones domine la idea del derecho, la que consagra a los reyes y les recuerda su deber de proteger al desvalido, con lo que el poder público recibe al mismo tiempo una fuerza, que modera sus excesos y una aureola carismática que contribuye a hacerlo respetado. No es sólo que vela por el orden al reprimir las tendencias depravadas del hombre, sino que estimula todos los progresos al fomentar sus tendencias superiores, y al trabar con los lazos del amor las relaciones de gobernantes y gobernados, crea en la sociedad y en el Estado una unidad armónica que es el secreto de su fuerza y de su estabilidad. Otras religiones servirán al Estado tanto como la Iglesia, pero [16] la Iglesia es única en cuanto que no sirve a los Estados sin sujetarlos a un ideal superior a su propio egoísmo nacional. Por eso no hubo nunca un gobierno que encontrara mejores servidores que la antigua Monarquía católica española, mientras se mantuvo fiel a su ideal misionero. Pero cuando se empezó a pensar en ella que España se había sacrificado demasiado por la Iglesia aparecieron al mismo tiempo los españoles que pensaron que habían hecho demasiado por la Monarquía y por España.

Así hemos vuelto a España, que fué nuestro punto de partida. Al fin de todo ello me encuentro con que mi Patria perdió su camino cuando empezó a apartarse de la Iglesia, y no puede encontrarlo como no se decida de nuevo a identificarse con ella en lo posible. Es mucha verdad que en los siglos de la Contrarreforma sacrificó sus fuerzas a la Iglesia, pero esta es su gloria, y no su decadencia. Dios paga ciento por uno a quien le sirve. Ya nos había dado, por haberle servido, el Imperio más grande de la tierra, y si lo perdimos a los cincuenta años de habernos abandonado a los ideales de la Enciclopedia, debemos inducir que la verdadera causa de la pérdida fué el haber dejado de ser, en hechos y en verdad, una Monarquía católica, para trocarnos en un Estado territorial y secular, como otros Estados europeos. Algunas veces, en el curso de mi vida, sobre todo en los años de mi residencia en el Extranjero, me ha asaltado el escrúpulo de no hacer por España todo lo que podía, y ha sido este reparo el que me ha hecho volver a mi patria cuando tenía cierto nombre fuera de sus fronteras. Ahora tengo a menudo el remordimiento de no dedicar a la Religión buena parte del tiempo y del pensamiento que pongo en las cosas de mi Patria. Lo que me consuela es haber hecho la experiencia de la profunda coincidencia que une la causa de España y la de la Religión católica. Ha sido el amor a España y la constante obsesión con el problema de su caída lo que me ha llevado a buscar en su fe religiosa las raíces de su grandeza antigua. Y, a su vez, el descubrimiento de que esa fe era razonable y aceptable, y no sólo compatible con la cultura y el progreso, sino su condición y su mejor estímulo, lo que me ha hecho más católico y aumentado la influencia para el mejor servicio de mi patria.

Ramiro de Maeztu

 

79. QUE HIJOS VAMOS A DEJAR A ESTE MUNDO

Leopoldo Abadía dice en su artículo:

Me escribe un amigo diciendo que está muy preocupado por el futuro de sus nietos. Que no sabe qué hacer: si dejarles herencia para que estudien o gastarse el dinero con su mujer y que "Dios les coja confesados".
Lo de que Dios les coja confesados es un buen deseo, pero me parece que no tiene que ver con su preocupación. En muchas conferencias, se levanta una señora (esto es pregunta de señoras) y dice esa frase que me a mí me hace tanta gracia: "¿qué mundo les vamos a dejar a nuestros hijos?" Ahora, como me ven mayor y ven que mis hijos ya están crecidos y que se manejan bien por el mundo, me suelen decir "¿qué mundo les vamos a dejar a nuestros nietos?"

Yo suelo tener una contestación, de la que cada vez estoy más convencido: "¡y a mí, ¿qué me importa?!" Quizá suena un poco mal, pero es que, realmente, me importa muy poco.

Yo era hijo único. Ahora, cuando me reúno con los otros 64 miembros de mi familia directa, pienso lo que dirían mis padres, si me vieran, porque de 1 a 65 hay mucha gente. Por lo menos, 64.
Mis padres fueron un modelo para mí. Se preocuparon mucho por mis cosas, me animaron a estudiar fuera de casa (cosa fundamental, de la que hablaré otro día, que te ayuda a quitarte la boina y a descubrir que hay otros mundos fuera de tu pueblo, de tu calle y de tu piso), se volcaron para que fuera feliz. Y me exigieron mucho.

Pero ¿qué mundo me dejaron? Pues mirad, me dejaron:

1. La guerra civil española
2. La segunda guerra mundial
3. Las dos bombas atómicas
4. Corea
5. Vietnam
6. Los Balcanes
7. Afganistán
8. Irak
9. Internet
10. La globalización

Y no sigo, porque ésta es la lista que me ha salido de un tirón, sin pensar. Si pienso un poco, escribo un libro. ¿Vosotros creéis que mis padres pensaban en el mundo que me iban a dejar? ¡Si no se lo podían imaginar!

Lo que sí hicieron fue algo que nunca les agradeceré bastante: intentar darme una muy buena formación. Si no la adquirí, fue culpa mía.

Eso es lo que yo quiero dejar a mis hijos, porque si me pongo a pensar en lo que va a pasar en el futuro, me entrará la depre y además, no servirá para nada, porque no les ayudaré en lo más mínimo.

A mí me gustaría que mis hijos y los hijos de ese señor que me ha escrito y los tuyos y los de los demás, fuesen gente responsable, sana, de mirada limpia, honrados, no murmuradores, sinceros, leales. Lo que por ahí se llama "buena gente".

Porque si son buena gente harán un mundo bueno. Y harán negocios sanos. Y, si son capitalistas, demostrarán con sus hechos que el capitalismo es sano. (Si son mala gente, demostrarán con sus hechos que el capitalismo es sano, pero que ellos son unos sinvergüenzas.)
Por tanto, menos preocuparse por los hijos y más darles una buena formación: que sepan distinguir el bien del mal, que no digan que todo vale, que piensen en los demás, que sean generosos. En estos puntos suspensivos podéis poner todas las cosas buenas que se os ocurran.

Al acabar una conferencia la semana pasada, se me acercó una señora joven con dos hijos pequeños. Como también aquel día me habían preguntado lo del mundo que les vamos a dejar a nuestros hijos, ella me dijo que le preocupaba mucho más qué hijos íbamos a dejar a este mundo.

A la señora joven le sobraba sabiduría, y me hizo pensar. Y volví a darme cuenta de la importancia de los padres. Porque es fácil eso de pensar en el mundo, en el futuro, en lo mal que está todo, pero mientras los padres no se den cuenta de que los hijos son cosa suya y de que si salen bien, la responsabilidad es un 97% suya y si salen mal, también, no arreglaremos las cosas.

Y el Gobierno y las Autonomías se agotarán haciendo Planes de Educación, quitando la asignatura de Filosofía y volviéndola a poner, añadiendo la asignatura de Historia de mi pueblo (por aquello de pensar en grande) o quitándola, diciendo que hay que saber inglés y todas estas cosas.
Pero lo fundamental es lo otro: los padres. Ya sé que todos tienen mucho trabajo, que las cosas ya no son como antes, que el padre y la madre llegan cansados a casa, que mientras llegan, los hijos ven la tele basura, que lo de la libertad es lo que se lleva, que la autoridad de los padres es cosa del siglo pasado. Lo sé todo. TODO. Pero no vaya a ser que como lo sabemos todo, no hagamos NADA.

P.S.
1. No he hablado de los nietos, porque para eso tienen a sus padres.
2. Yo, con mis nietos, a merendar y a decir tonterías y a reírnos, y a contarles las notas que sacaba su padre cuando era pequeño.
3. Y así, además de divertirme, quizá también ayudo a formarles.


80. LA AUTORIDAD MORAL DE TOLSTOI
 

Las epopeyas y la literatura de nuestro mundo clásico fueron obras de auténticos maestros: hombres que poseían una «autoridad moral». No escribían para entretener a un pueblo ocioso y aburrido, sino para comunicar a sus lectores una experiencia de la vida.

Presentar un debate sobre el Escritor como Autoridad Moral sería un acontecimiento en este centenario de Tolstoi, porque nadie parece saber ya lo que eso significa. Ahí estamos los escritores, orgullosos de nuestros premios o nuestras cifras de venta. ¿Qué significamos para la fe de los hombres? ¿Qué valores proponemos a la sociedad? ¿Qué somos más que vendedores de historias de papel?

El mundo occidental, falto de fe y de autoridad moral, va dejando inmensos desiertos de ideas y valores en el alma de los hombres. Y esas landas áridas de desengaño y aburrimiento son claramente visibles por cualquier enemigo que tenga un mínimo de inteligencia y de fuerza. Los desiertos morales son siempre «espacios conquistables». No es extraño que los fanáticos redoblen sus golpes y sus asaltos en esos vacíos donde ven la flaqueza de su enemigo. Hace muchos años, un camellero del Sahara me enseñó que los hombres del desierto transmiten a sus hijos una sabia y prudente cautela: si el jeque no construye una ciudadela en la roca más alta, la comarca será invadida, tarde o temprano, por una tribu de bandidos.

Cuando Gandhi inició la lucha por la independencia de la India y la fundamentó en la no violencia, eligió la vía de la «autoridad moral». Y Churchill y Mountbatten -sus adversarios políticos- se dieron cuenta pronto de que estaban perdidos ante aquel profeta que vestía como un paria pero que sabía ocupar las alturas de la ciudadela? Y así ocurrió que los propios británicos fueron conquistados por la autoridad moral de Gandhi. He tenido en mis manos los libros que Gandhi enviaba a su maestro Tolstoi y que se conservan en la biblioteca de Iásnaia Poliana.

Los británicos perdieron el Imperio en esa batalla intelectual porque son un pueblo que entiende -o entendió siempre- el lenguaje de la «autoridad moral». Y no habrían perdido jamás la batalla en una guerra convencional. Hitler fue ajusticiado en una guerra con Inglaterra y Estados Unidos, pero Gandhi no perdió la suya.

Gandhi fue asesinado, sin embargo, por un fanático musulmán. Y hoy reaparece ese problema que nos afecta tanto a nosotros como a los propios musulmanes liberales. Hay unos fanáticos que se disfrazan de «autoridad moral» y seducen a las masas. ¿Qué tenemos nosotros para oponerles?

El materialismo nos destruye y nos arrastra en su caída por falta de valores. Y, al otro lado, en nuestro desierto moral sin ciudadelas, el fanatismo siempre encontrará supersticiones para exaltar a terroristas y kamikazes. No nos servirán las bonitas razones del «sereno ateísmo racionalista» para luchar contra esa barbarie.

Tolstoi fue ya un precursor en esta batalla, cuando se rebeló contra la frialdad racionalista y la tibieza del relativismo moderno. Tenemos que responder con nuestro corazón y nuestra fe. Este es un reto que, en estas fechas del centenario de Tolstoi, se plantea claramente a los jóvenes.

No sé si un contemporáneo puede presumir de conocer mejor a un maestro por haberlo tratado personalmente. Yo tuve que conformarme con leer pacientemente obras, biografías y cartas de Tolstoi, buscando a sus amigos y discípulos, recorriendo su mundo y visitando muchas veces sus casas en Rusia.

La oscuridad de los siglos

Me dolía en el alma comprobar que mis coetáneos hablaban de Tolstoi como si fuese un resto arqueológico perdido en la oscuridad de los siglos. Me apenaba ver cómo inculcaban a los jóvenes una imagen lejana y empolvada del maestro, creando una falsa distancia que los expertos del oscurantismo iban ahumando intencionadamente para crear un efecto tenebroso. Me daba cuenta de que, en el escaparate del mundo materialista moderno, hay expertos en ensombrecer y ocultar, igual que hay especialistas en iluminar. Es muy fácil dirigir un foco a un escenario para dar fuerza a un figurante y, por el contrario, oscurecer a una primera figura apagándole las luces. Ni comunistas ni capitalistas, ni piadosos ni ateos amaban la figura de Tolstoi, el viejo profeta ruso que, leyendo el Evangelio de San Mateo, había fundamentado una filosofía de la no violencia. Y, al final de su vida, muchos le consideraban un viejo loco, más que un maestro; sobre todo desde que -a causa de sus ideas místicas pero rebeldes- había sido excomulgado por la Iglesia rusa.

