Cosas de otros
Un pequeño baúl de los recuerdos en el que he ido metiendo y sacando prendas
varias y que nunca acabo de vaciar. He desechado muchas prendas pero estas que pongo aquí las quiero conservar.
ÍNDICE
Abadía, Leopoldo. Que
hijos vamos a dejar a este mundo
Alimbau, J. M, La Razón. Einstein y Dios
Anónimo. A vueltas con la ñ
Anónimo. La eñe también es gente
Anónimo. Los Reyes
Magos son de verdad
Anónimo
Misal Antiguo. Las tres purezas
Anónimo. Lo que la iglesia ahorra el estado español sin reclamar
ni medallas ni méritos y recibiendo solo a cambio críticas y deslealtades
Argullol, Rafael. ABC. Llamadlo codicia
Arroyo, Eduardo.Cómo
fabricar un falso héroe
Azurmendi, Mikel. ABC Yo les acuso
Beato Cardenal Newman. Definicón de un caballero
Berger, Peter. Secularization falsified
Borges, Jorge Luis. Carta a un amigo
Byassee, Jason. Not your father’s pornography
Carrero, Ángel Darío. Entrevista a Gustavo Gutiérrez, uno de los
padres de la teología de la liberación
Cervantes Saavedra, Miguel. Entremés el juez de los divorcios.
Canto final
Cervantes Saavedra, Miguel. Entremés EL VIEJO CELOSO. Canto final
Cervantes Saavedra, Miguel, Selección de Persiles y Segismunda y de La Galatea
De Esteban, Jorge.
Una manifestación con rectores.
De Maeztu, Ramiro.
De Prada, Juan Manuel. Juegos de género ABC
De Prada, Juan Manuel . Supercherías científicas
De Prada, Juan Manuel. Literatura, cultura y fe: Un reto para el
siglo XXI
De Prada, Juan Manuel. El guardián de Dios
De Prada, Juan Manuel.
La tragedia de la escuela católica
De
Prada, Juan Manuel. Perdon y Justicia. ABC.
De Prada, Juan
Manuel. Tergiversaciones. ABC.
De Prada, Juan
Manual. Becas.
Del Val, Luís. La protesta decadente.
Delgado-Gal, Álvaro. ABC Un ornitorrinco en la playa: los jóvenes
Delibes, Miguel. Aborto libre y progresismo
Echavarren, Roberto. La muerte del hombre y de la mujer
Fanjul, Serafín.
Tierra de héroes. Tercera de ABC.
Fernandes, Ashley K. SAVING INDIA’S GIRLS
Galbraith, James. Econoclastas
García Garrido
José Luis: “El título universitario español cada vez vale menos”
García Garrido
José Luis: “En Europa dejan a los padres elegir si el colegio
debe ser mixto o no”
García
Garrido,
José Luis: “España obliga al listo a confundirse con el inepto”
García-Valdecasas, Blanca. Cita
Gracián,
Baltasar (1601-1658). El Arte de la Prudencia
Guillebaud, Jean Claude, Alfa y Omega. Las trampas del deseo,
entrevista a René Girard
Ibañez, Andrés - Los árabes
Jaurés, Jean. Carta de un agnóstico a su hijo sobre la religión
Juan Manuel de Prada, Perdon y Justicia, ABC de Sevilla. Junio 2012
Juan Pablo II
Discurso al «Movimiento per la vita» Italiano al cumplirse su 25
aniversario el año 2003
Juaristi, Jon. Salón
de grados. ABC
Krause, Martín, Libertad digital. Ayuda al desarrollo
Knight, Robert,
Cuando los científicos pierden la cabeza
Llano, Alejandro, La Gaceta. ¿Qué Universidad necesitamos?
López, Javier /
Pérez, Domingo. El orgasmo, obligatorio.
Macintyre, Alasdair (tras la virtud)
Mahillo, Javier. Dios
siempre sorprende. Alfa y omega.
Makarian, Christian. Entrevista a René Girard, pensador,
antropólogo de la religión
Marañón, Gregorio y De lis, Bertrán.
La placa de la discordia
Marías, Julián, ABC. La cuestión del aborto
Marías, Julián. Prólogo a LA FUERZA DE LA RAZÓN
Marías, Julián
Entrevista. Filósofo y escritor
Martínez Corriarán, Carlos, ABC. Los exilios vascos y el régimen
nacionalista
McKibben, Bill.
La verdad sobre el buenismo
granempresarial
Miller, Sam. Be proud to be Catholic
Neuhaus, Richard John. The pro-life movement as the politics of
the 1960’s
Pérez Reverte, Arturo. El Semanal. Esa gentuza
Pérez-Reverte, Arturo, El semanal .Los calamares del niño
Pérez-Reverte, Arturo, El semanal. Cuadrilla de golfos
apandadores, unos y otros
Pérez-Reverte, Arturo. El semanal. Permitidme tutearos, imbéciles
Pérez-Reverte, Arturo. El semanal. Universitarios de género y génera
Pérez-Reverte, Arturo. El
semanal.
Pronúnciese «Elegetebé»
Pérez-Reverte, Arturo. El
semanal. Echando pan a los
patos
Pérez-Reverte, Arturo. El
semanal. Ese monumento de papel
Pomés, Julio. La escuela alternativa
Posadas, Carmen. El segundo sexo revisitado
Posadas, Carmen. Vivir en Disneylandia
Roback Morse, Jennifer. El estado divide, la familia une
Rodríguez, Fray Fernando, O.F.M. El sueño
Rodriguez Herrera, Daniel. Si no te gusta, no abortes
Roth, Cecilia. Frase
Ruiz Quintano,
Ignacio. La cibercheka
Santa Teresa. Cita
Smith, Janet E.
El Papa suaviza su postura respecto la robo de bancos. The Catholic Word Report
Spaemann, Robert. La demostración de Dios
Spaemann, Robert. La familia es el motor del progreso
Suárez Fernández,
Guillermo. La universalidad del foro u oferta. ABC
Tagarro, Ana, Entrevista El semanal. El cáncer y la
infertilidad están relacionados con los productos químicos que ingerimos con la
comida
Tertsch, Hermann, El país. El monstruo irredento
Tersch, Hermann, ABC. Martirio Ignorado
Vives, Luis. La
familia: Su libertad y su poder
Wiesenthal, Mauricio. La autoridad moral de Tolstoi ABCD las artes y las letras
Wilken, Robert Louis. Catholic scholars, secular schools
1.
ECONOCLASTAS
James K.
Galbraith
Por qué los economistas no pueden admitir que las
grandes corporaciones empresariales trabajan para sí mismas, y no para el
mercado
He aquí una curiosidad literaria de
nuestro tiempo: John Kenneth Galbraith fue el economista mas ampliamente leído
del último siglo y, posiblemente, después de Karl Marx, de todos los tiempos.
Con todo, su libro más importante, aunque vendió millones de copias en cuatro
ediciones, ha languidecido sin reeditarse durante muchos años.
El Nuevo Estado Industrial
no fue el libro de más éxito de mi padre. Lo fue El Crac del 29, su
análisis de la quiebra de Wall Street de 1929, continuamente reeditado desde
1955. (¡Cuando me encontré a Fidel Castro hace cuatro años en La Habana, sus
primeras palabras fueron, "El Crac del 29! ¡Mi libro favorito! Tengo una
copia en mi mesilla de noche "). Tampoco fue su creación literaria más refinada.
Ese honor le cabe a La Sociedad Opulenta, quizás el último libro en la
historia del pensamiento económico que se ha atrevido a desafiar la sabiduría
convencional –una frase allí acuñada— desde dentro.
Pero El Nuevo Estado Industrial fue el
mejor trabajo de Galbraith en lo tocante a innovación teórica. Fue su esfuerzo
por reemplazar el modelo económico dominante por algo más significativo y más
real. En él forjó una visión de la empresa no como simple buscadora de
beneficios, sino como una organización, y de la matriz de tales organizaciones
como la base esencial de capitalismo avanzado. La economía tradicional, todavía
esclava de una visión provinciana de las empresas, rechazó esta visión, pero la
gran corporación no se marchó, y el mundo todavía necesita la teoría
desarrollada en ese libro.
Las corporaciones existen para controlar los
mercados, y a menudo, para reemplazarlos. Los líderes empresariales no reducen
la incertidumbre mediante la clarividencia (o " la previsión perfecta", como la
llaman los libros de texto de economía), ni por la explotación segura de
probabilidades (" la diversificación del portafolio"). Lo hacen formando
organizaciones lo bastante grandes como para forjarse su propio futuro. En
política hay países y partidos; en economía, grandes corporaciones.
La tecnología dicta que deben controlarse los
mercados. Los productos que definen la vida moderna –automóviles, aviones a
reacción, energía eléctrica, microchips y televisión por cable— no pueden
producirse sin largos períodos de primacía e integrando inmensas redes de
ingeniería de talento. Esto requiere planificación. Deben subdividirse las
tareas para que el conocimiento –química, metalurgia, óptica, física— pueda
utilizarse. Y luego las tareas subdivididas deben agregarse. Deben encontrarse
clientes, y si es posible, de antemano. Éstas son las tareas de la
Tecnoestructura: la red de los profesionales que realmente gestionan las
organizaciones. A veces la planificación sale mal. Pero las incertidumbres son
principalmente técnicas y organizativas, antes que causadas por el mercado. En
un ejemplo interesante, Aerobús tiene clientes firmes en la actualidad para su
A380; lo que le falta son los aviones.
Como escribió Galbraith, una vez el control pasa
a la organización, pasa completamente; la teoría económica desarrollada para
describir la pequeña empresa y su dueño-empresario se vuelve obsoleta. Las
corporaciones trabajan para ellas mismas, no para sus accionistas. En
particular, no tienen como principal objetivo maximizar beneficios con el único
objetivo de ofrecérselos a los accionistas. Pensar de otra forma, escribió
Galbraith, "sería tanto como imaginar que un hombre vigoroso, lozano y de
tranquilizante inclinación heterosexual evita a las mujeres encantadoras y
disponibles que le rodean para aumentar al máximo las oportunidades de otros
hombres cuyo existencia sólo conoce por rumores”. Años después, cuando
economistas de la corriente principal empezaron a estudiar la separación extrema
de accionistas y dirección, lo llamaron el "problema del principal-agente". El
lenguaje no era tan vívido, y las visiones no tan penetrantes.
La paradoja de Galbraith es que el teórico de las
organizaciones trabajó solo –era un emprendedor intelectual. Entretanto, la
falange académica que desdeñó sus ideas eran hombres de organización,
conformistas, celosos de su franquicia departamental. Ninguno de ellos será
recordado como individuo, aunque su fe en el pensamiento establecido permaneció
incólume. Las herejías de Galbraith triunfaron en el mercado libre; dentro de la
universidad, fueron reprimidas con los métodos que él describió en su libro
literalmente.
Galbraith anticipó eso. "El quisquilloso",
escribió, “será crítico de cualquier descripción de la geografía social de los
Estados Unidos que, prescindiendo de Nueva York, Chicago, Los Angeles y de
cualquier otra ciudad más grande que Cedar Rapids, describa al país como una
comunidad de pequeñas ciudades y aldeas". Pero así se enseña todavía hoy la
teoría económica a los estudiantes: las empresas pequeñas, competitivas,
gestionadas por su propietario dominan el mundo de los libros de texto.
El Nuevo Estado Industrial
apareció en 1967; el cargo contra él hoy es que no anticipó el batacazo que los
negocios americanos se darían décadas más tarde. Ocurrió en cuatro fases.
Primero fue el desafío japonés (sobre todo en automóviles y acero). Luego vino
el derrumbamiento industrial de los años ochenta. En los años noventa se dijo
que la burbuja tecnológica reafirmaría el papel controlador del
dueño-capitalista, personificado por Bill Gates y Steve Jobs, sobre la empresa.
Finalmente, llegaron los escándalos corporativos: Enron, Tyco, y WorldCom.
Que un libro no prevea el futuro es una crítica
común. A Marx se le niega a menudo la grandeza por creer que la revolución
triunfaría por doquier. Galbraith escribió sobre la corporación americana en el
pináculo de su poder, mientras sus críticos pretendían que ese poder no existía.
Lo ridiculizaron por no haber predicho el declive, lo que, según algunos,
demostraba, de algún modo, que el tal poder nunca había existido. Por su parte,
mi padre no contestó, y El Nuevo Estado Industrial se perdió de vista.
Esto era una vergüenza, ya que las luces del
libro iluminaban bellamente la posterior caída de la grandeza de la corporación
americana. El desafío japonés no demostró que el mercado competitivo funcionara;
simplemente era la intrusión de un sistema planificado en el terreno de otro.
Esa intrusión se manejó políticamente –con "restricciones voluntarias a la
exportación"— por los autoproclamados defensores reaganistas del libre mercado
de. El colapso industrial de los años ochenta no fue interior a las
corporaciones; se infligió de nuevo por Reagan, junto al jefe de la Reserva
Federal Paul À. Volcker, a través de una campaña de altas tasas de interés
diseñada para romper el poder del trabajo organizado. Que muchas empresas
perecieran, era un daño meramente colateral. La guerra es el infierno, como se
dice a menudo.
Lo que acabó convertido en el boom de la
tecnología empezó con la ruptura de parte de la Tecnostructura de la gran
empresa industrial. Al contrario de, pongamos por caso, los túneles del viento,
los microprocesadores eran una tecnología con aplicaciones en muchos campos; su
potencial era mayor si la producción no se ligaba a un solo uso. Aquéllos que
iniciaron estas empresas se expandieron como una nueva generación de
ingenieros-empresarios. ¿Pero a donde? Aquí, Robert Noyce, que fundó Intel, es
un ejemplo mejor que Gates. Noyce, al principio, vendió transistores al
ejército y a IBM, mientras seguía siendo relativamente desconocido para el
público. Intel, claro, vende a compañías y no directamente a los consumidores.
Microsoft, por otro lado, comercializó sus
productos al consumidor exagerando la imagen de Gates como el joven genio,
aunque él siempre fue su principal hombre de negocios y nunca su líder
científico. El mito de la superestrella acicaló una empresa cuyo éxito descansó
al principio en una franquicia exclusiva (de nuevo, con IBM), y después, en
parte, en harto discutibles manipulaciones del poder del mercado. Ni Noyce ni
Gates, ni cualquiera de sus pares, se parecía al dueño-empresario clásico de una
pequeña empresa competitiva.
Finalmente, los recientes escándalos corporativos
son una patología prevista en El Nuevo Estado Industrial. Allí, Galbraith
discute el saqueo un cuarto siglo antes de que se volviera un tema de moda en la
academia. Los economistas honrados culparon de la crisis de S&L “al azar moral"
del depósito seguro (como si el seguro provocara en los otrora sensatos
banqueros una conducta extremamente arriesgada, algo similar a la idea de que
los cinturones de seguridad promueven la conducción temeraria). Para Galbraith,
los fracasos recaían en la subversión de normas sociales y legales. Como William
K. Black, el principal experto en control del fraude hoy día, defiende, uno
debe escoger. Se puede creer que Enron fue el producto inocente de un mercado
mal estructurado, o que Enron sobornó al mercado con intenciones delictivas.
Fiscales, jurados, y seguidores de Galbraith no lo dudan ni por un momento un
momento; más de 1.000 acusaciones de felonía siguieron el desenlace del fiasco
de S&L. Kenneth Lay y Jeff Skilling se encontraron un juicio similar.
El Nuevo Estado Industrial
no es un libro perfecto. Yo encuentro en él algunas ortodoxias de las que habría
deseado escapara mi padre. Él escribió para el gran público, pero de todos sus
libros, éste es el más difícil. Y todavía es un hito. Entre economistas, es un
secreto mal guardado que en los 40 años que transcurrido desde la publicación
del libro la fe robusta que una vez rodeó al concepto de mercado libre como
principio de organización se ha desplomado. No ha surgido nada para
reemplazarlo. El Nuevo Estado Industrial sigue siendo la puerta a través
de la que la economía debe pasar, antes de que el progreso empiece de nuevo.
James K. Galbraith
ha preparado el
prólogo para una nueva edición de El Nuevo Estado Industrial,
Princeton University Pres
2.
LA MUERTE DEL
HOMBRE Y DE LA MUJER
Roberto Echavarren
Hoy, podría
aventurarse, el hombre y la
mujer han muerto. Esta afirmación, como aquella
del siglo XIX, "Dios ha muerto", sólo se reconoce en un cierto contexto,
estableciendo ejemplos que la vuelven perceptible.
Michel Foucault afirma que, si Dios ha muerto,
también el hombre, o la noción de tal derivada de la teología y el derecho
natural, ha muerto. El hombre, para Foucault, es una fantasmagoría decimonónica,
inscrita en el período que va desde la muerte de Dios hasta que se advierte que
resulta dependiente de la divina y se derrumba en consecuencia.
Nietszche escribió que si
Dios ha muerto, hay que encontrar una nueva posibilidad. Tratar‚ de dar color
tanto a la crisis del "hombre" como a la nueva posibilidad que se abre.
Resulta cuestionable referirse a la cultura gay, o queer, primero
porque no es homogénea, y segundo porque está imbricada en un proceso que la
rebasa -ya que componentes homoeróticos traicionan la expresión o acusan la
práctica de muchos que sin embargo no reconocerían como propia la etiqueta de
gay u homosexual.
Pero evoco sus
dos grandes figuras durante las últimas décadas. Estas son: a) el
travesti y la "loca", de
un costado, con modales discretos o caricaturescos, reconocibles como
afeminados, y b) el homosexual supermacho, de bigotes, pelo más o menos rapado,
que "hace fierros" -se ejercita con pesas- para desarrollar un contorno
musculoso que luce a través de ropa superjusta, atlética.
Estos dos exponentes apuntalan los polos debilitados del hombre y de la mujer
tradicionales. Su empresa es heroica: se distinguen del conjunto de la población
al defender, contra viento y marea, algo que está en vías de desaparecer. El
gesto que encarna una u otra de estas dos figuras se vuelve nostálgico,
restaurador, "retro". Al enfatizar lo
femenino o lo masculino,
al crear mascarones de uno u otro polo, contrasta con la evidencia de que estos
polos van borrándose a partir de otras tendencias minoritarias.
Podría
afirmarse que el homosexual, en tanto exhibe y sostiene estos
iconos tradicionales,
retarda su disolución, y lo mismo se vuelve el emblema de algo que se disuelve.
Néstor
Perlongher, en "La desaparición de la homosexualidad" (1), traza un ciclo de
historia homoerótica, un período de alrededor de cien años, desde que un médico
húngaro, Benkert, en 1869, inventa el término homosexual como mención de una
patología, hasta que, en años recientes, los estragos del SIDA despueblan los
ghettos gay de las ciudades de Occidente. Entretanto, surgidos con gran
fanfarria en los años sesenta de este siglo, sobre todo después de 1969 y el
episodio de Stonewall, los movimientos de liberación homosexual se apagan hoy,
ya que la etiqueta parece privada del impulso renovador que la caracterizó pocos
años antes.
Su interés,
como el de otros movimientos, estaría agotado en tanto su salir a la luz ya tuvo
lugar, en tanto la liberación alcanzó un cierto éxito. El SIDA no sería sino un
ingrediente más en el desvanecerse del homoerotismo como movimiento escandaloso,
amenazador para el consenso.
Lo que se
manifiesta hoy sería más bien la tentativa del homosexual a integrarse, fijado
en una imagen tranquilizadora, al conjunto de la comunidad. Los travestis
constituyen un grupo asimilado al ejercicio de la prostitución, mientras los gay
"masculinos", más papistas que el papa, o más conservadores en su imagen que los
heteros, se funden, ya sea en el barrio como en el trabajo, con el conjunto de
las personas respetables.
La figura de la "loca", en el contexto rioplatense, está representada por
Molina, el protagonista de una novela de Manuel Puig, El beso de la mujer
araña. Si bien esta obra apareció en 1976, después del estallido y
despliegue de los movimientos de liberación, y a pesar de que entonces ya estaba
en boga el ejemplar de gay supermacho, el personaje de Molina corresponde
a una estructura más antigua, incrustada en otras décadas, la del gay que
habla en femenino, que se refiere a sí mismo como si fuera una mujer, el gay
"clásico" y trágico, destinado a enamorarse de un hombre "verdadero", un
heterosexual quien, dado que prefiere "de verdad" a las mujeres, no podrá amar a
la loca, sino que la utiliza.
Ciertos
homosexuales se abocan a construir los polos de los géneros tal cual existían, o
se supone que existían, en el pasado. Arrastrados por esta aventura, los
travestis moldean el cuerpo mediante inyecciones y prótesis, o con rellenos (falsies).
Comprometen, en mayor o menor medida, el físico, según el verso de
Delmira Agustini: "Y yo parezco ofrecerle/ todo
el vaso de mi cuerpo". Pagan con carne el ensamblaje artificial de un cuerpo de
mujer o
supermujer. Son las
vestales de un fuego casi extinguido, perfeccionistas en un arte que, como el
cultivo de una pura esencia, ya está siendo olvidado por las mujeres mismas.
A ese rol se
inmmolan. Es una apuesta fuerte, y si en los años jóvenes lucran
prostituyéndose, me pregunto qué les sucede cuando pasan a maduros o viejos.
Otras elecciones pueden variar por un corte de pelo o un cambio de ropa. Pero el
travesti que esculpe el cuerpo con las formas que supone deseables es difícil
que pueda echarse atrás. Sacrifica la vida a una noción de estilo que no
responde a una creación original: es el calco de un modelo recibido, un diseño
de la moda que produce el aspecto de la mujer.
El travesti y el transexual son iconos neoclásicos, manifestaciones de un canon
conservador, la hipermujer que la moda inventa vis-a-vis del macho, tan
diversa de él como si se tratase de especies diferentes.
Un aspecto de
la dinámica de la moda, según James Laver, es el grotesco o la exageración. (2)
A un corsé que enfatiza la cintura estrecha de la mujer sigue en la temporada
siguiente otro que la enfatice aún más. A un sombrero grande seguir otro más
extravagante hasta que esa línea de desarrollo se agota y ocurre un vuelco, un
cambio de dirección que inviste otra zona del cuerpo, otro llamador erótico. A
partir de los sesentas se muestran, según la moda, más que nunca las nalgas. El
travesti se crea unas ancas y un trasero notorio, desmesurado, esferoides
destellantes que parpadean como un semáforo.
El travesti
exagera las señales de lo reconocible según la moda. Es la contrafigura de un
estilo que confunde los atributos. Si un estilo en fuga lleva hacia lo
desconocido, el travesti al contrario regresa hacia lo obvio, al diseño completo
de la supermujer. Sigue una hipermoda, un estilo secundario que mima y satiriza
la moda. Sobreimprime, reitera hasta lo insoportable, para los ojos cegatos de
Mr. Magoo.
Lo retro,
la nostalgia camp, invoca un pasado en que esos gestos y esas formas
tenían una supuesta vigencia, remite a una generación anterior, a un pasado
recreado y a la vez exagerado, a una creencia - en la identidad de cada sexo -
que resulta insostenible en el presente. Un transformista que actúa en un club
gay elige para su canto simulado o lipsynching, un repertorio de
canciones inactuales. En los setentas canciones de los cincuentas, en los
noventas canciones de los setentas.
Cabe constatar sin embargo una disociación entre la imagen creada (supermujer) y
el rol que desempeñan los travestis en relación a sus clientes. Con frecuencia,
si no en todos los casos, se les pide que posean a los hombres que les pagan.
Estos supuestos heterosexuales, a veces casados, buscan la experiencia contraria
a la que cumplen en su hogar o en la vida común. Demandan que el travesti les
proporcione la ocasión exótica de ser penetrados. Les fascina el pene del
travesti envuelto en la apariencia de una mujer.
Quizá esos
clientes resulten intimidados por la figura de un hombre "normal" y no se
atrevan a confrontarla, mientras el prostituto los inicia en oportunidades dos
veces clandestinas. Si, según Jacques Lacan, el hombre tiene pene pero la mujer
es el falo, en el sentido de que ofrece lo que no tiene, el travesti ofrece lo
que sí tiene, y se le paga por ello. He aquí un milagro, una paradoja o
disyunción entre aspecto y práctica, como si invertir la señal y la expectativa
sirviese, al menos en ciertos casos, para excitar más.
La segunda apuesta de los homosexuales, a partir de los setentas, es la creación
del supermacho. Es curioso que el auge de esta figura haya ocurrido hace veinte
años, después que el estilo del rocker y del hippie (en los
sesentas) hubiera desmantelado, se diría para siempre, la imagen de un hombre.
El gay masculino es la figura inversa y simétrica a la del travesti.
Revela igual que éste una nostalgia por la época en que los hombres eran
"verdaderos". Es, por lo tanto, y como el travesti, un icono de lo que ya no
hay, una creación neoclásica y conservadora. Se obtiene por aumento de la
musculatura mediante ejercicios de pesas e ingestión de esteroides. Otras trazas
de rigor son el pelo rapado o corto, el bigote y la barba. Resalta el vello del
rostro, rasgo secundario del macho, mientras que se elimina el pelo de la
cabeza, como si fuera un patrimonio sospechoso de femineidad.
Se valora una
actitud agresiva o brutal, con ribetes de S&M, recalcada por una vestimenta que
invoca al cowboy, o a un encuerado motociclista, o más atrás, a soldados
u oficiales de la Segunda Guerra, o bien es un disfraz de policía. Típicos de
este aspecto, los dibujos de Tom de Finlandia - quien experimentó la guerra del
lado nazi - incorporan a los contornos hipermasculinos ciertas líneas y detalles
de los uniformes militares alemanes. A partir de los cincuentas y sesentas, los
dibujos de Tom iluminan las publicaciones minoritarias, desde los magazines
porno hasta las revistas mimeografiadas de ciertos grupos de activistas gay.
Pero aquí
encontramos una nueva disyunción entre aspecto y rol. Ya que muchos de estos
clones o imitaciones del macho juegan un rol sexual pasivo, o por lo menos
vuelta y vuelta. Su registro de voz, entonaciones y modales no siempre están
acordes con la imagen masculina que intentan proyectar. Aquí encontramos un
funcionamiento inverso y complementario al de los travestis. En éstos, ya lo
señalé, el comportamiento sexual es con frecuencia activo. (Y no todos convencen
con su imagen tampoco, ya que se comprueban discrepancias entre aspecto y gesto,
maquillaje y voz, curvas femeninas y porte masculino, uñas pintadas y manos
demasiado grandes para una mujer, y mil otros detalles.)
Es sintomática
la retención de un común denominador para las dos figuras simétricas y opuestas
de la homosexualidad: es el término queen, reina. En el caso de los
afeminados, este término va de sí. En el caso de los "masculinos", se le agrega
una especificación: muscle queen, reina con músculos. La figura del
supermacho llega para encubrir o negar, mediante una construcción, el
desmoronamiento del aspecto convencional del hombre operado por los hippies
y los rockers. Curiosa y reveladora en este sentido es la evolución de
Freddie Mercury.
Emergió con
una imagen glam derivada del rock psicodélico y prima hermana de los New
York Dolls: trajes de raso blanco ajustados al talle, pantalones acampanados,
pelo largo y maquillaje le daban, en la primera mitad de los setentas, un porte
equivalente al de Steve Tyler, cantante del grupo Aerosmith, ambos sucesores del
Mick Jagger de la película Performance (1970).
El nombre del
grupo de Mercury, Queen, evoca el Gay Liberation Front inaugurado en
Londres al principio de esa década. Entonces pudo parecer, por un momento, que
el nuevo
andrógino y la tendencia
gay coincidían. Pero más tarde Mercury se transformó en una muscle
queen. Pasó del andrógino glam heredero de los sesentas a un hombrón
morrudo e hirsuto, de cabellos cortos y bigote, que exhibe los biceps y los
pectorales sobresalientes de una camiseta de breteles. Murió de SIDA, uno más de
los clones enfundado en un rotundo cuerpo viril. Fuera del caso de este
rocker gay, el supermacho reinó en la música pop. Village People fue un
grupo discopop gay de Nueva York que al fin de los setentas y principio
de los ochentas cocinó éxitos populares como "WMCA", sigla que designa los
gimnasios de la Asociación Cristiana de Jóvenes, donde los homosexuales
desarrollaban su musculatura.
Los músicos de
Village People recreaban cada uno una variante de supermacho: uniforme de
policía o ropa de obrero de la construcción. Sólo uno de los cuatro componentes
no era clone: estaba disfrazado de indio, con tiara de plumas y pelo largo. Pero
este atuendo de carnaval no se confunde con el transmigrar de elementos indios
en el estilo del rocker o del hippie de los sesentas. ¿Cuáles son
las razones del look clone macho de los gays? Una parece ser la
autoprotección.
Con su aspecto
conservador, "garantizado", de hombres, neutralizan el costado censurable,
homoerótico, de su práctica. Los vuelve más aceptables frente a los heteros, a
los cuales imitan, y aún sobrepasan. Aminoran las molestias de la fricción y el
rechazo, así como el riesgo de perder ciertos beneficios, el trabajo y la
vivienda. Pero esta estrategia protectora no sería la única razón. Estos gays
tendrían una fijación erótica masculina, pero, al revés del afeminado que se
limita a desear a los machos, los clones fabrican, como una industria
internacional gay, al macho en decadencia o en vías de desaparición.
De modo que si
la loca era trágica en la medida en que no podía ser correspondida por un
heterosexual, los clones se transforman, según el aspecto, en los propios machos
que desean. Este gay de la generación posterior se produce a sí mismo,
encarna como "verdadero" hombre, ya que sus músculos y sus bigotes son reales.
Por más que salga del "closet", es decir, se declare gay, suele disimular
una parte de sí. Al revestir el polo unívoco del hombre, borra o camufla el
costado pasivo de sus preferencias. Esto al nivel de la imagen. No al nivel del
comportamiento erótico (con frecuencia inverso a la señal que emite con su
disfraz).
Se me dirá que
el utilizar una imagen para un cometido diferente de aquél para el cual fue
inventada es una innovación que desplaza el importe de la moda y equivale a una
invención de estilo. Estoy de acuerdo en la medida en que se comprueba un
desplazamiento: el molde de la moda, aplicado a una mujer biológica, obtiene un
resultado diverso a la aplicación de ese molde a un hombre biológico. El
traspaso de atributos secundarios no alcanza, salvo en casos de excepción, a
cubrir del todo las características viriles. El fracaso parcial del intento
expone un doble fondo al nivel del aspecto, correlativo a la disociación entre
imagen y práctica y a un discurso humorístico acerca de ese doble fondo.
El travesti
es una parodia de la femineidad, y el supermacho resulta asimismo paródico, ya
que la distancia entre imagen y comportamiento, subrayada por otro discurso
humorístico, vacía el modelo de la masculinidad. En ambos casos emerge un perfil
de simulaciones, de presentaciones exageradas y paradójicas, de farsa
permanente, aludidas por el término camp, que se asocia a la sensibilidad gay.
Pero también
es cierto que, al caer o disolverse de a poco, a través de otras derivas del
estilo, los polos del hombre y de la mujer, los chistes gay acerca de un
doble fondo se vuelven inanes, pierden filo y sentido. Lo cual constata
Perlongher: "Toda esa parafernalia de simulaciones escénicas jugadas normalmente
en torno a los chistes de la identidad sexual, derrúmbanse - diríamos, por
inercia del sentido, con estrépito, pero en verdad casi suavemente -, en un
desfallecimiento general." (3) En definitiva, ¿a quién le importa la simulación
gay, cuando empieza a resultar obsoleta por pérdida del modelo simulado, de la
noción misma de identidad sexual?
Notas al Capítulo II
1 Néstor
Perlongher, "La desaparición de la homosexualidad", en El Porteño, 12 de
noviembre de 1991.
2 James Laver, Breve historia del traje y la moda, Madrid, Cátedra, 1992.
3 Néstor Perlongher, artículo citado.
* Este texto
es la primera parte del capítulo II de Arte andrógino: estilo versus moda,
libro de Roberto Echavarren (Montevideo: Los libros de Brecha, 1997). También
hay edición argentina (Buenos Aires: Colihue, 1997).
Mutantes
Si Dios ha
muerto, escribe
Nietzsche, hay que
encontrar una nueva posibilidad. En La voluntad de poder, ésta es
concebida como experiencia religiosa más allá de cualquier religión instituida.
Cuando una fuerza nos recorre que no reconocemos como propia, o perteneciente al
"yo" categorial, punto que aúna las categorías de espacio y de tiempoque nos son
familiares, esa fuerza extraña sería un dios que toma cuerpo en nosotros. Pero
hay más.
Privados del
Dios de la religión instituida, que sostenía nuestra condición o naturaleza, esa
condición misma (de hombres) se ha perdido. Después de la muerte de Dios
descubrimos nuevas experiencias. Si el hombre ha muerto, hay que encontrar una
nueva posibilidad: la fuerza espóradica y anómala que nos recorre.
El homosexual
ha durado cien años. El hombre, como heredero de un Dios muerto, ha vivido un
período equivalente. Su norma, sus desviaciones y patologías, son lo que las
ciencias humanas han procurado construir en poco más de un siglo. El homosexual
como patología del hombre, y el hombre como canon, naturaleza, identidad, se
revelan como dos nociones provisorias y simétricas. Su carrera resulta homóloga.
Se disuelven
juntas.¿De qué podremos hablar entonces? De un mutante.
Desde el punto de vista de la historia de la cultura, confrontamos mutantes más
que hombres y mujeres.
Los devenires
del estilo trazan construcciones sorpresivas a las que nos acostumbramos de a
poco. El dandy nos sobrepasa como una individuación soberana. Causa un
efectode irreconocimiento: ¿aquello es todavía un hombre? Por más que su aspecto
se construya a partir de prendas y de recursos accesibles en el mercado y que
mantienen una cierta analogía con las construcciones de la moda, causa un efecto
diferencial, una inflexión rara.
Es el paso de
lo colectivo a lo individual. Es el paso de la intolerancia -ligada a un modelo
más o menos uniforme- a la permisividad de las diferencias. "El individuo no se
opone tanto a la colectividad en sí. Individual y colectivo se oponen dentro de
cada uno de nosotros, como partes diferentes del alma.". (1)
Dentro de
nosotros actúan una serie de restricciones e imperativos que nos hacen
vestirnos, comportarnos, planificar la vida de cierta manera. Y hay otra parte
-ennosotros- que tiende a romper esas barreras. No es tanto que el individuo,
como un héroe romántico, se oponga a la comunidad. Sino más bien que en cada
individuo hay
un colectivo, que teme al qué dirán, al escándalo o a los posibles
inconvenientes de producir un "alma" individual. Los dandies, los
mutantes, tienen el coraje de superar
dentro de ellos mismos a lo colectivo, y producirse en solitario, o abrochados a
un microgrupo de mutantes. Parafraseando a Jim Morrison: se trata de hacer, y
después comprobar las consecuencias.
Si el gay
en sus exponentes exagera, con la moda, las señales de lo reconocible, un estilo
singular, al contrario, confunde las señales. Según concluyen Las flores del
mal
de Baudelaire: se lanza al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo. Un
individuo se apropia de algunos atributos que la moda adjudicaba a la mujer, por
ejemplo el pelo largo, pero se trata de una apropiación selectiva,
que mantiene una vacilación, sin confundirse con los polos extremos: la mujer
total o el hombre total. Quizá el caso más audaz o llamativo de los últimos años
es el rocker glam en sus variantes, desde el fenómeno psicodélico de los
sesentas hasta los grupos de Los Angeles en los ochentas.
Por más que se tiña las mechas color ala de cuervo o platinado, y las bata, por
más que cubra los brazos de tatuajes y pulseras, por más que se pinte los ojos y
las
uñas, por más que cargue las caderas con cadenas de eslabones gigantes o con
cartucheras metálicas, por más que sus botas multipliquen los adornos o las
hebillas, por más ajustadas que resulten sus calzas de spandex, de cuero
o de poliuretano, jamás se confunde con una mujer, ni siquiera con un travesti.
No construye el cuerpo completo de la supermujer. Ni es una parodia, como el
travesti con su gestualidad amanerada, del comportamiento femenino.
El rocker
de línea andrógina incorpora algunos rasgos de
la mujer y los mezcla con rasgos del hombre hasta volverse extraño. No es ni
hombre ni mujer. Nadie imaginaba que se podía llegar a este punto. Y sin embargo
ocurre aquí algo que tiene que ver con el reconocimiento. Esto es lo que se
buscaba, esto es lo que se esperaba, aún sin saberlo. Algo "eterno" desciende
aquí, que ya existía en otra dimensión, y se vuelve concreto, lábil, increíble
pero efectivo.
Se establece
un régimen de disonancias visuales, que pone en contacto, que vuelve contiguo,
lo que parecía más distante: el hombre y la mujer como especies diferentes. La
estrategia de los estilos del rock y en particular del heavy
metal consiste en mezclar los atributos tradicionales de uno y otro género.
Incorporan el pelo largo, pero a diferencia de los travestis, no ensanchan las
caderas ni aumentan el volumen de los senos. El pantalón ajustado resalta los
glúteos, pero también destaca el volumen penino a la altura de la bragueta.
Un rostro
imberbe y suave enmarcado por pelo largo y resaltado por maquillaje puede
volverse ambiguo hasta un grado vertiginoso, pero no se asimila sin problemas al
de la mujer, ya que el resto de la vestimenta deja adivinar un cuerpo de hombre.
Estos estilos son creativos, pero no en un orden segundo, o kitsch, o
camp, como las dos grandes figuras de la homosexualidad. Son creativos en un
sentido "auténtico", ya que resaltan concreciones singulares - ningún mutante es
idéntico a otro - en pos de una ley universal, que propondría: todos los hombres
y las mujeres podrían dejar de ser sólo hombres y mujeres y no habría nada
incorrecto en ello. Pero se trata de una universalidad "ilógica" (el término es
de Kant), es decir, de una "recomendación" virtual que no se puede imponer como
una receta.
Este es el
punto de coincidencia de la ley moral, o imperativo categórico, y de la
concreción singular, estética. A partir de la muerte de Dios, perecen los dogmas
teológicos y la moral positiva que prescribían las religiones institucionales.
El imperativo ético no pierde fuerza, pero a diferencia de las costumbres y del
derecho positivo, queda "vacío", en pos de su renovación histórica según
una aventura de libertad. Cada individuo debe dar concreción, a su modo, a esa
ley universal. Lo concreto, en tanto resulte original o creativo, es una
realización estética.
Implica una
ley ética, un imperativo, una regla, pero lo singular de su concreción vuelve
esa ley "ilógica" en su universalidad. Es universal en su demanda: cualquiera,
encontrándose en este caso, debería actuar de un modo equivalente, pero no es
totalizable, no es pasible de imponerse a todos en la misma forma singular que
adquiere en un individuo, en un grupo, en un momento. Es lo opuesto, no sólo a
la moral de trasfondo religioso que arrastra la tradición y cuyas trazas
informan aún la moral positiva; también se opone a la coerción de las sociedades
socialistas para imponer un consenso "espontáneo" y un nime.
Si no se
realiza a partir de la nada, la mutación del estilo salta más allá de los
modelos, toma distancia, haciéndolos resbalar hacia un devenir extraño.
Recombina los patrones previos a la manera de un bricolage. Atiende a un
juego de intensidades en cierto contexto, responde a lo que pide esa situación.
Antes de que el estilo respondiera, no se sabía cuál era la demanda. Pero una
vez que ha respondido, se puede discernir, en la solución encontrada, cuál era
el problema. En la última entrevista concedida antes de su muerte, Michel
Foucault daba dos motivos para concentrar su investigación en las culturas
griega y romana de la antigüedad. Uno era su propósito de ocuparse de los
fenómenos de la "conducta individual"; y el otro era su interés por la relación
de la "cuestión del estilo" con la ética y la moralidad.
Si en obras
anteriores se había ocupado de los problemas
de la verdad y del poder, ahora quería ocuparse de esta tercera cuestión,
entendida ensus interrelaciones con las dos primeras, ya que "ninguna de ellas
podía comprenderse sin las demás". Con respecto a la "conducta individual" se
vio obligado a elaborar la noción de "estilo de vida". Según Foucault, esta
noción fue "central para la experiencia antigua: la estilización de la relación
con uno mismo, el estilo de conducta, la estilización de las relaciones de uno
con los demás". Pero - subraya Hayden White, su comentador aquí - Foucault no
halló nada "admirable" o "ejemplar" en el pensamiento antiguo sobre el sexo, el
amor o el placer: El pensamiento antiguo sobre estas cuestiones, en su
opinión, fue poco más que un 'profundo error'. De hecho, el pensamiento antiguo
cayó presa de una masiva contradicción: entre la busca de un 'cierto estilo de
vida' y 'el esfuerzo por hacerlo común a todo el mundo'. En otras palabras, la
misma noción de estilo de vida sólo fue pensable frente a la noción de un estilo
común a todo el mundo. Tener estilo, vivir con estilo, era vivir frente a lo que
'todo el mundo' creía, pensaba o practicaba. Lo admirable y original del
pensamiento clásico fue su busca de un concepto adecuado de estilo; lo menos
admirable fue su confusión permanente del estilo con un código que pudiese
aplicarse a todos como regla de comportamiento ético.
Piensa
Foucault que la transformación de la busca de un estilo de vida en el proyecto
de idear: una forma de ética que fuese
aceptable para todos - en el sentido de que todos estarían obligados a someterse
a ella - me pareció catastrófico.
Para la
antigüedad - sintetiza Hayden White :
mediante una
serie de condensaciones y desplazamientos, efectuados por el propio discurso, lo
que antes se habíaconcebido como un simple hecho de la vida se convierte
primero en un objeto de estudio sistemático, luego en un caos de diferencias que
han de reducirse a un orden, a continuación en una jerarquía de actividades que
comparten más o menos en su esencia lo que se presume que subyace a todas ellas,
y al fin en un
conjunto de prácticas reguladas por un código de comportamiento que prescribe la
abstinencia como medio de gratificación. La mayor ironía reside en el hecho de
que nada de esto fue prescrito por lospoderes que regían la sociedad. Fue todo
consecuencia
de esa fatalidad humana, la "voluntad de saber"... La idea de que en el
individuo hay una subjetividad - un yo esencial - que es la obligación del
individuo cultivar, a expensas de los placeres disponibles para el goce, es, de
acuerdo con Foucault, el error que comparten el cristianismo, el humanismo
clásico y las modernas
ciencias humanas por igual. (2)
Si bien la
antigüedad clásica prestó atención al estilo de vida, no tuvo en cuenta que ese
estilo ha de ser plurívoco, basado en un juego de diferencias y en vías de
gradual diferenciación. A partir del estudio del estilo de vida no debe erigirse
una moral positiva con prescripciones que son iguales para todos. La
contemporánea proliferación de estilos en contra de los dictados verticales de
la moda articula un proceso inverso: el regreso a la pluralidad en el período, a
partir de la Segunda Guerra, que un historiador de la moda ha llamado "era del
individualismo". (3) Se constata un socavamiento de cualquier "sabiduría", de
cualquier moral para todos, como si un cierto ritmo de cambios y de productos
culturales constrastados en la era de la comunicación tecnológica impidiera
aquellos grandes esfuerzos de unificación que dominaron, desde la antigüedad, el
juego de las diferencias estilísticas.
Asistimos, sí,
en la primera mitad del siglo, a los últimos esfuerzos más o menos violentos por
lograr un consenso de estilo y costumbres, por crear una sociedad trasparente
dentro de la cual todos compartirían los mismos valores impuestos desde arriba,
desde la conciencia esclarecida del Partido o del Conductor, que hipostasiaban
el supuesto sentir de la masa, trátese de la Unión Soviética, de la Alemania
nazi, de la España de Franco, o de la China de Mao. El costo de estas políticas
retardatarias en busca de un consenso forzado y de una coincidencia de todos
frente
a todos son los millones de víctimas en aras de empresas
que a corto o largo plazo se deterioraron.
También en
América Latina los dictadores de los últimos años, de izquierda o derecha, Fidel
Castro o
Pinochet, intentaron
implantar una moral revolucionaria o una moral cristiana mediante una política
de abusos del ejército y de la policía, campos de trabajo, prensa controlada y
otras medidas de censura.
La larga
cabellera, por lo menos durante los últimos dos siglos en Occidente, fue
patrimonio casi exclusivo, o parafernalia, de las mujeres. La moda capilar para
el hombre dictó, sobre todo a partir del año 1900, cortes más y más breves. Las
guerras y las revoluciones, sumadas al supuesto funcionalismo del nuevo operario
de Metrópolis o de Tiempos modernos, acortaron el cabello
hasta casi eliminarlo. Sólo algunos vestigios considerados anacrónicos esbozaban
sus sombras perseguidas en los confines del mundo obrero y campesino: eran los
popes rusos, que rehusaban cortar sus mechones, los cuales, junto a las
túnicas o hábitos, les conferían, sobre todo cuando eran jóvenes y de barba aún
escasa, un aspecto ambiguo.
Popes
y monjes fueron perseguidos, desalojados de sus iglesias, casas y conventos,
privados de recursos, enviados a campos de trabajo, o eliminados durante la
campaña antirreligiosa de los primeros años de la Revolución Bolchevique.
Pero el pelo
de los varones, en un proceso que invierte el modelo que le asignaba la
tradición y la moda, ha crecido más que el de las mujeres, antes y después de
que, en 1968, Jerry Rubin opinara que había que cortárselo pues ya había
cumplido su efecto de choque. Si alguien afirmara, como suele suceder, que la
guedeja en los hombres está hoy fuera de moda, le respondería que, de hecho, ha
dejado de usarse desde principios del siglo veinte. Robert de Montesquiou, el
poeta homoerótico que sirvió de parcial inspiración para el Des Esseintes
de Huysmans y para el Charlus de Proust,
se cortó la suya "a la brosse" (cepillo) poco después de que Boldini le hiciera
el conocido retrato.
Sin embargo,
lo que en los sesentas se tomaba por pelo largo, digamos la melena a lo
Alejandro de Jim Morrison, resulta ahora corto. Es sobre todo después de los
setentas, y de los estilos mohicanos de los punks, que las greñas, junto
con otros aditamentos del aspecto glam, han seguido creciendo.
En estas
landas rioplatenses, a diferencia de Brasil (que sin embargo produjo un grupo de
rock metálico como Sepultura), la longitud capilar es un toque de resistencia,
un punto de estilo desde que los militares, en los setentas y comienzos de los
ochentas, intentaron desalojarla.Hay diferentes tribus pelilargas. La más
acérrima es la de
los metaleros, que escuchan grupos de música trash, death,
speed, y heavy metal. Muchas veces la extensión de la coleta,
el enrizado o laciado de los tusones se combina con tatuajes en los brazos, aros
de ancho de un metro en ambas orejas, pantalones bombilla superajustados, de
preferencia negros o de cuero, botas y cadenas. Otras veces sobreflota sobre
atuendos más severos o despojados.
En ciertos
casos, sobrepasa la cintura y hasta cubre la curva de los glúteos. Dado que en
esas condiciones se vuelve difícil de gobernar, por lo menos en relación a
ciertas actividades o cuando hay viento, es bastante reciente -diez años- la
costumbre de atar lahebra en colas de caballo sostenidas por gomas elásticas o
pasadores extravagantes, vinchas que cubren la frente, o aros de plástico en la
parte anterior de la cabeza. A veceslos audífonos de un walkman sirven de
sujetadores. También se la suele trabar en una trenza única o en varias. Quienes
no son jamaiquinos usan el estilo rastafarian deBob Marley, con mechas
solidificadas en estrías que no se peinan.
La expresión
headbangers (los que golpean la cabeza) se aplica a los metaleros que
menean la testa al ritmo de la música. En un momento privilegiado coinciden dos
costados autónomos de una invención compleja: el ritmo del sonido eléctrico
justifica el sacudimiento de una cabellera que cubre el rostro, se agita hacia
arriba y abajo y en todas direcciones, luciéndose con efecto de torbellino. Es
como si un apéndice orgánico, en este punto, obrara un ritual de seducción,
pero, a diferencia de la cola abierta en abanico de un pavo real durante el
cortejo, no se trata de una maniobra inscrita en
la información biológica, sino de un enganche de cultura, que articula el
cultivo capilar deliberado con la oportunidad selecta de un despliegue en el
concierto de rock, su ocasión de plenitud. De otro modo se mantiene
"inerte" o atada en cola de caballo.
La
interminable "chuza" se combinó con otros elementos del estilo roquero glam, ya
mencionados, sea la pintura facial llamativa, las uñas coloreadas, las pulseras
o esclavas superpuestas, pendientes, collares, la chaqueta de cuero estilo
"Perfecto" (de motociclista) en su versión ortodoxa o en variantes retocadas,
las calzas justas de diversos materiales. También se integró a construcciones
estilísticas menos marcadas por un cierto tipo de música, como las vestimentas
ad hoc de los asistentes a ciertos clubes nocturnos en las grandes ciudades
durante los ochentas. En casos señalados sin embargo, y de modo paralelo a lo
que llama disociaciones entre aspecto y comportamiento en las dos figuras gay
(travesti y supermacho), también aquí se detecta una esquizofrenia o falta de
acuerdo entre las estrategias de la imagen y el comportamiento.
Ya que algunos
roqueros, en particular los partidarios del metal, exhiben poses y conductas
histriónicas de cierto machismo. Es como si tomaran cualquier riesgo en
laelaboración de su apariencia, pero necesitaran una pareja del sexo opuesto,
una chica, que les sirva de guardaespaldas en el campo de sus exhibiciones:
quizá no tanto en el bar o el local de conciertos, pero sí en los clubes
nocturnos, bailes o discotecas.
Bajo un cierto
ángulo, se trata del caso inverso al del clone gay. Mientras este último
pone en juego sus esfínteres (boca y ano) en la práctica sexual, pero se cubre y
protege con un aspecto de macho, el mutante hetero irradia ambiguedad por cada
uno de sus poros, aunque rehusa comprometer sus esfínteres, que resultan tabúes
o sagrados. Es como si no pudiera recaer en el mismo individuo la
responsabilidad de una doble transgresión, la relativa al aspecto - construir un
fetiche - y la que tiene que ver con el comportamiento - disfrute anal.
Lo cual lleva
a concluir que las derivas mutantes están a cargo de la población en su
conjunto. Cada cual llevaría a cabo una tarea específica. No se trata aquí de
división del trabajo, sino de división de las estrategias vinculadas a un doble
disfrute: sugerido por el estilo de los roqueros, pero puesto en práctica por
los clones. Se avanza a pasos cortos, y de hecho contradictorios los unos con
respecto a los otros. Pero la tendencia de conjunto, el devenir mutante, siempre
en fuga, un pasaje entre distinciones en el juego abierto de las diferencias,
tal el lomo de una corvina torneado entre las olas, se realiza, con un viso
cómico pero triunfante, comparable a la operación del concepto en Hegel.
La esfera de
su realización, sin embargo, no es el pensar, sino otra, texturada y
"primitiva", encarnada con arte, jalonada de vuelcos y sorpresas.
Los casos
extremos al nivel de la imagen, en figuras conocidas del espectáculo, serían no
tanto los roqueros sino los cantantes pop Prince y
Michael Jackson. Aquí los
gestos, los movimientos y las voces se vuelven tan ambiguos como el aspecto.
Cabría plantear una disolución de las disociaciones de las que hablé arriba. No
se trata de etiquetar a estos dos cantantes como meros homosexuales, de
conferirles una identidad en base a sus supuestas tendencias o prácticas.
Tampoco se los
puede etiquetar como exclusivos heterosexuales, por más que ambos - para tapar
algún escándalo o para ensanchar el campo de sus fans - hayan contraído
matrimonio en tiempos recientes. No voy a detenerme en los pormenores de estos
matrimonios, ni siquiera creo que vale la pena reparar en que uno de ellos
ya se ha disuelto. Si las uniones legales de estos astros no son consumadas,
como tal vez no lo fueron las de Rodolfo Valentino, importa menos que la grieta
abierta de su voluble y proteica capacidad para resistir las definiciones.
El aura que
irradian estos astros, lo que emiten, un perfume o "esencia", no es ni homo ni
hetero, sino bisexual. Pierde relevancia el calificar o definir sus tendencias.
Abren un campo de inclinaciones y alternativas confusas. Ese campo resulta
neutro, aunque no asexuado. No aceptan una identidad o personalidad impuestas
desde fuera, pero tienen individualidad. No se definen. Se posicionan para
ocupar
una franja indecidible, cuando al eros concierne la cuestión de qué es el otro.
Seducen con un reto: "Interprétame."
La música de
rock ha roto con los registros tradicionales
de la voz, los timbres de la ópera, el lied, o la canción popular. En el rock un
mismo cantante puede gritar o susurrar, entonar o hablar, y además puede
expresarse
en tonos varios, graves o sobreagudos.
Este hecho
podría ilustrarse con abundantes ejemplos. Pero me parece que ambos, Prince y
Michael Jackson, han llevado
a un extremo la labilidad de sus voces, como
si escaparan a la categoría de lo idéntico, singulares más allá de cualquier
rol, a partir de una libertad modular. Prince, por ejemplo, simula, en
ocasiones, los quejidos agudos de una mujer que experimenta el orgasmo.
Los tacos de
punta aguja, el empolvarse, sus arreglos capilares, sus modelos de blusas
ceñidas y femeninas, juegan combinados con elementos opuestos, aunque muy
debilitados, como los bigotes de línea de lápiz, o raras formas de patillas que
parecen casi dibujadas. Hispano o mestizo, sus rasgos secundarios de varón
resultan casi indiscernibles. Pero es sobre todo la voz, al variar el espectro a
través de una espiral ascendente, el instrumento que escapa a la pesantez de los
roles prefijados.
A diferencia
de los castrati operísticos de otra época, el sonido de ambos astros no
depende de una violencia a la maduración fisiológica para obtener un registro,
sino de la proclividad a un disfrute no condicionado por ninguna expectativa
fija, que declina un espectro ensanchado, aunque ceñido por el azar de un gusto
y por los compromisos, de una u otra índole, con un contexto.
Se trata más
bien de dioscuri, aquellas divinidades dobles, de un doble pero singular
manejo de sus dotes, como si suscitaran un eco diverso y contrapuesto dentro de
ellos mismos, ajeno al mero espejo de Narciso.
El costado
"infantil" de Michael Jackson y la máscara domesticada y cortés contradicen el
sesgo "peligroso" de sus canciones y videos. El lado suave - simpatía hacia los
niños, buenas maneras, y la blandura pop y comercial - contrasta con los
toques crudos y agresivos de estilos como el punk o ciertas variantes del
rock. Pero hay que tener en cuenta que a un cierto nivel esa máscara educada,
ese encanto sonriente resulta una protección, ya que él arriesga más que otros.
La prueba es el amago de juicio a causa de su pretendida pederastia, con la
sombra de los altos costos de silenciar al eventual demandante.
Este juicio en
ciernes o abortado resulta un jalón en la trayectoria judicial del escándalo
artístico, reminiscente hasta cierto punto del juicio por conducta obscena que
el Estado de Florida entabló contra Jim Morrison, y su condena, al fin de los
sesentas.
De un modo
tenue pero seguro se relaciona también con el proceso y condena a
Oscar Wilde en la
Inglaterra de fines del siglo diecinueve.
Michael
Jackson es un laboratorio de caras. Mediante las múltiples operaciones de
cirujía plástica y la acentuada cosmética ha borrado los rasgos y el modo de
presentarse de un hombre, sin transformarse por eso en una mujer o un travesti.
Además, al blanquearse la piel, ha dejado de ser un negro, aunque tampoco es un
blanco. Su rostro adquiere una cualidad fantasmal, más blanco que el blanco, lo
cual recuerda las consideraciones de Junichiro Tanizaki referidas a la mujer
japonesa en Elogio de las sombras: debido al modo de iluminación nocturna
de las habitaciones, a los dientes pintados de verde y a otros recursos, la
mujer tradicional, de raza amarilla, luce sin embargo más blanca que las
europeas. Ni hombre ni mujer, ni negro ni blanco, en la letra de Black or
White Jackson declara: "I'm not going to spend my life being a color" (No
voy a pasar la vida siendo una persona de color). Por un lado, desde el enfoque
severo de las reivindicaciones basadas en una identidad, podría acusarse
a Jackson de escapismo, al modificar sus rasgos raciales.
No todos los
negros pueden llevar a cabo los costosos tratamientos que él soportó. Pero no
todos los negros tienen por qué desear cambiar. Ser reconocido como una persona
de color equivale a soportar el peso inerte de los prejuicios ligados a esa
condición. En su representar artista Jackson, bajo cierto ángulo, ayuda a
trascender el prejuicio acerca del color. Su libertad borra una condición que se
demuestra no infranqueable, sino volátil, e implica el absurdo de basar un
prejuicio en ella. En cuanto a sus rasgos faciales, Jackson varía casi cada año,
como los nuevos modelos de electrodomésticos o de automóviles, con supuestas
mejoras técnicas. Aunque quien los aprecia puede preferir un modelo anticuado -
por ejemplo la cara correspondiente a su disco Bad, de 1987. Pero el
fenómeno Jackson se aleja de ese rostro, no sólo debido a las transformaciones
que trae el paso del tiempo, sino porque ahora los ojos son más pequeños, la
perilla más cuadrada, la pigmentación y el sombreado diferentes. A través de
este repertorio, representar lo desdobla, lo mantiene en movimiento hacia un
punto indefinido. Su valor de ejemplo es su dimensión ética. Pero no
universalizable, no totalizable:
no es un ejemplo para todos, por lo menos no con sus características
específicas. Es un universal ilógico y un llamado a devenir singular.
Notas al Capítulo II
1 Gilles
Deleuze, Crítica y clínica, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 57.
2 Michel Foucault, "Le retour de la morale", en Les Nouvelles, 28 de junio- 5 de
julio de 1984, pp. 37-41, entrevista citada y comentada por Hayden White en El
contenido de la forma, Barcelona, Paidós, 1992, pp. 150-154.
3 James Laver, op. cit. Trabajo
* Este texto
es la segunda parte del capítulo II de Arte andrógino: estilo versus moda,
libro de Roberto Echavarren (Montevideo: Los libros de Brecha, 1997). También
hay edición argentina (Buenos Aires: Colihue, 1997).
3.
LA VERDAD SOBRE EL BUENISMO GRANEMPRESARIAL
Bill McKibben
El diez por ciento del léxico de un niño de dos
años son nombres de marcas; cuando un niño norteamericano ingresa en la escuela,
pueda ya reconocer cientos de logotipos. Disney estampa ahora sus figuras en la
fruta fresca, sosteniendo –tal vez con razón— que es la única manera de que los
pequeños la coman. Si tal es el mundo en el que hemos nacido, ¿a quién
sorprenderá que deseemos también que las grandes corporaciones empresariales
resuelvan nuestros mayores problemas? ¿No es cosa de los padres el protegernos?
Y además, ¿quién, si no, dispone de capital y de poder para hacer lo que
necesariamente hay que hacer, a fin de hacer frente al calentamiento global?
Cualquier indicio de que están dispuestas a
hacerlo es saludado con un entusiasmo rayano en la obnubilación. Cuando John
Browne, el jefe de British Petroleum, pronunció un discurso en 1997 admitiendo
que, en efecto, el calentamiento global existe y afirmando que las empresas
tienen que responder “a la realidad y a las inquietudes del mundo en que
operamos”, la gente empezó a llamarle el “Rey Sol”!. El jefe de la Agencia
Californiana de Protección Medioambiental se avilantó a decir que “este valiente
paso sentará las bases para que, a escala mundial, lo emulen otras empresas”.
British Petroleum encargó tejados verdes para sus estaciones de servicio, así
como una ristra de anuncios pregonando su visión de un mundo “más allá del
petróleo”. Y todo indica que Lord Browne era sincero: había estudiado el
problema, sabía que era enorme y estaba dispuesto a alertar al resto de la
industria al decirlo.
Browne no fue el único ejecutivo que pensó en voz
alta sobre el modo en que las grandes corporaciones se relacionan con el resto
del mundo. Sus comentarios se produjeron en el momento en que estaba a punto de
estallar y entrar en la cultura empresarial convencional el debate sobre la
“responsabilidad social de la empresa”, una vieja preocupación de gentes que
suelen andar sin corbata. El movimiento ha dado ahora lugar a una floreciente
industria de consultores y conferencias; precisamente este verano el World
Business Council on Sustainable Development lanzó un manifiesto intitulado “Del
desafío a la oportunidad”, pletórico de imágenes de postres horneados y de
campesinos afectados por plagas, pero también de promesas de “lograr una mayor
sinergia entre nuestros objetivos y los de la sociedad a la que servimos”.
British Petroleum firmó el manifiesto, como todo el mundo, desde Adidas hasta
Procter & Gamble.
No está mal. La cuestión es: ¿para qué sirve?
Tomemos el caso de British Petroleum. En 2004 sus
ingresos procedentes de la energía solar fueron de casi 400 millones de dólares;
sus ingresos totales, casi todos procedentes de los hidrocarburos, fueron de 285
mil millones de dólares. En otras palabras, las ventas de la compañía que no son
petróleo representaron una sexta parte del 1%. Pero lo que sigue es peor. La
desastrosa pérdida por fuga que, subitáneamente, experimentaron este verano los
oleoductos de British Petroleum en Alaska resultó no ser tan subitánea. Ya en
1992, cuando un silbido despertó inquietudes sobre la posible corrosión de un
oleoducto, British Petroleum replicó con un cierre empresarial que un juez
federal calificó de “reminiscete de la Alemania nazi”. Por otra parte, el Wall
Street Journal informa de que los reguladores federales están investigando si
British Petroleum trató de influir en los precios del crudo sirviéndose de
información procedente de sus oleoductos y tanques de almacenamiento de
Oklahoma; en una pesquisa distinta, los investigadores están tratando de aclarar
si British Petroleum manipuló los precios de la gasolina en New York Mercantile
Exchange. Lo cierto es que el máximo ejecutivo de la compañía en EEUU fue
copresidente de la campaña electoral de Bush en Alaska. No mucho más allá del
petróleo, ésto.
No pongo en duda que empresarios con un sesgo
social pueden hacer mucho bien (al menos hasta que deciden hacerse publicidad
con ello o vender a una empresa más grande). Y pueden hacer bien, al mismo
tiempo, al conectar con un bloque razonablemente amplio de consumidores
motivados. Si necesito toallitas de papel, es estupendo que procedan de Seventh
Generation. También vestiría con gusto chaquetones de Patagonia, si no fueran
tan increíblemente calientes.
Pero se trata aquí de tratos individuales. Ben and Jerry
no parecieron cambiar el modo como Häagen and Dazs veían el mundo. De una u otra
forma, Bounty pareció dispuesta a dejar el solícito mercado de las toallitas de
papel a Seventh Generation. Desde hace décadas, los medioambientalistas han
citado la obra de
Ray Anderson e Interface,
y se trata de un gran ejemplo: pero ¿por qué no ha habido más que un Roy
Anderson?
A menudo, la dificultad radica en el modelo de
negocios de la compañía. Si Wal Mart decide almacenar comida orgánica o no lo
hace no significa una gran diferencia, porque el problema real es el imperativo
de enviar los productos a lo largo y ancho del mundo, venderlos al por mayor en
los complejos que destruyen el centro de las ciudades, y empujar los precios
hacia el alza de manera que no puedan prosperar ni los trabajadores ni los
proveedores responsables. De hecho, la decisión de Walt Mart de vender comida
orgánica significará, con un alto grado de probabilidad, que la industria se
consolide en manos de unos pocos y grandes cultivadores que enviarán sus
productos a miles de kilómetros, por no hablar de que las personas que ahora
obtienen las ganancias de los cultivos orgánicos obtendrán salarios por debajo
del nivel de pobreza, y que los contribuyentes verán incrementados sus gastos en
salud. (La idea de comprar zanahorias saludables a una compañía enferma resulta
chocante)
De un modo similar, el modelo de negocios puede
impulsar hacia delante a las compañías, incluso teniendo en cuenta que sus
ejecutivos son extremadamente descuidados con el planeta: En la década presente,
Dow y Dupont han bajado sus emisiones de ozono más de un 50%, simplemente
porque sus directivos han comenzado a prestar atención a los costos de la
energía y a descubrir que la eficiencia les trae buenos resultados.
Entonces, resulta que no es correcto preguntar si
los negocios salvarán al mundo. Lo correcto es preguntar:¿cómo podemos
estructurar el mundo, de manera que los negocios también contribuyan a salvarlo?
Inevitablemente, la respuesta es política.
Parte de la respuesta es la formación de una
consciencia pública. No es un mero accidente que Vermont y Oregon sean el
ejemplo de un buen capitalismo, puesto que en esos lugares han cambiado las
actitudes, y la conciencia pesa. Muchos de nosotros hemos trabajado como locos
para que la gente comprendiera la importancia de los automóviles híbridos, y la
publicidad ha comenzado a rendir sus frutos, ayudada, dicho sea de paso, por el
alza del precio del petróleo.
Pero lo que necesitamos con mayor urgencia es una
política de otro tipo, más directa y mucho menos glamorosa. Si queremos que las
compañías de energía remodelen sus presupuestos e inviertan más recursos en
energía renovable y menos en hidrocarburos, el mejor modo de hacerlo es aprobar
leyes que los empujen en la dirección correcta, en lugar de apelar a la
conciencia de los ejecutivos. Esto es lo que ocurrió en Europa, cuando el pasado
mes de agosto se impusieron regulaciones a los fabricantes de automóviles, para
que bajaran en un 25% las emisiones de efecto invernadero de los vehículos. Como
declaró un funcionario ante un periodista: “los fabricantes de automóviles
tienen que saber que estamos observando muy de cerca la situación”, y agregó que
la Comunidad Europea no “vacilará en reemplazar la zanahoria por el bastón”. En
esta lógica no hay nada particularmente europeo –hay evidencia de que en los
EEUU existen unos cuantos juristas gubernamentales audaces que -dada la falta de
acción del gobierno federal- han comenzado a demandar por su cuenta a los
grandes emisores de carbono. Es posible que no tengan éxito, pero la amenaza de
una posible responsabilidad ya ha logrado que los grandes contaminadores
comiencen a hablar de ofrecer una baja voluntaria de emisiones de carbono, a
cambio de inmunidad legal. En un comunicado del mes de agosto, el grupo
activista e inversor Ceres hizo referencia a un análisis de Goldman Sachs,
quien habla de la posibilidad de que la responsabilidad por el calentamiento
global pudiera ser equiparada, en escala, a la de la lluvia ácida. Este tipo de
información captará de inmediato la atención de los ejecutivos.