Pero, a pesar de que el burdo materialismo del siglo XX quería apartarnos del pasado espiritual de Europa y pretendía entretenernos con fuegos artificiales, algunos nos dábamos cuenta de que Tolstoi no estaba tan lejos y que sus diatribas contra la caída de los valores y la falta de fe eran apasionantes. Porque la «autoridad moral» no sólo es el fundamento de la política sino también la base conmovedora de la gran Literatura.

No todo el pasado se había hundido en las tinieblas y en la lejanía, como querían hacernos creer los vendedores de «novedades». Alexandra Lvovna Tolstaia -la hija de Tolstoi- vivía en Valley Cottage en 1972, cuando pude conocer a esta fiel compañera de su última y desesperada fuga. Era ya casi nonagenaria, pero aún se ocupaba de los huérfanos y de los emigrantes y, en la Tolstoi Foundation, mantenía vivos los ideales pedagógicos, humanistas y morales de su padre. Fue ella quien ayudó a Nabokov y a Rachmaninoff a huir de los bolcheviques.

Me conmovió la presencia del «pensamiento» de Tolstoi in partibus infidelium, porque allí, en Estados Unidos, estaban también los más fuertes y optimistas promotores de la nueva revolución capitalista y los apóstoles del olvido de los valores del Viejo Mundo. Occidente ha producido buena parte de la propaganda materialista e inmoral que hemos consumido con avidez; sobre todo desde que los títeres del Telón de Acero dejaron de representarse cuando se les derrumbó el teatro.

Los muertos están vivos

Y, sin embargo, los norteamericanos no han perdido sus símbolos de identidad cultural ni sus valores. Creen en sus precursores y en sus pioneros, mantienen su fe y defienden hasta el heroísmo a un país gobernado democráticamente para que la política no corrompa los ideales de la cultura.

«Grave and hesitating, grave y titubeando -leemos en Whitman- escribo estas palabras: Los muertos están vivos. Quizá son los únicos vivos, los únicos reales, y yo el aparecido, yo el fantasma.»

¿Sentiremos esa vergüenza los europeos al conmemorar el centenario de Tolstoi? ¿Tendremos la valentía de proclamar que nuestros muertos también están vivos?

Quizá ya es tarde para Tolstoi e, incluso, para Nietzsche, que sería más duro con ciertos filántropos de la política (ahora les llaman «buenistas»). Hemos perdido la idea del bien común que fue tan importante para el cristianismo y para Tolstoi: «El reino de Dios está en vosotros». Pero el bien común implicaba deberes y derechos, mientras que el «buenismo filantrópico» consistió siempre en dar lo que nos pidan, sin responsabilidad ni criterio, para que nos dejen tranquilos.

No nos respetamos a nosotros mismos -diría Tolstoi- y por eso no sabemos amar. Hemos creado un mundo capaz de globalizar una enorme riqueza material, pero somos incapaces de globalizar la infinita riqueza moral y espiritual que tenemos en nuestra ciencia y en nuestra cultura?

¿Esperamos acaso que la felicidad universal se parezca a la posesión espasmódica de la riqueza material? ¿Nadie lee ya el Evangelio de San Juan?: «El conocimiento de la verdad es lo que os hará libres». Medio mundo cree en verdades fanáticas sin libertad. Y el otro medio busca una experiencia de la libertad sin verdad.

No son los políticos los que pueden recuperar los valores de nuestra cultura, sino que se necesitan «autoridades morales».

 

81. JUEGOS DE GÉNERO

 

Como todos los totalitarismos que en el mundo han sido, la aspiración primordial de la ideología de género es completar una ingeniería social; esto es, disolver los vínculos naturales que forman el tejido social para, una vez convertido ese tejido en una suerte de papilla informe, sustituir tales vínculos por creaciones artificiosas que conviertan a las personas en lacayos del poder establecido. En su proceso de deconstrucción social, la ideología de género propugna que no existen ni el sexo ni la diferencia sexual como realidades innatas al ser humano; y que sólo existen «géneros», es decir, roles adquiridos, producto de una determinada práctica social. Para cambiar tales roles, la ideología de género ha declarado batalla sin cuartel a la institución familiar, que considera el último bastión de resistencia en su programa de ingeniería social. Y, aplicando el esquema de la lucha de clases marxista a las relaciones familiares, las presenta como relaciones conflictivas: así, el amor entre los esposos se convierte en relación de dominio, en la que florecen todo tipo de violencias y alienaciones; y, una vez convertida la vida de pareja en campo de Agramante, se pueden desarrollar «políticas de igualdad» que finjan poner coto a las violencias en el ámbito familiar (cuando lo que en realidad pretenden es engendrar dichas violencias), a la vez que «salvan» a los hijos, otorgando al Estado un falso título de legitimidad para encargarse de su educación. Así, la ideología de género se asegura el adoctrinamiento de la sociedad desde la propia infancia.

La obsesión de la ideología de género por la sexualidad de los niños es comprensible. Puesto que la diferencia sexual se considera una «alienación» impuesta desde instancias sociales represoras, el objetivo primordial debe ser combatir todo lo que perpetúa tal «alienación». Para acabar con la diferencia sexual entre hombres y mujeres, es preciso que el sexo de conciba no como algo determinado por el nacimiento, sino como una suerte de «asignatura de libre configuración», que cada quisque elige, según la «orientación sexual» que en cada momento de su vida le pete. Así, convirtiendo la práctica sexual en una actividad meramente lúdica, se construye una nueva utopía de hedonismo que preconiza la consecución de la felicidad a través de la exaltación del deseo sexual, sin límite moral, legal o corporal alguno. Chesterton la vislumbró hace casi un siglo, cuando auguró que no tardaría en proclamarse una nueva religión que, a la vez que exaltase la lujuria, prohibiese la fecundidad. Tal religión ya ha sido instaurada; y toda la panoplia legal desplegada en los últimos tiempos —reconfiguración de la institución matrimonial, consagración del llamado «derecho a la salud reproductiva y sexual», educación para la ciudadanía y demás flores pútridas de la ideología de género— no tiene otro afán sino otorgar cobertura jurídica a una revolución ideológica que trata de cambiar radicalmente la sociedad, moldeando la esfera interior de las personas.

En esta estrategia revolucionaria debe enmarcarse esta nueva pretensión de controlar el recreo de los niños en las escuelas, mediante el establecimiento de centinelas de género que vigilen los «protocolos de juego» y transmitan «los valores y principios adecuados». Pura y dura ingeniería social que podemos despachar con cuatro risas y cuatro bromas chuscas; pero algún día, no tardando mucho, la risa se nos congelará en la boca, en un rictus de horror. Para entonces, ya será demasiado tarde.


82. LOS REYES MAGOS SON DE VERDAD
    
Anónimo

Apenas su padre se había sentado al llegar a casa, dispuesto a escucharle como todos los días lo que su hija le contaba de sus actividades en el colegio, cuando ésta en voz algo baja, como con miedo, le dijo:
- ¿Papa?
- Sí, hija, cuéntame
- Oye, quiero... que me digas la verdad
- Claro, hija. Siempre te la digo -respondió el padre un poco sorprendido
- Es que... -titubeó Blanca
- Dime, hija, dime.
- Papá, ¿existen los Reyes Magos?

El padre de Blanca se quedó mudo, miró a su mujer, intentando descubrir el origen de aquella pregunta, pero sólo pudo ver un rostro tan sorprendido como el suyo que le miraba igualmente.

- Las niñas dicen que son los padres. ¿Es verdad?

La nueva pregunta de Blanca le obligó a volver la mirada hacia la niña y tragando saliva le dijo:
- ¿Y tú qué crees, hija?
- Yo no se, papá: que sí y que no. Por un lado me parece que sí que existen porque tú no me engañas; pero, como las niñas dicen eso.

- Mira, hija, efectivamente son los padres los que ponen los regalos pero...
- ¿Entonces es verdad? -cortó la niña con los ojos humedecidos-. ¡Me habéis engañado!
- No, mira, nunca te hemos engañado porque los Reyes Magos sí que existen -respondió el padre cogiendo con sus dos manos la cara de Blanca .
- Entonces no lo entiendo. papá.

- Siéntate, Blanquita, y escucha esta historia que te voy a contar porque ya ha llegado la hora de que puedas comprenderla -dijo el padre, mientras señalaba con la mano el asiento a su lado.

Blanca se sentó entre sus padres ansiosa de escuchar cualquier cosa que le sacase de su duda, y su padre se dispuso a narrar lo que para él debió de ser la verdadera historia de los Reyes Magos:

- Cuando el Niño Jesús nació, tres Reyes que venían de Oriente guiados por una gran estrella se acercaron al Portal para adorarle. Le llevaron regalos en prueba de amor y respeto, y el Niño se puso tan
contento y parecía tan feliz que el más anciano de los Reyes, Melchor, dijo:

- ¡Es maravilloso ver tan feliz a un niño! Deberíamos llevar regalos a todos los niños del mundo y ver lo felices que serían.
- ¡Oh, sí! -exclamó Gaspar-. Es una buena idea, pero es muy difícil de hacer. No seremos capaces de poder llevar regalos a tantos millones de niños como hay en el mundo.

Baltasar, el tercero de los Reyes, que estaba escuchando a sus dos compañeros con cara de alegría, comentó:
- Es verdad que sería fantástico, pero Gaspar tiene razón y, aunque somos magos, ya somos ancianos y nos resultaría muy difícil poder recorrer el mundo entero entregando regalos a todos los niños. Pero sería tan bonito.

Los tres Reyes se pusieron muy tristes al pensar que no podrían realizar su deseo. Y el Niño Jesús, que desde su pobre cunita parecía escucharles muy atento, sonrió y la voz de Dios se escuchó en el Portal:

- Sois muy buenos, queridos Reyes Magos, y os agradezco vuestros regalos. Voy a ayudaros a realizar vuestro hermoso deseo. Decidme:
¿qué necesitáis para poder llevar regalos a todos los niños?
- ¡Oh, Señor! -dijeron los tres Reyes postrándose de rodillas.
Necesitaríamos millones y millones de pajes, casi uno para cada niño que pudieran llevar al mismo tiempo a cada casa nuestros regalos, pero. no podemos tener tantos pajes., no existen tantos.

- No os preocupéis por eso -dijo Dios-. Yo os voy a dar, no uno sino dos pajes para cada niño que hay en el mundo.
- ¡Sería fantástico! Pero, ¿cómo es posible? -dijeron a la vez los tres Reyes Magos con cara de sorpresa y admiración.
- Decidme, ¿no es verdad que los pajes que os gustaría tener deben querer mucho a los niños? -preguntó Dios.
- Sí, claro, eso es fundamental - asistieron los tres Reyes.
- Y, ¿verdad que esos pajes deberían conocer muy bien los deseos de los niños?
- Sí, sí. Eso es lo que exigiríamos a un paje -respondieron cada vez más entusiasmados los tres.
- Pues decidme, queridos Reyes: ¿hay alguien que quiera más a los niños y los conozca mejor que sus propios padres?

Los tres Reyes se miraron asintiendo y empezando a comprender lo que Dios estaba planeando, cuando la voz de nuevo se volvió a oír:

- Puesto que así lo habéis querido y para que en nombre de los Tres Reyes Magos de Oriente todos los niños del mundo reciban algunos regalos, YO, ordeno que en Navidad, conmemorando estos momentos, todos los padres se conviertan en vuestros pajes, y que en vuestro nombre, y de vuestra parte regalen a sus hijos los regalos que deseen. También ordeno que, mientras los niños sean pequeños, la entrega de regalos se haga como si la hicieran los propios Reyes Magos. Pero cuando los niños sean suficientemente mayores para entender esto, los padres les contarán esta historia y a partir de entonces, en todas las Navidades, los niños harán también regalos a sus padres en prueba de cariño. Y, alrededor del Belén, recordarán que gracias a los Tres Reyes Magos todos son más felices.

Cuando el padre de Blanca hubo terminado de contar esta historia, la niña se levantó y dando un beso a sus padres dijo:

- Ahora sí que lo entiendo todo papá.. Y estoy muy contenta de saber que me queréis y que no me habéis engañado.

Y corriendo, se dirigió a su cuarto, regresando con su hucha en la mano mientras decía:
- No sé si tendré bastante para compraros algún regalo, pero para el año que viene ya guardaré más dinero.

Y todos se abrazaron mientras, a buen seguro, desde el Cielo, tres Reyes Magos contemplaban la escena tremendamente satisfechos.

FIN.