Ayudar a los corporaciones a hacer las cosas en
forma correcta mediante regulaciones –y deberíamos tener en cuenta que esto
permitiría nivelar el campo de juego de tal manera, que el BP ecológico no
tendría que preocuparse por el sucio ExxonMobil— no es exactamente una idea
nueva. Es más o menos lo que hicimos, en el largo período desde Teddy Roosvelt y
las agencias federales hasta aproximadamente los años 80.
Una de las razones de que todo eso haya cambiado
ha sido el inmenso poder político de las corporaciones, poder que usan casi
exclusivamente para aumentar sus propias ganancias. Pero, en algún sentido, no
podemos culparlas por ello. Lo más asombroso es que hay un muy bajo nivel de
oposición a la agenda de las corporaciones; cuántos de nosotros hemos aceptado
el argumento ideológico que dice que en la medida en que dejemos al comercio
hacer las cosas por su cuenta entonces, de manera mágica, se resolverán todos
nuestros problemas. Podríamos obligar a la gran industria petrolera a recortar
sus vertiginosas ganancias y a construir turbinas eólicas, pero no lo hacemos y
permanecemos inactivos, como si el curso de acción obvio y necesario fuera un
saqueo ilimitado.
Entender ese misterio nos retrotraería al lugar
donde empezamos. En el encantamiento pueril en que nos sumió la era Reagan,
deseábamos fervientemente creer que algún otro, algún ejecutivo de pelo
engominado, podría realizar el trabajo arduo y adulto que se necesita para
resolver los problemas. Sin embargo, lo contrario es lo cierto: las
corporaciones son los niños de nuestra sociedad: saben muy pocas cosas, sólo
saben cómo crecer (y son muy buenas en ello), y gritan desaforadamente cuando se
les ponen límites. La tarea de la política consiste en socializarlas. Llegó la
hora de (volver a) hacerlo.
Bill McKibben
es un publicista norteamericano especializado en problemas
económicos y medioambientales que escribe regularmente en las páginas del
periódico alternativo estadounidense Mother Jones
4.
LLAMADLO CODICIA
Rafael Argullol
Desde que la palabra capitalismo desapareció de
la escena porque se impuso para todos la idea de que únicamente podía haber
capitalismo -y de que, por tanto, la palabra sobraba-, se ha hecho difícil
describir el afán más o menos desmesurado de riqueza que se da en nuestra época.
La catástrofe en el siglo XX de las utopías sociales formuladas en el siglo
anterior no sólo significó la destrucción de millones de personas, sino que
aparentemente dejó a la humanidad sin argumentos para enfrentarse al
capitalismo, una organización nada angélica del mundo pero, según los indicios,
la única que encajaba con la condición humana, cuando menos en la época moderna.
No sé si esta posición es cierta o no. Algunos
días, más optimistas, creo que no y otros, más pesimistas, que sí. A diferencia
de lo que ocurría hasta hace algunas décadas, ahora existe un consenso muy
extendido sobre el carácter imbatible del modelo capitalista, a menudo
confundido con lo que reverencialmente llamamos la realidad. En suma: lo más
llamativo de la victoria de este modelo es que el capitalismo se ha vuelto
literalmente innombrable.
Antes, hasta no hace mucho, se le nombraba, y no
eran pocos, en los medios de comunicación, en las universidades y, por supuesto,
en los paisajes ideológicos de la política, los que hablaban de sistema
capitalista, beneficios capitalistas o explotación capitalista. Ahora no, ahora
no se le nombra. Sus apariciones en la prensa o en las aulas son escasas y en
las últimas confrontaciones electorales los candidatos de la izquierda, y ni
siquiera los pocos comunistas que quedan, no se atreven a nombrar al
Innombrable.
No es que yo sea nominalista, y dé una
importancia mágica a los nombres, pero en este caso el victorioso autocamuflaje
del capitalismo, y su transfiguración en el Innombrable, ha tenido consecuencias
avasalladoras en la vida social. Desde hace años hemos perdido la capacidad de
bautizar unitariamente ciertas conductas perdiendo, por consiguiente, la
posibilidad de una visión de conjunto sobre lo que sucede a nuestro alrededor.
Los especialistas hablan, de tanto en tanto, de los asuntos de su especialidad,
pero, como por definición no se nombra al Innombrable, toda la información por
abundante y exacta que sea acaba extraviada en un laberinto sin sentido y sin
salida.
Tenemos un maravilloso ejemplo de las virtudes
evanescentes del laberinto cuando los medios de comunicación y algunos políticos
revelan súbitamente los denominados asuntos de corrupción. Es de agradecer que
por fin se hagan públicos. Sin embargo, para que el ciudadano pudiera asomar la
nariz fuera del laberinto, harían falta las revoluciones que no se producen y
que siempre están vinculadas a dos preguntas: ¿de dónde proceden aquellos
asuntos?, ¿adónde conducen?
Doy por seguro que estas revelaciones no van a
producirse porque para que así fuera debería nombrase de nuevo al Innombrable.
En cambio, como es fácil comprobar estos días, sí
podemos citar con cierta generosidad la palabra corrupción. Y aquí empieza la
trampa. De entrada el término corrupción tiene más connotaciones morales que
estructurales. Por otro lado, no alude tanto al poder como a su compra por parte
de elementos extraños a él. Es, en definitiva, una acción pasajera que pervierte
el buen funcionamiento de las instituciones pero no se confunde con ellas. Desde
el punto de vista de las palabras la corrupción es soportable porque, por grande
que sea, es un acto acotado.
¿Lo es? No es difícil seguir determinadas pistas.
Ahora, con unos diez años de retraso como mínimo, y en parte gracias a la alarma
en la Comunidad Europea, algunos grandes corruptos han ocupado las portadas de
los medios de comunicación. Son personajes sobresalientes de la rapiña que
parecen salidos de sainetes más bien macabros. Les ahorro los nombres porque
ustedes ya los conocen. Uno es el "hombre más popular de España"; otro es el que
más ha robado en el menor tiempo posible; otro es el que más recalificaciones de
suelo ha conseguido. Y así. Llamémosles los grandes corruptos, casi
extravagantes en su frenesí por el botín.
No obstante, todos sabemos que para que haya
corruptos tienen que actuar sus compañeros inseparables, los corruptores. ¿Quién
compra a los alcaldes y concejales para los grandes golpes de especulación
inmobiliaria? ¿Quién compra a éste o aquel político para obtener la información
privilegiada? ¿Quién compra a tal o cual funcionario que facilita una
vertiginosa apuesta en la Bolsa? Es difícil de creer que en los diez o quince
últimos años la intimidad entre corruptos y corruptores haya encendido la luz
roja que atrajera la mirada de jueces y periodistas. Pocos parecen haberla
visto. Y era sencillo. Bastaba, por ejemplo, con coger el Euromed o dar un
vistazo desde el coche en la Autopista del Mediterráneo para comprobar cómo
crecía la muralla de cemento que cerraba el mar.
Los círculos concéntricos alrededor de Madrid
tampoco eran invisibles. ¿Quiénes son estos corruptores que permanecen casi
ocultos? Desde luego pueden ser lo que llamamos mafiosos. Este mismo periódico
informaba de que actuaban en España entre 500 y 1.000 grupos mafiosos
perfectamente organizados. Con 500 es suficiente para tener el engranaje de la
corrupción óptimamente engrasado. Es evidente que la policía y los jueces, si
actuaran con diligencia, identificarían a muchos compradores de información y
favores. Por una parte, las mafias extranjeras que se abren camino a tiros; por
otra, las locales, aparentemente sin tiros pero con el aliento afilado y
depredador del nuevo rico que a la postre resulta tan mortal como un disparo. A
estos corruptores llamémosles mafiosos. Fíjense, sin embargo, que si seguimos la
pista falta todavía el círculo más poderoso: el formado por los corruptores de
los corruptores. Sabemos que existe pero nadie nos habla de él. O quizá sí se
habla de él pero críptica y elogiosamente. Es un problema de escala. A menor
escala se es corrupto; a escala intermedia se es corruptor; a gran escala,
cuando se llega a ser un corruptor, se alcanza el grado de condottiere,
un señor, sino de la guerra, sí de las finanzas, alguien que ya está situado por
encima de toda sospecha y que puede adquirir, si lo desea, acciones de partidos
políticos, clubes deportivos y medios de comunicación indistintamente. A los
condottiere, hombres respetables, no se les cita en las páginas de sucesos
sino en las de economía o sociedad, y siempre vinculados al bienestar del país.
¿Han reparado hasta qué punto los enigmáticos beneficios que se producen en la
Bolsa y las nada enigmáticas ganancias de los bancos, magnitudes cada año más
obscenas, se nos presentan como los índices más indiscutibles de nuestra salud
colectiva? Llegados a este paraje no tenemos respuesta. Para tenerla, y no andar
siempre extraviados en el laberinto, deberíamos poder nombrar, de nuevo, al
Innombrable. Pero ya sabemos que esto es un tabú de nuestra época. Claro que
siempre podemos volver a palabras más clásicas. Si no lo queréis llamar
explotación capitalista porque os tildarán de locos y trasnochados, llamadlo
codicia.
Rafael
Argullol
es catedrático de estética en la Universitat Pompeu Fabra de
Barcelona
El País, 26
noviembre 2006
5.
LOS EXILIOS VASCOS Y EL RÉGIMEN NACIONALISTA
Por Carlos MARTÍNEZ GORRIARÁN en ABC, 25 de Julio
de 2002
Las dos bazas que más ayudaron a Ibarretxe
durante la pasada campaña electoral fueron la promesa de apoyar activamente a
las víctimas de ETA, y la paralela y contradictoria afirmación de que en Euskadi
la gente disfruta de una calidad de vida mejor que en ninguna otra parte. Sin
duda muchos de quienes le votaron dudaban de la primero y sabían que lo segundo
es llanamente mentira, pero en fin, a ellos no les iba tan mal y repitieron
Ibarretxe con la esperanza de capear el temporal sin mojarse demasiado. Pero lo
más probable es que acaben todos empapados, porque el vasco es un país a la
deriva con alto riesgo de naufragio.
Según datos oficiosos, en la Comunidad autónoma
vasca viven, aunque no demasiado bien, unas 1.800 personas protegidas por alguna
clase de escolta, desde las más aparatosas hasta la de un modesto acompañante
con pistola y sin coche oficial. Muchas personas han abandonado el País Vasco
porque no querían correr el albur de llegar un día a llevar escolta, o
simplemente porque no soportan esa mala vida en una especie de tercer grado
penitenciario. En consecuencia, cabe hablar de dos exilios o destierros vascos:
el exilio interior de los escoltados, privados de la libertad de movimientos y
espontaneidad de que disfruta cualquier ciudadano, y el exilio exterior de los
emigrados por causas sin duda variadas, pero que siempre se acaban cruzando en
el clima político vasco.
Entre los escoltados hay empresarios, políticos,
profesores, periodistas, jueces y funcionarios del Estado. Incluso hay una
señora que limpia bares de madrugada y compagina su higiénico oficio con la
carga de una concejalía en un pueblo. Conozco al menos a dos catedráticos
jesuitas que disfrutaban de la atención de una discreta contravigilancia. Lo que
no teníamos todavía era un verdadero párroco con auténtica escolta, honor
indeseable que ha inaugurado Jaime Larrinaga, párroco de Maruri, diminuta
anteiglesia vizcaína de unos 600 habitantes. Larrinaga es también fundador del
Foro El Salvador, la asociación de eclesiásticos vascos no nacionalistas que
pugnan por hacer oír su minoritaria voz en el seno de diócesis llenas de
entusiastas de Arzalluz y Setién, e incluso de «hooligans» de Josu Ternera.
El caso de Larrinaga presenta otras
peculiaridades que, sin embargo, van siendo más corrientes según progresa la
instauración de un régimen nacionalista sólo superficialmente democrático.
Porque las amenazas que ha soportado no han procedido tanto de ETA como
directamente del PNV, el partido-guía que gobierna Maruri y docenas más de
pueblos vizcaínos como ese. Con muy buenas razones teniendo en cuenta numerosos
precedentes, Jaime Larrinaga ha solicitado protección oficial después de que el
alcalde de ese rincón de la Vizcaya profunda -esa que para Sabino Arana
equivalía al Edén por su recia moralidad y atávico cristianismo-, enviara una
carta oficial a los vecinos de Maruri difamando al párroco y tachándolo de
fascista, enemigo del euskera y antiguo franquista: la clase de imputaciones que
hacen de uno objetivo preferente de ETA. Y más si se trata de un objetivo fácil
sin protección.
El escarnio nacionalista
El revuelo causado por el caso del primer párroco
escoltado ha enlazado con otro: la marcha de Francisco Llera, catedrático de
sociología de la UPV y director del prestigioso Euskobarómetro, a la cátedra
Juan Carlos I en la universidad de Georgetown, muy cerca de Washington. Al igual
que Jaime Larrínaga, Llera ha sufrido el acoso del régimen nacionalista. Lleva
un año con escolta, tiene familia de la que cuidar, y está aburrido de solícitas
declaraciones de solidaridad que nunca se sustancian en hechos. Francisco Llera
es socialista, es de Basta Ya y es catedrático en el mismo departamento al que
pertenecen dos profesoras conocidas, entre otros méritos, por el odio de ETA y
la falta del amparo que les deben las instituciones: Edurne Uriarte y Gotzone
Mora. Con la tentación de una nueva experiencia profesional americana a la
vista, Llera sigue la senda emprendida antes que él por Jon Juaristi, Mikel
Azurmendi o José María Portillo, profesores de la UPV que han sido acosados por
ETA o sufrido atentados. Y también el escarnio nacionalista y la indiferencia
acobardada del resto. Porque, en efecto, la UPV hace grandes y laudables
esfuerzos para facilitar la marcha de estos y otros docentes, pero no conozco
ninguno para retenerlos y no digamos ya para favorecer su regreso.
La cátedra de Georgetown a la que se incorporará
Llera ha sido ocupada el último curso por José María Portillo, historiador y uno
de los fundadores del Foro Ermua. En dos ocasiones al menos, anónimos
terroristas le volaron el coche aparcado en el campus, en Vitoria. Ni antes ni
después de su marcha, tan sólidamente motivada, ha encontrado razón alguna el
vicerrectorado alavés para imponer alguna clase de seguridad activa en tan
pacífico recinto académico. El curso que viene, Portillo pasará otro año en el
Basque Studies de la Universidad de Reno (Nevada), instituto filonacionalista;
su actual director, Joseba Zulaika, es un antropólogo implicado en los intentos
de Elkarri para que Jimmy Carter aceptara hacer mediar en el conflicto vasco. El
Basque Studies ha dado gran impulso al estudio de la diáspora vasca en el oeste
americano. Esta diáspora es uno de los mitos a los que el nacionalismo recurre
para cultivar su complejo de pueblo elegido y dolerse de su triste destino, pero
se refiere exclusivamente a la suya propia: nacionalistas errantes, etarras de
la reserva en Cuba o México, y pastores en Idaho o Patagonia. Esperemos que la
incorporación de Portillo les haga interesarse por el interesante exilio
ideológico que están provocado los 25 años de gobierno abertzale moderado.
Porque es un caso único en Europa.
En sus declaraciones acerca de las razones de su
marcha temporal (esperemos), Llera ha dicho que se une a los aproximadamente
200.000 vecinos del País Vasco que han dejado su tierra de nacimiento o adopción
desde los años ochenta. Los nacionalistas guardan silencio acerca de esta cifra,
lo que aconseja darla por buena. En una Comunidad autónoma con poco más de
2.100.000 habitantes censados, 200.000 emigrados es una cifra tremenda. Para
hacerse una idea, es más de la mitad de Bilbao en sus mejores momentos, más que
el vecindario de San Sebastián y poco menos que el de Vitoria. Y muchos de esos
emigrados son jóvenes universitarios y trabajadores altamente cualificados,
incluyendo a muchos profesionales y empresarios hartos de pagar la extorsión o
de plegarse a las condiciones del clientelismo nacionalista.
Las razones por las que esas 200.000 personas han
abandonado el paraíso de Ibarretxe son sin duda muy variadas. Algunos creerán
que es una exageración hablar en todos los casos de causas políticas, pero en
una democracia próspera como la que debería haber en el País Vasco, la
emigración del 10 por ciento de la población es un tremendo fracaso político, al
menos desde un punto de vista democrático. Y más si esa emigración no es
sustituida por emigrantes que reemplacen a los marchados. Si las cifras
optimistas que las instituciones vascas se obstinan en repetir para afianzar la
mentira del edén nacionalista fueran medio ciertas, la atracción irresistible de
nuestra calidad de vida y desarrollo económico habría atraído a numerosos
españoles y, desde luego, a ese abigarrado mosaico que compone la emigración que
se puede admirar en Madrid, Cataluña o Valencia: magrebíes, subsaharianos,
latinoamericanos, caribeños, chinos, polacos, etcétera. Pero, a pesar de los
encomiables esfuerzos del consejero Javier Madrazo por sustituir a malos vascos
disconformes por buenos emigrantes progresistas, esto no es así: las calles
vascas son mucho menos polícromas que las de cualquier ciudad española
comparable.
Hacia 1985 hice amistad con una fotógrafa
neoyorkina, judía, que se instaló en San Sebastián. Estaba casada con un
economista peruano de apellido vasco: un buen ejemplo del melting-pot de
Manhattan. Como a casi todo el mundo, les encantó San Sebastián como forma
urbana, pero no tanto como sociedad. Nunca se acostumbraron a nuestra mezcla de
agresividad encubierta, amable indiferencia y bostezante uniformidad cultural.
Al poco tiempo comenzaron a echar de menos su propio mundo mezclado, a sentir
cierto vértigo ante la monotonía de caras iguales. Les horrorizó que el
asesinato terrorista de un vecino del barrio, dueño de una tienda de fotografía,
no provocara ninguna reacción en una calle donde todos se conocían. Todo eso
acabó por ahuyentarles, y ni siquiera la calidad de la asistencia sanitaria
gratuita pudo retenerles.
El País Vasco es ahora mismo una sociedad centrífuga para los no nacionalistas,
a los que expulsa o pone contra las cuerdas, sean autóctonos o visitantes, y
ferozmente centrípeta para los propios nacionalistas, cada vez más apretujados
en su cómodo establo. Pero su narcisismo y miedo al otro les impide reconocer
incluso las evidencias más llamativas. Como la de que, mientras la población
española crece en las regiones más pujantes, la mayor parte de las poblaciones
industriales vascas, así como Bilbao y San Sebastián, no han conseguido
recuperar el censo de 1980. Los 200.000 emigrados se notan, y más todavía, para
quien quiera notarlo, que pocos han venido a llenar su hueco.
Esa misma uniformidad que ahuyentó a mis amigos
de Nueva York es la que asfixia a Jaime Larrinaga y a Francisco Llera. Y a miles
de exiliados o emigrantes menos conocidos. En mi propio departamento de la UPV,
donde cinco profesores están eximidos de dar clase por razones de seguridad, nos
felicitábamos hace unos cinco años del grupo excepcionalmente bueno de alumnos
que nos había caído en gracia. Aquello duró el primer y el segundo curso. En
tercero casi todos habían volado, y eso que no existía todavía el distrito único
universitario. Alguno vino a despedirse: el clima ideológico se había vuelto
insoportable, decía, y no solamente por los atentados de ETA y la «kale
borroka», sino por el progreso imparable de esa uniformidad bovina que estaba
consiguiendo imponer el nacionalismo. Los universitarios no nacionalistas no
veían claro que hubiera futuro para ellos en los pueblos de sus padres. Así que
emigran a Salamanca, a la Complutense, a Barcelona, a donde sea que encuentren
un poco de aire fresco, de coexistencia pacífica con lo diferente.
Empobrecimiento social
El periodista José María Calleja publicó un libro
imprescindible, La diáspora vasca: historia de los condenados a irse de Euskadi
por culpa del terrorismo de ETA, donde proporciona cientos de ejemplos de
personas expulsadas de su tierra. Es su propio caso. Y el de empresarios y
profesionales hartos de pagar formas de extorsión que van desde el «impuesto
revolucionario» a los empresarios grandes y medianos, bajo amenaza de secuestro,
hasta la exigencia de dinero y sumisión a los propietarios de modestos
negocios. Por supuesto, muchos de estos emigrados dejaron el País Vasco por
mejores ofertas profesionales. Pero nadie ha hecho ningún verdadero esfuerzo por
retenerles o propiciar su vuelta. Al contrario, Arzalluz, por poner un ejemplo,
ha celebrado con alborozo la marcha de esos que considera indeseables. Y es así
porque el empobrecimiento social del país es la única posibilidad de
enriquecimiento del nacionalismo. Cuantos más disidentes se vayan, más compacta
y sumisa será la parroquia interna: que se vayan, pues.
Parece que el numeroso colectivo de vascos
instalados en Madrid está formado a partes casi iguales por cocineros,
ejecutivos y periodistas: basta con hojear los periódicos de Madrid para
tropezarse con los Zarzalejos, Unzueta, Pradera, Gurruchaga y muchos otros. Por
algún extraño oráculo, todo periodista vasco decente parece abocado a tener que
elegir entre abandonar su profesión y hacerse seudoperiodista, o ir a
practicarla en otra parte, preferentemente Madrid. Para algunos eso es un
«lobby», pero en realidad es un destierro. Incluso se da el caso del director de
un importante diario vasco que ha sacado hace tiempo a su familia de la ciudad
donde vivían -vasca, por supuesto-. Por su parte, ha limitado su participación
en la vida social local a las comidas de rigor y a lo que traiga su amedrentada
redacción, deseosa de no llamar demasiado la atención sobre su existencia
profesional. No es un caso excepcional: se sabe de jueces y fiscales,
temporalmente destinados en este país, que han preferido asumir su condición de
exiliados en el interior y vivir temporalmente en residencias de las Fuerzas
Armadas, en vez de afrontar el riesgo de alquilar un piso en un vecindario donde
quizás haya algún vecino que no aprecie a la Justicia.
Pero de los muchos exilios profesionales vascos
existentes, quizás el más asombroso y elocuente sea el protagonizado por los
policías autonómicos. Aprovechando la afortunada pequeñez del territorio de la
CAV -imagínense lo nuestro con el tamaño de Andalucía o Texas-, numerosos
ertzainas han decidido instalarse fuera del país que les paga el sueldo: en
Castro Urdiales los de Vizcaya, en Miranda de Ebro o Logroño los de Álava, e
incluso en Hendaya los de Guipúzcoa. ¿Cuántos ertzainas viven fuera del País
Vasco? Los sindicatos no ofrecen cifras concretas, pero se habla de varios
cientos con sus familias. La razón: que en muchos pueblos y barrios vascos no es
posible colgar el uniforme a secar, ni que el niño o la niña digan en la
ikastola que su padre o su madre son ertzainas. Están probando la misma amarga
purga que, con anterioridad, sufrieron en los años 80 tantos policías y guardias
civiles, causa del llamado síndrome del norte, razón de transtornos psíquicos e
incluso de suicidios. Una policía creada para emular a la sueca en el arte de
rescatar gatos de los árboles o ayudar a pasar la calle a los invidentes, mal
puede hacer frente al exilio interior, y menos aún armada de mentiras.
Conclusión: en muchos sitios, la policía vasca es clandestina.
¿A quién beneficia este vaciamiento interior,
este agotamiento demográfico y empobrecimiento humano? Unicamente al
soberanismo, la confluencia estratégica de los intereses de ETA y del
nacionalismo moderado, que sólo pueden imponerse arrasando la sociedad civil,
convirtiendo la democracia en un régimen monopolista y consiguiendo mediante la
expulsión de los disidentes una homogeneidad comunitaria que permita el triunfo,
en su día, de la consulta soberanista planeada, quizás pactada con ETA. Entre
tanto, en el País Vasco acontece un drama diario que muchos se empeñan en
ignorar, que sólo emerge a la luz en las historias dramáticas de un párroco
rural que necesita escolta para precaverse del alcalde, o de un catedrático
prestigioso que emigra a los USA para huir de la locura. El signo de que la
democracia está ganando la partida se dará el día en que este proceso se
invierta con la vuelta de nuestros desterrados y exiliados.
6.
THE PRO-LIFE MOVEMENT AS THE POLITICS OF THE 1960’S
by Richard John Neuhaus
Copyright (c) 2009 First Things (January 2009).
Whatever else it is, the pro-life movement of the last thirty-plus years is one
of the most massive and sustained expressions of citizen participation in the
history of the United States. Since the 1960s, citizen participation and the
remoralizing of politics have been central goals of the left. Is it not odd,
then, that the pro-life movement is viewed as a right-wing cause? Reinhold
Niebuhr wrote about “the irony of American history” and, were he around to
update his book of that title, I expect he might recognize this as one of the
major ironies within the irony.
These are the issues addressed in a remarkable new book out this month from
Princeton University Press, The Democratic Virtues of the Christian Right,
by Jon Shields, a political scientist at Claremont McKenna College. The book is
by no means a pro-life tract. It is an excruciatingly careful study, studded
with the expected graphs and statistical data—but not to the point of spoiling
its readability—in the service of probing the curious permutations in
contemporary political alignments.
The Port Huron Statement issued by the Students for a Democratic Society (SDS)
in 1962 called for a participatory democracy in which, through protest and
agitation, the “power structure” of the society would be transformed by bringing
moral rather than merely procedural questions to the center of political life.
Almost fifty years later, Shields notes, “some 45 percent of respondents in the
Citizens Participation Survey who reported participating in a national protest
did so because of abortion. What is more, nearly three quarters of all
abortion-issue protesters are pro-life, an unsurprising fact given that the
pro-life movement is challenging rather than defending the current policy
regime. Meanwhile, all other social issues, including pornography, gay rights,
school prayer, and sex education, account for only 3 percent of all national
protest activity.”
Shields says there are three categories of pro-life politics: deliberative,
disjointed, and radical. Representative of the “deliberative” are Justice for
All (JFA) and the Center for Bio-Ethical Reform (CBR), which have trained
thousands of young people to engage in nonconfrontational pro-life persuasion on
college campuses. The “disjointed” politics includes innumerable and loosely
organized activities such as sidewalk counseling, prayer vigils, marches,
demonstrations, and counter-demonstrations. The “radical” includes what he calls
“the broken remnants of the rescue movement,” focusing on civil disobedience and
the closing of abortion clinics. “In many respects [the radical] is the exact
opposite of deliberative politics, except for the fact that it too is highly
coordinated and organized.”
He cites striking instances of the campus efforts of groups such as JFA and CBR
meeting with frequently vicious hostility, often led by faculty members. The
truth is that such hostility reflects vehement opposition to civil deliberation
and argument about abortion. Pro-life students eager to engage others in serious
discussion find this very frustrating, but it is not entirely surprising.
Shields writes: “Such frustration is fueled by NARAL Pro-Choice America and
Planned Parenthood, whose leaders discourage their campus affiliates from
debating or even talking to pro-life students. NARAL’s ‘Campus Kit for
Pro-Choice Organizers,’ for example, gives this categorical instruction: ‘Don’t
waste time talking to anti-choice people.’” The campus organizer for Planned
Parenthood told Shields that she “discourages direct debate.” Feminists for Life
has had more success on campuses, mainly because its members shake up
conventional notions on the “woman question.” As leaders of the organization put
it, the goal is not to “fit into a man’s world on men’s terms,” which means
above all not “troubling employers with their fertility problems.” As they
repeatedly assert, “Women deserve better than abortion.”
But pro-abortion intolerance of discussion or debate is sometimes given dramatic
expression. In San Francisco, the city and county board of supervisors
unanimously declared January 22, the anniversary of Roe v. Wade, “Stand
Up for Choice Day” and officially declared San Francisco a pro-choice city.
Supervisor Bevan Duffy declared that pro-lifers were “not welcome in San
Francisco.” Supervisor Tom Ammiano complained about the audacity of pro-life
activists who “think that they can come to our fair city and demonstrate.” The
head of the Golden Gate chapter of Planned Parenthood was outraged that
activists “have been so emboldened that they believe that their message will be
tolerated here.” The Free Speech Movement at Berkeley in the mid-1960s has come
to this.
A Movement for Change
The pro-life movement is a movement for change, indeed for what some view as the
radical change of eliminating the unlimited abortion license. “Meanwhile,”
writes Shields, “the pro-choice movement is a conservative movement defending
the status quo. Pro-choicers have little to gain from engaging their opponents
and from the deliberative norms that facilitate persuasion.” And, of course,
they have the establishment media massively on their side. The head of New York
State Right to Life explained to Shields that “a major part of her work is
simply trying to convince journalists that pro-life activists are ‘normal.’ It
is hard to imagine a pro-choice leader describing her work that way.”
“The current demographic makeup of the pro-life movement,” writes Shields, “also
confounds the politics of motherhood.” The conflict is often depicted as one
between housewives and career-oriented women. But a striking percentage of
pro-life women are university educated, and many have given up professional
careers to do pro-life work full-time. Although Shields does not mention it in
this connection, it is also striking how many female leaders in the pro-life
cause had one or more abortions, an experience that helped turn them against the
current license. He does note that surveys indicate that pro-life citizens, men
and women, “are only moderately less likely to be ‘very concerned’ about women’s
rights” than pro-choice respondents. “The pro-life movement,” he writes, “is
actually quite diverse, and abortion politics more generally does not [as some
claim] pit working-class Catholic housewives against professional,
career-oriented women.” In short, it has over the years increasingly stretched
credulity to claim that the pro-choice cause is a “woman’s movement.”
An influential book in these discussions is Kristin Luker’s Abortion and the
Politics of Motherhood. Luker’s argument is that the abortion debate is not
so much over abortion as it is an expression of worldviews in conflict, along
the lines of some analyses of the “culture wars.” Shields arrives at a different
conclusion: “The great conflicts in American history, especially slavery, civil
rights, and abortion, have been unusually hard fought and passionate because
they cannot be understood as symbolic fights over different worldviews or
cultures. Instead, they are better understood as clashes over how common liberal
values should be extended to different categories of humans. These conflicts
have been disagreements over who counts as a human person.”
Well yes, the abortion battle is over abortion and whether the unborn child
counts as a human person, but where one comes out on that question is, I
believe, powerfully influenced by a host of other beliefs and attitudes aptly
summarized in the pro-life language of a culture of death versus a culture of
life. There are two cultures, one focused on rights and laws and the other on
rights and wrongs; one focused on maximizing individual self-expression and the
other on reinforcing community and responsibility.
Shields is, I believe, on firmer ground when he writes: “The sociology of the
academy may matter as well. Perhaps Luker’s book has been so appealing to
academics because they do not want to entertain the possibility that these
conservative reactionaries might be agents in progressive history.
Central to the self-understanding of liberalism is the belief that the left
cares about justice and human rights, while the right is obsessed with crabbed
cultural preoccupations such as gay lifestyles, pornography, and traditional
gender roles. Conservatives, in this view, must be seen as reactionaries to the
civil rights movements rather than its heirs. If this is right, Luker’s book may
say more about contemporary American liberalism than it does about abortion
politics.”
Of particular interest is Shields’ analysis of the role of intellectuals and
intellectual inquiry on both sides of the conflict. The reluctance of the
pro-choice leadership to engage in public debate is another mark of its
conservatism. As Shields writes: “As a movement that wants to preserve the
status quo, it simply has nothing to gain from engaging its opponents,
especially on college campuses where the pro-choice view is a default
progressive position for many students. But the pro-choice movement does have
something to lose if bested in public debate. Moreover, pro-choice advocates
know very well that even the minds of activists in their ranks can be changed.
Prominent examples include abortion providers and the cofounder of NARAL
Pro-Choice America, not to mention many less prominent rank-and-file activists.”
Intellectual Hindrance
While the pro-life cause welcomes, and has been greatly bolstered by, the
support of many distinguished intellectuals, the same is not true of the
pro-choice movement. On the contrary, intellectuals who share their policy
preferences are always raising inconvenient questions about the intellectual
coherence of arguments advanced in favor of the unlimited abortion license. For
instance, Rosamund Rhodes of Mt. Sinai School of Medicine confessed three
decades after Roe that abortion proponents are simply not prepared to
explain “how or why the fetus is transformed into a franchised ‘person’ by
moving from inside the womb to outside or by a reaching a certain level of
development.” One of the most prominent of abortion proponents, Judith Jarvis
Thompson, concedes that the “prospects for ‘drawing a line’ in the development
of the fetus look dim.” And of course there is Peter Singer of Princeton, who
has written, “Liberals have failed to establish a morally significant dividing
line between the newborn baby and the fetus.” Singer concludes from this that it
is therefore permissible to kill babies outside as well as inside the womb.
Needless to say, his argument is not helpful in advancing pro-choice politics.
In short, pro-life intellectuals, like pro-life activists, insist on talking
about the science and moral reasoning pertinent to the moral status of the
unborn. So do the more honest of pro-choice intellectuals, which is why they are
more hindrance than help to the pro-choice movement.
But it all comes back to the much touted “participatory democracy” of the 1960s
being turned upside down. The writings of Robert Putnam of Harvard on social
capital and civic involvement have received much attention. It is with a
palpable sadness that Putnam writes, “It is, in short, among evangelical
conservatives, rather than among the ideological heirs of the 1960s, that we
find the strongest evidence for an upwelling of civic engagement.” As Shields
writes: “In the 1960s liberal intellectuals and reformers longed for a more
ideological politics. Greater moral controversy, in their view, would revitalize
democratic life. Yet today many observers of the culture wars, particularly
those on the left, claim that our democracy would be more participatory,
deliberative, and just if controversial moral issues were pushed to the margins
of American politics.” They got the moral controversy that they wanted, but it
appeared in the form of controversy about issues they would prefer to see
ignored.