83. PRONÚNCIESE «ELEGETEBÉ»

Pérez Reverte

Hay varios cantamañanas convencidos de que la lengua no pertenece a quienes la hablan, sino a quienes deciden retorcerla a su antojo a golpe de guía y decreto. Me refiero a esos individuos de ambos sexos -ellos dirían individuos e individuas de ambos géneros- que se atreven, con la osadía de su ignorancia, a lo que ni siquiera pretende la Real Academia Española; que hace ortografías y gramáticas para ordenar y clarificar la parla castellana, pero no establece prohibiciones o valores morales -más allá de las marcas informativas vulgar, despectivo, peyorativo, culto o coloquial- sobre lo que la peña debe decir por la calle, en el bar donde no fuma, o en su casa. Pero hay gente, como digo, segura de que basta poner etiquetas de incorrección política o publicar guías normativas para que el habla de la sociedad se ajuste, sin más, al objetivo buscado. Y como en este país de tontos del ciruelo eso da votos, raro es quien no acaba apuntándose por iniciativa propia -el récord de imbecilidad socialmente correcta, aunque muy disputado, lo tiene de momento la Junta de Andalucía- o bajo presión del qué dirán, financiando verdaderos disparates; que luego, presentados con mucha gravedad y esmero, reservan al político de turno, cargo paniaguado o talibán de pesebre -a menudo se hacen la foto juntos, encantados de haberse conocido-, un lugar en los informativos regionales, o en los telediarios.

La penúltima es valenciana, a cargo del Consejo de la Juventud de allí; que con la colaboración del ayuntamiento local presentó hace un par de semanas su 'Guía del lenguaje no heterosexista': curioso documento donde, junto a reflexiones oportunas sobre la diversidad sexual y la necesidad de su reconocimiento social, los autores también se meten sin rubor a resolver, en cuatro líneas, complejas honduras de la lengua y su uso. Por ejemplo, manifestando que su objetivo es ser, modestia aparte, «herramienta útil y directa de lucha contra el patriarcado y el heterosexismo a través del lenguaje», a fin de que la creencia de que la gente suele ser heterosexual y adscrita a un sexo determinado -la guía, por supuesto, dice género- «vaya desapareciendo de la sociedad»; por ejemplo, evitándose «esquemas que presupongan la existencia de un padre y una madre». Con especial atención, teniendo presente la diversidad de situaciones familiares actuales, a «rechazar la presunción de heterosexualidad» en las personas. Lo que, dicho en corto, significa dirigirse siempre al prójimo en términos ambiguos y poco comprometidos sobre el sexo de su presunto padre y su señora madre, aunque los tenga. Por si acaso. Y aunque el interlocutor aparente ser varón o hembra -quizá porque lleve bigote o luzca unas tetas de la talla 98-, no dar nunca por sentado que es una cosa u otra, no vayamos a ofenderle la sensibilidad. Etcétera.

Estoy seguro de que esa pandilla de bobos socialmente correctos, que se extiende cual mancha de aceite de oliva virgen, no se da cuenta del lío en que está metiendo a la gente -recuerden a la pobre mujer que habló en la radio de subsaharianos afroamericanos-. De la confusión a que nos expone cuando mezcla conceptos lógicos y respetables con desvaríos de género y génera, con radicalismos idiotas que camuflan la entraña del asunto: la necesidad indiscutible de orientar a la sociedad hacia un cambio de mentalidad y actitudes, haciendo justicia a colectivos sometidos al ninguneo y al desprecio. Sin embargo, para eso hacen falta cultura e inteligencia, elementos poco habituales en la clase política y sus clientes subvencionados. Es más fácil apuntarse dos capotazos en plan caricatura, tachando de reaccionario, machista y homófobo a quien discrepe de las maneras o, con toda la razón del mundo, se chotee del negocio. Ya me dirán ustedes qué suerte puede correr una causa, por noble y razonable que sea, cuando se aliña con estupideces como que es necesario proscribir la expresión «relaciones entre chicos y chicas», por excluyente, cambiándola por «relaciones sexuales»; o cuando se afirma que la palabra 'homosexual' se usa de forma limitadora e «invisibilidad» a las lesbianas, y debe sustituirse de inmediato, por escrito y en el habla cotidiana, por las siglas LGTB. Que engloban a lesbianas, gays, transexuales y bisexuales, y además queda más corto y manejable «por economía lingüística».

De manera que, señoras y caballeros, ha nacido otra estrella. Según la guía valenciana, usted y yo deberemos decir en adelante, so pena de ser llamados fascistas homófobos, «Día del orgullo LGTB» -pronunciado elegetebé, ojo-, «comunidad LGTB» y «LGTBfobia». El puntazo, sin embargo, viene al final, cuando la guía se refiere a condenables «expresiones heterosexistes com ara donar per cul». Lo que significa que, a partir de ahora, tampoco podremos utilizar la gráfica, rotunda y siempre útil -especialmente en España- expresión «vete a tomar por culo». Por elegetebefóbica.

XLSemanal, 6 de febrero de 2011

 

84. CUANDO LOS CIENTÍFICOS PIERDEN LA CABEZA

Abundando en nuestro lema: SERVI VITAE CUM SCIENTIAE
 
Robert Knight
 
Todos los días los científicos nos sacuden con nuevos hallazgos y posibilidades. En China, los de bata blanca están muy ocupados creando quimeras, proles de seres humanos cruzados con animales (en un medio de cultivo), para desarrollar vacunas. Con la clonación y la ingeniería genética encima de nosotros, la pregunta de si algo se debe hacer rápidamente está siendo eclipsada por lo que se puede hacer. Pero debemos seguir haciéndonos la primera pregunta como si nuestras vidas dependieran de ello.

En 1943, en “La abolición del hombre,” C.S. Lewis lanzó la alerta de que no todos los avances científicos son benignos ya que los seres humanos no son benignos: “La conquista de la naturaleza por parte del hombre, si se llevan a cabo los sueños de algunos planificadores científicos, significa el dominio por parte de algunos cientos de hombres sobre miles y miles de millones de hombres. No hay ni podrá haber ningún simple aumento de dominio por parte de parte del hombre. Cada nuevo dominio que el hombre logre es también un nuevo dominio sobre el hombre.”
 
El 14 de enero (2011), el Instituto Potomac para los Estudios Políticos, en Arlington, Estado de Virginia, EEUU, fue anfitrión del seminario “Uso y mal uso de la neurología y la psiquiatría: Lecciones que hemos aprendido del Holocausto”. Durante un diálogo bastante amplio, varios especialistas en medicina y ética ataron cabos entre los avances en la biología, la genética, la psiquiatría y la medicina, y la tentación de abusar de la ciencia – siempre con la declaración de buenas intenciones.
 
Edmund Pellegrino, Profesor Emérito de la Universidad de Georgetown, que dirigió el Consejo de Bioética del Presidente de EEUU, observó que el Juramento Hipocrático, que en el pasado dirigía la medicina, “ahora se encuentra desmantelado y sus principios han cambiado”.
 
Al abordar la pregunta de cómo fue posible que el Holocausto hubiera ocurrido en una nación tan avanzada como Alemania, Pellegrino señaló que la profesión médica misma aceptó con bastante facilidad los preceptos de la eugenesia. Otro panelista, John Hall, del Centro Médico de la Universidad de Mississippi, observó que la eugenesia surgió en Inglaterra, se desarrolló en EEUU y luego saltó el charco de regreso al Viejo Continente para implementarse devastadoramente en Alemania..
 
Los médicos y enfermeras alemanes se tragaron la idea de que los “intereses del público en general y del estado” tenían primacía “sobre los intereses” del paciente, señaló Pellegrino. Y añadió: “Ningún médico se sintió culpable de violar la ética médica”, porque la profesión había cambiado radicalmente para subordinarse al énfasis del estado sobre el individuo que era parte de la ideología del Socialismo Nacional (el nazismo).
 
Antes del estallido de la II Guerra Mundial, dijo el Dr. Hall, EEUU estaba solamente 10 años detrás de Alemania y ya llevaba bastante trecho recorrido en cuanto a la esterilización forzosa. Después de todo, el Magistrado Oliver Wendell Holmes fue quien, en el caso Buck v. Bell de 1927, expresó con frialdad la muy conocida observación: “Es mejor para todo el mundo que en vez de esperar para ejecutar a hijos degenerados por un crimen que hayan cometido, la sociedad puede impedir que los que sean manifiestamente ineptos se  propaguen. El principio que sustenta la vacunación obligatoria es lo bastante amplio como para incluir el cortar las trompas de Falopio… Tres generaciones de imbéciles es suficiente.”
 
A raíz de esa sentencia, el Estado de Virginia siguió adelante con la esterilización de Carrie Buck, a quien se le consideró “mentalmente débil”. Virginia había llegado tarde, ya que ese estado había aprobado la ley de esterilización obligatoria en 1924, pero el Estado de Indiana había comenzado esta tendencia en 1907, seguido por otros 32 estados.
 
En Alemania, los nazis tomaron nota de la campaña de esterilización de EEUU y comenzaron su propio programa esterilizando a matrimonios que tenían “defectos” notables, para que no pudieran transmitir esas características a los hijos. Rápidamente esta situación evolucionó hasta llegar a la práctica de la eutanasia de los enfermos mentales y de las personas con incapacidades. Patricia Heberer, una historiadora del Museo para la Memoria del Holocausto de EEUU, observó en su crónica cómo “la campaña de eutanasia a gran escala precedió la Solución Final [la matanza de 6 millones de judíos] dos años antes.” Durante su presentación, señaló que llegó el momento en que el 45% de los médicos alemanes eran miembros del Partido Nazi.
 
“Comenzaron con los niños y los recién nacidos incapacitados y lo extendieron hasta los de 17 años de edad”, dijo la experta. Poco después, el programa T-4, que se llevó a cabo de 1939 a 1945, mató de 200,000 a 250,000 personas consideradas “ineptas”. Ello fue aparte de los millones de judíos asesinados en los campos de muerte. Cuando los soldados de EEUU llegaron a un sanatorio de Alemania dos semanas después del fin de la guerra en mayo de 1945, encontraron que había médicos y enfermeras que todavía estaban muy ocupados matando a “cualquiera que ya no era útil”, incluyendo soldados alemanes que estaban heridos.
 
Los avances científicos son una espada de dos filos, como observó C.S. Lewis. A medida que los científicos puedan hacer más cosas con la ingeniería genética, aumentará la tentación de manipular la vida humana. Ya nos encontramos bastante lejos en esa autopista
 
El lunes 24 de enero (2011), la Marcha por la Vida en EEUU lamentó el aniversario número 38 de la sentencia Roe v. Wade (del 22 de enero de 1973), del Tribunal Supremo, que abrió la puerta a 52 millones de abortos de niños no nacidos hasta la fecha.
 
Muchos sobrevivientes del Holocausto resienten la comparación del aborto legal con sus propios horrores que no conocieron mitigación alguna. Soy consciente de sus sentimientos. Sin embargo, C.S. Lewis nos puso sobre aviso acerca de los peligros mortales de la soberbia desenfrenada del hombre, la cual, se pone en práctica donde quiera que a los seres humanos se les trata como algo desechable.
 
El Profesor James Giordano, del Instituto Potomac, dio la conferencia de apertura del seminario del 14 de enero (2011), con la observación de que, en términos de la investigación científica, los 90 fue “la década del cerebro, los 2,000 fue la década de la mente y los 2,010 fue la década del control del dolor”.
 
¿Cuán lejos llegaremos en cuanto a erradicar el dolor y aumentar el placer? A medida que nos aproximamos al “mundo feliz” de seres humanos fruto de la ingeniería en una nación de aborto a petición, cada “avance” debe ser sopesado en cuanto a cómo afectará al débil e indefenso entre nosotros.
 
Siendo un cristiano declarado, C.S. Lewis halló esperanza en el amor natural, dado por Dios, que todavía gobierna en el mundo: “Tenemos mucho que agradecer a la benéfica obstinación de las madres verdaderas, las enfermeras verdaderas y, sobre todo, los niños verdaderos, por preservar a la raza humana en la sensatez que todavía posee.”
 
En Deuteronomio 30:19, Moisés transmite la voluntad de Dios: “He puesto delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición, por lo tanto, escoge la vida, para que tú y tu descendencia puedan vivir.”
 
Es necesario que la ley refleje el orden moral inspirado por Dios. Thomas Jefferson no pensó solamente que “todos los hombres han sido dotados por su Creador” con el derecho a la vida, sino que también le dio la primera prioridad entre los “derechos inalienables” del hombre. “El cuidado de la vida humana y la felicidad, y no su destrucción, es el primer y único objeto legítimo del buen gobierno.”
 
Fuente: Robert Knight (R.Knight@crministries.org), “When science goes mad. Just because we can doesn't mean we should,” Washington Times, January 24, 2010, http://www.washingtontimes.com/news/2011/jan/21/when-science-goes-mad/. Robert Knight es un autor  que escribe para los Coral Ridge Ministries y un miembro de alto nivel de la American Civil Rights Union.

 

85. El orgasmo, obligatorio JAVIER LÓPEZ / DOMINGO PÉREZ | JAÉN / MADRID

El orgasmo, obligatorio

El sexo se ha convertido en una de las obsesiones del PSOE y de un Ejecutivo empeñado en imponer a toda la sociedad su ideología sexual. La última genialidad corresponde a la Junta de Andalucía que pretende que el orgasmo sea obligatorio

Domingo , 02-05-10

Orgasmos obligatorios, masturbación a tiempo completo y con todo tipo de instrumentos, aborto libre, sexo sin responsabilidad, la píldora del día después sin receta, promiscuidad, ensalzamiento y difusión de todas las opciones sexuales minoritarias... Todo esto y mucho más es la «Educación afectivo-sexual» que sólo busca un objetivo: el adoctrinamiento de niños y adolescentes a través de una muy concreta visión de la sexualidad.

Para conseguirlo se ha organizado una intrincada telaraña de normas, encabezadas por la ley del aborto y la de Educación para la Ciudadanía, de cursos, de programas de estudios, de juegos interactivos y de todo tipo de materiales didácticos premiados, ensalzados y altamente subvencionados.

La última «genialidad» conocida corresponde a la Junta de Andalucía. Su Consejería de Salud recomienda a las adolescentes que no acepten que sus relaciones sexuales terminen sin orgasmo. Les aclara que la forma más fácil de alcanzarlo «es a través de la masturbación». Les indica asimismo que es factible vivir la sexualidad de múltiples maneras: «A solas, con otra persona, con personas del mismo sexo o con personas de distinto sexo». Además, plantea que la primera vez que hagan el amor sea la chica la que controle la situación -sugiere la forma de hacerlo- para que esté cómoda y pueda interrumpir el acto cuando lo desee.

Ofrece estas explicaciones en una guía sobre sexualidad dirigida a la población más joven. «La sexualidad no es sólo la penetración del pene en la vagina, el ano o la boca. Es la capacidad de disfrutar de nuestro cuerpo, del cuerpo de la otra persona, del mismo o de distinto sexo. Es el cosquilleo que sentimos cuando aparece la chica o el chico que nos gusta, cuando nos besamos, nos miramos, nos tocamos... con alguien que nos atrae o a quien queremos», detalla.

La guía indica que la autosatisfacción es una práctica sexual absolutamente normal tanto en hombres como en mujeres que se experimenta en todas las etapas de la vida. «La masturbación suele ir acompañada de fantasías eróticas, que estimulan el deseo, la excitación y el orgasmo, y contribuyen al desarrollo de la sexualidad». En cuanto a la fantasía, la define como componente esencial de la sexualidad, «es el sexo vuelto imaginación», que, a su vez, «es un pilar fundamental de la vida sexual». «De hecho -sentencia- las personas con pocas fantasías tienen poco deseo sexual».

En el capítulo sobre el orgasmo, tras aclarar que es una sensación «intensa y placentera que recorre todo el cuerpo», indica que hay chicas que no llegan al orgasmo con la penetración y que tenerlo a la vez que su pareja se consigue «en muy pocas ocasiones». Respecto a las preferencias sexuales, apunta que son susceptible de cambiar a lo largo de la vida. La guía alude a la primera vez. Señala que el momento de tener la primera relación sexual con penetración no está en absoluto relacionado con la edad. «Podemos decir que un buen momento es cuando los dos miembros de la pareja son capaces de disfrutar y de llegar al orgasmo, tanto solos como juntos». Al menos recomienda no tener prisa.

«Mi primera vez»

En el fondo nada nuevo, y en la línea de, por ejemplo, el material «Sexpresan» galardonado por Educación que lo recomienda vivamente. Un trabajo que propone a los púberes, recién entrados en la adolescencia, actividades como «Hagamos un test: mi primera vez será...». Cuya finalidad es: «Estimar el grado de satisfacción y seguridad de tu primera vez». Propone curiosos ejercicios como ordenar del 1 al 9 los «pasos», que son unas imágenes donde se pueden leer y apreciar en dibujos bastante explícitos, los siguientes mensajes: «penetración, anudar y tirar, comprobar, excitación, erección. retirar el pene, eyaculación, poner el preservativo y sacar el preservativo». En torno a tan instructivas materias se desarrolla todo el temario.

No se quedan atrás los materiales educativos que se ya imparten en Primaria y Secundaria en muchas comunidades. En Andalucía se trabaja con «Sexualidad y salud: aprendiendo a conocerte» para «trabajar el amor y la sexualidad como propuestas dirigidas a chicas y chicos adolescentes». Aragón publica «Igualmente amigos», una revista para menores entre 12 y 15 años que pretende alejar a los alumnos de «la masculinidad tradicional, patriarcal, sexista, racista y homófoba». En Asturias se utiliza «Ni ogros ni princesas: Guía para la educación afectivo sexual en la ESO» desde la igualdad entre «diferentes orientaciones sexuales».

Hasta la Cruz Roja ha puesto en marcha un juego interactivo doblemente recomendado (por Educación y Sanidad, que además lo financia)para chavales de 15 años. Propone asistir a una imaginaria «fiesta» a la que acceden los visitantes de la web y en la que deben ir eligiendo pareja (de cualquier sexo, se aclara) y seleccionando las opciones. Textualmente: «Besos, caricias, masturbación, uso o intercambio de juguetes sexuales, sexo oral o sexo anal, en las que es necesario utilizar un preservativo».

 

86. "El Papa suaviza su postura respecto al robo de bancos". Janet E. Smith. The Catholic Word Report

«Si alguien va a robar un banco y está decidido a usar una pistola, sería mejor utilizar una que no tuviera balas. Eso reduciría las posibilidades de heridas mortales. Pero no es tarea de la Iglesia enseñar a los potenciales ladrones de bancos cómo robar bancos de manera más segura, y ciertamente no es la tarea de la Iglesia apoyar programas que les proporcionen pistolas sin balas. No obstante, el intento  de un ladrón de robar un banco de una manera más segura para los empleados y los clientes puede indicar un elemento de responsabilidad moral que podría ser un paso hacia una eventual comprensión de la inmoralidad que supone el hecho de robar un banco».

Interesante y simpática forma de explicar las palabras del Santo Padre sobre el preservativo a cargo de Janet E. Smith en "The Catholic World Report"

 

87. Echando pan a los patos. Arturo Pérez-Reverte. El semanal

Me pregunto a qué están esperando en España, con lo aficionados que somos a correr delante de la locomotora, y al que no quiera correr, obligarlo por decreto. A más de un político aficionado a la psicopedagogía de laboratorio y a la lengua hablada y escrita controlada por ley, debería gotearle el colmillo: hay más humo con el que marear la perdiz. Más posibilidades de que la peña, propensa a desviarse de pitones cuando le agitan un capote desde la barrera, no piense en lo que debe pensar, la que está cayendo y va a caer. Buenos ratos echando pan a los patos.

Hace un par de meses, una editorial gringa publicó ediciones políticamente correctas del Huckleberry Finn y el Tom Sawyer de Mark Twain en las que, además de retocar crudezas propias del habla de la época, se elimina la palabra nigger, que significa negro. Los alumnos se escandalizaban, arguyó el responsable: un profesor de Alabama que, en vez de explicar a sus escandalizables alumnos que los personajes de Twain usan un lenguaje propio de su época y carácter -Joseph Conrad tituló una novela The nigger of the Narcissus-, prefiere falsear el texto original, infiltrando anacronismos que encajen en las mojigatas maneras de hoy. Convirtiendo el ácido natural, propio de aquellos tiempos, en empalagosa mermelada para tontos del ciruelo y la ciruela.

Coincide la cosa con que el ministerio de Cultura francés, confundiendo la palabra conmemorar con la de celebrar, excluya a Louis-Ferdinand Céline de las conmemoraciones de este año, cuando se cumplen cincuenta del fallecimiento del escritor. Que fue pésima persona, antisemita y colaborador de la Gestapo -como, por otra parte, miles de compatriotas suyos-, y autor de un sucio panfleto antijudío titulado Bagatelle pour un massacre; pero que también es uno de los grandes novelistas del siglo XX, el más importante en Francia junto a Proust, y cuyo Viaje al fin de la noche transforma, con inmenso talento narrativo, una muy turbia sordidez en asombrosa belleza literaria. Eso demuestra, entre otras cosas, que un retorcido miserable puede ser escritor extraordinario; y que un artista no está obligado a ser socialmente correcto, sino que puede, y debe, situarnos en los puntos de vista oscuros. En el pozo negro de la condición humana y sus variadas infamias.

Así que, españoles todos, oído al parche. Suponiendo -tal vez sea mucho suponer- que quienes vigilan a golpe de ley nuestra salud física y moral sepan quiénes son Twain o Céline, imaginen las posibilidades que esto les ofrece para tocarnos un poquito más los cojones... ¿Qué son bagatelas como prohibir el tabaco o convertir en delito el uso correcto de la lengua española, comparadas con reescribir, obligando por decreto, tres mil años de literatura, historia y filosofía éticamente dudosas?... ¿A qué esperan para que en los colegios españoles se revise o prohíba cuanto no encaje en el bosquecito de Bambi?... ¿Qué pasa con esas traducciones fascistas de Moby Dick donde se matan ballenas pese a los convenios internacionales de ahora?... ¿Y con Phileas Fogg, tratando a su criado Passepartout como si desde Julio Verne acá no hubiera habido lucha de clases?... ¿Vamos a dejar que se vaya de rositas el marqués de Sade con sus menores de edad desfloradas y sodomizadas antes de la existencia del telediario?... ¿Y qué pasa con la historia y la literatura españolas?... ¿Hasta cuándo seguirá en las librerías la vida repugnante de un asesino de hombres y animales llamado Pascual Duarte?... ¿Cómo es posible que al genocida de indios Bernal Díaz del Castillo lo estudien en las escuelas?... Y ahora que todos somos iguales ante la ley y el orden, ¿por qué no puede Sancho Panza ser hidalgo como don Quijote; o, mejor todavía, éste plebeyo como Sancho?... ¿A qué esperamos para convertir lo de Fernán González y la batalla de Covarrubias en el tributo de las Cien doncellas y doncellos?... ¿Cómo un machista homófobo y antisemita como Quevedo, que se choteaba de los jorobados y escribió una grosería llamada Gracias y desgracias del ojo del culo, no ha sido apeado todavía de los libros escolares?... En cuanto a la infame frase Viva España, que como todo el mundo sabe fue inventada por Franco en 1936, ¿por qué no se elimina en boca de numerosos personajes de los Episodios nacionales de Galdós, donde afrenta a las múltiples y diversas naciones que, ellas sí, nos conforman y enriquecen?... ¿Y cómo no se ha expurgado todavía El cantar del Cid de las 118 veces que utiliza la palabra moro, sustituyéndola por hispano-magrebí de religión islámica, y buscándole de paso, para no estropear el verso, la rima adecuada?

Por fortuna no leen, ni creo que en el futuro lo hagan. Tranquilos. El peligro es mínimo. Menos mal que esos pretenciosos analfabetos, dueños del Boletín Oficial, no han abierto un libro en su puta vida.

 XLSemanal, 27 de Marzo de 2011

 

88. Ese monumento de papel. Arturo Pérez-Reverte. El semanal

Pues resulta que voy a la librería de Antonio Méndez, en la calle Mayor, y le digo oye, compañero, ¿tienes la Biblia nueva que acaba de sacar la Conferencia Episcopal? Y Antonio, que es amigo hace veinte años, me mira de reojo y dice te veo chungo, maestro, una Biblia a tus años. De qué vas, Tomás. ¿Has visto la luz, o qué? Y yo le respondo que menos choteo, chaval, o la compro en el Corte Inglés. Grandes superficies, que se dice ahora. Y además quiero dos, una para regalar. Pues la tengo que pedir porque no la tengo, redunda Antonio. Y yo le digo: debería darte vergüenza. Un librero sin Biblia nueva en el escaparate. Ya sé que no vas a misa ni yo tampoco, y que monseñor Rouco y sus mariachis te caen, como a mí, igual que una patada en el duodeno. Pero no estamos hablando de opio del pueblo, ni de tocapelotas nietos de Trento, ni de estragos históricos y sociales, sino de cultura, chaval, que para ser librero no te enteras. De uno de los caudales de sabiduría que nos hizo lo que somos, cóscate, Viejo y Nuevo Testamento, cultura judeocristana que, combinada con el Islam mediterráneo, Grecia, Roma y toda la parafernalia, hizo lo que llamamos Europa y de rebote Occidente: sitio que lo mismo también te suena, Antoñete; aunque a esa vieja Europa, en tiempos referente moral del mundo, cuna de derechos humanos y crisol de cultura, ya no la reconozca ni la madre que la parió. Dicho en lenguaje de librero, para entendernos, te hablo del mayor bestseller de la Historia, necesario para quien pretenda estar al tanto de lo que es y lo que hace. Para tenerlo tan a mano como a Cervantes, Shakespeare y Montaigne: cuatro patas de la mesa donde algunos apoyamos los codos cuando estamos cansados. No sé si me explico.