In his 1969 work The End of Liberalism, Theodore Lowi wrote of a politics
deprived of conflict over great moral principles. As Lowi saw it, American
politics was dominated by opaque interest-group bargaining, which left the
public paralyzed by a “nightmare of administrative boredom.” We have already
mentioned the Port Huron Statement, which began with the declaration: “Making
values explicit—an initial task in establishing alternatives—is an activity that
has been devalued and corrupted.” Shields puts the matter nicely: “One might
suppose that present-day conservatives would have declared war on a political
system that was largely engineered by 1960s liberals. Yet it is liberals who are
mounting a counterattack against this liberal revolution. What is more, their
arguments often have a surprisingly conservative ring to them. For example,
those who hope to enlist centrist voters against divisive moralists sound much
more like Richard Nixon than Tom Hayden. In a strange political turn, they have
embraced what Nixon called ‘the silent majority’ as the source of their
salvation from 1960s liberalism.”
Again, the pro-choice proponents are the defenders of the status quo. They
routinely cite data indicating that a majority of Americans do not want to see
Roe overturned. As has often been pointed out, these same Americans
believe that Roe created a restrictive abortion policy. In what
sociologist James Hunter calls “mass legal illiteracy,” it is widely believed
that Roe permits abortion in the first trimester, allows it for serious
reasons in the second, and forbids it in the third. But, of course, as Roe
and companion decisions make clear, the law as presently imposed by the Supreme
Court allows abortion at any time for any reason and up through the fully formed
baby emerging halfway out of the birth canal. As Harvard law professor Mary Ann
Glendon has written, it is the most permissive abortion regime in the Western
world. When those same Americans are asked about the circumstances in which
abortion should be permitted, a great majority says that abortion should not be
permitted for the reasons that 90 percent of abortions are procured. It is
understandable, however, that pro-choice advocates trumpet popular support for
Roe, dependent as they are on the ignorance of “the silent majority.”
Shields’ study concludes with thoughtful reflections on the apparently
inevitable connection between passion and participation. “Whatever the limits of
deliberative partisanship, there has simply never been a social movement of
moral skeptics and doubters; only strong convictions mobilized and sustained
them. So, however desirable metaphysical doubt might be in theory, it collides
with the democratic ideal of participation. To put the trade-off starkly,
perhaps a degree of close-minded certainty is the price of a more participatory
democracy.” He cites James Madison on the dangers posed by “factions.” “Madison
argued that deliberative decision-making was possible only in institutions that
are insulated from public passions. Therefore, keeping the public weak and
distant from their representatives was a necessary though insufficient condition
for deliberative decision-making.” Obviously, that is not how the American
experiment in representative democracy has worked out.
“One of the great political ironies of the past few decades,” writes Shields,
“is that the Christian Right has been much more successful than its political
rivals at fulfilling New Left hopes for American democracy. Far more than any
movement since the early campaign for civil rights, the Christian Right has
helped revive participatory democracy in America by overcoming citizens’
alienation from politics.” As one has all too many occasions to observe, history
has many ironies in the fire. To the 1960s proponents of participatory
democracy, the maxim applies: Be careful what you hope for. To those flirting
with despair in the face of an Obama presidency, the advice is offered: You
might want to get a copy of The Democratic Virtues of the Christian Right
by Jon Shields. And all of us would do well to ponder the wisdom in the
observation that there are no permanently lost causes because there are no
permanently won causes.
7.
CERVANTES. SELECCIÓN DEL PERSILES Y SEGISMUNDA
(DEDICATORIA): Ayer me dieron
la Estremaunción y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las
esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de
vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia.
Capítulo.II
-¡Oh tú,
quienquiera que seas! -dijo a esta sazón el mancebo-. Si es, como decirse suele,
que las desgracias y trabajos cuando se comunican suelen aliviarse, llégate
aquí, y, por entre los espacios descubiertos destas tablas, cuéntame los tuyos;
que si en mí no hallares alivio, hallarás quien dellos se compadezca.
C.II
Pero ella se
defendía, diciendo no ser posible romper un voto que tenía hecho de guardar
virginidad toda su vida, y que no pensaba quebrarle en ninguna manera, si bien
la solicitasen promesas o la amenazasen muertes.
C.II
Pero, como es
propia condición de los amantes ocupar los pensamientos antes en buscar los
medios de alcanzar el fin de su deseo que en otras curiosidades, no le dio lugar
a que preguntase lo que fuera bien que supiera, y lo que supo después cuando no
le estuvo bien el saberlo
C.XX
``Bien sabéis,
señor Manuel de Sosa, cómo mi padre os dio palabra que no dispondría de mi
persona en dos años, que se habían de contar desde el día que me pedistes fuese
yo vuestra esposa; y también, si mal no me acuerdo, os dije yo, viéndome acosada
de vuestra solicitud y obligada de los infinitos beneficios que me habéis hecho,
más por vuestra cortesía que por mis merecimientos, que yo no tomaría otro
esposo en la tierra sino a vos. Esta palabra mi padre os la ha cumplido, como
habéis visto, y yo os quiero cumplir la mía, como veréis. Y así, porque sé que
los engaños, aunque sean honrosos y provechosos, tienen un no sé qué de traición
cuando se dilatan y entretienen, quiero, del que os parecerá que os he hecho,
sacaros en este instante. Yo, señor mío, soy casada, y en ninguna manera, siendo
mi esposo vivo, puedo casarme con otro. Yo no os dejo por ningún hombre de la
tierra, sino por uno del cielo, que es Jesucristo, Dios y hombre verdadero: Él
es mi esposo; a Él le di la palabra primero que a vos; a Él sin engaño y de toda
mi voluntad, y a vos con disimulación y sin firmeza alguna. Yo confieso que para
escoger esposo en la tierra ninguno os pudiera igualar, pero, habiéndole de
escoger en el cielo, ¿quién como Dios? Si esto os parece traición o descomedido
trato, dadme la pena que quisiéredes y el nombre que se os antojare, que no
habrá muerte, promesa o amenaza que me aparte del crucificado esposo mío''
C.XI
En nuestro
traje y en nuestra mansedumbre echaréis de ver que antes buscamos paz que
guerra, porque no hacen batalla las mujeres ni los varones afligidos.
C.XII
Tomando
consentimiento primero de mi hija, por parecerme acertado y aun conveniente que
los padres casen a sus hijas con su beneplácito y gusto, pues no les dan
compañía por un día, sino por todos aquellos que les durare la vida; y, de no
hacer esto ansí, se han seguido, siguen y seguirán millares de inconvenientes,
que los más suelen parar en desastrados sucesos.
C.XII
¿qué dote
puede llevar más rico una doncella, que serlo, ni qué limpieza puede ni debe
agradar más al esposo que la que la mujer lleva a su poder en su entereza? La
honestidad siempre anda acompañada con la vergüenza, y la vergüenza con la
honestidad. Y si la una o la otra comienzan a desmoronarse y a perderse, todo el
edificio de la hermosura dará en tierra, y será tenido en precio bajo y
asqueroso.
C.XIII
Lo que sé
decir es que me trataron los cosarios con mejor término que mis ciudadanos.
C.XIII
Ninguna
ciencia, en cuanto a ciencia, engaña: el engaño está en quien no la sabe.
C.XIII
El mejor
astrólogo del mundo, puesto que muchas veces se engaña, es el demonio, porque no
solamente juzga de lo por venir por la ciencia que sabe, sino también por las
premisas y conjeturas; y, como ha tanto tiempo que tiene esperiencia de los
casos pasados y tanta noticia de los presentes, con facilidad se arroja a juzgar
de los por venir, lo que no tenemos los aprendices desta ciencia, pues hemos de
juzgar siempre a tiento y con poca seguridad.
C.XIV
-A tener tú
conciencia -dijo Rosamunda- de las verdades que has dicho, tenías harto de que
acusarte; que no todas las verdades han de salir en público, ni a los ojos de
todos.
-Sí -dijo a
esta sazón Mauricio-; sí, que tiene razón Rosamunda, que las verdades de las
culpas cometidas en secreto, nadie ha de ser osado de sacarlas en público.
C.XIV
Y si la
corrección ha de ser fraterna entre todos, ¿por qué no ha de gozar deste
privilegio el príncipe?
C.XIV
Y hay más: que
las honras que se quitan por escrito, como vuelan y pasan de gente en gente, no
se pueden reducir a restitución, sin la cual no se perdonan los pecados.
C.XIV
-Quien todo
eso sabe -dijo el bárbaro Antonio- cerca está de enmendarse. No hay pecado tan
grande, ni vicio tan apoderado que con el arrepentimiento no se borre o quite
del todo.
C.XIV
Un buen
arrepentimiento es la mejor medicina que tienen las enfermedades del alma.
C.XVI
-Siempre la
pérdida del tiempo no se puede cobrar
C.XVI
si la alabanza
es premio de la virtud, si el que alaba es virtuoso, es alabanza; y si vicioso,
vituperio
C.XVIII
Posible cosa
es que un oficial sea poeta, porque la poesía no está en las manos, sino en el
entendimiento, y tan capaz es el alma del sastre para ser poeta como la de un
maese de campo; porque las almas todas son iguales y de una misma masa en sus
principios criadas y formadas por su Hacedor;
C.XVIII
-El príncipe,
justa razón es que viva seguro entre sus vasallos, que el temor de las
traiciones nace de la injusta vida del príncipe
C.XX
¡Los males que
tienen fin en la muerte, como no se dilaten y entretengan, hacen dichosa la
vida!
C.XX
Yo desde el
punto que tuve uso de razón, no la tuve, porque siempre fui mala: con los años
verdes y con la hermosura mucha, con la libertad demasiada y con la riqueza
abundante, se fueron apoderando de mí los vicios de tal manera que han sido y
son en mí como acidentes inseparables. Ya sabéis, como yo alguna vez he dicho,
que he tenido el pie sobre las cervices de los reyes, y he traído a la mano que
he querido las voluntades de los hombres; pero el tiempo, salteador y robador de
la humana belleza de las mujeres, se entró por la mía tan sin yo pensarlo que
primero me he visto fea que desengañada. Mas, como los vicios tienen asiento en
el alma, que no envejece, no quieren dejarme; y, como yo no les hago
resistencia, sino que me dejo ir con la corriente de mis gustos, heme ido ahora
con el que me da el ver siquiera a este bárbaro muchacho, el cual, aunque le he
descubierto mi voluntad, no corresponde a la mía, que es de fuego, con la suya,
que es de helada nieve; véome despreciada y aborrecida, en lugar de estimada y
bien querida: golpes que no se pueden resistir con poca paciencia y con mucho
deseo. Ya ya la muerte me va pisando las faldas, y estiende la mano para
alcanzarme de la vida; por lo que veis que debe la bondad del pecho que la tiene
al miserable que se le encomienda, os suplico que cubráis mi fuego con yelo y me
enterréis en esa sepultura; que, puesto que mezcléis mis lascivos huesos con los
de esa casta doncella, no los contaminarán; que las reliquias buenas siempre lo
son dondequiera que estén.
C.XXI
Mauricio,
malcontento de aquella compañía, siempre iba temiendo algún revés de su
acelerada costumbre y mal modo de vivir.
C.XXII
-«Una de las
islas que están junto a la de Ibernia me dio el cielo por patria; es tan grande
que toma nombre de reino, el cual no se hereda ni viene por sucesión de padre a
hijo: sus moradores le eligen a su beneplácito, procurando siempre que sea el
más virtuoso y mejor hombre que en él se hallara; y sin intervenir de por medio
ruegos o negociaciones, y sin que los soliciten promesas ni dádivas, de común
consentimiento de todos sale el rey y toma el cetro absoluto del mando, el cual
le dura mientras le dura la vida o mientras no se empeora en ella. Y, con esto,
los que no son reyes procuran ser virtuosos para serlo, y los que los son,
pugnan serlo más, para no dejar de ser reyes. Con esto se cortan las alas a la
ambición, se atierra la codicia, y, aunque la hipocresía suele andar lista, a
largo andar se le cae la máscara y queda sin el alcanzado premio; con esto los
pueblos viven quietos, campea la justicia y resplandece la misericordia,
despáchanse con brevedad los memoriales de los pobres, y los que dan los ricos,
no por serlo son mejor despachados; no agobian la vara de la justicia las
dádivas, ni la carne y sangre de los parentescos; todas las negociaciones
guardan sus puntos y andan en sus quicios; finalmente, reino es donde se vive
sin temor de los insolentes y donde cada uno goza lo que es suyo.
C.XXII
Los reyes, por
parecerles que la malencolía en los vasallos suele despertar malos pensamientos,
procuran tener alegre el pueblo y entretenido con fiestas públicas, y a veces
con ordinarias comedias;
C.XXIII
El amor junta
los cetros con los cayados, la grandeza con la bajeza, hace posible lo
imposible, iguala diferentes estados y viene a ser poderoso como la muerte.
LIBRO 2
C.II
Quizá dijera
que la fuerza de los celos es tan poderosa y tan sutil que se entra y mezcla con
el cuchillo de la misma muerte, y va a buscar al alma enamorada en los últimos
trances de la vida.
C.III
No te aconsejo
yo que te deshonestes ni te precipites; que los favores que hacen las doncellas
a los que aman, por castos que sean, no lo parecen, y no se ha de aventurar la
honra por el gusto; pero, con todo esto, puede mucho la discreción, y el amor,
sutil maestro de encaminar los pensamientos, a los más turbados ofrece lugar y
coyuntura de mostrarlos sin menoscabo de su crédito.
C.IV
Porque el que
lo ha de ser requiere tener tres calidades: la primera, autoridad; la segunda,
prudencia, y la tercera, ser llamado.
C.IV
Todos
deseaban, pero a ninguno se le cumplían sus deseos: condición de la naturaleza
humana, que, puesto que Dios la crió perfecta, nosotros, por nuestra culpa, la
hallamos siempre falta, la cual falta siempre la ha de haber mientras no
dejáremos de desear.
C.V
Así como por
la mucha risa se descubre el poco entendimiento, por el mucho llorar el poco
discurso.
C.V
Por tres cosas
es lícito que llore el varón prudente: la una, por haber pecado; la segunda, por
alcanzar perdón de él ; la tercera, por estar celoso: las demás lágrimas no
dicen bien en un rostro grave.
C.VI
-Sin duda,
Auristela está celosa; que los celos se engendran, entre los que bien se
quieren, del aire que pasa, del sol que toca, y aun de la tierra que pisa.
C.VI
Especialmente
de las mujeres, que por naturaleza las más son codiciosas, como las más son
altivas y soberbias.
C.VI
Que el ver
mucho y el leer mucho aviva los ingenios de los hombres.
C.VII
Porque el amor
ni nace ni puede crecer si no es al arrimo de la esperanza, y, faltando ella,
falta él de todo punto.
C.VIII
Que los
ímpetus amorosos que suelen parecer en los ancianos se cubren y disfrazan con la
capa de la hipocresía; que no hay hipócrita, si no es conocido por tal, que dañe
a nadie sino a sí mismo, y los viejos, con la sombra del matrimonio, disimulan
sus depravados apetitos.
C.X
Si tanto
presumes de casto y honesto, defiende tu castidad y honestidad con el
sufrimiento; que los peligros semejantes no se remedian con las armas, ni con
esperar los encuentros, sino con huir de ellos.
C.XII
En todo cuanto
quiero agora decirte, ¡oh hijo!, quiero advertirte que adviertas que se
encaminan mis razones a aconsejarte que no ofendas a Dios en ninguna manera; y
bien habrás echado de ver esto en quince o diez y seis años que ha que te enseño
la ley que mis padres me enseñaron, que es la católica, la verdadera y en la que
se han de salvar y se han salvado todos los que han entrado hasta aquí y han de
entrar de aquí adelante en el reino de los cielos. Esta santa ley nos enseña que
no estamos obligados a castigar a los que nos ofenden, sino a aconsejarlos la
enmienda de sus delitos: que el castigo toca al juez y la reprehensión a todos,
como sea con las condiciones que después te diré. Cuando te convidaren a hacer
ofensas que redunden en deservicio de Dios, no tienes para qué armar el arco, ni
disparar flechas, ni decir injuriosas palabras: que, con no recebir el consejo y
apartarte de la ocasión, quedarás vencedor en la pelea, y libre y seguro de
verte otra vez en el trance que ahora te has visto.
LIBRO III
C.I
Como están
nuestras almas siempre en continuo movimiento, y no pueden parar ni sosegar sino
en su centro, que es Dios, para quien fueron criadas, no es maravilla que
nuestros pensamientos se muden: que éste se tome, aquél se deje, uno se prosiga
y otro se olvide; y el que más cerca anduviere de su sosiego, ése será el mejor,
cuando no se mezcle con error de entendimiento.
C.I
Las alabanzas
que se dan a la persona amada, halas de decir el amante como propias, y no como
que se dicen de persona ajena. No ha de enamorar el amante con las gracias de
otro; suyas han de ser las que mostrare a su dama; si no canta bien, no le
traiga quien la cante; si no es demasiado gentilhombre, no se acompañe con
Ganimedes; y, finalmente, soy de parecer que las faltas que tuviere, no las
enmiende con ajenas sobras
C.I
-Agora sabrás,
bárbara mía, del modo que has de servir a Dios, con otra relación más copiosa,
aunque no diferente, de la que yo te he hecho; agora verás los ricos templos en
que es adorado; verás juntamente las católicas ceremonias con que se sirve, y
notarás cómo la caridad cristiana está en su punto. Aquí, en esta ciudad, verás
cómo son verdugos de la enfermedad muchos hospitales que la destruyen, y el que
en ellos pierde la vida, envuelto en la eficacia de infinitas indulgencias, gana
la del cielo. Aquí el amor y la honestidad se dan las manos, y se pasean juntos,
la cortesía no deja que se le llegue la arrogancia, y la braveza no consiente
que se le acerque la cobardía. Todos sus moradores son agradables, son corteses,
son liberales y son enamorados, porque son discretos. La ciudad es la mayor de
Europa y la de mayores tratos; en ella se descargan las riquezas del Oriente, y
desde ella se reparten por el universo; su puerto es capaz, no sólo de naves que
se puedan reducir a número, sino de selvas movibles de árboles que los de las
naves forman; la hermosura de las mujeres admira y enamora; la bizarría de los
hombres pasma, como ellos dicen; finalmente, ésta es la tierra que da al cielo
santo y copiosísimo tributo.
C.I
Llegó el navío
a la ribera de la ciudad, y en la de Belén se desembarcaron, porque quiso
Auristela, enamorada y devota de la fama de aquel santo monasterio, visitarle
primero, y adorar en él al verdadero Dios libre y desembarazadamente, sin las
torcidas ceremonias de su tierra.
C.I
Aquí yace viva
la memoria del ya muerto
Manuel de Sosa
Coitiño, caballero portugués,
que, a no ser
portugués, aún fuera vivo.
No murió a las
manos de ningún castellano,
sino a las del
amor, que todo lo puede;
procura saber
su vida, y envidiarás su muerte,
pasajero.
C.I
Diez días
estuvieron en Lisboa, todos los cuales gastaron en visitar los templos y en
encaminar sus almas por la derecha senda de su salvación.
C.II
Pero la
excelencia de la poesía es tan limpia como el agua clara, que a todo lo no
limpio aprovecha; es como el sol, que pasa por todas las cosas inmundas sin que
se le pegue nada; es habilidad, que tanto vale cuanto se estima; es un rayo que
suele salir de donde está encerrado, no abrasando, sino alumbrando; es
instrumento acordado que dulcemente alegra los sentidos, y, al paso del deleite,
lleva consigo la honestidad y el provecho.
C.II
Y a Dios
quedad, que no puedo detenerme; que, puesto que el miedo pone espuelas, más
agudas las pone la honra.
C.II
-Nuestra
diligencia -dijo un pastor viejo- mostrará que tenemos caridad.
C.IV
Sólo dificultó
el ponerla en camino estando tan recién parida, y así se lo dijo; pero el
anciano pastor dijo que no había más diferencia del parto de una mujer que del
de una res, y que, así como la res, sin otro regalo alguno, después de su parto,
se quedaba a las inclemencias del cielo, ansí la mujer podía, sin otro regalo
alguno, acudir a sus ejercicios; sino que el uso había introducido entre las
mujeres los regalos y todas aquella prevenciones que suelen hacer con las recién
paridas.
-Yo seguro
-dijo más- que cuando Eva parió el primer hijo, que no se echó en el lecho, ni
se guardó del aire, ni usó de los melindres que agora se usan en los partos.
Esforzaos, señora Feliciana, y seguid vuestro intento, que desde aquí le apruebo
casi por santo, pues es tan cristiano
C.IX
-Yo hago
voto...
Pero, apenas
dijo esta palabra, cuando Auristela le dijo:
-¿Qué voto
queréis hacer, señora?
-De ser monja
-respondió la condesa.
-Sedlo, y no
le hagáis -replicó Auristela-, que las obras de servir a Dios no han de ser
precipitadas, ni que parezcan que las mueven acidentes, y éste de la muerte de
vuestro esposo, quizá os hará prometer lo que después, o no podréis, o no
querréis cumplir. Dejad en las manos de Dios y en las vuestras vuestra voluntad,
que así vuestra discreción, como la de vuestros padres y hermanos, os sabrá
aconsejar y encaminar en lo que mejor os estuviere. Y dése agora orden de
enterrar vuestro marido, y confiad en Dios, que quien os hizo condesa tan sin
pensarlo os sabrá y querrá dar otro título que os honre y os engrandezca con más
duración que el presente.
C.IX
Echóles su
bendición su abuelo a todos, que la bendición de los ancianos parece que tiene
prerrogativa de mejorar los sucesos.
C.X
Prosiguiendo
su viaje, llegó a un lugar, no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me
acuerdo.
C.XI
Llegaron todos
juntos donde un camino se dividía en dos: los cautivos tomaron el de Cartagena,
y los peregrinos el de Valencia.
C.XII
Cerca de
Valencia llegaron, en la cual no quisieron entrar por escusar las ocasiones del
detenerse; pero no faltó quien les dijo la grandeza de su sitio, la excelencia
de sus moradores, la amenidad de sus contornos, y, finalmente, todo aquello que
la hace hermosa y rica sobre todas las ciudades, no sólo de España, sino de toda
Europa; y principalmente les alabaron la hermosura de las mujeres y su estremada
limpieza y graciosa lengua, con quien sola la portuguesa puede competir en ser
dulce y agradable
C.XII
Los corteses
catalanes, gente enojada, terrible y pacífica, suave; gente que con facilidad da
la vida por la honra, y por defenderlas entrambas se adelantan a sí mismos, que
es como adelantarse a todas las naciones del mundo.
C.XIII
Fueron
disculpa sus pocos años de sus muchos yerros.
C.XIV
La historia,
la poesía y la pintura simbolizan entre sí, y se parecen tanto que, cuando
escribes historia, pintas, y cuando pintas, compones. No siempre va en un mismo
peso la historia, ni la pintura pinta cosas grandes y magníficas, ni la poesía
conversa siempre por los cielos. Bajezas admite la historia; la pintura, hierbas
y retamas en sus cuadros; y la poesía tal vez se realza cantando cosas humildes.
C.XVII
La ira, según
se dice, es una revolución de la sangre que está cerca del corazón, la cual se
altera en el pecho con la vista del objeto que agravia, y tal vez con la
memoria; tiene por último fin y paradero suyo la venganza, que, como la tome el
agraviado, sin razón o con ella, sosiega.
C.XVIII
Español soy,
que me obliga a ser cortés y a ser verdadero
C.XIX
-Yo -replicó
Auristela- no sé qué es amor, aunque sé lo que es querer bien.
A lo que dijo
Belarminia:
-No entiendo
ese modo de hablar, ni la diferencia que hay entre amor y querer bien.
-Ésta -replicó
Auristela-: querer bien puede ser sin causa vehemente que os mueva la voluntad,
como se puede querer a una criada que os sirve o a una estatua o pintura que
bien os parece o que mucho os agrada; y éstas no dan celos, ni los pueden dar;
pero aquello que dicen que se llama amor, que es una vehemente pasión del ánimo,
como dicen, ya que no dé celos, puede dar temores que lleguen a quitar la vida,
del cual temor a mí me parece que no puede estar libre el amor en ninguna
manera.
-Mucho has
dicho, señora -respondió Periandro-, porque no hay ningún amante que esté en
posesión de la cosa amada, que no tema el perderla; no hay ventura tan firme que
tal vez no dé vaivenes; no hay clavo tan fuerte que pueda detener la rueda de la
fortuna; y si el deseo que nos lleva a acabar presto nuestro camino no lo
estorbara, quizá mostrara yo hoy en la academia que puede haber amor sin celos,
pero no sin temores.
C.XIX
Tenida por
arrogante.
LIBRO IV
C.I
Dichoso es el soldado que,
cuando está peleando, sabe que le está mirando su príncipe;
C.I
La hermosura
que se acompaña con la honestidad es hermosura; y la que no, no es más de un
buen parecer
C.I
La mejor dote
que puede llevar la mujer principal es la honestidad, porque la hermosura y la
riqueza el tiempo la gasta o la fortuna la deshace.
C.I
No desees, y
serás el más rico hombre del mundo.
C.III
Que comúnmente
se dice, de que toda comparación es odiosa, en la de la belleza viene a ser
odiosísima, sin que amistades, parentescos, calidades y grandezas se opongan al
rigor desta maldita invidia, que así puede llamarse la que encendía las
comparadas hermosuras.
C.IV
El que fuere
amante verdadero no ha de tener atrevimiento para pedir celos a la cosa amada;
y, puesto que llegue a tanta perfeción que no los pida, no puede dejarlos de
pedir a sí mismo; digo, a su misma ventura, de la cual es imposible vivir
seguro, porque las cosas de mucho precio y valor tienen en continuo temor al que
las posee, o al que las ama, de perderlas, y esta es una pasión que no se aparta
del alma enamorada, como accidente inseparable
C.V
En este
tiempo, le tuvo Auristela de informarse de todo aquello que a ella le parecía
que le faltaba por saber de la fe católica; a lo menos, de aquello que en su
patria escuramente se platicaba. Halló con quien comunicar su deseo por medio de
los penitenciarios, con quien hizo su confesión entera, verdadera y llana, y
quedó enseñada y satisfecha de todo lo que quiso, porque los tales
penitenciarios, en la mejor forma que pudieron, le declararon todos los
principales y más convenientes misterios de nuestra fe.
Comenzaron
desde la invidia y soberbia de Lucifer, y de su caída con la tercera parte de
las estrellas, que cayeron con él en los abismos; caída que dejó vacas y vacías
las sillas del cielo, que las perdieron los ángeles malos por su necia culpa.
Declaráronle el medio que Dios tuvo para llenar estos asientos, criando al
hombre, cuya alma es capaz de la gloria que los ángeles malos perdieron.
Discurrieron por la verdad de la creación del hombre y del mundo, y por el
misterio sagrado y amoroso de la Encarnación, y, con razones sobre la razón
misma, bosquejaron el profundísimo misterio de la Santísima Trinidad. Contaron
cómo convino que la segunda persona de las tres, que es la del Hijo, se hiciese
hombre, para que, como hombre, Dios pagase por el hombre, y Dios pudiese pagar
como Dios, cuya unión hipostática sólo podía ser bastante para dejar a Dios
satisfecho de la culpa infinita cometida, que Dios infinitamente se había de
satisfacer, y el hombre, finito por sí, no podía, y Dios, en sí solo, era
incapaz de padecer; pero, juntos los dos, llegó el caudal a ser infinito, y así
lo fue la paga.
Mostráronle la
muerte de Cristo, los trabajos de su vida desde que se mostró en el pesebre
hasta que se puso en la cruz. Exageráronle la fuerza y eficacia de los
sacramentos, y señalaron con el dedo la segunda tabla de nuestro naufragio, que
es la penitencia, sin la cual no hay abrir la senda del cielo, que suele cerrar
el pecado. Mostráronle asimismo a Jesucristo, Dios vivo, sentado a la diestra
del Padre, estando tan vivo y entero como en el cielo, sacramentado en la
tierra, cuya santísima presencia no la puede dividir ni apartar ausencia alguna,
porque uno de los mayores atributos de Dios, que todos son iguales, es el estar
en todo lugar, por potencia, por esencia y por presencia. Aseguráronle
infaliblemente la venida deste Señor a juzgar el mundo sobre las nubes del
cielo, y asimismo la estabilidad y firmeza de su Iglesia, contra quien pueden
poco las puertas, o por mejor decir, las fuerzas del infierno. Trataron del
poder del Sumo Pontífice, visorrey de Dios en la tierra y llavero del cielo.
C.VI
Pero si medio
gentil, amaba Auristela la honestidad, después de catequizada, la adoraba, no
porque viese iba contra ella en casarse, sino por no dar indicios de
pensamientos blandos, sin que precediesen antes o fuerzas, o ruegos.
C.VII
-En verdad que
tengo de ver si son tan valientes los españoles como tienen la fama.
Cuando
Periandro vio aquella desenvoltura, creyó que toda la casa se le había caído a
cuestas; y, poniéndole la mano delante el pecho a Hipólita, la detuvo y la
apartó de sí, y le dijo:
-Estos hábitos
que visto, señora Hipólita, no permiten ser profanados, o a lo menos yo no lo
permitiré en ninguna manera; y los peregrinos, aunque sean españoles, no están
obligados a ser valientes cuando no les importa.
C.VII
Según decís
que haréis lo que os dijere, como a ninguno de los dos perjudique, entraos
conmigo en esta cuadra, que os quiero enseñar una lonja y un camarín mío.
A lo que
respondió Periandro:
-Aunque soy
español, soy algún tanto medroso, y más os temo a vos sola que a un ejército de
enemigos. Haced que nos haga otro la guía y llevadme do quisiéredes.
C.X
-Hermano mío,
pues ha querido el cielo que con este nombre tan dulce y tan honesto ha dos años
que te he nombrado, sin dar licencia al gusto o al descuido para que de otra
suerte te llamase, que tan honesta y tan agradable no fuese, querría que esta
felicidad pasase adelante, y que solos los términos de la vida la pusiesen
término: que tanto es una ventura buena cuanto es duradera, y tanto es duradera
cuanto es honesta. Nuestras almas, como tú bien sabes, y como aquí me han
enseñado, siempre están en continuo movimiento y no pueden parar sino en Dios,
como en su centro. En esta vida los deseos son infinitos, y unos se encadenan de
otros, y se eslabonan, y van formando una cadena que tal vez llega al cielo, y
tal se sume en el infierno. Si te pareciere, hermano, que este lenguaje no es
mío, y que va fuera de la enseñanza que me han podido enseñar mis pocos años y
mi remota crianza, advierte que en la tabla rasa de mi alma ha pintado la
esperiencia y escrito mayores cosas; principalmente ha puesto que en sólo
conocer y ver a Dios está la suma gloria, y todos los medios que para este fin
se encaminan son los buenos, son los santos, son los agradables, como son los de
la caridad, de la honestidad y el de la virginidad. Yo, a lo menos, así lo
entiendo, y, juntamente con entenderlo así, entiendo que el amor que me tienes
es tan grande que querrás lo que yo quisiere. Heredera soy de un reino, y ya tú
sabes la causa por que mi querida madre me envió en casa de los reyes tus
padres, por asegurarme de la grande guerra de que se temía; desta venida se
causó el de venirme yo contigo, tan sujeta a tu voluntad que no he salido della
un punto; tú has sido mi padre, tú mi hermano, tú mi sombra, tú mi amparo y,
finalmente, tú mi ángel de guarda, y tú mi enseñador y mi maestro, pues me has
traído a esta ciudad, donde he llegado a ser cristiana como debo. Querría agora,
si fuese posible, irme al cielo, sin rodeos, sin sobresaltos y sin cuidados, y
esto no podrá ser si tú no me dejas la parte que yo misma te he dado, que es la
palabra y la voluntad de ser tu esposa. Déjame, señor, la palabra, que yo
procuraré dejar la voluntad, aunque sea por fuerza: que, para alcanzar tan gran
bien como es el cielo, todo cuanto hay en la tierra se ha de dejar, hasta los
padres y los esposos. Yo no te quiero dejar por otro; por quien te dejo es por
Dios, que te dará a sí mismo, cuya recompensa infinitamente excede a que me
dejes por él.
C.XI
Indiscretas
somos las mujeres, mal sufridas y peor calladas; mientras callé, en sosiego
estuvo mi alma; hablé, y perdíle
C.XI
Si quieres que
te lleven al cielo sola y señera, sin que tus acciones dependan de otro que de
Dios y de ti misma, sea en buen hora; pero quisiera que advirtieras que no sin
escrúpulo de pecado puedes ponerte en el camino que deseas.
C.XII
Parece que el
bien y el mal distan tan poco el uno del otro, que son como dos líneas
concurrentes, que, aunque parten de apartados y diferentes principios, acaban en
un punto.
C.XII
Sigismunda,
muchacha, sola y persuadida, lo que respondió fue que ella no tenía voluntad
alguna, ni tenía otra consejera que la aconsejase, sino a su misma honestidad;
que, como ésta se guardase, dispusiesen a su voluntad de ella
C.XII
Había hecho
voto de venir a Roma, a enterarse en ella de la fe católica, que en aquellas
partes septentrionales andaba algo de quiebra.
C.XIII
Entretiénese
el dolor y el sentimiento de las recién dadas heridas en la cólera y en la
sangre caliente, que, después de fría, fatiga de manera que rinde la paciencia
del que las sufre. Lo mismo acontece en las pasiones del alma: que, en dando el
tiempo lugar y espacio para considerar en ellas, fatigan hasta quitar la vida.
C.XIII
Monasterio
debajo del título de Santo Tomás, en el cual hay religiosos de cuatro naciones:
españoles, franceses, toscanos y latinos
C.XIV
Es tan poca la
seguridad con que se gozan los humanos gozos, que nadie se puede prometer en
ellos un mínimo punto de firmeza.
C.XIV
Estas mudanzas
tan extrañas caen debajo del poder de aquella que comúnmente es llamada Fortuna,
que no es otra cosa sino un firme disponer del cielo.
LA GALATEA
Si la agudeza
de tu buen ingenio, desamorado pastor, no me asegurara que con facilidad puede
alcanzar la verdad, de quien tan lejos agora se halla, antes que ponerme en
trabajo de contradecir tu opinión, te dejara con ella por castigo de tus
sinrazones. Mas, porque me advierten las que en vituperio del amor has dicho los
buenos principios que tienes para poder reducirte a mejor propósito, no quiero
dejar con mi silencio, a los que nos oyen, escandalizados; al amor,
desfavorescido, y a ti, pertinaz y vanaglorioso. Y así, ayudado del amor, a
quien llamo, pienso en pocas palabras dar a entender cuán otras son sus obras y
efectos de los que tú dél has publicado, hablando sólo del amor que tú
entiendes, el cuál tú definiste diciendo que era un deseo de belleza, declarando
asimesmo qué cosa era belleza, y poco después desmenuzaste todos los efectos que
el amor, de quien hablamos, hacía en los enamorados pechos, confirmándolo al
cabo con varios y desdichados sucesos por el amor causados. Y, aunque la
difinición que del amor hiciste sea la más general que se suele dar, todavía no
lo es tanto que no se pueda contradecir, porque amor y deseo son dos cosas
diferentes: que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama.
La razón está clara en todas las cosas que se poseen, que entonces no se podrá
decir que se desean, sino que se aman, como el que tiene salud no dirá que desea
la salud, sino que la ama, y el que tiene hijos no podrá decir que desea hijos,
sino que ama los hijos; ni tampoco las cosas que se desean se pueden decir que
se aman, como la muerte de los enemigos, que se desea y no se ama. Y así, que,
por esta razón, el amor y deseo vienen a ser diferentes afectos de la voluntad.
Verdad es que amor es padre del deseo, y entre otras difiniciones que del amor
se dan, ésta es una: amor es aquella primera mutación que sentimos hacer en
nuestra mente, por el apetito que nos conmueve y nos tira a sí, y nos deleita y
aplace; y aquel placer engendra movimiento en el ánimo, el cual movimiento se
llama deseo; y, en resolución, deseo es movimiento del apetito acerca de lo que
se ama, y un querer de aquello que se posee, y el objecto suyo es el bien; y,
como se hallan diversas especies de deseos, y el amor es una especie de deseo
que atiende y mira al bien que se llama bello. Pero para más clara difinición y
diversión del amor, se ha de entender que en tres maneras se divide: en amor
honesto, en amor útil y en amor deleitable. Y a estas tres suertes de amor se
reducen cuantas maneras de amar y desear pueden caber en nuestra voluntad,
porque el amor honesto mira a las cosas del cielo, eternas y divinas; el útil, a
las de la tierra, alegres y perecederas, como son las riquezas, mandos y
señoríos; el deleitable, a las gustosas y placenteras, como son las bellezas
corporales vivas, que tú, Lenio, dijiste. Y cualquiera suerte destos amores que
he dicho no debe ser de ninguna lengua vituperada, porque el amor honesto
siempre fue, es y ha de ser limpio, sencillo, puro y divino, y que sólo en Dios
para y sosiega; el amor provechoso, por ser, como es, natural, no debe
condemnarse; ni menos el deleitable, por ser más natural que el provechoso. Que
sean naturales estas dos suertes de amor en nosotros la experiencia nos lo
muestra claro, porque luego que el atrevido primer padre nuestro pasó el divino
mandamiento, y de señor quedó hecho siervo, y de libre esclavo, luego conosció
la miseria en que había caído y la pobreza en que estaba; y así, tomó en el
momento las hojas de los árboles que le cubriesen, y sudó y trabajó, rompiendo
la tierra para sustentarse y vivir con la menos incomodidad que pudiese; y, tras
esto, obedeciendo mejor a su Dios en ello que en otra cosa, procuró tener hijos
y perpetuar y dilatar en ellos la generación humana; y, así como por su
inobediencia entró la muerte en él y por él en todos sus descendientes, así
heredamos juntamente todos sus afectos y pasiones, como heredamos su mesma
naturaleza; y, como él procuró remediar su necesidad y pobreza, también nosotros
no podemos dejar de procurar y desear remediar la nuestra. Y de aquí nasce el
amor que tenemos a las cosas útiles a la vida humana, y tanto cuanto más
alcanzamos dellas, tanto más nos parece que remediamos nuestra falta, y por el
mesmo consiguiente heredamos el deseo de perpetuarnos en nuestros hijos; y deste
deseo se sigue el que tenemos de gozar la belleza viva corporal, como solo y
verdadero medio que tales deseos a dichoso fin conduce. Así que, este amor
deleitable, solo y sin mezcla de otro accidente, es digno antes de alabanza que
de vituperio, y este es el amor que tú, Lenio, tienes por enemigo; y cáusalo que
no le entiendes ni conoces, porque nunca le has visto solo y en su mesma figura,
sino siempre acompañado de deseos perniciosos, lascivos y mal colocados. Y esto
no es culpa de amor, que siempre es bueno, sino de los accidentes que se le
llegan, como vemos que acaece en algún caudaloso río, el cual tiene su
nascimiento de alguna líquida y clara fuente que siempre claras y frescas aguas
le va ministrando, y, a poco espacio que de la limpia madre se aleja, sus dulces
y cristalinas aguas en amargas y turbias son convertidas, por los muchos y no
limpios arroyos que de una y otra parte se le juntan. Así que, este primer
movimiento –amor o deseo, como llamarlo quisieres– no puede nascer sino de buen
principio; y aun dellos es el conocimiento de la belleza, la cual, conoscida por
tal, casi parece imposible que de amar se deje. Y tiene la belleza tanta fuerza
para mover nuestros ánimos, que ella sola fue parte para que los antiguos
filósofos, ciegos y sin lumbre de fe que los encaminase, llevados de la razón
natural, y traídos de la belleza que en los estrellados cielos y en la máquina y
redondez de la tierra contemplaban, admirados de tanto contento y hermosura,
fueron con el entendimiento rastreando, haciendo escala por estas causas
segundas, hasta llegar a la primera causa de las causas; y conoscieron que había
un solo principio sin principio de todas las cosas. Pero lo que más los admiró y
levantó la consideración, fue ver la compostura del hombre, tan ordenada, tan
perfecta y tan hermosa, que le vinieron a llamar mundo abreviado; y así es
verdad, que en todas las obras hechas por el mayordomo de Dios, naturaleza,
ninguna es de tanto primor ni que más descubra la grandeza y sabiduría de su
Hacedor, porque en la figura y compostura del hombre se cifra y cierra la
belleza que en todas las otras partes della se reparte, y de aquí nasce que esta
belleza conoscida se ama, y como toda ella más se muestre y resplandezca en el
rostro, luego como se ve un hermoso rostro, llama y tira la voluntad a amarle.
De do se sigue que, como los rostros de las mujeres hagan tanta ventaja en
hermosura al de los varones, ellas son las que son de nosotros más queridas,
servidas y solicitadas, como a cosa en quien consiste la belleza que
naturalmente más a nuestra vista contenta. Pero, viendo el hacedor y criador
nuestro que es propria naturaleza del ánima nuestra estar contino en perpetuo
movimiento y deseo, por no poder ella parar sino en Dios, como en su proprio
centro, quiso, porque no se arrojase a rienda suelta a desear las cosas
perecederas y vanas, y esto sin quitarle la libertad del libre albedrío, ponerle
encima de sus tres potencias una despierta centinela que la avisase de los
peligros que la contrastaban y de los enemigos que la perseguían, la cual fue la
razón, que corrige y enfrena nuestros desordenados deseos. Y, viendo asimesmo
que la belleza humana había de llevar tras sí nuestros afectos e inclinaciones,
ya que no le pareció quitarnos este deseo, a lo menos quiso templarle y
corregirle, ordenando el sancto yugo del matrimonio, debajo del cual al varón y
a la hembra los más de los gustos y contentos amorosos naturales le[s] son
lícitos y debidos. Con estos dos remedios, puestos por la divina mano, se viene
a templar la demasía que puede haber en el amor natural, que tú, Lenio,
vituperas, el cual amor de sí es tan bueno que si en nosotros faltase, el mundo
y nosotros acabaríamos. En este mesmo amor de quien voy hablando están cifradas
todas las virtudes, porque el amor es templanza que el amante, conforme la casta
voluntad de la cosa amada, la suya tiempla; es fortaleza, porque el enamorado
cualquier variedad puede sufrir por amor de quien ama; es justicia, porque con
ella a la que bien quiere sirve, forzándole la mesma razón a ello; es prudencia,
porque de toda sabiduría está el amor adornado. Mas yo te demando, ¡oh Lenio!,
tú que has dicho que el amor es causa de ruina de imperios, destruición de
ciudades, de muertes de amigos, de sacrílegos hechos, inventor de traiciones,
transgresor de leyes, digo que te demando que me digas cuál loable cosa hay hoy
en el mundo, por buena que sea, que el uso della no pueda en mal ser convertida.
Condémnese la filosofía, porque muchas veces nuestros defectos descubre, y
muchos filósofos han sido malos; abrásense las obras de los heroicos poetas,
porque con sus sátiras y versos los vicios reprehenden y vituperan; vitupérese
la medicina, porque los venenos descubre; llámese inútil la elocuencia, porque
algunas veces ha sido tan arrogante que ha puesto en duda la verdad conoscida;
no se forjen armas, porque los ladrones y los homicidas las usan; no se
fabriquen casas, porque puedan caer sobre sus habitadores; prohíbanse la
variedad de los manjares, porque suelen ser causa de enfermedad; ninguno procure
tener hijos, porque Edipo, instigado de cruelísima furia, mató a su padre, y
Oreste hirió el pecho de la madre propria; téngase por malo el fuego, porque
suele abrasar las casas y consumir las ciudades; desdéñese el agua, porque con
ella se anegó toda la tierra; condémnense, en fin, los elementos, porque pueden
ser de algunos perversos perversamente usados; y desta manera cualquier cosa
buena puede ser en mala convertida, y proceder della efectos malos, si en las
manos de aquéllos son puestas que, como irracionales sin mediocridad, del
apetito gobernar se dejan. Aquella antigua Cartago, émula del imperio romano; la
belicosa Numancia, la adornada Corinto, la soberbia Tebas, la docta Atenas y la
ciudad de Dios, Hierusalém, que fueron vencidas y asoladas: digamos por eso que
el amor fue causa de su destruición y ruina. Así que, debrían los que tienen por
costumbre de decir mal del amor, decirlo dellos mesmos, porque los dones de
amor, si con templanza se usan, son dignos de perpetua alabanza, pues siempre
los medios fueron alabados en todas las cosas, como vituperados los estremos;
que si abrazamos la virtud más de aquello que basta, el sabio granjeará nombre
de loco y el justo de inicuo. Del antiguo Cremo trágico fue opinión que, como el
vino mezclado con el agua es bueno, así el amor templado es provechoso, lo que
es al revés en el immoderado. La generación de los animales racionales y brutos
sería ninguna si el amor no procediese, y, faltando en la tierra, quedaría
desierta y vacua. Los antiguos creyeron que el amor era obra de los dioses, dada
para conservación y cura de los hombres. Pero, viniendo a lo que tú, Lenio,
dijiste de los tristes y estraños efectos que el amor en los enamorados pechos
hace, tiniéndolos siempre en continas lágrimas, profundos sospiros, desesperadas
imaginaciones, sin co[n]cederles jamás una hora de reposo, veamos, por ventura,
¿qué cosa puede desearse en esta vida que el alcanzarla no cueste fatiga y
trabajo? Y tanto cuanto más es de valor la cosa, tanto más se ha de padecer y se
padece por ella, porque el deseo presupone falta de lo deseado, y hasta
conseguirlo es forzosa la inquietud del ánimo nuestro, pues si todos los deseos
humanos se pueden pagar y contentarse sin alcanzar de todo punto lo que desean,
con que se les dé parte dello, y con todo eso se padece por cons[e]guirla, ¿qué
mucho es que, por alcanzar aquello que no puede satisfacer ni contentar al deseo
sino con ello mesmo, se padezca, se llore, se tema y se espere? El que desea
señoríos, mandos, honras y riquezas, ya que ve que no puede subir al último
grado que quisiera, como llegue a ponerse en algún buen punto, queda en parte
satisfecho, porque la esperanza que le falta de no poder subir a más, le hace
parar donde puede y como mejor puede, todo lo cual es contrario en el amor,
porque el amor no tiene otra paga ni otra satisfación sino el mesmo amor, y él
proprio es su propria y verdadera paga. Y por esta razón es imposible que el
amante esté contento hasta que a la clara conozca que verdaderamente es amado,
certificándole desto las amorosas señales que ellos saben. Y así, estiman en
tanto un regalado volver de ojos, una prenda cualquiera que sea de su amada, un
no sé qué de risa, de habla, de burlas, que ellos de veras toman, como indicios
que le[s] van asegurando la paga que desean, y así, todas las veces que ven
señales en contrario déstas, esle fuerza al amante lamentarse y afligirse, sin
tener medio en sus dolores, pues no le puede tener en sus contentos, cuando la
favorable fortuna y el blando amor se los concede. Y, como sea hazaña de tanta
dificultad reducir una voluntad ajena a que sea una propria con la mía, y juntar
dos diferentes almas en tan disoluble ñudo y estrecheza que de las dos sean uno
los pensamientos y una todas las obras, no es mucho que, por conseguir tan alta
empresa, se padezca más que por otra cosa alguna, pues, después de conseguida,
satisface y alegra sobre todas las que en esta vida se desean. Y no todas veces
son las lágrimas con razón y causa derramadas, ni esparcidos los sospiros de los
enamorados, porque si todas sus lágrimas y sospiros se causaron de ver que no se
responde a su voluntad como se debe y con la paga que se requiere, habría de
considerar primero adónde levantaron la fantasía, y si la subieron más arriba de
lo que su merescimiento alcanza, no es maravilla que, cual nuevos Ícaros, caigan
abrasados en el río de las miserias, de las cuales no tendrá la culpa amor, sino
su locura. Con todo eso, yo no niego, sino afirmo, que el deseo de alcanzar lo
que se ama por fuerza ha de causar pesadumbre, por la razón de la carestía que
presupone, como ya otras veces he dicho; pero también digo que el conseguirla
sea de grandísimo gusto y contento, como lo es al cansado el reposo y la salud
al enfermo. Junto con esto, confieso que si los amantes señalasen, como en el
uso antiguo, con piedras blancas y negras sus tristes o dichosos días, sin duda
alguna que serían más las infelices; mas, también conozco que la calidad de sola
una blanca piedra haría ventaja a la cantidad de otras infinitas negras. Y, por
prueba desta verdad, vemos que los enamorados jamás de serlo se arrepienten;
antes, si alguno les prometiese librarles de la enfermedad amorosa, como a
enemigo le desecharían, porque aun el sufrirla les es suave. Y por esto, ¡oh
amadores!, no os impida ningún temor para dejar de ofreceros y dedicaros a amar
lo que más os pareciere dificultoso, ni os quejéis ni arrepintáis si a la
grandeza vuestra las cosas bajas habéis levantado, que amor iguala lo pequeño a
lo sublime, y lo menos a lo más; y con justo acuerdo tiempla las diversas
condiciones de los amantes, cuando con puro afecto la gracia suya en sus
corazones rescibe. No cedáis a los peligros, porque la gloria será tanta que
quite el sentimiento de todo dolor. Y, como a los antiguos capitanes y
emperadores, en premio de sus trabajos y fatigas, les eran, según la grandeza de
sus victorias, aparejados triunfos, así a los amantes les están guardados
muchedumbre de placeres y contentos, y, como a aquéllos el glorioso
rescibimiento les hacía olvidar todos los incomodos y disgustos pasados, así al
amante de la amada amado. Los espantosos sueños, el dormir no seguro, las
veladas noches, los inquietos días, en summa tranquilidad y alegría se
convierten. De manera, Lenio, que si por sus efectos tristes les condemnas, por
los gustosos y alegres les debes de absolver; y a la interpretación que diste de
la figura de Cupido, estoy por decir que vas tan engañado en ella, como casi en
las demás cosas que contra el amor has dicho. Porque, píntanle niño, ciego,
desnudo, con las alas y saetas; no quiere significar otra cosa, sino que el
amante ha de ser niño en no tener condición doblada, sino pura y sencilla; ha de
ser ciego a todo cualquier otro objecto que se le ofreciere, sino es a aquel a
quien ya supo mirar y entregarse; ha de ser desnudo, porque no ha de tener cosa
que no sea de la que ama; ha de tener alas de ligereza, para estar prompto a
todo lo que por su parte se le quisiere mandar; píntanle con saetas, porque la
llaga del enamorado pecho ha de ser profunda y secreta, y que apenas se descubra
sino a la mesma causa que ha de remedialla. Que el amor hiera con dos saetas,
las cuales obran en diferentes maneras, es darnos a entender que en el perfecto
amor, no ha de haber medio de querer y no querer en un mesmo punto, sino que el
amante ha de amar enteramente, sin mezcla de alguna tibieza. En fin, ¡oh Lenio!,
este amor es el que si consumió a los troyanos, engrandeció a los griegos; si
hizo cesar las obras de Cartago, hizo crescer los edificios de Roma; si quitó el
reino a Tarquino, redujo a libertad la república. Y, aunque pudiera traer aquí
muchos ejemplos en contrario de los que tú trujiste de los efectos buenos que el
amor hace, no me quiero ocupar en ellos, pues de sí son tan notorios; sólo
quiero rogarte te dispongas a creer lo que he mostrado, y que tengas paciencia
para oír una canción mía, que parece que en competencia de la tuya se hizo; y si
por ella y por lo que te he dicho no quisieres reducirte a ser de la parte de
amor, y te pareciere que no quedas satisfecho de las verdades que dél he
declarado, si el tiempo de agora lo concede, o en otro cualquiera que tú
escogieres y señalares, te prometo de satisfacer a todas las réplicas y
argumentos que en contrario de los míos decir quisieres. Y, por agora, estáme
atento y escucha:
Canción de
Tirsi
Salga del
limpio enamorado pecho
la voz sonora,
y en süave acento
cante de amor
las altas maravillas,
de modo que
contento y satisfecho
quede el más
libre y suelto pensamiento,
sin que las
sienta con no más de oíllas.
Tú, dulce
amor, que puedes referillas
por mi lengua,
si quieres,
tal gracia le
concede,
que con la
palma quede
de gusto y
gloria por decir quién eres,
que si me
ayudas, como yo confío,
veráse en
presto vuelo
subir al cielo
tu valor y el mío.
Es el amor
principio del bien nuestro,
medio por do
se alcanza y se granjea
el más dichoso
fin que se pretende;
de todas
sciencias sin igual maestro;
fuego que,
aunque de yelo un pecho sea,
en claras
llamas de virtud le enciende;
poder que al
flaco ayuda, al fuerte ofende;
raíz de adonde
nasce
la venturosa
planta
que al cielo
nos levanta,
con tal fruto
que al alma satisface
de bondad, de
valor, de honesto celo,
de gusto sin
segundo,
que alegra al
mundo y enamora al cielo;
cortesano,
galán, sabio, discreto,
callado,
liberal, manso, esforzado;
de aguda
vista, aunque de ciegos ojos;
guardador
verdadero del respecto,
capitán que en
la guerra do ha triunfado
sola la honra
quiere por despojos;
flor que
cresce entre espinas y entre abrojos,
que a vida y
alma adorna;
del temor
enemigo,
de la
esperanza amigo;
huésped que
más alegra cuando torna;
instrumento de
honrosos ricos bienes,
por quien se
mira y medra
la honrosa
yedra en las honradas sienes;
Instinto
natural que nos conmueve
a levantar los
pensamientos, tanto
que apenas
llega allí la vista humana;
escala por do
sube, el que se atreve,
a la dulce
región del cielo sancto;
sierra en su
cumbre deleitosa y llana,
facilidad que
lo intricado allana,
norte por
quien se guía
en este mar
insano
el pensamiento
sano,
alivio de la
triste fantasía,
padrino que no
quiere nuestra afrenta;
farol que no
se encubre,
mas nos
descubre el puerto en la tormenta;
pintor que en
nuestras ánimas retrata,
con apacibles
sombras y colores,
ora mortal, ora inmortal belleza;
sol que todo ñublado desbarata,
gusto a quien
son sabrosos los dolores;
espejo en
quien se ve naturaleza
liberal, que
en su punto la franqueza
pone con justo
medio;
espíritu de
fuego
que alumbra al
que es más ciego;
del odio y del
temor solo remedio;
Argos que
nunca puede estar dormido,
por más que a
sus orejas
lleguen
consejas de algún dios fingido;
ejército de
armada infantería
que atropella
cien mil dificultades,
y siempre
queda con victoria y palma;
morada adonde
asiste el alegría;
rostro que
nunca encubre las verdades,
mostrando
claro lo que está en el alma;
mar donde la
tormenta es dulce calma
con sólo que
se espere
tenerla en
tiempo alguno;
refrigerio
oportuno
que cura al
desdeñado cuando muere;
en fin, amor
es vida, es gloria, es gusto,
almo feliz
sosiego.
¡Seguilde
luego, qu’el seguirle es justo!
El fin del
razonamiento y canción de Tirsi fue principio para confirmar de nuevo en todos
la opinión que de discreto tenía, si no fue en el desamorado Lenio, a quien no
pareció tan bien su respuesta que le satisficiese al entendimiento y le mudase
de su primer propósito. Viose esto claro, porque ya iba dando muestras de querer
responder y replicar a Tirsi, si las alabanzas que a los dos daban Darinto y su
compañero, y todos los pastores y pastoras presentes, no lo estorbaran, porque,
tomando la mano el amigo de Darinto, dijo:
–En este punto
acabo de conoscer cómo la potencia y sabiduría de amor por todas las partes de
la tierra se estiende, y que donde más se afina y apura es en los pastorales
pechos, como nos lo ha mostrado lo que hemos oído al desamorado Lenio y al
discreto Tirsi, cuyas razones y argumentos más parescen de ingenios entre libros
y las aulas criados, que no de aquéllos que entre pajizas cabañas son crescidos.
Pero no me maravillaría yo tanto desto si fuese de aquella opinión del que dijo
que el saber de nuestras almas era acordarse de lo que ya sabían, prosuponiendo
que todas se crían enseñadas; mas, cuando veo que debo seguir el otro mejor
parecer del que afirmó que nuestra alma era como una tabla rasa, la cual no
tenía ninguna cosa pintada, no puedo dejar de admirarme de ver cómo haya sido
imposible que en la compañía de las ovejas, en la soledad de los campos, se
puedan aprender las sciencias que apenas saben disputarse en las nombradas
universidades, si ya no quiero persuadirme a lo que primero dije, que el amor
por todo se extiende y a todos se comunica, al caído levanta, al simple avisa y
al avisado perfecciona.
9.
UN ORNITORRINCO EN LA PLAYA: LOS JÓVENES
Por ÁLVARO DELGADO-GAL
LOS talludos
profesamos sobre los jóvenes toda suerte de ideas, por lo común infundadas. El
estereotipo máximo, el nuclear, el que cultivan por igual las izquierdas y las
derechas, asegura que los jóvenes son generosos, poco dados al cálculo
prudencial, y radicales en materia ideológica. De esta premisa, los
conservadores han solido extraer la conclusión de que la juventud constituye una
forma de tontería probablemente adorable, y afortunadamente pasajera. En frase
hecha célebre por Maurice Maeterlinck: «Si no eres revolucionario antes de los
veinte, es que no tienes corazón. Si lo sigues siendo después de los veinte, no
tienes cabeza». Los progresistas y los rousseaunianos se han apuntado, claro es,
a la conclusión contraria. Yo declino pronunciarme a favor de unos o de otros.
Este artículo va por otro sitio. Conforme a lo revelado por los últimos estudios
sociológicos, el joven español se parece a su estereotipo lo que un huevo a una
castaña. Tal parece desprenderse al menos de dos encuestas recientes: la
realizada por la Comunidad de Madrid sobre una muestra de 4.621 alumnos de
secundaria, y la que acaba de publicar el Instituto de la Juventud.
Según ambos
estudios, más de la mitad de los jóvenes se declara de centro, con porcentajes
residuales para quienes afirman ser de extrema derecha y extrema izquierda (en
la encuesta del Instituto de la Juventud, la extrema derecha gana en cuatro
centésimas a la extrema izquierda). Menos de un tercio considera insustituible a
la democracia, que se valora en función de su rendimiento, no de los principios
que la inspiran. Y Europa, y todas esas cosas un poco enciclopédicas, y un poco
ecuménicas, despiertan pasión cero. Estos datos escuetos autorizan un
diagnóstico de urgencia: los lugares comunes de la ciudadanía venidera discrepan
seriamente de los que asentaron el discurso público durante el periodo
constituyente y postconstituyente. Entonces hubo consignas -«democracia»,
«modernización», «progresismo»- de las que nadie osaba apartarse sin un ligero
sentimiento de vértigo. Existió, esto es, una ideología dominante, dominante en
sentido estricto. El que no estaba en esa ideología, estaba en los márgenes. Que
el proceso fuera espontáneo, interior, y no ligado en la mayor parte de los
casos a formas de coacción ostensibles, demuestra la profundidad del fenómeno.
Pues bien, no estamos ya en las mismas. Esto puede enojarnos. Pero es un hecho,
que sería poco inteligente ignorar.
Segundo punto,
más importante, o por lo menos más interesante, en mi opinión, que el
precedente: no sólo los jóvenes piensan de otra manera, sino que piensan de una
manera que hemos dejado de entender. Usaré, como referentes, el sexo y la
religión. Cuatro de cada cinco adolescentes, afirman ser creyentes. Pero sólo el
15 por ciento va a misa. Un porcentaje abrumador manifiesta ideas tolerantes
hacia la homosexualidad, o no condena las relaciones extramatrimoniales. La
combinación de todas estas respuestas daría el siguiente perfil agregado:
libertario en material sexual, creyente aunque no practicante, y conservador en
política. Pongan a continuación la moviola hacia atrás, y sitúense, por ejemplo,
en los años treinta del pasado siglo. Un azañista, un socialista, un
sindicalista, o un votante de la CEDA, se habría quedado con los ojos a cuadros.
Por aquellas calendas, la no confesionalidad iba ligada a la descreencia, la
descreencia a cierta comprensión en lo que toca al comportamiento venéreo, y
esto último, a un faible hacia fórmulas políticas rompedoras u hostiles a la
tradición. Presumo que estas correlaciones estuvieron todavía vigentes, sin bien
de modo atenuado, en el periodo que va desde los amenes del franquismo, al
triunfo socialista. Al presente, no queda ni rastro del sistema antiguo, ni de
su antisistema. Las correlaciones han desaparecido, o se han vuelto negativas.
Ello merece, desde luego, una explicación.
La más tosca,
y la más inmediata, es que ha cambiado la textura moral de los españoles. Esta
explicación, que denominaré ontológica, nos remite a la sorpresa y al escándalo
de un filósofo natural que viese de pronto trastocadas sus taxonomías antañonas.
En la scala naturae del filósofo, los rumiantes aparecían divididos, pongo por
caso, en animales de pezuña hendida y animales solípedos. Y ahora resulta que
los solípedos ostentan escamas, o que los rumiantes están inscritos en la
Seguridad Social. El filósofo decretaría que la naturaleza se ha vuelto loca, y
se metería a anacoreta o se iría de copas.
Pero la
explicación ontológica no es un convincente, por una razón elemental. En la
esfera moral, al revés que en la natural, no existen hechos dados, o mejor, los
hechos dados no son todos los hechos. Somos agentes morales en la medida en que
adoptamos decisiones, y estas últimas, a su vez, vienen determinadas por las
alternativas que ante nosotros se abren. Expresado a la conversa: el menú de
alternativas influye fatalmente en el tipo de persona que moralmente somos o
terminamos siendo. ¿Ha variado el menú al que normalmente se enfrenta un joven
de dieciséis, diecisiete o dieciocho años?
Yo creo que
sí. La clave tal vez se halle en unas palabras que Eric Hobsbawm, uno de los
pocos marxistas que todavía quedan en pie, desliza en su autobiografía reciente
-Interesting Times, 2002-. Dice allí: «No comprendí bien el significado de los
sesenta (por el 68 francés. La acotación es mía). No era una revolución social o
política. Se trataba más bien del equivalente espiritual de una sociedad de
consumo: que cada cual haga lo que le venga en gana. No estoy seguro de celebrar
la novedad». Les propongo una versión distinta aunque hasta cierto punto
concurrente de esta tesis: el pluralismo moderno, ligado a la noción welfarista
de que el Estado debe suministrar a los ciudadanos toda suerte de bienes, sin
fijación de jerarquías, ha provocado una dramática inversión en el mundo moral,
social, y político. Se anima al personal -basta atender a la retórica de los
partidos-, para que se apropie del paquete de cosas -mercancías, confesiones,
modos de vida-, que más le guste. Y en habiendo recursos, y aun cuando no los
haya, se bautiza la oferta con el dinero del bautizo, que suele ser dinero
público.
Uno de los
resultados, es que se entra en el templo de las ideologías como en el
supermercado. Un poco de aquí, y otro poco de allá, y todo revuelto en el cesto
de la compra. No es sorprendente, en vista de esto, que se pulvericen las
coherencias antiguas, o que convivan, alegremente, un libertarismo de demanda
-lo que los economistas denominan la soberanía del consumidor-, con una
aceptación básica del statu quo político. Ni es sorprendente tampoco que hayan
perdido su vigor las apelaciones atávicas a la democracia, a Dios, a la
libertad, o a lo que se ponga por medio. Puesto que no es lo mismo sentirse
terriblemente comprometido con estas cosas, que considerarlas con la distancia,
y el despejo, que gobiernan nuestra conducta cuando comparamos una lavadora con
un friegaplatos, y preferimos el friegaplatos a la lavadora.
Una última
observación. La división izquier-da/derecha no introduce factores relevantes en
el análisis. Salvo en un extremo, bien es cierto, importante. La derecha es más
propensa a que se repare en los costes, que la izquierda. La diferencia de
actitud se trasluce llegado el instante de hablar de déficit, deuda pública, o
impuestos progresivos. Pero ésta, indudablemente, es otra historia.
10.
YO LES ACUSO
Por MIKEL AZURMENDI. ABC 17 de Septiembre
EL terrorista asesina, pero también puede avisar.
Como dijo un nacionalista universitario, el catedrático de psicología Sr.
Ayestarán: «¡qué más quisiera ETA sino no tener que matar!». Quiso decir que ETA
se ve forzada a asesinar al no hacer caso la gente de sus avisos. Mi vida sufrió
también ese aviso tan psicológico en 1994, cuando en mi casa entró un comando
etarra. Eran gente que habían estado estudiando de manera intensiva euskera
durante el verano en el Barnetegi de inmersión lingüística de Cestona. El
comando lo dirigían casi con toda seguridad una o varias de las personas que
habían figurado nominalmente en aquel recinto veraniego, porque de hecho no
habían pisado aquel lugar. La red batasuna de cultura, responsable del
Barnetegi, había dispuesto coartada perfecta: los profesores hacían firmar a los
alumnos en nombre de los tres ausentes las hojas de presencia así como los
ejercicios de cada día. Probablemente eran tres «legales» que o habían
desaparecido de sus domicilios o se hallaban temporalmente en un campo de
adiestramiento de ETA.
Encontré a los agentes de la ertzaintza en mi
casa, guardándola mientras yo viniera. Cuando me dí de bruces con ellos llegaba
yo de Granada, de exponer en un Congreso mi convicción de que la identidad
nacionalista de los vascos precisa de enemigo para constituirse. Había avisado a
mis alumnos de que marchaba a un Congreso para varios días y del horario en que
recuperaríamos la clase perdida. Era una clase de ética, disciplina en la que se
enclavaba entonces mi docencia, exclusivamente en euskera. En ese aula había dos
estudiantes que acababan de salir de prisión por activismo terrorista; uno había
permanecido más de diez años encarcelado, el otro no más de tres. Éste último
muchacho fue el que me espetó algo después, en el pasillo del aula: «¡Mikel, dos
ertzainas menos!» cuando el batasuno Mikel Otegi descerrajó con su escopeta a
dos policías autonómicos en su caserío de Isasondo. Para expresar su regocijo
por el doble asesinato, aquel alumno etarra levantó dos dedos de su mano, en
forma de uve victoriosa. Dos menos era una gran victoria.