Concluida la guasa entre Antonio y yo, una semana después tengo al fin esa nueva Biblia en casa; y, aparte el pequeño inconveniente de maldecir en arameo el tacto áspero de su encuadernación en tela bajo las guardas -la tela en los libros siempre me dio dentera-, disfruto con sus páginas de papel sutil y agradable al tacto, la limpia tipografía y el peso reconfortante del volumen en las manos. Es un hermoso ejemplar con la nueva traducción canónica de los textos sagrados al castellano, que será utilizada en todos los actos litúrgicos y catequéticos, o como se diga, de la Iglesia Católica de aquí. El canon, para entendernos, de la Biblia oficial en lengua de Cervantes. Esto lo convierte en libro de extraordinaria importancia; pues, aparte la lectura íntima que haga cada cual, su texto, leído en misa y utilizado a partir de ahora en las actividades relacionadas con el asunto, influirá directamente, en la lengua que hablan y escriben varios millones de católicos de habla hispana. Que se dice pronto.

Pero ésa, la de la peña practicante, sólo es una parte. Al fin y al cabo, la Biblia es también, y sobre todo, un magnífico caudal de diversión, reflexión y conocimiento. Un monumento indispensable para comprender sobre qué cañamazo se tejió lo que algunos cabrones reaccionarios y gruñones como el arriba firmante todavía llamamos, con una mezcla de melancolía y de guasa escéptica, cultura occidental; dicho sea sin ánimo -o con ánimo, qué puñetas- de ofender. En ese contexto, la Biblia es una fuente extraordinaria de relatos, aventuras, batallas, traiciones, amores, emociones y simbolismos; materia de la que hace tres mil años viene nutriéndose el mundo civilizado y que inspiró a los más grandes filósofos y artistas de todas las épocas; literatura, música, pintura y cine incluidos. Nadie que busque lucidez e inteligencia, que quiera interpretar el mundo donde vive y morirá, puede pasar por alto la lectura, al menos una vez en la vida, del libro más famoso e influyente -para lo bueno y lo malo- de todos los tiempos. El Antiguo y el Nuevo Testamento, para unos historia sacra y revelación divina, y para otros llave maestra de cultura e ilustración, son imprescindibles para comprender cómo llegamos aquí, lo que fuimos y lo que somos. Compadezco a quien no tenga un Quijote y una Biblia en casa, aunque sólo sea para decorar un mueble y leer cuatro líneas de vez en cuando. Y quien sí sea lector, que calcule. Sólo la Biblia, releída una y otra vez, bastaría para colmar una vida entera. Y ojo. Insisto en que no se trata de religión, sino de cultura. La de verdad; no esa papilla desnatada, presuntamente educativa, impuesta por quienes legislan desde su cateta mediocridad. Oponer prejuicios a la Biblia es como oponerlos a una catedral: no hace falta creer en Dios para visitarla y admirar su belleza. Para sentir lo majestuoso de la memoria que atesoran sus viejas piedras.

 XLSemanal, 3 de Abril de 2011

89. Definición de un caballero según el Beato Cardenal Newman

Definición de un caballero según el Beato Cardenal Newman, en "La Idea de una Universidad", serie de disertaciones ofrecidas en Irlanda en 1852.

 

"Podría decirse que prácticamente la definición de un caballero es la de aquel que nunca inflige dolor. Esta es una descripción tan exacta como refinada. Un caballero se ocupa principalmente en remover aquellos elementos que obstaculizan la libre acción de quienes que lo rodean. Procura colaborar más que encabezar iniciativas por sí mismo. Si bien la naturaleza nos provee de los medios naturales para el reposo y nos ofrece el calor animal, los beneficios de un caballero pueden equipararse a la comodidad que nos brinda una silla confortable o un buen hogar encendido; ambos mitigan nuestro frío y fatiga.

Un verdadero caballero evita cuidadosamente ocasionar un sobresalto en las mentes de aquellos con quienes trata, evita todo enfrentamiento de opiniones, coalición de sentimientos, restricciones, sospechas, tristezas o resentimientos. Su principal preocupación radica en que cada uno se sienta cómodo como en su casa. Sus ojos están puestos en todas sus compañías, es considerado con los tímidos, gentil con los distantes y misericordioso hacia los absurdos. Recuerda a todas las personas con quienes estuvo conversando. Se cuida de hacer acotaciones impetuosas o mencionar temas irritantes. Rara vez destaca como centro en las conversaciones y, sin embargo, jamás resulta tedioso.

No le pesan los favores mientras los realiza y parece recibir precisamente aquello que está confiriendo. Nunca habla de sí mismo excepto cuando está obligado y jamás se defiende mediante una simple réplica. No tiene oídos para los chismes ni las calumnias. Es escrupuloso para comprender los motivos de aquellos que interfieren y trata de interpretar todo de la mejor manera posible. Jamás es desconsiderado o mezquino en sus disputas ni tampoco se aprovecha de ventajas injustas.

No confunde las personalidades ni tampoco deja de ver la diferencia entre lo que es una observación tajante y un verdadero argumento. Tampoco hace insinuaciones sobre hechos nefastos sobre los que no pueda a hablar francamente. Ejerciendo una prudencia de largo alcance observa la máxima de aquella antigua saga que dice que debemos conducirnos con nuestros enemigos como si un día fueran a ser nuestros amigos.

Tiene demasiado sentido común como para sentirse afectado por los insultos, está suficientemente ocupado como para recordar injurias pasadas y es lo suficientemente indolente como para soportar las malicias.

Es paciente, contenido y resignado a los principios filosóficos. Soporta el dolor porque sabe que es inevitable, las aflicciones porque son irreparables y a la muerte porque es su destino.

Si entra en algún tipo de controversia su intelecto disciplinado lo preserva de cometer una desatinada descortesía propia de las mentes menos educadas. Estas últimas, cual armas romas, cortan y desgarran en vez de realizar cortes limpios, confunden el motivo principal del argumento, gastan sus fuerzas en trivialidades, juzgan mal al adversario y dejan al problema peor de lo que lo encontraron.

El caballero puede estar en lo correcto o estar equivocado en su opinión pero tiene demasiada claridad mental como para ser injusto. Así como es de simple es de fuerte, así como es breve es también decisivo. En ningún otro lugar encontraremos mayor candor, consideración e indulgencia.

En sus argumentos con sus oponentes no olvida sus propios errores. Él conoce la debilidad de la razón humana así como su fortaleza, su competencia y sus límites. Si el caballero no fuera un creyente aun así tendría una mente lo suficientemente amplia y profunda como para no ridiculizar la religión o actuar en su contra. Es demasiado sabio como para ser dogmático o fanático. Respeta la piedad y la devoción y apoya el bien de aquellas instituciones con las cuales no está de acuerdo considerándolas como elementos venerables, hermosos o útiles. Honra a los ministros de la religión y declina aceptar sus misterios sin por ello agredirlos o denunciarlos. Es amigo de la tolerancia religiosa y esto no es tan solo por su filosofía, que le exige ser respetuoso con todas las formas de fe, sino por su caballerosidad y delicadeza de sentimientos las cuales constituyen el séquito de toda provechosa civilización”.

90. La tragedia de la escuela católica

Me ha parecido estupendo el artículo de Juan Manuel de Prada que incluyo debajo. Hace referencia a otro artículo del mismo periódico en el que repasaba la trayectoria escolar de los líderes socialistas españoles en colegios católicos. De Prada tiene más razón que un santo. Ahora bien, yo no señalaría solo a los colegios católicos. Para mí el problema está en eso que se llama educación católica y que incluye, por supuesto, a las universidades.

Hace un tiempo vino a verme el rector de una universidad llamada católica para ofrecerme un relevante puesto de trabajo en su institución. No podía aceptar así que le metí el suficiente miedo en el cuerpo como para que retirase la invitación. Le dije que yo hacía la distinción entre universidades católicas y universidades de inspiración cristiana. Las primeras eran universidades de vida católica y las segundas solo de ideología. Mientras que en las segundas solo se exigía espíritu católico (eso que se llama humanismo cristiano) en los contenidos de las asignaturas que tienen que ver con la doctrina, en las primeras, en las universidades católicas, se debía vivir como cristianos; es decir: los profesores y el personal de administración y servicios, habrían de imitar a Cristo en su trabajo dentro de la universidad como se supone que lo harían fuera. Esto es, entre otras cosas, acudirían a actos de piedad y formación organizados en el campus, dedicarían tiempo a la oración personal en la capilla del campus, y rezarían en el aula con sus alumnos. Al oír todo esto el mencionado rector me dijo que según mi distinción su universidad solo era de inspiración cristiana y que entendía que no estuviese interesado. Quedamos amigos.

Hace solo unas semanas en otra universidad también llamada católica hubo un misa oficiada por un importante cargo de la curia vaticana y se invitó a asistir a todo el claustro. A la hora de comulgar, se acercó y comulgó un cargo académico cuyo adulterio sostenido es públicamente conocido. A nadie pareció importarle excepto a un reducido grupo de alumnos, miembros de jóvenes provida con los que tengo relación, que resultaron escandalizados.

No, no se trata solo de un problema de los colegios católicos. El problema al que hace alusión de Prada es un problema de liderazgo católico. La reforma que parece necesaria no será eficaz, aunque no haya que despreciar en absoluto esta táctica también, si solo se consigue que unos pocos colegios dejen de ser "de inspiración cristiana" para ser genuinamente católicos.

Si la Iglesia es jerárquica, habrá que empezar desde arriba una cadena de excelencia. En esa cadena deben de figurar rectores, decanos, profesores, directores y maestros que sean excelentes católicos, además de ser excelentes profesionales. Hoy hay, desgraciadamente, en puestos de dirección de instituciones educativas "católicas", demasiados excelentes profesionales (a menudo laicos) que son mediocres católicos y también demasiados buenos católicos (a menudo clérigos y religiosos) que son mediocres profesionales. Pienso que ninguno de los dos nos sirven.

Hemos de apuntar a que la excelencia católica (el afán de santidad) anide junto al amor a la ciencia en el corazón y en la cabeza de los que se dedican a educar.  

Ojalá que lo que dice de Prada con mucha mejor pluma que yo despierte y alumbre responsabilidades dormidas.

JUAN MANUEL DE PRADA

ABC Lunes , 26-04-10

«COLEGIOS católicos, cantera de líderes», rotulaba ayer este periódico un magnífico -y, acaso sin pretenderlo, estremecedor- reportaje de Blanca Torquemada en el que se desempolva la infancia y adolescencia de diversos dirigentes políticos españoles que estudiaron con curas y monjas. En realidad, el rótulo que mejor hubiese casado con el reportaje hubiese sido: «Colegios católicos, cantera de líderes anticatólicos», a la vista del ganao que en él se concitaba; pero basta el eufemismo de «cantera de líderes» para designar la tragedia de la escuela católica, cuya razón de ser no es otra que la de erigirse en «cantera de discípulos»; y no del liberalismo, ni del socialismo, ni del feminismo, ni de cualquiera de los «ismos» o idolatrías políticas establecidas, sino discípulos de Cristo. «Dejad que los niños se acerquen a mí», dice Jesús en cierto pasaje muy divulgado del Evangelio; pero cuando se comprueba que muchos niños que pasan por la escuela católica son quienes luego, de adultos, más se alejan de Cristo y más afanosamente trabajan para que otros también se alejen, uno empieza a considerar que tal vez la escuela católica debería empezar a aplicarse la admonición que hallamos en el mismo pasaje evangélico: «Al que escandalizare a uno de estos pequeños, más le valdría encajarse una rueda de molino y arrojarse al mar».

En su reportaje, Blanca Torquemada afirma que las solicitudes de ingreso para los colegios católicos son «aluvión»; y ensalza el «predicamento de los colegios católicos, que consolidaron su prestigio y sus altos niveles de exigencia académica y se mantienen como referente de la educación de calidad en España». Pero si el prestigio de la escuela católica ha de justificarse por su nivel de exigencia académica y por el número de las solicitudes de ingreso es porque ha extraviado su razón de ser; pues, por mucho que fatiguemos el Evangelio, no encontraremos pasaje alguno en el que Cristo hable de exigencia académica o de aluvión de solicitudes. Más bien al contrario, descubrimos que a sus seguidores no los buscó precisamente entre los letrados; y, desde luego, tampoco puede decirse que hubiera un «aluvión de solicitudes» para incorporarse al número de sus discípulos. Una escuela católica en la que escasearan las solicitudes de ingreso y donde la exigencia académica fuese más bien escasa tendría razón de ser, con tal de que fuera verdadera «cantera de discípulos»; en cambio, una escuela católica convertida en cantera de líderes anticatólicos que luego se dedican a combatir el Evangelio de Cristo en la política, los medios de comunicación, la cultura o la empresa carece de razón de ser, por mucho que la desborden las solicitudes de ingreso y por elevada que sea su exigencia académica. Si la sal se vuelve sosa, ¿quién podrá salar el mundo?

El reportaje de Blanca Torquemada incluye declaraciones de los religiosos que se encargaron de la formación de estos líderes anticatólicos ante las cuales uno no sabe si reír (con una risa nerviosa y mohína) o llorar (con lágrimas como las de Getsemaní). La monja que enseñó Religión a Bibiana Aído, por ejemplo, asegura que la ministra que compara ponerse tetas con abortar y niega la pertenencia al género humano de los niños que se gestan en el vientre de sus madres quiere a las monjas con las que estudió «algo exagerao»; y que »los valores de la familia de Nazaret fueron el fundamento de su educación, y eso queda». Como hemos de suponer que la hermana en cuestión no es una cínica, tenemos que concluir que vive en la inopia. Que es, exactamente, lo contrario de lo que se nos reclama en el Evangelio: «Estad despiertos y vigilantes». Pero sospecho que la escuela católica lleva mucho tiempo viviendo como las vírgenes necias de la parábola; y así se ha convertido en cantera de líderes anticatólicos.

 

91 Perdón y justicia

Juan Manuel de Prada. ABC 25 de Junio

Desde hace algún tiempo, se viene promoviendo el perdón de las víctimas a los terroristas que les infligieron un daño que, en términos humanos, sólo puede reparar la justicia. Se trataría, desde luego, de una empresa loable en quienes la auspician, y más loable todavía en quienes efectivamente perdonan, si no fuera porque en esta promoción del perdón pudiera ocultarse un menoscabo de la justicia. Trataremos de explicarnos.

Perdonar a quien nos ha infligido un grave daño es algo de naturaleza sobrenatural. Cristo nos dio el mandato de "amar al enemigo", una forma de caridad extrema que no encontramos en ningún otro código moral anterior al cristianismo: Confucio predica una benevolencia general con el enemigo que no es propiamente amor, sino más bien una táctica calculada de defensa y prudencia; Buda predica el amor a todos los hombres, aun a los más despreciables, pero dentro de un mandato general que se extiende también a los animales y a las plantas y que, a la postre, es más bien una especie de austeridad estoica que conduce a la supresión del amor por uno mismo; la ley mosaica, por su parte, nunca había extendido el precepto del amor al prójimo a los enemigos, como fácilmente se percibe en la parábola del buen samaritano. El mandato cristiano de amar al enemigo no se puede cumplir mediante el mero concurso de las facultades humanas; es sobrenatural, porque requiere el concurso de la gracia divina, porque la posibilidad de su cumplimiento no se halla en la mera naturaleza humana.

Pero la exigencia de la reparación es de un orden distinto al del perdón; y se puede exigir reparación y al mismo tiempo perdonar. Pues lo que el mandato cristiano exige es amar al enemigo, no amar la injusticia que el enemigo ha cometido. Pensar que el perdón anula la exigencia de reparación es hacer agravio a la conciencia, al orden y al bien común; y perdonar sin exigencia de reparación es peor que no perdonar, porque mantiene al ofensor identificado con la ofensa. Por eso no puede haber perdón si no hay un arrepentimiento sincero y un deseo de reparación a través de la penitencia; y, faltando estos requisitos, ni Dios mismo puede perdonar. Esto que afirmamos se percibe muy claramente en la relación de Cristo con Herodes, a quien evitó ver siempre que pudo; y ante quien calló con desprecio cuando lo obligaron a verse con él (a pesar de que, si no hubiese callado, tal vez Herodes habría podido salvarle la vida). Cristo no perdonó a Herodes la muerte de su primo, el Bautista, por la sencilla razón de que Herodes no se había arrepentido. Si lo hubiese perdonado, habría cometido una injusticia y una irracionalidad; y Dios, que es todopoderoso, no puede sin embargo ser injusto ni irracional.

En efecto, cuando perdonamos al injusto que no se ha arrepentido de la injusticia cometida, hacemos nosotros mismos una injusticia y nos convertimos ipso facto en injustos. Cuando quien nos ha ofendido se mantiene identificado con la ofensa (o justifica tal ofensa con razones políticas de las que no reniega), se mantiene en un estado de desorden que le impide recibir el perdón. Una injusticia no reparada destruye la convivencia y es el peor mal social, peor incluso que la guerra; y el perdón que se exige o se presta a expensas de la justicia reparadora, lejos de cerrar las heridas, las abre todavía más. Resulta, cuanto menos, paradójico, que una época como la nuestra, que niega la acción sobrenatural en nuestras vidas, promueva a la vez el perdón al enemigo, que es algo que no está en la mera naturaleza humana cumplir. De donde uno tiende a sospechar que, promoviendo este perdón, se puede estar promoviendo la injusticia
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92 Tergiversaciones

JUAN MANUEL DE PRADA

Afirmar que el perdón de Dios es incondicional es una grave tergiversación del Evangelio

PUBLICABA ABC un artículo de don Nicolás de Arespacochaga en el que se me acusaba calumniosamente de «tergiversar» el «mensaje» de Jesucristo. Don Nicolás, que se declara partidario de una «flexible y tolerante» forma de entender tal «mensaje», según las «distintas formas de pensar, distintas educaciones y circunstancias personales» (confesión de parte en la que el Verbo de Dios queda reducido a un «mensaje» que admite pluralidad de interpretaciones, según la coyuntura), consideraba que afirmar que el mandato evangélico de amar al enemigo es «imposible sin un concurso sobrenatural» constituye una «tergiversación», porque no cree que «Jesucristo nos dé mandatos que no seamos capaces de cumplir». ¡Naturalmente! Jesucristo lo que hace es dispensarnos la gracia para que cumplir tal mandato no nos resulte imposible. Pero amar al enemigo sin el concurso de la gracia resulta imposible, puesto que no se halla entre las tendencias naturales del ser humano, que son la conservación propia, la propagación de la especie y la vida comunitaria. Amar al enemigo atenta contra tales tendencias naturales; y sólo puede lograrse mediante el concurso sobrenatural de la gracia, que no es -¡por supuesto!- una especie de deus ex machina que opere al margen de nuestra naturaleza humana, sino un don que actúa sobre ella, sanando nuestra condición pecadora.

También considera don Nicolás que tergiverso el «mensaje» de Jesucristo cuando afirmo que «no puede haber perdón sin arrepentimiento». Para don Nicolás -como para Renan-, el «mensaje» de Jesucristo es «la maravillosa, sublime, perfecta idea» del «perdón incondicional, sin requisitos previos a cumplir por la otra parte», que hallaría su expresión máxima en la frase que Cristo pronuncia en la Cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Sin embargo, en esta frase Cristo no perdona a quienes lo están matando, sino que intercede ante el Padre para que lo haga; y esa intercesión sin duda rindió sus frutos, como se percibe en la exclamación arrepentida del centurión. Cristo no pidió perdón incondicional para todos los que participaron en el crimen del Calvario, ya que esto sería inconsecuente con la justicia de Dios y con la libertad del hombre. Cristo murió para que la justicia y la misericordia de Dios, juntas, ofrecieran perdón al hombre que libremente lo busque. Dios sólo perdona a quienes se acercan a Él con fe; no a una multitud amorfa que no desea ser perdonada. Afirmar lo contrario es tanto como sostener que los actos humanos resultan indiferentes ante Dios; y, por lo tanto, que el sacrificio redentor de Cristo fue superfluo o estéril. Una cosa es el amor incondicional de Dios, que se ofrece en el madero para salvación de los hombres; y otra muy distinta que ese amor sea acogido o rechazado por cada uno de nosotros. Si ese amor es rechazado (esto es, si no hay arrepentimiento), el hombre no puede obtener el perdón de Dios. Como nos recuerda José Ignacio Munilla, «la presentación del amor incondicional de Dios a modo de un indulto general indiscriminado no solamente choca con los abundantes pasajes evangélicos que hablan de la posibilidad real de la perdición del hombre, sino que tampoco se compagina con la imagen de un Dios que respeta la libertad y la dignidad del hombre. (…) Siendo cierto que la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven, sin embargo, para ello es necesario que cada uno coopere libremente, abriéndose a la gracia de la conversión».

Afirmar que el perdón de Dios es incondicional es una grave tergiversación del Evangelio; claro que, cuando al Verbo de Dios se le reduce a un mero «mensaje» (esto es, una predicación virtuosa), todas las tergiversaciones son posibles.

93. El segundo sexo revisitado

Cada vez con más frecuencia surgen voces que escandalizan a las feministas recalcitrantes cuestionando el postulado de que hombres y mujeres somos iguales. E incluso van más allá y se atreven a poner en entredicho la mismísima Biblia del feminismo. Me refiero a El segundo sexo, célebre libro de Simone de Beauvoir, en el que decía más o menos que nosotras no nacemos mujeres, sino que llegamos a serlo. Es decir que la diferencia entre unas y otros es solo cultural, no de otra índole, y que el comportamiento femenino está condicionado por lo que se espera y desea de nosotras. Lo más curioso del caso es que las voces discordantes de las que hablo no pertenecen al sexo masculino sino a ese segundo sexo al que yo también me honro en pertenecer. Supongo que si lo que voy a decir a continuación lo escribiera un hombre, le sacarían la piel a tiras, pero como soy chica, me voy a dar el gustazo de afirmar que Simone de Beauvoir estaba equivocada. Por supuesto no es mi intención apearla del pedestal al que, con todo merecimiento, la aupó el siglo XX. Tampoco voy a negar su rol fundamental a la hora de sacarnos del rincón al que nos había relegado la Historia y situarnos en el centro de la vida actual. Lo que sí voy a puntualizar es que su postulado, por muy útil y por muchas puertas que abriera en su momento, no resulta cierto.