La ertzaintza, que todavía seguía tomando huellas
dactilares por toda la casa, me explicó que había entrado bastante gente en ella
y que todo parecía extraño porque habían estado buscando fotografías, pues todos
los carretes negativos de mi hijo estaban tirados por el suelo y habían sido
repasados uno a uno. La explicación era bien sencilla: uno de mis alumnos
doctorandos, gran aficionado a la fotografía, había estado en aquel Barnetegi y
había elaborado un trabajo para el profesor Savater quien decidió publicar una
versión abreviada del mismo en el periódico «El País» (25-9-94). Y me pidió que
apoyara aquel documento dominical de dos páginas, titulado «La estrategia de la
ameba», con una breve descripción de las numerosas siglas de organismos
culturales vascos que aparecían en el artículo. El lunes siguiente, a primera
hora de la mañana, un profesor de psicología aun hoy dirigente de actividades
culturales batasunas, estaba repartiendo fotocopias del artículo en la puerta de
la facultad, pero también una hoja donde se me acusaba de traición. Yo le
increpé pero él mismo me advirtió de que, «aun siendo verdad cuanto mi alumno
contaba, no debía ser dicho en Madrid». Pero, curiosamente, se interesó por si
mi alumno había sacado o no fotografías del Barnetegi. Y como cuando ves un rayo
en la lejanía ya sabes que se acerca la tormenta, así supe yo que iba a tener
pronto algún aviso de ETA.
La ertzaintza me pedía las fotos y yo, que no las
tenía, le respondía que era su deber ir a Cestona, pedir la lista de alumnos del
verano y averiguar la conducta de profesores y alumnos así como de sospechar de
ellos como insinuadores o ejecutores del comando. También les advertí a los
agentes del carácter criminal de los ejercicios en euskera que yo mismo había
tenido la oportunidad de ver; vgr. construya el futuro hipotético de «Éste ha
muerto hoy». «Éste» era un pequeño dibujo de un guardia civil. Mi denuncia no
sólo no sirvió para que la ertzaintza hiciese pesquisa alguna, sino que ni tan
siquiera existe tal denuncia en la Comisaría de San Sebastián donde fue hecha,
según me indicó el jefe de ella, hace dos años. Esta otra vez, el motivo de que
tuviese que volver a verme con la ertzaintza fue su presencia necesaria para
desactivar una bomba que un comando había colocado en la puerta de mi casa. Pero
esta vez, yo ya sabía que se trataba de un último aviso. «¡Qué más querría ETA
que no matarme!», pensaba yo.
Y aquel mismo 15 de agosto del 2000 decidí
marcharme del País Vasco. Tomé la decisión porque comprendí que era el último
aviso de ETA. Unos meses antes, había advertido yo a mi amigo del Foro de Ermua,
López de Lacalle, de que se cuidara, pues iban a venir a por nosotros y él ya
tenía varios avisos serios (unos cócteles contra su casa e inscripciones de
amenaza por las paredes de su pueblo). «Tú, optimista, como siempre, Mikel» fue
lo que me contestó. Sus últimas palabras me hacen todavía eco en el estómago,
pues a los 12 días fue asesinado. Y eso que qué más quisiera ETA sino haberle
perdonado la vida...
La primera advertencia de ETA fue al poco de la
entrada del comando en mi casa. En mi casillero de la facultad me metieron un
gran sobre que, al ser abierto, desparramó sobre mi jersey de invierno un gran
chorro de sangre con unas entrañas de animal. El decanato constató los hechos y
se solidarizó conmigo en privado. Durante tres años he recibido todo tipo de
amenazas de los ikasle abertzaleak batasunos de la facultad: más de una docena
de octavillas distintas han ido esparciendo a millares por el campus al tam tam
étnico de sus jornadas de acción, tratándome de traidor, asesino, verdugo de los
presos vascos y profesor colonialista. Y advirtiéndome que mi actitud no me iba
a resultar gratis. Algunas octavillas me han honrado con la compañía de otros
profesores prestigiosos, como Casadevante, Gorriarán o Beristain. Estos dos
últimos viven hoy protegidos por guardaespaldas y aquél, prefirió el destierro.
Otras veces he aparecido solo, cuán solo, como cuando te pintan una diana de más
de un metro en la facultad e inscriben bajo ella tu nombre. O como cuando pintan
por los pasillos del profesorado tu nombre, señalándote al paredón; cuán solo
porque aparece sólo tu nombre y no viene ningún profesor a verte al despacho. O
solo, como cuando arrancan tu nombre del despacho, forzándolo y rompiendo el
cristal de la puerta. Y nadie vuelve a colocar más la placa con tu nombre. Y me
exilié de mi país sin que figurase ya ni mi nombre en lo que yo suponía era mi
despacho de facultad. ETA había ganado gracias a sus adláteres universitarios,
su cuerpo de choque batasuno contra cuantos defendemos la discusión libre sin
coerción. Acuso, pues, a su brazo cultural que tiene nombres propios y, en su
haber, delaciones, injurias y amenazas de muerte de las que responder. El sábado
estaban todos ellos en la manifestación prohibida de Bilbao y un profesor
directamente involucrado en los hechos que he referido la había apoyado
públicamente.
Yo acuso de connivencia a esos profesores que
justifican que ETA asesina a su pesar o a los que jalean a ETA como ese
catedrático de mi pasillo de facultad que escribió que «sin ETA, no habrá ningún
horizonte de futuro para los vascos».
ETA asesina pero puede también avisar mediante
Batasuna. Por ejemplo a mí; pero yo no he podido seguir mirando debajo del coche
día tras día ni esperar a que tal vez la de hoy sea mi última clase de todas. Y
por no vivir custodiado, me expatrié. Muchos de mis amigos del Foro de Ermua, de
Basta Ya, y los otros cuatro profesores con quienes promoví una asamblea general
de facultad tras el asesinato de Gregorio Ordóñez viven custodiados por
guardaespaldas. Batasuna y sus tentáculos etarras de facultad nos han
perseguido, humillado y también limitado nuestra existencia al monopolizar
nuestra preocupación intelectual. Yo les acuso y reclamo justicia y no es justo
que ellos puedan manifestarse en la calle por ideas y proyectos que impiden a
los no-nacionalistas expresarnos en libertad y vivir con las garantías que ellos
viven.
11.
ALASDAIR MACINTYRE (Trás la Virtud)
Siempre es
peligroso hacer paralelismos históricos demasiado estrechos; entre los más
engañosos están los que se han hecho entre nuestra propia época en Europa y
Norteamérica y el Imperio romano en decadencia. No obstante, hay ciertos
paralelos. Se dio un giro crucial en la antigüedad cuando hombres y mujeres de
buena voluntad abandonaron la tarea de defender el imperium y dejaron
de identificar la continuidad de la comunidad civil y moral con el mantenimiento
de ese imperium. En su lugar, se pusieron a buscar, a menudo sin darse
cuenta completamente de lo que estaban haciendo, la construcción de nuevas
formas de comunidad dentro de las cuales pudiera continuar la vida moral de tal
modo que moralidad y civilidad sobrevivieran a las épocas de barbarie y
oscuridad que se avecinaban. Si mi visión del estado actual de la moral es
correcta, debemos concluir también que hemos alcanzado ese punto crítico. Lo que
importa ahora es la construcción de formas locales de comunidad, dentro de las
cuales la civilidad, la vida moral y la vida intelectual puedan sostenerse a
través de las nuevas edades oscuras que caen ya sobre nosotros. Y si la
tradición de las virtudes fue capaz de sobrevivir a los horrores de las edades
oscuras pasadas, no estamos enteramente faltos de esperanza. Sin embargo, en
nuestra época los bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que
llevan gobernándonos hace algún tiempo. Y nuestra falta de conciencia de ello
constituye parte de nuestra difícil situación.
12.
LA FAMILIA ES EL MOTOR DEL PROGRESO
Robert
Spaemann
¿Qué entiende por progreso el pensamiento
postmoderno? ¿Puede haber progreso en contra del matrimonio y de la familia? El
filósofo alemán Robert Spaemann reflexiona sobre estos asuntos en este extracto
del libro Humanidades para el siglo XXI (EUNSA)
Desde sus inicios, la civilización moderna ha estado acompañada por la sombra de
la crítica de la modernidad, de la crítica de la ciencia y de la crítica de la
civilización. Aunque estas dudas no han podido cambiar el curso de los
acontecimientos, ciertamente han contribuido a la humanización del progreso. Con
todo, sólo en las últimas décadas ha comenzado una reflexión seria acerca de la
modernidad. Más seria porque, en primer lugar, no pone sistemáticamente en tela
de juicio la modernidad, sino que es consciente de lo que todos le debemos. Esta
reflexión
posmoderna
quiere incluso defender los logros de la modernidad contra su tendencia hacia la
autosupresión. El pensamiento posmoderno está convencido de que los logros de la
modernidad sólo se pueden salvar para el futuro si se arraigan en la naturaleza
humana, y más profundamente de lo que quería y podía hacerlo la modernidad.
Hoy, el mito
del progreso universal y necesario ha muerto. Se está tambaleando la fe en que
este progreso sea el progreso por antonomasia, que eleve al hombre desde
cualquier punto de vista, o incluso que sólo él lo convierta en verdadero
hombre. Fue el movimiento ecológico el que, por primera vez, mentalizó a la
gente de que muchos progresos tienen un precio y de que este precio es, a
menudo, demasiado elevado. Igualmente crece la conciencia de que los medios de
comunicación modernos, particularmente la televisión, se paga a menudo con una
pérdida de madurez intelectual, de creatividad y de aquella forma sublime de
formación en la que China, probablemente, haya alcanzado la cúspide entre todas
las naciones. Esta conciencia no debe llevar a una actitud hostil hacia el
progreso. Por lo menos, en Europa ya no empiezan a brillar los ojos cuando suena
esta palabra.
El progreso ya
no se experimenta como liberación, sino como destino. Lo que tenemos que
abandonar es la idea de un progreso necesario universal, en singular. Sólo tiene
sentido hablar de progreso cuando previamente indicamos en qué dirección
se realiza y lo que cuesta. Precisamente por este motivo, sólo hay progresos en
plural, progresos en la Medicina, progresos en la lucha contra la criminalidad,
progresos en la técnica nuclear, progresos en el nivel educativo de una nación.
Tenemos que preguntarnos si queremos o no este o aquel progreso; tenemos que
preguntarnos cuál es en cada caso el precio de un determinado progreso, y si
queremos pagarlo. Tenemos que preguntarnos con qué retroceso de índole material
o espiritual pagamos este o aquel progreso. Después de la muerte del mito del
progreso necesario en singular, recuperamos la libertad que había destruido
aquel mito: la libertad de tomar decisiones concretas acerca de lo que queramos
o no. Y esta libertad es una ganancia.
Porque la
libertad es más que emancipación. Tener alternativas, pluralidad de opciones, es
una condición de la libertad. Pero más importante que la pluralidad de opciones,
más importante que la posibilidad de elección, es lo que nosotros elegimos al
final. Más importante que un menú muy surtido es, a pesar de todo, la calidad de
la comida. La posibilidad de divorcio forma parte de una sociedad libre, pero
más importante que el divorcio son el matrimonio y la familia. Y, cuando los
sociólogos miden el grado de libertad de una sociedad por el número de
divorcios, están padeciendo una ofuscación ideológica. La tolerancia impune de
la homosexualidad forma parte de una sociedad libre: la homosexualidad es un
asunto particular. Pero allí donde esta relación particular se equipara con el
matrimonio, evidentemente se pasa por alto el hecho de que el matrimonio y la
familia son instituciones públicas. Lo son porque constituyen el espacio natural
para la transmisión de la vida, para garantizar el futuro de la sociedad y el
ejercicio de comportamientos sociales fundamentales.
La situación
demográfica en Europa se acerca a una catástrofe. Un 40% de las mujeres con
formación universitaria, en Alemania, ya no tiene hijos. Por el grave peso de
esta evolución social, se empieza a poner en tela de juicio la concepción
puramente emancipatoria de la libertad en casi todos los ámbitos políticos,
porque tiene que haber algo equivocado en lo que amenaza la existencia misma de
la sociedad.
13.
FAMILIA Y ECONOMÍA
Juan Velarde Fuertes
Las políticas
contra la familia y el derecho a la vida suponen un coste económico que no puede
ser ignorado, advierte don Juan Velarde, uno de los más eminentes economistas
españoles y miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas
El
éxito extraordinario del Encuentro de las Familias, convocado por el arzobispo
de Madrid, con el respaldo explícito de grandísima parte de la Iglesia española
más el mensaje de Benedicto XVI el 1 de enero de 2008, obligan a plantear,
también, la cuestión de la racionalidad económica de la institución familiar, y,
concretamente, tal como la concibe la Iglesia católica. No es malo, en este
sentido, tener en cuenta que en la ciencia económica existe, en relación con
este asunto, un interés creciente. Durante mucho tiempo, se creyó que el centro
de la investigación económica era el individuo. Desde Adam Smith a Alfredo
Marshall o a la Escuela austriaca, eso es lo que rezumaban todos los estudios.
Existió, evidentemente, una excepción, en un contexto, por cierto, muy criticado
justamente por Schumpeter, de Malthus y su crítica a los matrimonios jóvenes,
por sus consecuencias sobre la evolución de la economía. Pero más recientemente,
todo cambió. Por un lado, esa catarata prolífera que fue Harry J. Johnson, desde
la Universidad de Chicago, en el que él denominó
movimiento misionero
teórico,
se ocupó de extender el análisis económico a las relaciones de raza, a la
educación y a la vida familiar. Pero, sobre todo, y precisamente también, en el
entorno de la Universidad de Chicago, surgió la gran figura de Gary S. Becker.
En numerosos ensayos, y sobre todo a partir de esa obra fundamental que es
A Treatise on Family
(Harvard University Press, 1981), se convirtió en referencia obligada.
Señalaba en
uno de sus ensayos este economista que los funerales por la familia tradicional,
que ya entonces abundaban, «son decididamente prematuros. Las familias son aún
cruciales para engendrar y criar niños, y perduran como importantes mecanismos
de protección de sus miembros contra la pérdida de salud, el desempleo y muchos
otros riesgos. Aunque el papel de las familias evolucione aún más en el futuro,
confío en que continúen teniendo la responsabilidad primordial de ayudar a los
niños, y que el altruismo y la lealtad que son el fundamento de la institución
continuará ligando a padres e hijos».
Ataques, y sus consecuencias
En estos momentos, las acometidas a la familia, en
primer lugar, vienen provocadas por las facilidades extraordinarias para el
divorcio. No se hace sin daño. En todas las culturas se considera que la mujer,
dentro de la división sexual del trabajo, para atender perfectamente a los
hijos, necesita aportaciones económicas del marido. Las rupturas fáciles
desembocan, en lo económico, en desprotección de los niños o, por otro lado, en
caída de la natalidad. Todo esto está ya muy bien estudiado en el artículo de Y.
Weiss y R. Willis, Children as collective goods and divorce
settlements, en el Journal of Labor
Ecomomics, 1985.
Una fuerte
disminución de la natalidad, como vemos ahora mismo en España, no se hace sin
daño económico importante. Pensemos que, como consecuencia de ese proceso,
agudísimo entre nosotros, y al ligarse a los avances médicos sobre el resto de
la población, provoca que la pirámide demográfica ofrezca una carga notable de
pensionistas y de atenciones sanitarias, que deben ser sufragadas por una
población activa que tiene sobre sí cada vez más ancianos que atender. Resulta
esto tan claro que pronto aparecen defensas de la eutanasia y, de momento,
familias nucleares que abandonan a los ancianos. Automáticamente, surge un
incremento en los gastos sociales -la alternativa a la eutanasia- que carga el
gasto público de modo creciente, para mantener un mínimo de dignidad personal
para la vejez, con todos sus problemas.
¿Y
qué decir, sólo en lo económico, del aborto? Otro Premio Nobel de Economía,
Phelps, aludió a cuántos cerebros privilegiados para el desarrollo económico así
desaparecen. Es un coste que no puede ser ignorado. ¿Y qué decir del bajo nivel
medio de los hijos monoparentales? ¿Y qué de la estabilidad social que se deriva
del amor que existe en las familias, y no en otras organizaciones, como se
desprende del artículo de Y. Ben-Porath,
The F-Connection: families, friends, and
firms and the organization of exchange,
publicado en Population and
Development Review,
1980?
Las cosas son así en lo económico. Entonces, ¿por
qué la defensa del aborto, del divorcio rápido, de la eutanasia, de los
matrimonios entre homosexuales, de la asignatura absurda de Educación
para la ciudadanía y, en suma, la ofensiva
contra las bases de la familia católica, tradicional en España? La contestación
racional única posible es que, cuando fracasan la política económica, la
política antiterrorista, la política internacional, la territorial, cuando es
defectuosa la acción educativa como se observa con los Informes PISA, o cuando
la distribución de la renta empeora, es preciso adormecer al pueblo. Un gran
socialista, Carlos Marx, acuñó la expresión opio del pueblo,
y en el Prólogo a El
capital insistió sobre ello. Pues ahora, con
una serie de mensajes autodenominados progresistas,
encabezados por el ataque a la familia, y con el acompañamiento de la memoria
histórica, se pretende adormecer al pueblo. Pero en Madrid, el 30 de diciembre
de 2007, había dos millones de personas bien despiertas, y dispuestas a no
permanecer dormidas.
15.
ESA GENTUZA
Arturo Pérez
Reverte. XL El Semanal 5 de Julio
Paso a menudo por la carrera
de San Jerónimo, caminando por
la acera opuesta a las Cortes, y a veces coincido con la salida de los diputados
del Congreso. Hay coches oficiales con sus conductores y escoltas, periodistas
dando los últimos canutazos junto a la verja, y un tropel de individuos de ambos
sexos, encorbatados ellos y peripuestas ellas, saliendo del recinto con los
aires que pueden ustedes imaginar. No identifico a casi ninguno, y apenas veo
los telediarios; pero al pájaro se le conoce por la cagada. Van pavoneándose
graves, importantes, seguros de su papel en los destinos de España, camino del
coche o del restaurante donde seguirán trazando líneas maestras de la política
nacional y periférica. No pocos salen arrogantes y sobrados como estrellas de la
tele, con trajes a medida, zapatos caros y maneras afectadas de nuevos ricos.
Oportunistas advenedizos que cada mañana se miran al espejo para comprobar que
están despiertos y celebrar su buena suerte. Diputados, nada menos. Sin tener,
algunos, el bachillerato. Ni haber trabajado en su vida. Desconociendo lo que es
madrugar para fichar a las nueve de la mañana, o buscar curro fuera de la
protección del partido político al que se afiliaron sabiamente desde jovencitos.
Sin miedo a la cola del paro. Sin escrúpulos y sin vergüenza. Y en cada ocasión,
cuando me cruzo con ese desfile insultante, con ese espectáculo de prepotencia
absurda, experimento un intenso desagrado; un malestar íntimo, hecho de
indignación y desprecio. No es un acto reflexivo, como digo. Sólo visceral.
Desprovisto de razón. Un estallido de cólera interior. Las ganas de acercarme a
cualquiera de ellos y ciscarme en su puta madre.
Sé que esto es excesivo. Que siempre hay justos en Sodoma. Gente honrada.
Políticos decentes cuya existencia es necesaria. No digo que no. Pero hablo hoy
de sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo no elijo cómo me siento. Cómo me
salta el automático. Algo debe de ocurrir, sin embargo, cuando a un ciudadano de
57 años y en uso correcto de sus facultades mentales, con la vida resuelta,
cultura adecuada, inteligencia media y conocimiento amplio y razonable del
mundo, se le sube la pólvora al campanario mientras asiste al desfile de los
diputados españoles saliendo de las Cortes. Cuando la náusea y la cólera son tan
intensas. Eso me preocupa, por supuesto. Sigo caminando carrera de San Jerónimo
abajo, y me pregunto qué está pasando. Hasta qué punto los años, la vida que
llevé en otro tiempo, los libros que he leído, el panorama actual, me hacen ver
las cosas de modo tan siniestro. Tan agresivo y pesimista. Por qué creo ver sólo
gentuza cuando los miro, pese a saber que entre ellos hay gente perfectamente
honorable. Por qué, de admirar y respetar a quienes ocuparon esos mismos escaños
hace veinte o treinta años, he pasado a despreciar de este modo a sus mediocres
reyezuelos sucesores. Por qué unas cuantas docenas de analfabetos irresponsables
y pagados de sí mismos, sin distinción de partido ni ideología, pueden amargarme
en un instante, de este modo, la tarde, el día, el país y la vida.
Quizá porque los conozco, concluyo. No uno por uno, claro, sino a la
tropa. La casta general. Los he visto durante años, aquí y afuera. Estuve en los
bosques de cruces de madera, en los callejones sin salida a donde llevan sus
irresponsabilidades, sus corruptelas, sus ambiciones. Su incultura atroz y su
falta de escrúpulos. Conozco las consecuencias. Y sé cómo lo hacen ahora,
adaptándose a su tiempo y su momento. Lo sabe cualquiera que se fije. Que lea y
mire. Algún día, si tengo la cabeza lo bastante fría, les detallaré a ustedes
cómo se lo montan. Cómo y dónde comen y a costa de quién. Cómo se reparten las
dietas, los privilegios y los coches oficiales. Cómo organizan entre ellos, en
comisiones y visitas institucionales que a nadie importan una mierda, descarados
e inútiles viajes turísticos que pagan los contribuyentes. Cómo se han trajinado
–ahí no hay discrepancias ideológicas– el privilegio de cobrar la máxima pensión
pública de jubilación tras sólo 7 años en el escaño, frente a los 35 de trabajo
honrado que necesita un ciudadano común. Cómo quienes llegan a ministros
tendrán, al jubilarse, sólidas pensiones compatibles con cualquier trabajo
público o privado, pensiones vitalicias cuando lleguen a la edad de jubilación
forzosa, e indemnizaciones mensuales del 100% de su salario al cesar en el
cargo, cobradas completas y sin hacer cola en ventanillas, desde el primer día.
De cualquier modo, por hoy es suficiente. Y se acaba la página. Tenía
ganas de echar la pota, eso es todo. De desahogarme dándole a la tecla, y es lo
que he hecho. Otro día seré más coherente. Más razonable y objetivo. Quizás.
Ahora, por lo menos, mientras camino por la carrera de San Jerónimo, algunos
sabrán lo que tengo en la cabeza cuando me cruzo con ellos.
16. EL CÁNCER Y LA INFERTILIDAD ESTÁN
RELACIONADOS CON LOS PRODUCTOS QUÍMICOS QUE INGERIMOS CON LA COMIDA
ENTREVISTA XL
EL SEMANAL Domingo 5 de Julio, 2009
Ana Tagarro
Gilles-Éric
Séralini, Biólogo molecular
Es uno de los
mayores expertos en transgénicos y asesor de la Unión Europea sobre el tema. Es
también una pesadilla para la industria por exigir que se hagan con ellos las
mismas pruebas que con los fármacos. En su laboratorio de Caen, Francia, nos
explica por qué deberíamos prestar más atención a lo que comemos.
En 1980, la Corte Suprema de Estados Unidos aprobó por cinco votos contra
cuatro el derecho a patentar «un microorganismo vivo hecho por el ser humano».
La decisión respondía a una solicitud de General Electric para explotar
comercialmente una bacteria y abrió la puerta a una de las mayores revoluciones
alimentarias y económicas de todos los tiempos: la patente de semillas. De
hecho, sentó las bases para que ocho corporaciones de la industria farmacéutica
y química iniciasen la conquista del suministro mundial de alimentos. Al margen
de las consideraciones éticas sobre la manipulación de la naturaleza, esta
actividad plantea una cuestión de salud. Y aquí es donde ‘desembarca’ el biólogo
molecular Gilles-Eric Séralini, 49 años y director del Comité de Investigación e
Información sobre Ingeniería Genética (Criigen). Nos recibe en la Universidad de
Caen, Normandía, donde es profesor. Sus estudios sobre OMG (organismos
modificados genéticamente) vienen avalados por las tres revistas científicas más
prestigiosas de Estados Unidos que los han publicado y por ser uno de los cuatro
consultores de la Unión Europea sobre transgénicos. Habla en un tono didáctico,
de maestro, pero también con la vehemencia de quien está acostumbrado a las
críticas. Empieza la clase.
XLSemanal. Por ubicarnos: si yo le digo que acabo de
desayunar café con leche, tostadas, jamon de york y fruta, ¿he comido ya algún
alimento transgénico?
Gilles Séralini.
No directamente. En Europa, hasta ahora, se han evitado los transgénicos en la
comida humana. El OMG más extendido es la soja importada del continente
americano (especialmente de Estados Unidos, Argentina y Brasil) para alimentar
el ganado: terneros, cerdos y pollos. No es que el jamón o la leche sean
transgénicos, sino que los animales de donde salen son alimentados con pienso
transgénico. La soja representa el 65 por ciento de los cultivos transgénicos (y
me gustaría aclarar que no tiene nada que ver con la soja de los restaurantes
chinos) y, además de para pienso, se usa para hacer lecitina, un emulgente de
las grasas que se encuentra en el 80 por ciento de la comida ‘industrial’, como
la bollería, las salsas, las harinas… Luego está el maíz, que sirve para
alimentar animales y para extraer un azúcar que puede ser utilizado como
edulcorante en bebidas gaseosas. Es decir, estamos ingiriendo residuos de
transgénicos.
XL. Visto así, parece que es un peligro menor, que nos
afecta ‘relativamente’…
G.S.
Pues no es así. Todo lo contrario. Mire, es la primera vez en la historia de la
humanidad que somos capaces de modificar el patrimonio hereditario, genético, de
las especies vivas. Y esto se ha producido en un escenario industrial a una
velocidad industrial. El problema con los transgénicos y la razón de que no sea
un mal menor es que el salto que se ha dado del laboratorio al supermercado se
ha hecho sin los plazos ni las pruebas adecuadas.
XL. ¿Pero se puede afirmar que los transgénicos son un
riesgo para la salud?
G.S.
Yo creo que sí y voy a explicarle por qué, pero la pregunta no es si son un
riesgo, sino ¿por qué se modifican las semillas? ¿Por qué hacemos soja
transgénica? Y la respuesta es que se modifican para contener pesticidas.
XL. Querrá decir para resistir a los pesticidas.
G.S.
No. Digo «para contener pesticidas». Está probado que los pesticidas son malos
para la salud porque inhiben la comunicación entre las células y pueden provocar
enfermedades nerviosas y hormonales. Entonces, ¿por qué los transgénicos son
diseñados para contenerlos? Porque lo que buscan es absorberlo sin morir o,
incluso, fabricar ellas mismas el pesticida. El 80 por ciento de los
transgénicos se hacen para absorber un herbicida en concreto, el Roundup, que
fabrica Monsanto, que a su vez es el mayor productor mundial de OMG.
XL. ¿Qué riesgos para la salud derivados de los
pesticidas están demostrados?
G.S.
Depende de la cantidad de pesticida que ingiera el organismo. No se trata de un
infarto ni de un virus que te hace enfermar en 15 días. Es un riesgo a largo
plazo. Nosotros hemos probado que los residuos de pesticidas pueden matar
células embrionarias humanas y si sobreviven, disminuye la cantidad de hormonas
sexuales que fabrican. Todos los países desarrollados están llenos de las
llamadas `enfermedades crónicas´: nerviosas; de la sangre, como leucemias;
reproductivas y sexuales, como el cáncer de próstata y de mama, esterilidad,
descenso en la calidad y cantidad de esperma; enfermedades de carácter inmume,
como las alergias… y no es porque ahora se detecten mejor. Esto no se explica
por virus o bacterias, no se debe a problemas hereditarios (sólo un cinco por
ciento del cáncer de mama tiene relación hereditaria). Se debe en su mayoría al
medio ambiente. Y, ahí, los productos químicos son determinantes. Así que si los
transgénicos están diseñados para absorber químicos, algo tendrán que ver con
esas enfermedades.
XL. ¿Afirma usted que el aumento del cáncer de mama, de
la infertilidad y de las alergias está relacionado con los productos químicos
que ingerimos a través de la comida?
G.S.
Sí, por supuesto. En la comida, el agua y el aire… Hay muchos químicos en la
atmósfera, pero, si además comemos algo que contiene un pesticida, aumentamos el
efecto. No digo que los pesticidas sean la única explicación, pero estoy seguro
de que los químicos están relacionados con el cáncer de pecho y la infertilidad.
Ahora bien, es un efecto a largo plazo. Es importante entender esto. No estamos
habituados a luchar contra los químicos. La Organización Mundial de la Salud y
las autoridades esperan una epidemia y esto no funciona así.
XL. Pero es
comprensible que necesiten pruebas...
G.S.
Hay pruebas. Está probado que el Roundup es tóxico en células embrionarias, lo
hemos demostrado en el laboratorio, y lo que decimos es que hay que seguir
probando: primero, en animales de laboratorio; luego, en los de granja, y más
tarde, en humanos, como con cualquier fármaco. La industria ha admitido que no
se ha hecho ningún test sanguíneo de más de tres meses para comprobar cómo
afectan los transgénicos a los animales. Esto es un crimen porque todas las
enfermedades crónicas aparecen después de ese periodo. Cuando se prueba un
fármaco, antes de dárselo a los pacientes, se exige que esa droga se administre
a ratas en laboratorios durante dos años, lo que representa su ciclo vital
total.
XL. ¿Nadie ha hecho en ningún país pruebas con los
transgénicos similares a las de un fármaco?
G.S.
No sólo no se han hecho, sino que no quieren que se hagan. Sólo lo han hecho con
ratas durante tres meses y los resultados se declararon secretos por todas las
industrias y todos los gobiernos. Es un gran escándalo.
XL. Pero suena tan ‘escandaloso’ que resulta extraño,
casi una de esas teorías de la conspiración. ¿Por qué `todos´ aceptan esa falta
de análisis y ese secretismo?
G.S.
Pregúnteselo a los ministros de Agricultura y de Sanidad de su país. Pídales los
análisis de sangre hechos en ratas con el MON-810, el maíz transgénico que
ustedes cultivan y que produce un insecticida. Insisto, que lo produce, no que
lo resiste. Yo no he visto esos resultados, pero sí los del MON-863 [el número
varía según la toxina, son ligeramente diferentes], y no son muy positivos…
XL. ¿Qué decían esos análisis?
G.S.
Un aumento del 20 al 40 por ciento de triglicéridos, grasa, en la sangre de las
hembras; un diez por ciento de aumento del azúcar; un siete por ciento de
aumento de peso del hígado; del tres al cinco por ciento de aumento de peso
corporal y disfunciones en los riñones. Y para los machos, alteraciones en los
parámetros del hígado y del riñón, aunque ligeramente inferiores. Éstos son
claros signos de toxicidad. Vale, la enfermedad todavía no está ahí. No podemos
decir que es diabetes, pero es un perfil prediabético. Si alguien va a su médico
con estos datos, le diría que ingresase en el hospital para hacerse más pruebas
y saber exactamente qué tiene, porque apunta mal... Así que pedimos más tiempo.
No se nos permitió.
XL. ¿Qué explicación da el fabricante?
G.S.
En primer lugar, se resistieron por todos los medios a que los estudios se
hicieran públicos. Y cuando lo logramos, dijeron que ellos ya habían reparado en
los efectos en las ratas, por supuesto, ya que ellos hicieron los estudios, pero
pensaron que no era importante porque los efectos no son iguales en machos que
en hembras. ¿Le parece eso una razón?
XL. ¿Por qué no hace usted, el Criigen, los test?
G.S.
Porque necesito dos millones de euros para empezar. Las pruebas científicas bien
hechas son muy caras. Colocar un nuevo fármaco en el mercado pasa por unas
pruebas que cuestan unos 150 millones de euros.
XL. Admitamos que hay un riesgo en los transgénicos,
pero también en los teléfonos móviles, en la tecnología láser, en la cirugía
estética...
G.S.
¡Pero por lo menos ves los beneficios! No hay beneficio en los transgénicos.
¿Cuál es?
XL. Parece evidente: cereales más fuertes y en mayor
cantidad, con menos trabajo para los agricultores, que ganan más dinero y
alimentarán a más gente.
G.S.
Ése es un argumento estúpido, créame. Las patentes de las semillas sólo llevarán
hambre al mundo. En primer lugar, los transgénicos no alimentan a los pobres,
sino el estómago de los cerdos. Segundo, las semillas patentadas pertenecen a
compañías que ya, hoy, no dejan sus patentes para luchar contra la malaria o el
sida en los países pobres. ¿Por qué iban a cederlas para alimentarlos si no las
dejan para algo que los está matando? Son farmacéuticas reconvertidas en
industria alimentaria. Y, en tercer lugar, nosotros comemos en todo el planeta
sólo cuatro plantas: trigo, arroz, soja y maíz. Hay 30.000 plantas conocidas y
comestibles en el planeta y sólo nos alimentamos de cuatro. ¿No le parece
anormal?
XL. Sin duda es curioso, pero es posible que tenga que
ver con que cada vez hay más bocas que alimentar y esas cuatro plantas son las
más productivas.
G.S.
No. Es el resultado de haber industrializado la agricultura. Lo que deberíamos
hacer es potenciar la agricultura local, comer 30 plantas en vez de cuatro. La
cuestión no es hacer transgénicos con pesticidas porque no están hechos para
hacer más plantas, sino para hacer más negocio con los pesticidas. La forma de
alimentar a más gente es diversificar los cultivos y comer menos carne.
XL. Pero reconocerá que en los años 40 la introducción
de técnicas de explotación modernas, el monocultivo y la selección genética, la
llamada `Revolución Verde´ ayudaron al desarrollo y al Tercer Mundo.
G.S.
No. Hay mucha gente hambrienta en el mundo y ya hubo esa `revolución verde´,
cuyo resultado fue que los países industrializados tuvieran más carne para
comer. Lo cual, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, estuvo bien, estoy
de acuerdo. Pero ya no. Comer carne dos veces al día es malo. Hay estadísticas
en 65 países que prueban que el cáncer de mama y el de intestino están
relacionados con el consumo de grasa animal. Dentro de un animal hay más
pesticidas que en un campo de maíz o de soja, porque se necesitan muchos campos
para alimentar a una vaca; es una concentración de pesticidas.
XL. Usted
promueve lo ‘natural’, pero quizá la producción biológica es un lujo que no
podemos permitirnos.
G.S.
La producción natural ha alimentado al mundo durante miles de años y sin ayuda
del Gobierno. Porque, déjeme decirle una cosa, la agricultura industrializada no
es rentable. Está sostenida por fondos públicos. Los agricultores no
sobrevivirían sin las ayudas gubernamentales.
XL. Pero los transgénicos podrían beneficiar a la
agricultura en África, en zonas donde los cultivos son difíciles.
G.S.
No usemos a los pobres como excusa. La ONU dijo hace 15 años que con 50 billones
de dólares se acabaría con el hambre en el mundo y no encontraron el dinero. En
tres meses, todos los países industrializados han encontrado el doble de esa
cantidad para ‘alimentar’ a los bancos y las grandes compañías. Durante los
últimos 30 años se ha puesto en el mercado una gran cantidad de productos
químicos y transgénicos sin testar, convenientemente amparados en la
confidencialidad de las empresas y sus negocios. Prima el beneficio económico
sobre la salud a largo plazo de la gente.
XL. Algún tipo de control habrá, ¿no?
G.S.
¡No hay ningún control! ¿Por qué cree que hay esta crisis financiera? Porque no
hay transparencia. Y si no la hay en las finanzas, ¿cree que la hay en la
alimentación?
XL. ¿Vamos a tener un caso Madoff en la industria
alimentaria?
G.S.
Y será mucho más importante porque la comida es vital, afecta a nuestra vida
diaria.
XL. ¿Quien controle las semillas controlará el mundo?
G.S.
Por supuesto. Es el mayor objetivo financiero del mundo. Hay sólo ocho compañías
haciendo patentes de semillas. O para ser más precisos, patentando genes
artificiales en semillas. Es sutil. No se pueden patentar las semillas, se
pueden patentar los genes introducidos en ellas. Y si usas la semilla, tienes
que pagar a la compañía que tiene la patente. Y como sólo tienes cuatro plantas
para alimentar el mundo… La soja y el maíz ya son transgénicos y quieren hacer
lo mismo con el trigo y el arroz.
XL. Entiendo, además, que las semillas transgénicas se
pueden expander sin que lo puedas evitar por el viento, los insectos... ¿Hay
alguna forma de controlar esto?
G.S.
No, no la hay. Cuando en un territorio hay un diez por ciento de campo cultivado
con transgénicos, ya no lo puedes detener. Una vez que sueltas algo en el medio
ambiente, por definición no puedes confinarlo. No puedes poner puertas al campo.
Y no son sólo los insectos. Es suficiente con que se mezclen las semillas en los
silos, con la maquinaria… Por eso es muy importante no hacer farmacia en el
campo. Es incontrolable.
XL. Suena pesimista...
G.S.
Pues no lo soy. Y le diré por qué. En 1996, todas las compañías nos decían a los
científicos en los congresos que, hiciésemos lo que hiciésemos, en 2000
tendríamos la mitad de los campos en Europa cultivados con transgénicos. Estamos
en 2009 y tenemos el 0,05 por ciento con OMG. Esto, de momento, ya lo llevan
perdido.
XL. ¿Han intentado sobornarle alguna vez para que deje de criticar los
transgénicos?
G.S. ¿Puedo pasar de esta pregunta?
XL. Después de lo que ha dicho, yo creo que no.
G.S.
Digamos que me iría mejor si respaldase los transgénicos, pero no podría dormir
tranquilo. Cuando digo lo que digo, recibo llamadas de mi universidad o del
Gobierno que me recuerdan lo que ya sé; que si quiero ir a los congresos y tener
fondos para investigar, es mejor trabajar con la industria. Así que siempre hay
presiones. Pero no quiero dar la impresión equivocada. No estoy en contra de la
ingeniería genética. Se pueden hacer grandes cosas con ella. La mayoría de los
científicos piensa en desarrollo, no en negocio. Pero me temo que lo que está
sucediendo con las semillas es la conclusión natural del mundo liberal: patentar
la vida. Al final, todo pertenece a alguien.
17.
Prólogo a LA FUERZA DE LA RAZÓN
Marzo del 2005
Julián Marías
"He dedicado
gran parte de mi vida a demostrar la fuerza de la razón, tan útil para
comprender la realidad. Muchas veces he recordado cómo en el siglo XIX el
racionalismo (la idea reduccionista de la razón, vista ésta como razón
abstracta, que renuncia a pensar la vida humana y, por tanto, sustituye la
realidad por un esquema de ella) motivó un movimiento contrario: el
irracionalismo. Dada esa idea vigente de la razón, el irracionalismo era
justificado.
El
irracionalista Unamuno, pensaba que la razón es enemiga de la vida, que la razón
no es vital. Los irracionalistas abandonaron la razón como método para conocer
la vida. Sin embargo “nuestra filosofía” -a la que mi amigo Ortega se refería
abarcándonos a los dos- marca un punto de inflexión porque llega a una nueva
idea de la razón y supera el racionalismo, pero no para caer en el
irracionalismo, sino para ir más allá de ambos con la razón vital. Porque la
razón es una función vital: no hay oposición entre la razón y la vida, sino que
van unidas. La vida es racional; la razón, vital.
Ello resulta
tan evidente que es menester dejar de calificar esta filosofía nuestra como la
de la razón vital: habría que hablar de la razón sin más. Dejemos que la razón
se imponga y venza por sí misma, sin calificativos, con toda su poderosa fuerza.
(...)La razón
es divina como nos recuerda Lope de Vega. Dios es Logos, es razón. Y la ha
depositado en nosotros, aunque a veces se debilite debido a nuestra fragilidad.
No perdamos la esperanza. Mientras gracias a esa fuerza me encamino a Dios e
imagino cerca, con ilusión, la vida eterna, pido a mis amables lectores –que me
han acompañado benevolentes y atentos durante tanto tiempo- tengan presente el
último verso del primer soneto de las Rimas sacras de Lope: “Vuelve a la patria
la razón perdida”, cuando su luz vencerá mi oscuridad. Esa luz perpetua que
siempre me iluminará. Nos iluminará, divina y admirablemente, a todos con su
hermosísima claridad. Con su todopoderosa fuerza.
18. SAVING INDIA’S GIRLS
By Ashley K. Fernandes
Copyright (c) 2007 First Things (May 2007)
India is all the rage these days. From high fashion to high tech to the movies
made in “Bollywood,” India has finally made it to the world stage. The coverage
of Everything India is so ubiquitous that one is tempted to pass by
India-related articles and move on to new global frontiers. Yet a recent piece
in the New York Times—“Indian Gov’t to Raise Abandoned Girls,” February
18, 2007—is one that readers should note. This is not an article about the
flashy new middle class in India but a story about the future of some of the
world’s most vulnerable persons in an immense and overwhelming country.
The article relates that the Indian government plans—in an effort to stem the
tide of sex-selective abortions—to set up a series of orphanages in regional
health districts to take in and raise unwanted baby girls. While both India and
the world acknowledge that sex selection is a crisis of epic proportions, one
that has already seriously tipped the gender balance to favor boys, the laws to
ban the practice in India have so far been ineffective.
Girls in India have, for many hundreds of years, been seen as a severe economic
burden on families who must provide a dowry for the girl at the time of
marriage. In addition, there is a certain elevated social status afforded to
having a boy (particularly in the thousands of villages of India) that reveals
the low value placed on females in many parts of the country. These are not
attitudes that are so easily whisked away with mere statutes. And, even where
laws exist, the will to enforce them has been lacking. The Times reports
that only one physician has ever been convicted under the national laws banning
sex-selective abortion, which were passed in 1994.
India’s orphanage plan is called the cradle scheme. According to Renuka
Chowdhury, the minister of state for women and child development, it has already
been funded in the coming national budget. Precise figures on cost and a time
frame for set-up are lacking; nevertheless, it is a beautiful example of how—in
a world that prizes stark efficiency, the supremacy of personal autonomy, and
the purported “rationality of utilitarianism”—a country of a billion people can
take a collective stand to protect the most vulnerable in its midst. India is by
no means perfect; Chowdhury herself, obsessed with population control, once
sought to ban women and men with more than two children from contesting
Parliamentary and state elections. There are many more in India who see abortion
as a solution to the country’s stifling population problem. But it nonetheless
seems a significant step in the right direction.
The article quoted Chowdhury: “What we are saying to the people is have your
children, don’t kill them. And if you don’t want a girl child, leave her to us.”
When asked if setting up such a system of orphanages might encourage even more
abandonment of baby girls, the minister replied: “It doesn’t matter. It is
better than killing them.”
Although even pro-abortion academics and politicians in the United States would
likely condemn sex-selective abortion as morally impermissible (although it is
hard to see on what grounds, if abortion is a fundamental right), skeptics and
cynics will still say that the cradle scheme is too ambitious, too optimistic,
and too inefficient. Who will pay for all these children? Should a developing
country waste its resources on babies who are unwanted anyway? What will be the
social impact of hundreds of thousands of girls brought up by the state?
India has its simple answer: We don’t know. We don’t know for how long and how
much we will be able to pay for this program (but we are committed to trying);
we don’t know the impact of spending resources on unwanted babies (but we
know it is not a waste); we don’t know the social implications of girls
growing up under the care of Mother India (but it is better than killing them).
India’s plan is a model of inefficiency—and simultaneously a valiant stand for
the value of human life. As a person of Indian origin, I know full well that we
Indians love to joke about our ethnic inefficiencies: how we must bargain for
everything, how cows slow down traffic in Mumbai, how taxicabs take you
everywhere else first before taking you where you need to go. But the cradle
scheme is an inefficiency in which we—and all humanity—can rejoice. It is an
inefficiency for justice, an inefficiency for the sake of another.
We have in the cradle scheme more proof that moral relativism is as impotent as
we suspected it was. India, after all, is a Hindu country whose fabric
incorporates Judeo-Christian principles but is not dominated by them. While it
is true that Indian culture has permitted and encouraged sex selection (by
devaluing girls and strapping poor families with the intolerable burden of the
dowry system), it is also true that Hindus, Muslims, Christians, and others
within the government are actively working to correct this atrocity. Even a
country as diverse as India can arrive at a conclusion that is true: A
baby girl’s life is just as valuable as a baby boy’s. “The Gospel of Life is not
for believers alone: It is for everyone. The issue of life and its defense and
promotion is not a concern of Christians alone,” wrote John Paul II in
Evangelium Vitae. India, in spite of her diversity, has reached this same
end because truth is the common end of human reason.
Moreover, India’s plan to protect her baby girls demonstrates the moral power of
a representative democracy. In an authentic democracy, where the person forms
the fundamental precious substance of community, the possibility exists to
protect a newborn girl for her own sake—even at the cost of the temporal goods
of society. Her totalitarian neighbor to the north—the behemoth that is China—is
a classic contrast. In China, where the boy-to-girl ratio is even worse than in
India, the insatiable drive for forced population control and the elevated
social status of males have combined to provide a deadly social backdrop for an
unborn child audacious enough to be a female.
Of course, even in democracies the truth of the transcendence of the person—over
and above the community of which she is a part—is being eroded. Those of us in
the West who admire the symbolism and sacrifice to which India will commit
herself with regional orphanages must ask ourselves what justifies such a stand.
Would such a radical idea as the cradle scheme be possible with a political
system that was not rooted in the metaphysical reality of the sanctity of
human life? The transparency of democracy—often taken for granted and yet so
critical to our way of life—allows India to admit to the horrifying problem of
sex selection and demand a just solution with accountability not only to her own
people but to the world. Are we willing to fight the intellectual war of ideas
for the core of an authentic democracy—the inviolability of the human person?
There is yet another lesson to be learned from India: Efficiency, tidiness,
economic savings, and the other components of the utilitarian calculus are
worthless if they dare to sacrifice the human person for the good of the many.
In May 2000, India joined her rival China as a country with one billion persons.
The news was announced with both fanfare and trepidation, with an official
one-billionth designee—a girl. Her name was Astha (Hindi for faith). Despite its
overpopulation problem, India has resisted, with optimism and ingenuity, the
coercive policies of her communist neighbor; the cradle scheme reminds the
people of India and those of the West that a solution to social problems does
not have to begin with death. Whenever a society, despite its many
imperfections, makes a public commitment to protect the vulnerable, it comes
ever closer to its true purpose—to become a community of persons.
Time will tell if India’s new social and ethical commitment to newborn baby
girls comes to fruition. We can only hope that, as India inevitably transforms
into a developed country, she will inspire us with an even deeper commitment to
human life infused by religion, rooted in reason, and manifested by a democratic
political system.
Ashley K. Fernandes, M.D., is an assistant professor of pediatrics and community
health at the Boonshoft School of Medicine at Wright State University.
19.
LA PLACA DE LA DISCORDIA
Artículo de Gregorio marañón y Bertrán de lis / académico de la real escuela de
san fernando/
www.elpais.com
/sábado 10 enero de 2009
Lo que subyace
en la polémica sobre el homenaje a la Madre Maravillas es que la condición de
religioso católico aún produce en amplios sectores de la izquierda una reacción
emocional de rechazo
La polémica sobre la placa con la que la Mesa
del Congreso quiso recordar que Santa Maravillas de Jesús había nacido en el
lugar que hoy ocupan unas dependencias del Congreso ha sido sorprendente, tanto
por su repercusión política y mediática como por el enconamiento con el que se
han formulado las opiniones adversas. Aunque nunca lo he visto explicitado,
parece lógico suponer que la placa se habría colocado en esas dependencias y no
en el hemiciclo, y que el texto habría sido meramente conmemorativo. Esa
atención pública, sin pretenderlo, le ha dado a la Madre Maravillas una
notoriedad infinitamente mayor que la de cualquier homenaje.
Deberíamos
reflexionar sobre las causas de que perviva este sentimiento anticlerical
Los verdaderos
santos son ciudadanos ejemplares que conviene honrar como un espejo, EL PAÍS, en
portada, informaba de que el Congreso se había soliviantado ante la posible
colocación de la placa; en un editorial se la calificaba de ignominia; una
columnista, que atribuía equivocadamente a la santa una frase de san Juan de la
Cruz, calificándola de contrato sadomasoquista, añadía: "¿Imaginan el goce que
sentiría al caer en manos de una patrulla de milicianos jóvenes armados y
-¡mmm!- sudorosos?"; y, finalmente, en una Cuarta página, un monje
consideraba la placa como esperpéntica, en un artículo plagado de inexactitudes.
También en el
periódico aparecieron opiniones distintas, como la de Muñoz Molina, quien en
respuesta a la columna anterior escribió que "no hace falta imaginar lo que
sintieron, en los meses atroces del principio de la guerra, millares de personas
al caer en manos de pandillas de milicianos, armados y casi siempre jóvenes,
aunque tal vez no siempre sudorosos. Azaña, Prieto, Arturo Barea... no les costó
nada imaginar la tragedia de tantas personas asesinadas por esas pandillas, no
siempre incontroladas, y todos ellos sabían el daño que esos crímenes estaban
haciendo a la justa causa de un régimen legítimo asaltado...".
Rosa Montero,
en su columna, manifestó su sorpresa porque "una pobre monja muerta en la
ancianidad hace 30 años y que no parece haber hecho mal a nadie haya suscitado
tan enconado conflicto y recibido ataques tan violentos", achacándoselo a
quienes no toleran al prójimo que piensa diferente y le arrebatan su humanidad,
convirtiéndolo en una cosa violable y exterminable. Finalmente, Joaquín Leguina,
lleno de inteligente sensatez, al ser preguntado por esta polémica, concluyó que
"es una persona relevante que ha sido elevada a los altares, ¿por qué tenemos
que discutir esta cuestión? Que se ponga la placa y ya está".
Intentemos
aproximarnos a la persona que ha sido el involuntario sujeto de esta placa de la
discordia para recuperar su figura humana. Santa Maravillas de Jesús nació en el
siglo XIX en una de las familias más cultas e influyentes de la España de su
tiempo. Profundamente inteligente, excepcionalmente culta y de una inagotable
bondad, a los 27 años decidió ingresar en un convento de clausura para vivir en
plenitud su vocación religiosa, siguiendo con fidelidad los pasos de santa
Teresa.
Renunció a una
importante posición social para pasar el resto de su existencia manteniéndose
sólo con el trabajo de sus manos, sin más bienes materiales que los escasísimos
que pertenecían a su comunidad conventual. Desde la más absoluta pobreza, su
vida entera estará inspirada por un amor solidario hacia sus semejantes y hacia
su Dios. Se dedicó enteramente a la meditación, que es pensamiento, oración y
contemplación, aunque también, con una asombrosa eficacia para sus pocos medios
y su voluntario retiro, fundó 13 conventos; hizo construir una barriada de casas
prefabricadas para quienes carecían de vivienda; promovió colegios en una España
que tenía una tasa de analfabetismo superior al 50%; creó una clínica para las
religiosas que carecían de toda asistencia social y llevo a cabo muchas otras
obras humanitarias. Su comunidad, que se rige por una secular regla democrática,
la eligió priora durante los últimos 48 años de su vida.
Desde esta
perspectiva, cabe preguntarse: ¿qué puede decirnos la espiritualidad mística en
una cultura tecnológica y secularizada?, ¿qué sentido tiene la pobreza
voluntaria en la sociedad de consumo?, ¿acaso el amor como vocación, la dignidad
del trabajo manual, la pobreza elegida para compartir con los demás la totalidad
de los bienes, la libertad de no necesitar nada porque nada se tiene ni se
desea, y el ejercicio de la meditación, no son rasgos positivos de la condición
humana? En su vivencia religiosa descubrimos una llama de verdadero humanismo,
que viene de muy lejos, y que puede proyectar su luz y su calor sobre muchos
trechos de nuestra propia existencia. El prestigioso cardiólogo Vega Díaz, que
la atendió en las últimas décadas de su vida, siendo agnóstico reconocía que al
conocerla sintió una "impresión anonadante" y que, desde entonces, "su
espiritualidad ocupó todas las honduras de mi conciencia".
Los escritos
de la religiosa impresionan a cualquier lector sensible, sea o no creyente.
Siguiendo los pasos de la noche oscura de san Juan de la Cruz, padeció durante
toda su vida "el abandono y el dolor de la ausencia de Dios, la soledad más
radical, las dudas sobre todo". Pero junto a la desolación de estas vivencias,
la Madre Maravillas conoció otras, gozosas e inefables, en forma de experiencias
"cumbre", como las califica Maslow, sobre la presencia de Dios.
La cuestión no
ha sido, obviamente, la personalidad de esta santa que a nadie ha interesado y
cuya biografía el editorialista de EL PAÍS resumía como la de una religiosa
perseguida en la Guerra Civil, cuando su vivencia del terror desatado en la
retaguardia de Madrid fue privilegiada, al haberse refugiado con su comunidad en
un piso donde algunos milicianos la protegieron. Lo que subyace en el trasfondo
de esta polémica es el hecho incuestionable de que la condición de religioso
católico aún produce en sectores de la izquierda española una reacción emocional
de rechazo, impropia, por su intolerancia, de una sociedad moderna y laica.
Conviene
recordar la intervención de Óscar Alzaga en el Congreso de los Diputados, en la
etapa constituyente, cuando se debatía la aconfesionalidad del Estado: "No vamos
a defender, ni aquí ni en ningún momento, la confesionalidad del Estado ni pedir
derechos para los católicos que no correspondan a los restantes españoles, es
más, hacemos en este acto constituyente solemne expresión de que abjuramos de
prejuicios históricos que en ocasiones han sostenido los católicos en España.
Ahora bien, esperamos la misma modernidad de enfoque por la otra parte. Es
decir, también en el juego de las dos Españas, en ese grave juego dialéctico que
intentamos superar definitivamente, hay responsabilidades históricas, serias y
graves para las fuerzas políticas de tradición más laica".
Católicos y no
católicos deberíamos reflexionar sobre las causas de que perviva entre nosotros
este sentimiento anticlerical. La Iglesia podría preguntarse por lo que está
significando la pérdida del espíritu que encarnó el cardenal Tarancón, que en la
transición democrática tanto la legitimó social y políticamente, y si su
adaptación a la nueva realidad española, pluralista y aconfesional, está siendo
o no adecuada Los anticlericales podrían cuestionarse si su actitud responde a
ese "espíritu de reconciliación y concordia, y de respeto al pluralismo y a la
defensa pacífica de todas las ideas" que preconiza la llamada Ley de Memoria
Histórica, que menciona expresamente a quienes padecieron agravios por sus
creencias religiosas, y pensar sobre el hecho de que la mayoría de la sociedad
española no participe de su beligerancia.
En todo caso,
sin tener presente este fenómeno resulta incomprensible que una placa para
recordar el lugar del nacimiento de una mujer religiosa, que sólo ha hecho el
bien en su vida y cuenta con un excepcional reconocimiento universal, soliviante
a nuestros diputados y lleve a este periódico a calificarla de ignominia. Lo
mismo escribiría si se tratase de un ilustre místico sufí o un prestigioso monje
budista, porque entre nosotros nadie debe ser discriminado por su condición
religiosa. Los verdaderos santos, los que han vivido haciendo el bien, católicos
o de cualquier otra religión, creyentes o agnósticos, son ciudadanos ejemplares
que conviene honrar y que a todos pertenecen.
Causa sonrojo
la inanidad intelectual de los argumentos opuestos ante la placa, incompatibles
con la Constitución y el carácter pluralista de nuestra sociedad. No seamos el
único país democrático occidental donde el arzobispo Romero, asesinado por la
extrema derecha salvadoreña, la madre Teresa de Calcuta o el pastor protestante
Martin Luther King, de haber nacido en un edificio público, por ser religiosos,
no podrían contar con una discreta placa que los recordase. Me temo que quienes
han terciado con tal enconamiento en esta polémica han defendido posiciones que
recuerdan a algunas de las páginas más tristes de nuestro reciente pasado
histórico.
20.
CARTA DE UN AGNÓSTICO A SU HIJO SOBRE LA RELIGIÓN
Jean Jaurés
Querido hijo:
Me pides un
justificativo que te exima de cursar la religión, un poco por tener la gloria de
proceder de distinta manera que la mayor parte de tus condiscípulos, y temo que
también un poco para parecer digno hijo de un hombre que no tiene convicciones
religiosas. Este justificativo, querido hijo, no te lo envío ni te lo enviaré
jamás.
No es porque desee que seas clerical, a pesar de que no hay en esto ningún
peligro, ni lo hay tampoco en que profeses las creencias que te expondrá el
profesor. Cuando tengas la edad suficiente para juzgar, serás completamente
libre; pero, tengo empeño decidido en que tu instrucción y tu educación sean
completas, y no lo serían sin un estudio serio de la religión.
Te parecerá extraño este lenguaje después de haber oído tan bellas declaraciones
sobre la libertad religiosa pero, ¿cómo sería completa tu instrucción sin un
conocimiento suficiente de las cuestiones religiosas sobre las cuales todo el
mundo discute? ¿Quisieras tú, por ignorancia voluntaria, no poder decir una
palabra sobre estos asuntos sin exponerte a soltar un disparate?.
Dejemos a un lado la política y las discusiones, y veamos lo que se refiere a
los conocimientos indispensables que debe tener un hombre de cierta posición.
Estudias mitología para comprender la historia y la civilización de los griegos
y de los romanos, y ¿qué comprenderías de la historia de Europa y del mundo
entero después de Jesucristo, sin conocer la religión, que cambió la faz del
mundo y produjo una nueva civilización?.
En el arte, ¿qué serán para ti las obras maestras de la Edad Media y de los
tiempos modernos, si no conoces el motivo que las ha inspirado y las ideas
religiosas que ellas contienen?. En las letras, ¿puedes dejar de conocer no sólo
a Bossuet, Fenelón, Lacordaire, De Maistre, Veuillot y tantos otros que se
ocuparon exclusivamente en cuestiones religiosas, sino también a Corneille,
Racine, Hugo, en una palabra a todos estos grandes maestros que debieron al
cristianismo sus más bellas inspiraciones?.
Si se trata de derecho, de filosofía o de moral, ¿puedes ignorar la expresión
más clara del Derecho Natural, la filosofía más extendida, la moral más sabia y
más universal?—éste es el pensamiento de Juan Jacobo Rousseau.
Hasta en las ciencias naturales y matemáticas encontrarás la religión: Pascal y
Newton eran cristianos fervientes; Ampère era piadoso; Pasteur probaba la
existencia de Dios y decía haber recobrado por la ciencia la fe de un bretón;
Flammarion se entrega a fantasías teológicas. ¿Querrás tú condenarte a saltar
páginas en todas tus lecturas y en todos tus estudios?
Hay que confesarlo: la religión está íntimamente unida a todas las
manifestaciones de la inteligencia humana; está en la base de la civilización, y
es ponerse fuera del mundo intelectual y condenarse a una manifiesta
inferioridad el no querer conocer una ciencia que han estudiado y que poseen en
nuestros días tantas inteligencias preclaras.
Ya que hablo de educación: para ser un joven bien educado, ¿es preciso conocer y
practicar las leyes de la Iglesia? Sólo te diré lo siguiente: nada hay que
reprochar a los que las practican fielmente, y con mucha frecuencia hay que
llorar por los que no las toman en cuenta. No fijándome sino en la cortesía, hay
que convenir en la necesidad de conocer las convicciones y los sentimientos de
las personas religiosas. Si no estamos obligados a imitarlas, debemos, por lo
menos, comprenderlas, para poder guardarles el respeto, las consideraciones y la
tolerancia que les son debidas. Nadie será jamás delicado, fino, ni siquiera
presentable sin nociones religiosas.
Querido hijo: convéncete de lo que te digo: muchos tienen interés en que los
demás desconozcan la religión, pero todo el mundo desea conocerla. En cuanto a
la libertad de conciencia y otras cosas análogas, eso es vana palabrería que
rechazan de consuno los hechos y el sentido común. Muchos anti-católicos conocen
por lo menos medianamente la religión; otros han recibido educación religiosa;
su conducta prueba que han conservado toda su libertad.
Además, no es preciso ser un genio para comprender que sólo son verdaderamente
libres de no ser cristianos los que tienen facultad para serlo, pues, en caso
contrario, la ignorancia les obliga a la irreligión. La cosa es muy clara: la
libertad, exige la facultad de poder obrar en sentido contrario.
Te sorprenderá esta carta, pero precisa, hijo mío, que un padre diga siempre la
verdad a su hijo. Ningún compromiso podría excusarme de esa obligación”.
Fuente:
http://www.solidaridad.net/vernoticia.asp?noticia=1582
21.
CERTERO UNAMUNO
Parecen
escritas hoy estas palabras de Unamuno en “Sobre el marasmo actual de España”
(1911). En estos días previos a la Jornada Mundial de la Juventud, que supondrá
una vacuna contra el abandono fatalista al que nos quiere arrastrar cierto credo
conservador, merece la pena volver a soñar con la revolución, que si se ha dado
ayer, también se puede dar mañana:
“Resalta y se revela más la penuria de libertad interior junto a la gran
libertad exterior de que creemos disfrutar porque nadie nos la niega. Extiéndese
y se dilata por toda nuestra actual sociedad española una enorme monotonía, que
se resuelve en atonía, la uniformidad mate de una losa de plomo de ingente
ramplonería”.
“He aquí una palabra terrible: no hay juventud. Habrá jóvenes pero juventud
falta. Y es que la Inquisición latente y el senil formalismo la tienen
comprimida”
“Los jóvenes mismos envejecen, o más bien se avejentan enseguida, se formalizan,
se acamellan, encasillan y cuadriculan, volviéndose correctos como un corcho”.
“Sobre esta miseria espiritual se extiende el pólipo político y en esta anemia
se congestionan los centros más o menos parlamentarios”.
“Es una desolación, en España el pueblo es masa electoral y contribuible. Como
no se le ama, no se le estudia, y como no se le estudia, no se le conoce para
amarle.”
“¡Ojalá una verdadera juventud, animosa y libre, rompiendo la malla que nos
ahoga y la monotonía uniforme en que estamos alineados se vuelva con amor a
estudiar el pueblo que nos sustenta a todos!”
22.
CITA DE BLANCA GARCÍA
Blanca
García-Valdecasas, "Por donde sale el sol"
"Un niño
pequeño, ¿no era el mundo empezando, otra vez y siempre? Lujo
de la creación, tan indefensito y a la vez con la seguridad de que las
personas a su alrededor son todas buenas, que todo se lo dan. La
mirada de un niño nadie puede pintarla, el brillo de los inmortales.
Ningún niño ha pensado en su muerte, por eso, tal vez, en su
debilidad, tienen toda la fuerza".
23.
LA CUESTIÓN DEL ABORTO
ABC. JULIÁN MARÍAS
(reproducido por su actualidad del que en su día publicamos en este periódico)
La espinosa
cuestión del aborto voluntario se puede plantear de maneras muy diversas. Entre
los que consideren la inconveniencia o ilicitud del aborto, el planteamiento más
frecuente es el religioso. Pero se suele responder que no se puede imponer a una
sociedad entera una moral «particular». Hay otro planteamiento que pretende
tener validez universal, y es el científico. Las razones biológicas,
concretamente genéticas, se consideran demostrables, concluyentes para
cualquiera. Pero sus pruebas no son accesibles a la inmensa mayoría de los
hombres y mujeres, que las admiten «por fe»; se entiende, por fe en la ciencia.
Creo que hace
falta un planteamiento elemental, accesible a cualquiera, independiente de
conocimientos científicos o teológicos, que pocos poseen, de una cuestión tan
importante, que afecta a millones de personas y a la posibilidad de vida de
millones de niños que nacerán o dejarán de nacer.
Esta visión ha
de fundarse en la distinción entre «cosa» y «persona», tal como aparece en el
uso de la lengua. Todo el mundo distingue, sin la menor posibilidad de
confusión, entre «qué» y «quién», «algo» y «alguien», «nada» y «nadie». Si se
oye un gran ruido extraño, me alarmaré y preguntaré: «qué pasa?» o ¿qué es
eso?». Pero si oigo unos nudillos que llaman a la puerta, nunca preguntarás
«¿qué es», sino «¿quién es?».
Se preguntará
qué tiene esto que ver con el aborto. Lo que aquí me interesa es ver en qué
consiste, cuál es su realidad. El nacimiento de un niño es una radical
«innovación de la realidad»: la aparición de una realidad «nueva». Se dirá que
se deriva o viene de sus padres. Sí, de sus padres, de sus abuelos y de todos
sus antepasados; y también del oxígeno, el nitrógeno, el hidrógeno, el carbono,
el calcio, el fósforo y todos los demás elementos que intervienen en la
composición de su organismo. El cuerpo, lo psíquico, hasta el carácter, viene de
ahí y no es rigurosamente nuevo.
Diremos que
«lo que» el hijo es se deriva de todo eso que he enumerado, es «reductible» a
ello. Es una «cosa», ciertamente animada y no inerte, en muchos sentidos
«única», pero al fin una cosa. Su destrucción es irreparable, como cuando se
rompe una pieza que es ejemplar único. Pero todavía no es esto lo importante.
«Lo que» es el
hijo puede reducirse a sus padres y al mundo; pero «el hijo» no es «lo que» es.
Es «alguien». No un «qué», sino un «quién», a quien se dice «tú», que dirá en su
momento «yo». Y es «irreductible a todo y a todos», desde los elementos químicos
hasta sus padres, y a Dios mismo, si pensamos en él. Al decir «yo» se enfrenta
con todo el universo. Es un «tercero» absolutamente nuevo, que se añade al padre
y a la madre.
Cuando se dice
que el feto es «parte» del cuerpo de la madre se dice una insigne falsedad
porque no es parte: está «alojado» en ella, implantado en ella (en ella y no
meramente en su cuerpo). Una mujer dirá: «estoy embarazada», nunca «mi cuerpo
está embarazado». Es un asunto personal por parte de la madre. Una mujer dice:
«voy a a tener un niño»; no dice «tengo un tumor».
El niño no
nacido aún es una realidad «viniente», que llegará si no lo paramos, si no lo
matamos en el camino. Y si se dice que el feto no es un quién porque no tiene
una vida personal, habría que decir lo mismo del niño ya nacido durante muchos
meses (y del hombre durante el sueño profundo, la anestesia, la arteroesclerosis
avanzada, la extrema senilidad, el coma).
A veces se usa
una expresión de refinada hipocresía para denominar el aborto provocado: se dice
que es la «interrupción del embarazo». Los partidarios de la pena de muerte
tienen resueltas sus dificultades. La horca o el garrote pueden llamarse
«interrupción de la respiración», y con un par de minutos basta. Cuando se
provoca el aborto o se ahorca, se mata a alguien. Y es una hipocresía más
considerar que hay diferencia según en qué lugar del camino se encuentre el niño
que viene, a qué distancia de semanas o meses del nacimiento va a ser
sorprendido por la muerte.