Sí, sí se nace mujer. Y no, no somos obligadas por el hombre ni por la cultura vigente a ponernos guapas para gustarles tal como apuntaba ella en su libro sino que la coquetería y la seducción son universales, ancestrales y forman parte importante de nuestra forma de ser. Nancy Hudson, una escritora canadiense que el año pasado puso en pie de guerra a las feministas francesas con su libro Reflejos en el ojo del hombre, sostiene, por ejemplo, que buscar la igualdad en lo que se refiere a tener acceso a las mismas oportunidades que ellos sigue siendo fundamental, pero para alcanzar dicha igualdad es necesario hacer un buen diagnóstico del problema. Y decir, por ejemplo, que las actitudes consideradas «femeninas» no son detestables. «No tiene nada de malo querer gustar» –apunta Hudson con lo que ella llama su mirada darwiniana, es decir, observando al ser humano como lo haría el famoso autor de El origen de las especies–; «Somos mamíferos abocados por la naturaleza a reproducirnos y a mejorar la especie». Lo que sí le parece absurdo a Hudson (y a mí también) es la exacerbación que del sexo hace la sociedad y, sobre todo, el mundo capitalista a través de la publicidad. ¿Se apareará uno más ventajosamente si conduce determinado tipo de coche? ¿Es necesario fingir un orgasmo para vender una marca de chocolate? ¿Le perseguirán a una los hombres si usa tal o cual perfume? Hasta ahora el cuerpo femenino era el más explotado en este sentido, pero de unos años a esta parte, empieza a serlo también el masculino. Ahora son ellos los que adoptan posturitas sexys para vender jabones, relojes o cremas de afeitar. Yo debo de ser una carca y una antigua porque no me ponen nada esos efebos depilados que se contorsionan sudorosos incitándome a comprar tal o cual producto. Aunque empiezo a pensar que tal vez no se trate de ser o no carca sino que mi frialdad como consumidora está relacionada con el hecho de que hombres y mujeres somos diferentes, incluso cuando se trata de incitarnos a consumir. De esta particularidad se dieron cuenta hace ya muchos años las revistas dedicadas a uno u otro sexo. Salvo honrosas (y rara vez exitosas) excepciones, las revistas femeninas contienen sobre todo fotos de mujeres, mientras que las de hombres… las de hombres también contienen mayoritariamente fotos de mujeres, a menos que se trate de publicaciones gays. ¿A qué se debe esto? A que a nosotras nos gusta mirar a otras mujeres para imitarlas, para inspirarnos. Ellos son distintos, tienen el sexo presente en casi todas sus actividades habituales, incluso mientras leen tranquilamente una revista. En efecto, somos diferentes y no se trata de un tema cultural o aprendido, como sostenía Beauvoir. Por supuesto no quiero decir con esto que no sea necesario continuar intentando erradicar los muchos resabios machistas que aún persisten en el primer mundo y no digamos en el tercero. Pero lo haríamos más eficazmente si nos olvidáramos de lo políticamente correcto. Cada sexo tiene aptitudes distintas y, para alcanzar la igualdad, no hace falta empeñarse en emular al contrario. Siempre me ha llamado la atención por ejemplo ese afán de algunas congéneres mías por decir que una mujer puede hacer exactamente lo mismo que un hombre. Eso será verdad en el plano intelectual, pero no puede extrapolarse a todas las circunstancias ni a todas las profesiones. Hace unos meses hubo una gran polémica en los medios de comunicación porque unas chicas insistían en su derecho a convertirse en bomberas y otras en mineras. «Somos víctimas de una injusta discriminación» –argumentaban– «¿acaso no somos tan aptas como ellos?». No sé en qué quedó la polémica, pero desde luego no hace falta dedicar ni una línea a explicar que, obviamente, nosotras no somos tan fuertes como los hombres. Otra cosa que llama la atención son esos educadores empeñados en formar a los niños (varones) para que sean, según sus propias palabras, «seres humanos sensibles». Y para lograrlo, los ponen a jugar con muñecas o a las casitas. De momento me temo que no han tenido demasiado éxito con el experimento. Indefectiblemente, las muñecas acaban convertidas en armas arrojadizas y la casita en un wigwam cherokee. No sé qué tiene que ver la sensibilidad con jugar a las casitas, pero negar que los varones sienten mayor inclinación a ciertos juegos y las chicas a otros es tan tonto como querer ser bombera o minera.

Por todo esto, yo, que soy gran admiradora de Simone de Beauvoir, estoy segura de que ella, que era una mujer sabia y por tanto inclinada a cambiar de opinión, escribiría ahora un libro que bien podría llamarse El segundo sexo revisitado. Uno en el que, sin renunciar a la esencia de sus tesis dijera que no, que no somos iguales. Ni mejores ni peores, ni más inteligentes ni más tontas, ni menos ni más sensibles, sino gloriosamente diferentes. Y a Dios gracias, añadiría yo, porque sería aburridísimo de otro modo.

94. Si no te gusta, no abortes

 

Al menos es honesto. Lo que le falta es el discurso del sujeto. Todos los humanos somos objetos (de cuidado) y sujetos (de derechos). Es verdad que lo uno tiene que ver con lo otro y bastante más de lo que piensan los liberales. En realidad se trata de un continuo que tiene como medio la comunidad. En la comunidad humana el objeto humano inerte es tan sujeto como en la individualidad el sujeto autónomo. Aquí la comunidad suple la autonomía. Una comunidad que está cimentada en filiación, fraternidad o afinidad. Muchos liberales se piensan anticomunitarios sin darse cuenta que efectivamente como dice DRH si borras la comunidad encuentras dificultades para enlazar objeto y sujeto manteniéndote al mismo tiempo en un discurso que prescinda de la realidad sobrenatural. Por el contrario en la medida en que se entienda al ser humano inerme no ya solo como sujeto sino como objeto de humanidad por medio de su inserción comunitaria (es hijo, hermano, amigo,…), aun prescindiendo del Creador se puede argumentar su defensa. Efectivamente como bien dice DRH, lo que desafía toda comprensión racional es la defensa del aborto que hace el socialismo: es una contradicción pues si excluimos a los no queridos (ni objetos) y a los no conformados (ni sujetos) de lo humano ¿qué queda de lo común?  ¿qué es el socialismo sin comunidad? ¡Ah, sí!: puro estado. ¿Es que se añora todavía algo del pasado no muy lejano? Si a los liberales les falta comunidad al socialismo político actual lo que le falta es lógica. Ojalá se repiensen. Jpa.

 

No deja de ser curioso que la mayor parte de los argumentos a favor del aborto sean liberales, al menos en apariencia. Al fin y al cabo, que cada uno haga con su cuerpo lo que quiera siempre que con ello no ataque los derechos de los demás (por ejemplo, volándoselo con un cinturón bomba en un autobús) es un principio netamente liberal. Con razón o sin ella, a muchos se les ponen los pelos como escarpias pensando en las consecuencias prácticas, pero no cabe duda de que la libertad de meterse en el cuerpo las sustancias que se prefieran, acostarse con quien uno quiera si el otro también lo quiere, comprar un arma para defensa propia, etc., cumplen con aquello tan viejo de que tenemos derecho a hacer lo que queramos si no lesionamos los derechos ajenos.

Como en el fondo los argumentos liberales son buenos, la izquierda los usa cuando le conviene. Y en el aborto le conviene. De ahí el "Nosotras parimos, nosotras decidimos", el "Fuera los rosarios de nuestros ovarios" o, en su acepción algo más fina y presentable, el "Si no te gusta el aborto, pues no abortes, que nadie te obliga a hacerlo". Un argumento en apariencia perfectamente trasladable para argumentar a favor de la libertad de drogarse, de hacer guarrerías españolas o de tener afición a las armas de fuego. Y, ya que nos ponemos, a favor del comercio libre de drogas recreativas, la prostitución o las armerías, aunque los progres suelan estar de acuerdo sólo con algunas libertades y sólo cuando no hay de por medio intercambio de dinero.

Pero este argumento abortista es falaz, y sólo superficialmente liberal. El embrión y luego el feto son seres humanos diferenciados de sus padres. Son, por tanto, al menos a priori, sujetos de derecho. Podemos argumentar que tenemos libertad de tener un arma y pegar unos tiros a unas latas, pero no que tengamos derecho a dispararle entre ceja y ceja al vecino ese tan molesto del cuarto.

Es decir, el argumento de que el aborto es algo que sólo incumbe a la mujer porque tiene que ver con su libertad para hacer lo que quiera con su cuerpo presupone, sin probarlo antes, que el futuro niño que tiene dentro no es una persona distinta, con sus propios derechos. Evita la pregunta esencial alrededor de la cual giran todo el debate y todas las protestas en contra del aborto. Y lo hace porque entrar en eso supone meterse en un terreno resbaladizo donde hay muchas más dudas que certezas, y si hay algo que no puede interponerse en eso que la izquierda llamada derecho es una duda.

Al contrario que tantos, yo estoy lejos de tener una postura firme y segura sobre el aborto. Al contrario que Peter Singer, el del Proyecto Gran Simio, tengo claro que el infanticidio debe ser ilegal. Y si matar un bebé es un crimen, no entiendo por qué matarlo puede ser legal por una mera cuestión geográfica: dentro del útero se puede, fuera no. La opción más coherente, y que debería encantar a los ecologistas por aquello del principio de precaución, debería llevar a defender por si acaso la vida humana desde la concepción excepto en caso de riesgo de vida para la madre, lo que está claro que puede equipararse a la defensa propia. Pero igualmente me parece difícil llamar persona a un grupo de células que carece siquiera de sistema nervioso y, por tanto, de sensibilidad, y no digamos ya conciencia de sí mismo. En términos tomistas, dudo de que en las primeras etapas de desarrollo esa materia biológica tenga un nivel de desarrollo tal que le permita recibir de Dios un alma humana.

Pero hacerse preguntas está feo. Con eso no se gana uno la vida en las tertulias. Y así no hay quien se haga una carrera en este oficio.

 

95. Becas

La única reforma que puede salvar nuestra Universidad es que deje de ser receptáculo de anhelos personales y vuelva a ser morada exigente del saber

ESCUCHO a una rectora universitaria afirmar que el sistema de becas debe garantizar la igualdad de oportunidades, de tal modo que «quien quiera estudiar, pueda». En la afirmación hay implícita una llamativa malversación del principio de igualdad que, a simple vista, puede pasar inadvertida; y que es inevitable consecuencia del clima mental de nuestra época, que ha hecho de la exaltación del deseo personal un expediente automático para la vindicación de derechos. Todo ordenamiento jurídico digno de tal nombre tiene que estar orientado hacia la consecución del bien común, no a la satisfacción de deseos personales de dudoso fundamento. Y esta búsqueda del bien común debe inspirar muy celosamente cualquier sistema de adjudicación de becas: un joven al que la comunidad sufraga sus estudios universitarios debe antes demostrar sus dotes para el estudio; concederle una beca simplemente porque «quiere» estudiar es un dislate, porque las becas no están para atender voliciones, sino para asegurar que la valía y el mérito no sean pisoteados.

El ministro Wert ha extremado las exigencias para la obtención de becas en los estudios superiores; medida que nos parece muy acertada y acorde con un sentido elemental de la justicia: a los poderes públicos corresponde el deber de garantizar una instrucción primaria gratuita y universal, para la mejor consecución del bien común; pero fomentar que «quien quiera, pueda» acceder a unos estudios superiores gratuitos no sólo no parece ordenado al bien común, sino más bien lo contrario. Los rectores universitarios protestan contra las exigencias de Wert envolviéndose en la bandera de la «igualdad», pero a nadie se le escapa que defienden intereses gremiales: cuanto más se extreme la exigencia para la obtención de becas, menos jóvenes cursarán estudios superiores; lo que redundará en beneficio de tales estudios, que ya no serán viveros dedicados al cultivo y halago de deseos personales… con el consiguiente cierre de muchas universidades creadas al socaire de esa exaltación del deseo personal disfrazada de «igualdad de oportunidades».

Todo lo que sea extremar las exigencias para el acceso a los estudios universitarios nos parece saludabilísimo y benéfico. Pero la medida impulsada por el ministro Wert adolece, sin embargo, de un error fundamental: si se endurecen los requisitos para la obtención de becas, también deberían endurecerse en igual proporción las condiciones generales de acceso a los estudios universitarios, pues de lo contrario se estaría favoreciendo que la mera disposición de recursos económicos sea garantía para cursarlos; lo cual, en verdad, es odioso e injusto. La única reforma que puede salvar nuestra Universidad es, precisamente, que deje de ser receptáculo de anhelos personales y vuelva a ser morada exigente del saber que acoja tan sólo a quienes se hayan probado en el difícil camino del estudio; y que expulse sin contemplaciones de su seno a quienes no lo hayan hecho. Pues el drama último y esencial de nuestra Universidad es que no contempla ya al sabio, sino al «profesional»; y así se ha degradado en un costoso aparato burocrático de fabricar profesionales en serie que, con su título debajo del brazo, amueblan luego las estadísticas del paro.

Pero una Universidad que becase no a quienes «quieran» estudiar, sino a quienes hayan probado sus dotes para el estudio, y que expulsase de su seno a quienes no las prueben, aunque puedan pagárselo, sospecho que provocaría todavía más quejas entre los rectores. Al menos así se probaría que defienden intereses gremiales.

 

96. Martirio ignorado

HERMANN TERTSCH

Imperdonable es que los cristianos occidentales no ejerzan su influencia en hacer frente al martirio de sus hermanos en Cristo

VEMOS cruces rotas o quemadas, iglesias en ruinas y también, en ocasiones, cadáveres calcinados. Son imágenes que nos llegan ocasionalmente. Cierto que con alguna frecuencia. Pero como brotes aislados de violencia lejana. Son incidentes remotos con víctimas desconocidas. A las que prestamos poca o ninguna atención. Porque el mundo produce más noticias trágicas de las que podemos digerir. Porque tenemos nuestros propios problemas que siempre nos parecen los mayores. Por mucho que sepamos que son cuitas ridículas comparadas con otras que se sufren lejos. Todo esto, todo aquello, genera una muy densa y eficaz cortina de hechos y angustias que nos impide ver uno de los fenómenos más trágicos, amplios y trascendentes que se produce en el mundo en este comienzo del siglo XXI. Es la persecución a muerte de los cristianos y el exterminio de la cultura cristiana en muchas regiones de la Tierra. En muchas de ellas con raíces y tradición milenaria. No estamos ante inocentes religiosos o brotes de odio entre comunidades. Sino ante una persecución sistemática del cristianismo en muchas regiones donde es minoría. Y con intención de acabar con su existencia, de extirpar cristianismo y su memoria de países en los que ha sido parte capital de su identidad durante siglos.

El diplomático español Javier Rupérez publica un artículo al respecto en la revista de FAES en la que denuncia la pasividad con que la comunidad internacional asiste a una persecución de dimensiones bíblicas. La tragedia está en los hechos desnudos. En Irak el censo de 1987 registraba una población cristiana de 1,4 millones. En 2003 esa cifra se había reducido a 800.000. Hoy, la organización católica «Ayuda a la Iglesia Necesitada» estima que probablemente no sean más de 150.000 los cristianos en Irak. En el norte de Nigeria saltan regularmente a las noticias cuando la matanza de la organización islamista Boko Haram es multitudinaria. Pero apenas se percibe el permanente goteo de muerte, agresión y terror. Como no se informa de los pogromos que sufren los cristianos en partes de la India, bajo un hinduismo fanatizado.

Son decenas los países de Asia y África en los que la persecución de los cristianos es práctica habitual, más o menos tolerada por los Gobiernos, volcada contra esta comunidad por la única razón de su credo. Como señalan desde el National Catholic Reporter, que sitúa la cuestión en un contexto histórico comprensible y exigente: «No tenías que ser judío en los años 70 para estar preocupado por los judíos disidentes en la Unión Soviética; no tenías que ser negro en los 80 para sentirte afectado por el apartheid en Sudáfrica; y de la misma manera no tienes que ser un cristiano hoy en día para reconocer que los cristianos constituyen el grupo religioso más perseguido en el planeta».

Las cifras que hablan de 100.000 cristianos muertos cada año durante la pasada década están distorsionadas al incluir a los cristianos asesinados en las matanzas del Congo. Pero sin ellos hay que hablar de 10.000 cristianos asesinados todos los años desde hace una década. Es decir, cada algo menos de una hora se asesina a un cristiano por el mero hecho de serlo. Trágicas son las penalidades de los cristianos allí y triste la indolencia de los cristianos aquí. El desinterés en las sociedades occidentales –por lo general de mayoría cristiana–, es un síntoma desolador del estado de su músculo moral y su conciencia. Cierto que es muy ofensiva la falta de reacción del islam moderado ante las barbaridades cometidas por sus correligionarios radicales. Pero imperdonable es que los cristianos occidentales no ejerzan toda su fuerza e influencia en hacer frente a ese callado martirio de sus hermanos en Cristo por todo el mundo.

 

97. La protesta decadente

LUÍS DEL VAL

Spengler publicó hace más de noventa años «La decadencia de Occidente». Como todas las obras de los grandes perspicaces contiene análisis brillantes, y algún que otro error profundo, como les sucedió a Rousseau, a Carlos Marx o a Freud. Su comparación de las civilizaciones basadas en las mismas etapas que atravesamos las personas, y que van desde la esperanzadora alegría del nacimiento hasta la decadencia de la vejez, es aceptada por muchos, aunque bien es verdad que los meandros de cualquier biografía humana están tan llenos de anticlinales y sinclinales como los de la evolución e historia de cualquier civilización.

Escribir sobre la decadencia de Europa, después de una guerra que ocurrió hace un siglo y dejó a Europa destrozada, era sencillo, pero resultaba más complicado su análisis intelectual pleno de honduras y originalidades.

Siempre he creído que los seres humanos, por muy inteligentes que fueran, no tenían consciencia del tiempo en el que vivían. Ni el judío Santángel, que ayudó con su fortuna a la expedición de Colón, ni la Reina Isabel, ni el propio Colón me imagino yo que se levantaran por las mañanas con la convicción de que estaban cambiando la Historia, al contrario de lo que ocurre ahora donde –sobre todo desde el periodismo y la política– nos empeñamos en poner mojones trascendentes a lo que dentro de unos meses no será sino la anécdota pasajera que quedará sepultada entre las noticias del año. No digamos en la épica deportiva en la que, como señala con su habitual gracejo irónico Manuel Alcántara, todas las semanas se juega el partido del siglo.

Pero hay signos numerosos y evidentes de una decadencia palpable, que no precisa de grandes dotes de profetas, ni de análisis profundos. El envejecimiento de nuestra población, la desaparición de esas virtudes que hacen fuertes a las sociedades y la entropía en las artes donde cualquier memo se declara artista y cualquier marchante está dispuesto a certificarlo, son una breve muestra, nada exhaustiva, de que no caminamos precisamente hacia el esplendor.
En las simplificaciones desenfadadas suele aludirse a que el comienzo de la decadencia de Roma se inició cuando los hijos de los patricios dejaron de nutrir las legiones, y los ciudadanos consideraron que la importante labor de vigilar el imperio podría encomendarse a esclavos libertos y mercenarios. Puede parecer un asunto menor, pero es un punto de inflexión básico, la etiología que nos puede explicar el origen de una decadencia.
Siempre me llamó la atención, por ejemplo, la sencillez con que en España pasamos de un Ejército compuesto por los ciudadanos del país –incluidos, por cierto, los hijos de los patricios–, a un Ejército denominado «profesional», que es una manera de esconder vergonzantemente que nos consideramos tan ricos que podíamos prescindir del engorroso servicio militar obligatorio. Y recuerdo que, fueran prórrogas por estudios, milicias universitarias, reemplazo forzoso o adelanto como soldado voluntario, el servicio militar te llegaba en un momento en que partía tu vida laboral, profesional y social. Y no fuimos pocos los que abogamos por un acortamiento de la prestación, dejándolo reducido, básicamente, al periodo de instrucción, el de verdad importante y donde únicamente se recibían los conocimientos necesarios para ser soldado, puesto que el resto era un sesteo aburrido y monótono, que provocaba en no pocos civiles una razonada aversión al Ejército.

En mi ingenuidad, llegué a creer que con la llegada de la democracia, se racionalizarían los reemplazos, se profesionalizarían de forma auténtica diversas funciones y habría un interesante debate en el Parlamento. Pues bien, en nuestro Parlamento, donde se ha discutido del buitre leonado o del lince de Doñana, no apareció en ningún orden del día un asunto tan trascendental y tan transversal socialmente, como el del Servicio Militar Obligatorio, que es algo así, no sé, como si se suprimiera la prestación hospitalaria para las enfermedades menos graves. De repente, de la noche a la mañana, quedó derogado el servicio militar que se basaba en el «todo por la Patria», sin que los padres de esa Patria pudieran exponer su punto de vista.

Cuando mis hijos estaban en la difícil adolescencia –difícil para ellos y para los padres– echaba en falta un horizonte con tres meses de campamento militar, donde tendrían que someter sus rebeldías a la disciplina, y las dudas existenciales quedarían diluidas en un entrenamiento donde no hay un minuto para descansar. Y lo sigo pensando aún hoy, cuando observo el espectáculo del botellón de los viernes y sábados, que me impide al día siguiente pasear por el parque, porque estos chicos, que nos tendrán que pagar la pensión, están muy preocupados por la devastación arbórea del Amazonas, pero dejan los jardines públicos hechos una mierda.

Y, sin parecer tan trascendente, hay otro síntoma que le hubiera gustado observar a Spengler, y es la protesta rápida, la queja inmediata de todos nosotros, ante la más mínima imperfección de nuestras habituales comodidades. «Esto es tercermundista», solemos escuchar. ¿Y qué es tercermundista? ¿Tener que recorrer diez kilómetros de ida, y otros tanto de vuelta, para lograr un poco de agua putrefacta? No, no. Es tercermundista que el agua caliente del hotel tarde en salir más de cinco minutos. O que no haya suficientes carritos en el aeropuerto con aire acondicionado al que hemos arribado, o que tarden un cuarto de hora en llegar las maletas a la cinta. Los españoles parecemos descendientes de un linaje que siempre llevó una vida acomodada, y guardar fila en una autopista, o tener que sufrir un atasco –a bordo de un automóvil, cuyo costo serviría para que una familia del tercer mundo subsistiera varios años– nos parece tercermundista.

Me refiero a España, pero podría hablar de Europa, incluso de Estados Unidos, porque la protesta es el poderoso cartel que anuncia nuestra escasa capacidad de sacrificio, la demostración subconsciente de que no estamos dispuestos a renunciar a nada, que es una manera de exponernos a que nos lo arrebaten todo. Ojalá no tengamos que afrontar una guerra, porque si fuera así, teniendo en cuenta que el agua caliente nos parece imprescindible, y que el retraso de un tren o el punto pasado del arroz es un indubitable signo tercermundista y agita nuestro enfado, no creo que tuviéramos muchas posibilidades de ganarla.

 

98. Vivir en Disneylandia 

CARMEN POSADAS

Seguimos a salvo en Disneylandia?» -se preguntaba Arturo Pérez-Reverte después de los últimos atentados terroristas. La suya ha sido una de las pocas voces discordantes en el mirífico coro que suele acompañar este tipo de horrores y que se caracteriza por rituales de parte de los buenos ciudadanos como cambiar su icono de Facebook o Twitter por un lazo negro; repetir mucho «Yo soy Charlie», «Yo soy París» o «Yo soy Bruselas»; o tapizar los lugares del atentado con ramos de flores, cartas y velitas. Hablando de velas, tal vez ustedes recuerden un vídeo que se hizo viral después del 13N. En él, un padre intentaba explicar a su hijo de cuatro años lo sucedido en París y convencerle de que lo importante no son las armas. «Ellos son muy malos -argumentaba el niño-, no son gente agradable, hay que tener mucho cuidado y cambiar de casa». «Oh, no, no te preocupes, no tendremos que irnos; Francia es nuestra patria» -lo tranquilizaba el padre, pero la criatura seguía dudando-: «Son malos, papá, tienen pistolas y nos pueden disparar». «Pero nosotros tenemos flores» -insistía el padre, con aire tranquilizador, a lo que el niño, después de mirarle como si fuera un poco lelo, añadía con sentido común admirable-: «Pero las flores no sirven para nada, papá...». «Claro que sirven -porfiaba su irredentamente optimista progenitor-. Mira toda esa gente poniendo flores. Son para combatir a las pistolas». «¿Y las velas?» -preguntaba el niño-. «Las velas son para recordar a los que se han ido». «Ah, las flores y las velitas son para protegernos» -repetía la pobre criatura sin mucha convicción-. El vídeo ha tenido no sé cuántos millones de descargas en el mundo entero desde entonces y casi otros tantos comentarios positivos y entusiastas: qué bonito mensaje, qué hermoso modo de explicar a los pequeños lo que está pasando en el mundo. Por lo visto, nadie se para a pensar si a los niños se les hace o no un favor contándoles la milonga de que las flores y las velas nos protegen «de los malos». Habrá quien argumente que aquel niño era demasiado pequeño como para darle otra explicación, pero me temo que, de ser mayor, también le habrían contado similar cuento de hadas. Es lo que hoy hacemos todos, intentar evitar a los niños la visión del lado más 'feo' de la vida. Hasta los cuentos clásicos han sido tuneados. El lobo ya no se come a la abuela de Caperucita, la bruja de Hansel y Gretel jamás tuvo intención de zampárselos, solo hizo la casita de chocolate para invitarlos a merendar; y Pete, el malo de las películas de Mickey, se ha vuelto un santo varón. Hace unos meses, educadores, escritores y médicos se reunieron para examinar este fenómeno bajo el lema Maldad, perfidia y espanto en la historia de la literatura, y llegaron a una sorprendente conclusión. Mientras los niños, incluso los más pequeños, son capaces instintivamente de diferenciar el bien del mal cuando se les cuenta una historia, los adultos parecen haberse infantilizado. El niño distingue a la perfección lo uno y lo otro, mientras que los mayores se interesan por historias maniqueas en las que los buenos son buenísimos y los malos, malísimos. Historias planas que no aportan nada al debate intelectual o moral. ¿Se han fijado en la cartelera de cine? Años atrás, más de la mitad de las películas que se exhiben habrían sido consideradas infantiles. ¿Qué hace que dos adultos queden para ver Caperucita roja, Blancanieves o Shrek?, y ¿qué indica este dato sobre la sociedad actual? Decía Bruno Bettelheim, en su célebre Psicoanálisis de los cuentos de hadas, que los cuentos clásicos en los que están presentes la crueldad, la violencia y hasta la injusticia cumplen una misión pedagógica fundamental, como preparar al niño para el mundo que se encontrará cuando crezca, mientras que pintar un mundo idílico e irreal lo único que consigue es criar personas inmaduras. ¿Será esa una de las razones por las que de un tiempo a esta parte vivimos en esa Disneylandia de la que hablaba Pérez-Reverte? Ojalá la realidad no nos expulse de un guantazo de tan lindo paraíso.