Con frecuencia
se afirma la licitud del aborto cuando se juzga que probablemente el que va a
nacer (el que iba a nacer) sería anormal física y psíquicamente. Pero esto
implica que el que es anormal «no debe vivir», ya que esa condición no es
probable, sino segura. Y habría que extender la misma norma al que llega a ser
anormal por accidente, enfermedad o vejez. Y si se tiene esa convicción, hay que
mantenerla con todas sus consecuencias; otra cosa es actuar como Hamlet en el
drama de Shakespeare, que hiere a Polonio con su espada cuando está oculto
detrás de la cortina. Hay quienes no se atreven a herir al niño más que cuando
está oculto -se pensaría que protegido- en el seno materno.
Y es curioso
cómo se prescinde enteramente del padre. Se atribuye la decisión exclusiva a la
madre (más adecuado sería hablar de la «hembra embarazada»), sin que el padre
tenga nada que decir sobre si se debe matar o no a su hijo. Esto, por supuesto,
no se dice, se pasa por alto. Se habla de la «mujer objeto» y ahora se piensa en
el «niño tumor», que se puede extirpar como un crecimiento enojoso. Se trata de
destruir el carácter personal de lo humano. Por ello se habla del derecho a
disponer del propio cuerpo. Pero, aparte de que el niño no es parte del cuerpo
de su madre, sino «alguien corporal implantado en la realidad corporal de su
madre», ese supuesto derecho no existe. A nadie se le permite la mutilación; los
demás, y a última hora el poder público, lo impiden. Y si me quiero tirar desde
una ventana, acuden la policía y los bomberos y por la fuerza me lo impiden.
El núcleo de
la cuestión es la negación del carácter personal del hombre. Por eso se olvida
la paternidad y se reduce la maternidad a soportar un crecimiento intruso, que
se puede eliminar. Se descarta todo uso del «quién», de los pronombres tú y yo.
Tan pronto como aparecen, toda la construcción elevada para justificar el aborto
se desploma como una monstruosidad.
¿No se tratará
de esto precisamente? ¿No estará en curso un proceso de «despersonalización», es
decir, de «deshominización» del hombre y de la mujer, las dos formas
irreductibles, mutuamente necesarias, en que se realiza la vida humana? Si las
relaciones de maternidad y paternidad quedan abolidas, si la relación entre los
padres queda reducida a una mera función biológica sin perduración más allá del
acto de generación, sin ninguna significación personal entre las tres personas
implicadas, ¿qué queda de humano en todo ello? Y si esto se impone y generaliza,
si a finales del siglo XX la Humanidad vive de acuerdo con esos principios, ¿no
habrá comprometido, quién sabe hasta cuándo, esa misma condición humana? Por
esto me parece que la aceptación social del aborto es, sin excepción, lo más
grave que ha acontecido en este siglo que se va acercando a su final.
27.
ABORTO LIBRE Y PROGRESISMO
POR MIGUEL
DELIBES (reproducido por su actualidad del que en su día publicamos en este
periódico)
20-12-2007
08:32:38
En estos días en que tan frecuentes son las
manifestaciones en favor del aborto libre, me ha llamado la atención un grito
que, como una exigencia natural, coreaban las manifestantes: «Nosotras parimos,
nosotras decidimos». En principio, la reclamación parece incontestable y así lo
sería si lo parido fuese algo inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a
su vez, objetar dicha exigencia, esto es, parte interesada, hoy muda, de tan
importante decisión. La defensa de la vida suele basarse en todas partes en
razones éticas, generalmente de moral religiosa, y lo que se discute en
principio es si el feto es o no es un ser portador de derechos y deberes desde
el instante de la concepción. Yo creo que esto puede llevarnos a argumentaciones
bizantinas a favor y en contra, pero una cosa está clara: el óvulo fecundado es
algo vivo, un proyecto de ser, con un código genético propio que con toda
probabilidad llegará a serlo del todo si los que ya disponemos de razón no
truncamos artificialmente el proceso de viabilidad. De aquí se deduce que el
aborto no es matar (parece muy fuerte eso de calificar al abortista de asesino),
sino interrumpir vida; no es lo mismo suprimir a una persona hecha y derecha que
impedir que un embrión consume su desarrollo por las razones que sea. Lo
importante, en este dilema, es que el feto aún carece de voz, pero, como
proyecto de persona que es, parece natural que alguien tome su defensa, puesto
que es la parte débil del litigio.
La socióloga americana Priscilla Conn, en un
interesante ensayo, considera el aborto como un conflicto entre dos valores:
santidad y libertad, pero tal vez no sea éste el punto de partida adecuado para
plantear el problema. El término santidad parece incluir un componente religioso
en la cuestión, pero desde el momento en que no se legisla únicamente para
creyentes, convendría buscar otros argumentos ajenos a la noción de pecado. En
lo concerniente a la libertad habrá que preguntarse en qué momento hay que
reconocer al feto tal derecho y resolver entonces en nombre de qué libertad se
le puede negar a un embrión la libertad de nacer. Las partidarias del aborto sin
limitaciones piden en todo el mundo libertad para su cuerpo. Eso está muy bien y
es de razón siempre que en su uso no haya perjuicio de tercero. Esa misma
libertad es la que podría exigir el embrión si dispusiera de voz, aunque en un
plano más modesto: la libertad de tener un cuerpo para poder disponer mañana de
él con la misma libertad que hoy reclaman sus presuntas y reacias madres.
Seguramente el derecho a tener un cuerpo debería ser el que encabezara el más
elemental código de derechos humanos, en el que también se incluiría el derecho
a disponer de él, pero, naturalmente, subordinándole al otro.
Y el caso es que el abortismo ha venido a
incluirse entre los postulados de la moderna «progresía». En nuestro tiempo es
casi inconcebible un progresista antiabortista. Para estos, todo aquel que se
opone al aborto libre es un retrógrado, posición que, como suele decirse, deja a
mucha gente, socialmente avanzada, con el culo al aire. Antaño, el progresismo
respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia.
Años después, el progresista añadió a este credo la defensa de la Naturaleza.
Para el progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño frente al
adulto, el negro frente al blanco. Había que tomar partido por ellos. Para el
progresista eran recusables la guerra, la energía nuclear, la pena de muerte,
cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la carrera
de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo. El ideario progresista estaba
claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que
procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos.
Había, pues, tarea por delante. Pero surgió el problema del aborto, del aborto
en cadena, libre, y con él la polémica sobre si el feto era o no persona, y,
ante él, el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona,
mientras que la presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se
pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del
negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto, y políticamente era
irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían
inmutables: la protección del débil y la no violencia. Contra el embrión, una
vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su
debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora,
científica y esterilizada. Los demás fetos callarían, no podían hacer
manifestaciones callejeras, no podían protestar, eran aún más débiles que los
más débiles cuyos derechos protegía el progresismo; nadie podía recurrir. Y ante
un fenómeno semejante, algunos progresistas se dijeron: esto va contra mi
ideología. Si el progresismo no es defender la vida, la más pequeña y
menesterosa, contra la agresión social, y precisamente en la era de los
anticonceptivos, ¿qué pinto yo aquí? Porque para estos progresistas que aún
defienden a los indefensos y rechazan cualquier forma de violencia, esto es,
siguen acatando los viejos principios, la náusea se produce igualmente ante una
explosión atómica, una cámara de gas o un quirófano esterilizado.
33.
Entremés EL JUEZ DE LOS DIVORCIOS. Canto final
MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA
Entre casados de honor
cuando hay pleito descubierto
más vale el peor concierto
que no el divorcio mejor
Donde no ciega el engaño
simple, en que algunos están
las riñas de por San Juan
son paz para todo el año
Resucita allí el honor,
y el gusto, que estaba muerto,
donde vale el peor concierto
más que el divorcio mejor
Aunque la rabia de celos
es tan fuerte y rigurosa
si lo pide una hermosa,
no son celos sino cielos
Tiene esta opinión amor
que es el sabio más experto:
que vale el peor concierto
más que el divorcio mejor
34.
Entremés EL VIEJO CELOSO. Canto final MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA
El agua de por San Juan
quita vino y no da pan
Las riñas de por San Juan
todo el año paz nos dan
Llover el trigo en las eras
las viñas estando en cierne
No hay labrador que gobierne
bien sus cubas y paneras
Mas las riñas más de veras
si suceden en San Juan
todo el año paz nos dan
Por la canícula ardiente
está la cólera a punto
pero, pasando aquel punto,
menos activa se siente
Y así, el que dice no miente,
que las riñas por San Juan
todo el año paz nos dan
Las riñas de los casados
como aquesta siempre sean
para que después se vean
sin pensar regozijados
Sol que sale tras nublados
es contento tras afán
Las riñas de por San Juan
todo el año paz nos dan.
35.
DISCURSO AL «MOVIMIENTO PER LA VITA» ITALIANO AL CUMPLIRSE SU 25 ANIVERSARIO POR
JUAN PABLO II EL MAGNO EN EL AÑO 2003
"Al
recibir el Premio Nobel de la Paz en 1979, la Madre Teresa de Calcuta tuvo el
valor de afirmar ante los responsables de las comunidades políticas: "Si
aceptamos que una madre pueda suprimir al fruto de su seno, ¿qué nos queda? El
aborto es el principio que pone en peligro la paz en el mundo".¡Es verdad! No
puede haber auténtica paz sin respeto de la vida, especialmente si es inocente e
indefensa, como es la de los niños que todavía no han nacido. Una coherencia
elemental exige que quien busca la paz defienda la vida."
36. EL SUEÑO
Fray Fernando Rodríguez, O.F.M.
Aún no llego a
comprender cómo ocurrió, si fue real o un sueño. Solo recuerdo que ya era tarde
y estaba en mi sofá preferido con un buen libro en la mano. El cansancio me fue
venciendo y empecé a cabecear...
En algún lugar
entre la semi-inconsciencia y los sueños, me encontré en aquel inmenso salón. No
tenía nada en especial salvo una pared llena de tarjeteros, como los que tienen
las grandes bibliotecas. Los ficheros iban del suelo al techo y parecía
interminable en ambas direcciones. Tenían diferentes rótulos. Al acercarme, me
llamó la atención un cajón titulado:"Muchachas que me han gustado". Lo abrí
descuidadamente y empecé a pasar las fichas. Tuve que detenerme por el impresión
y el susto: había reconocido el nombre de cada una de ellas: ¡se trataba de las
muchachas que a MÍ me habían gustado!
Sin que nadie
me lo dijera, empecé a sospechar dónde me encontraba. Este inmenso salón, con
sus interminables ficheros, era un crudo catálogo de toda mi existencia. Estaban
escritas las acciones de cada momento de mi vida, pequeños y grandes detalles,
momentos que mi memoria había ya olvidado. Un sentimiento de expectación y
curiosidad, acompañado de intriga, empezó a recorrerme mientras abría los
ficheros al azar para explorar su contenido.
Algunos me trajeron alegría y momentos dulces; otros, por el contrario,
un sentimiento de vergüenza y culpa tan intensos que tuve que volverme para ver
si alguien me observaba. El archivo "Amigos" estaba al lado de "Amigos que
traicioné" y "Amigos que abandoné cuando más me necesitaban". Los títulos iban
de lo mundano a lo ridículo. "Libros que he leído", "Mentiras que he dicho",
"Consuelo que he dado", "Chistes que conté", otros títulos eran: "Asuntos por
los que he peleado con mis hermanos", "Cosas hechas cuando estaba
molesto","Murmuraciones cuando mamá me reprendía de niño", "Videos que he
visto"...
No dejaban de
sorprenderme de los títulos. En algunos ficheros habían muchas mas tarjetas de
las que esperaba y otras veces menos de lo que yo pensaba. Estaba atónito del
volumen de información de mi vida que había allí acumulado. ¿Sería posible
que yo hubiera tenido el tiempo de escribir cada una de esas millones de
tarjetas? Pero cada tarjeta confirmaba la verdad. Cada una escrita con mi letra,
cada una llevaba mi firma. Cuando vi el archivo "Canciones que he escuchado"
quedé atónito al descubrir que tenía más de tres bloques de casas de profundidad
y, ni aun así, vi su fin. Me sentí avergonzado, no por la calidad de la música,
sino por la gran cantidad de tiempo que demostraba haber perdido. Cuando llegué
al archivo: "Pensamientos lujuriosos" un escalofrío recorrió mi cuerpo. Solo
abrí el cajón unos centímetros. Me avergonzaría conocer su tamaño. Saqué una
ficha al azar y me conmoví por su contenido. Me sentí asqueado al constatar que
"ese" momento, escondido en la oscuridad, había quedado registrado... No
necesitaba ver más... Un instinto animal afloró en mí. Un pensamiento dominaba
mi mente: Nadie debe de ver estas tarjetas jamás. Nadie debe entrar jamás a este
salón. Tengo que destruirlo! En un frenesí insano arranqué un cajón, tenía que
vaciar y quemar su contenido.
Pero descubrí
que no podía siquiera desglosar una sola ficha del cajón. Me desesperé y trate
de tirar con mas fuerza, sólo para descubrir que eran mas duras que el acero
cuando intentaba arrancarlas. Vencido y completamente indefenso, devolví el
cajón a su lugar. Apoyé mi cabeza en el interminable archivo, testigo invencible
de mis miserias, y empecé a llorar. En eso, el título de un cajón pareció
aliviar en algo mi situación: "Personas a las que les he anunciado el
Evangelio". El asa brillaba, al abrirlo encontré menos de 10 tarjetas. Las
lagrimas volvieron a brotar de mis ojos. Lloraba tan profundo que no
podía respirar. Caí de rodillas al suelo llorando amargamente de vergüenza. De
nuevo pensamiento cruzaba mi mente: nadie deberá entrar a este salón,
necesito encontrar la llave y cerrarlo para siempre.
Y mientras me
limpiaba las lágrimas, lo vi. ¡Oh no! ¡por favor no! ¡Él no! ¡cualquiera menos
Jesús! Impotente vi como Jesús abría los cajones y leía cada una de mis fichas.
No soportaría ver su reacción. En ese momento no deseaba encontrarme con
su mirada. Intuitivamente Jesús se acercó a los peores archivos. ¿Por qué tiene
que leerlos todos? Con tristeza en sus ojos, buscó mi mirada y yo bajé la
cabeza con vergüenza, me llevé las manos al rostro y empecé a llorar de nuevo.
Él, se acercó, puso sus manos en mis hombros. Pudo haber dicho muchas cosas.
Pero Él no dijo una sola palabra. Allí estaba junto a mí, en silencio. Era el
día en que Jesús guardó silencio... y lloró conmigo. Volvió a los archivadores
y, desde un lado del salón, empezó a abrirlos,uno por uno, y en cada tarjeta
firmaba su nombre sobre el mío.
¡No! le grité corriendo hacia Él. Lo único que atiné a decir fue solo ¡no! ¡no!
¡no! cuando le arrebaté la ficha de su mano. Su nombre no tenía por qué estar en
esas fichas. No eran sus culpas, ¡eran las mías! Pero allí estaban,escritas en
un rojo vivo. Su nombre cubrió el mío, escrito con su propia sangre. Tomó la
ficha de mi mano, me miró con una sonrisa triste y siguió firmando las tarjetas.
No entiendo cómo lo hizo tan rápido. Al siguiente instante lo vi cerrar
el último archivo y venir a mi lado. Me miró con ternura a los ojos y me dijo:
Consumado es, todo está terminado, yo he cargado con tu vergüenza y culpa.
En eso salimos
juntos del Salón... Salón que aún permanece abierto...Porque todavía faltan más
tarjetas que escribir. Aún no sé si fue un sueño, una visión, o una realidad...
Pero, de lo que sí estoy convencido, es que la próxima vez que Jesús vuelva a
ese salón, encontrará más fichas de qué alegrarse, menos tiempo perdido y menos
fichas vanas y vergonzosas.
37.
LA EÑE TAMBIÉN ES GENTE
Anónimo
La culpa es de
los gnomos que nunca quisieron ser ñomos. Culpa tienen la nieve, la niebla, los
nietos, los atenienses, el unicornio. Todos evasores de la eñe.
¡Señoras, señores, compañeros, amados niños! ¡No nos dejemos arrebatar la eñe!
Ya nos han birlado los signos de apertura de interrogación y admiración. Ya nos
redujeron hasta el apócope. Ya nos han traducido el pochoclo. Y como éramos
pocos, la abuelita informática ha parido un monstruoso # en lugar de la eñe con
su gracioso peluquín, el ~.
¿Quieren decirme qué haremos con nuestros sueños? ¿Entre la fauna en peligro de
extinción figuran los ñandúes y los ñacurutuces? ¿En los pagos de Añatuya como
cantarán Añoranzas? ¿A qué pobre barrigón fajaremos al ñudo? ¿Qué será del Año
Nuevo, el tiempo de ñaupa, aquel tapado de armiño y la ñata contra el vidrio? ¿Y
cómo graficaremos la más dulce consonante de la lengua guaraní?
"La ortografía también es gente", escribió Fernando Pessoa. Y, como la gente,
sufre variadas discriminaciones. Hay signos y signos, unos blancos, altos y de
ojos azules, como la W o la K. Otros, pobres morochos de Hispanoamérica, como la
letrita segunda, la eñe, jamás considerada por los monóculos británicos, que
está en peligro de pasar al bando de los desocupados después de rendir tantos
servicios y no ser precisamente una letra ñoqui. A barrerla, a borrarla, a
sustituirla, dicen los perezosos manipuladores de las maquinitas, sólo porque la
ñ da un poco de trabajo.
Pereza
ideológica, hubiéramos dicho en la década del setenta. Una letra española es un
defecto más de los hispanos, esa raza impura formateada y escaneada también por
pereza y comodidad. Nada de hondureños, salvadoreños, caribeños, panameños,
españoles. ¡Impronunciables nativos!
Sigamos siendo dueños de algo que nos pertenece, esa letra con caperuza, algo
muy pequeño, pero menos ñoño de lo que parece. Algo importante,algo gente, algo
alma y lengua, algo no descartable, algo propio y compartido porque así nos
canta.
No faltará
quien ofrezca soluciones absurdas: escribir con nuestro inolvidable Cesar Bruto,
compinche del maestro Oski. Ninios, suenios, otonio. Fantasía inexplicable que
ya fue y preferimos no reanudar, salvo que la Madre Patria retroceda y vuelva a
llamarse Hispania.
La
supervivencia de esta letra nos atañe, sin distinción de sexos, credos ni
programas de software. Luchemos para no añadir más leña a la hoguera dónde se
debate nuestro discriminado signo. Letra es sinónimo de carácter.
¡Avisémoslo al mundo entero por Internet! La eñe también es gente.
38.
¿QUÉ UNIVERSIDAD
NECESITAMOS?
Alejandro
Llano. La Gaceta. Nos hemos quedado con lo que menos se valora en Oxford,
Princeton o Harvard.
El ex presidente de Extremadura, Juan Carlos
Rodríguez Ibarra, se aventuraba recientemente desde la prensa en las difíciles
aguas de la universidad española. Su diagnóstico y su terapia eran tan
bienintencionados como ingenuos. Partía del hecho de que nuestras escuelas
superiores están anticuadas y proponía como salida la adopción de nuevas
tecnologías y procedimientos pedagógicos más dinámicos. Insistía en lo que
gobiernos de distintos colores vienen proponiendo desde hace años con los
resultados conocidos: tenemos muy pocas universidades que merezcan simplemente
el calificativo de buenas y no llevamos camino de mejorar. ¿Por qué?
No se aprecia en casi ninguno de los gobernantes
ni de los gestores una mínima claridad de ideas acerca de lo que es la
universidad, de cuál es su situación actual en España y de qué habría que hacer
para alcanzar el nivel que le corresponde a nuestro país. Hay demasiadas
universidades, son en su mayoría intensamente endogámicas, su gobierno tiende a
politizarse, las autoridades educativas centrales y autonómicas no suelen
perseguir la excelencia académica, sino objetivos localistas, los docentes están
mal pagados y poco motivados, gran parte de los alumnos acuden a las aulas sólo
como medio para conseguir un empleo bien retribuido, la investigación se
desplaza hacia empresas y organismos extrauniversitarios…
No ha sido necesario esperar al presunto proceso de adaptación al entorno
europeo para que las ideas pragmatistas de cortos vuelos invadieran los campus
españoles. La burocratización obsesiva que desde hace décadas padecen las
universidades públicas sofoca los mejores intentos vitalizadores de la enseñanza
y la investigación. Y no vamos a mejor. La selección del profesorado se ha
convertido en un trámite postal y las universidades se inclinan a elegir, entre
los acreditados o habilitados, a aquellos que se han criado a la sombra de sus
propios muros. No hay apenas movilidad universitaria. La media de alumnos que
proceden de otras CCAA apenas alcanza el 6%. El uso forzado de lenguas sin
reciente tradición científica disuade —en algunos de los campus con mayor
potencialidad— a los futuros estudiantes que hablan castellano o lo quieren
aprender. La presencia de alumnos extranjeros, con muy escasas excepciones, sólo
alcanza la proporción que sería de temer.
¿Quién valora entre nosotros los ideales
culturales, científicos y formativos que florecen en las grandes universidades
del mundo? Aquí no nos inspiramos en lo mejor que tienen las escuelas superiores
europeas y estadounidenses: inversión intensiva en ciencias teóricas, alto nivel
en lenguas clásicas, impermeabilidad para la endogamia, internacionalidad
efectiva y prestigio real, no simplemente retórico. Nos hemos quedado con lo que
menos se valora —o se rechaza como negativo— en Heidelberg, Oxford, Princeton,
Chicago, Montpellier, Cambridge, Harvard o Múnich: enseñanzas profesionales
utilitaristas, turismo científico, edificios y equipamientos costosos,
multiplicación del personal técnico, investigación aplicada de interés regional…
A mi juicio, la crisis económica —que, por
motivos obvios, está siendo ya especialmente grave en España—ofrece la única
coyuntura que posibilita un examen a fondo de la de-sorientación universitaria
que padecemos. Porque nuestros problemas básicos no son ni económicos ni
organizativos. Acontece, en cierto modo, lo contrario: que lo financiero y lo
procedimental impiden ver y fomentar la sustancia misma de la vida
universitaria. Lo que le sobra a la universidad española es organización y
dinero mal invertido. Lo que le falta es vida y capacidad de innovación. Ahora
que las administraciones públicas repercuten su déficit presupuestario sobre
partidas ambiguas que se retiran de la enseñanza superior y la investigación
teórica, es el momento del retorno a lo esencial: el amor apasionado al
conocimiento y el afán por comunicarlo con toda libertad para sacar el país
adelante. Y esto sólo podemos hacerlo los propios universitarios: profesores,
estudiantes, empleados y gestores. Nadie lo hará por nosotros si nosotros
seguimos sin hacerlo.
Alejandro Llano es catedrático de Metafísica.
39.
JOSÉ LUIS GARCÍA GARRIDO: “EL TÍTULO UNIVERSITARIO ESPAÑOL CADA VEZ VALE MENOS”
José Luis
García Garrido, catedrático en pedagogía y experto en sistemas educativos
comparados, responde a las preguntas de LA GACETA.
Juan Bosco Martín-Algarra
¿Compensa estudiar una carrera universitaria en
España?
Yo soy mal consejero, porque
mis hijos consiguieron becas y pudieron estudiar en el extranjero parte de su
carrera. Yo creo que se impondrá ir a estudiar fuera, porque los padres se van a
convencer de que el título español no vende ni siquiera aquí. Las becas
extranjeras son mejores que las españolas, porque tienen más prestigio, aunque
la dotación económica sea la misma. Afuera se compite, guste o no. En España ya
se impone la selección.
¿Qué pueden hacer las universidades pequeñas?
¿Cerrar?
No. Deben especializarse mucho
en dos o tres cosas, pero no se puede abarcar todo. Si una universidad de
provincias consigue ser muy buena en una sola cosa, quizá así pueda justificar
su existencia y tener prestigio internacional. El problema es que aquí hasta una
universidad que no conoce ni su padre tiene que impartir de todo. Y así hemos
creado 70 inutilidades. En España creemos que todos los títulos universitarios
son lo mismo y eso es un error. En Europa ya no cuela. En EEUU hay muy pocas
universidades excelentes en todo, pero luego hay otras muchas que son punteras
en una sola cosa.
¿El Plan Bolonia nos va a hacer más competitivos?
Vamos a ver si logra hacer algo, porque los
países promotores, Alemania, Italia, Francia y Gran Bretaña, están a punto de
tirar la toalla. Querían competir con EEUU para revalidar el prestigio europeo,
pero al incorporarse países mediocres como España o Portugal han perdido el
interés. Hay un estado general de cabreo con Bolonia en todas partes. En España
está poniendo en peligro muchos feudos y también eso molesta. Pero serán los
mismos estudiantes los que caigan en la cuenta de que si van a estudiar cinco
años, mejor hacerlo en universidades excelentes, estén donde estén, para que su
título luego sea valorado por el mercado. ¿De qué te sirve tener un título de
una universidad de tu pueblo si el empresario de tu pueblo va a terminar
contratando a un licenciado de la Universidad de Berlín?
40.
JOSÉ LUIS GARCÍA GARRIDO: “ESPAÑA OBLIGA AL LISTO A CONFUNDIRSE
CON EL INEPTO”
A
cualquier padre con hijos en edad escolar le gustaría contar con el consejo y la
amistad de José Luis García Garrido. Además de ser un
catedrático en Pedagogía y gran conocedor de los sistemas educativos del mundo,
tiene tres hijos que viven en países punteros en el sector de la enseñanza:
Estados Unidos, Francia y Alemania. Por tanto, García Garrido une su obligación
académica a la familiar y visita constantemente estas naciones, que, junto a
Italia e Inglaterra, producen profesionales mucho mejor preparados que los
españoles. Recibe a
LA GACETA recién llegado de una
visita a un instituto de Berlín y no oculta su preocupación: “Los chicos
alemanes nos ganan por goleada”.
¿Tan malos somos? ¿Por qué nos ganan?
Porque, entre otras razones, tanto Alemania como
Francia o Inglaterra saben que educar es fomentar la excelencia. Aquí, sin
embargo, seguimos a rajatabla corrientes pedagógicas desfasadas, más preocupadas
por evitar diferencias sociales que por explotar al máximo los talentos de los
hijos.
Pero España se ha acercado mucho a Europa en las
últimas décadas...
Sí, pero nuestro rendimiento académico es
sustancialmente peor. Las ideas que inspiran nuestro sistema educativo fueron
hace tiempo aplicadas y luego, vistos los resultados, desechadas en Europa.
¿De dónde vienen esas ideas que aún siguen
vigentes en España?
De Inglaterra, curiosamente. A partir de los años 60, el
partido laborista inglés comenzó a defender la idea de que había que romper el
exclusivismo típico de los colegios en Gran Bretaña. Inventaron el concepto de
comprehensive school (escuela comprensiva o igualitaria) con el
objetivo de nivelar las diferencias sociales existentes. Y lo llevaron a la
práctica. Entonces, los franceses y los
países nórdicos comenzaron a elaborar
leyes de educación inspiradas en estas corrientes. Y lo mismo hizo, poco
después, la España franquista. La ley del 70 creó una educación basada
en la escuela igualitaria. Y las siguientes, más o menos, han seguido
este patrón.
“La solución a la crisis pasa por la iniciativa privada. Nadie va
a ayudar a los particulares si se cruzan de brazos”
¿Quiere decir que las leyes de educación actuales
tienen algo de franquista?
No algo, tienen mucho. Y ese ha sido un problema,
fundamentalmente, para los gobiernos socialistas posteriores. La escuela
franquista fue mucho más allá en materia social que los demás países.
O sea, llegamos los últimos y luego quisimos ser
más que nadie.
Exacto. Y ese fue el problema que se encontraron
después los gobiernos de izquierda: para ser más socialista que Franco han
tenido que hacer el pino, salirse de todas las normas europeas y de todas las
corrientes. Lo que en Europa era un simple intento por nivelar las diferencias
sociales aquí se convirtió en una feroz obsesión igualitaria.
¿Sigue siendo así en Europa?
En absoluto. Este sistema falló desde el
principio, porque chocaba contra un principio pedagógico clave, que todos los
niños son distintos entre sí. La comprehensive school, que por otra parte se
basa en un principio fundamental e imprescindible, el principio de igualdad, se
inclinó también mucho hacia una especie de naturalismo ingenuo:
pretender que todas las personas necesitan el mismo trato educativo.
Obviamente, eso conduce a una bajada de nivel en todas partes, porque si
queremos que el cojo salte una cuerda, tenemos que bajarla. Es de cajón.
Entonces, a principios de los 80, el mismo país que impulsó la moda, Gran
Bretaña, fue el primero en rectificar. Y otro tanto hizo Francia, los países
nórdicos, etc.
¿Y España?
Esta vez nosotros hicimos justo lo contrario que Europa.
En 1990, dos años después de que Inglaterra cambiara una tendencia integradora
que tan malos resultados le había dado, el gobierno socialista implantó la
Logse, que era incluso más igualitarista que la ley inglesa o
la propia ley franquista anterior.
El resultado lo estamos viendo ahora. Los
estudios que miden la calidad de nuestra enseñanza alertan de que estamos muy
lejos de los países de nuestro entorno y por debajo de Corea, Singapur, algunos
de Europa del Este…
“No se sabe cuándo va a acabar la crisis porque nadie conoce exactamente la
magnitud del problema”
Si es malo el igualitarismo, ¿no es malo también
fomentar la competitividad entre los alumnos?
Si de lo que hablamos es de espíritu de
competencia, esto no sólo no es malo, sino que es necesario, especialmente en
una sociedad a la que llamamos “del conocimiento”. De ahí la
crítica a la escuela comprensiva. Los propios ingleses, que son los autores,
entendieron que no podían seguir así porque no competían. Sabían que debían
crear líderes que pudieran competir entre sí y con los líderes de otros países.
Para eso, hay que hacer una selección. Cosa distinta es cómo la hagas. Has de
ser justo, pero no cabe duda que para educar debes seleccionar. Por ejemplo, los
franceses son totalmente meritocráticos. Los alumnos que van a la Grande
Ecole, la institución educativa más importante de Francia, no
son los ricos, sino los más brillantes. Y, curiosamente, más de la
mitad de ellos son hijos de profesores, es decir, gente de un ambiente
sociocultural muy elevado, pero no ricos.
“Los mismos estudiantes se darán cuenta de que
para competir con Europa tienen que exigir la excelencia”
¿Cómo hacer un sistema
educativo que no perjudique a los ‘cojos’?
Los
americanos lo han logrado, incluso con cierta comprensividad. Los niños allí
están juntos hasta los 18 años, pero su bachillerato tiene 250 materias. Por
ejemplo: los jovencitos de 15 años no tienen matemáticas, así, a secas. Tienen
matemáticas A, B, C y D. Las matemáticas A para los que quieran ir a una
universidad de élite, como Harvard o Stanford. Las B, para los que quieren ir a
una universidad normalita. Las C para los que no pretenden ser universitarios es
y las D, para los que no necesitan más que sumar y restar. Y lo mismo ocurre con
lengua, física, química...
¿Y cómo sabe un adolescente si le conviene
estudiar física B o gramática D?
Porque tienen un departamento
asesor: el guidance department. Por tanto, cuando un chico entra en una senior
high school americana le dicen: tu plan de estudios será matemáticas C, guitarra
1, lengua B, carné de conducir… y ese chico está conviviendo en la misma escuela
con otro que es un genio y que estudia para ir a Harvard.
“Los americanos tienen muy clara la
importancia de la educación. Por eso su sistema produce alumnos excelentes”
Un bachillerato con tantas asignaturas, y por ende
con tantos profesores, debe ser carísimo.
Sí, y tienen unas ayudas públicas
importantísimas. Pero más del 50% de la enseñanza está en manos privadas, con
ayudas y becas procedentes de fondos particulares. Los americanos tienen un
elevado concepto de la importancia de la educación; por eso su sistema educativo
produce alumnos excelentes, pese a que siempre se critique la existencia de
otros que dejan mucho que desear. Sus periódicos locales hablan mucho de
educación. En España ocurre justo lo contrario. La población no está muy
preocupada por la educación de sus hijos.
¿Y eso por qué?
Muy sencillo: su sistema es más eficiente. Mira,
el instituto que acabo de visitar en Alemania es público. Tan público que se
llama Friedrich Engels. Tiene una sección de lengua española.
No te puedes imaginar el nivelazo académico de los chicos de último curso. Con
solo 18 años hablaban español casi sin acento. Están capacitados para lo que
sea: médicos, ingenieros, abogados, arquitectos… Nos copan los puestos de
trabajo. Te repito: esos chicos se comen a los nuestros. Nos ganan por goleada.
¿Qué hacemos para remontar?
Convencer a todos los implicados en el sistema
educativo de que deben fomentar no tanto la igualdad (que también, en la medida
de lo posible), sino la excelencia. Debemos descubrir las
habilidades extraordinarias de cada chico y ayudarles aprovechar al máximo sus
talentos, poniéndolos al servicio de los demás. En Alemania la gente no
baja la cabeza de vergüenza por ser muy bueno, que es lo que pasa en
este país, donde uno se ve obligado a ocultar públicamente que es excelente.
¡No! Eso no tiene nada que ver con la humildad. Si una persona tiene talento,
debe rendir al máximo en función de esos talentos. Yo no tengo por qué esconder
mis talentos para confundirme con el inepto. Los chicos alemanes con los que
hablé lo tenían clarísimo: no querían mezclarse con ningún incapaz.
Es una ambición legítima...
¡Y necesaria para el progreso de los países! Para
sacar a un país de los chuzos debe haber gente con capacidad para hacer de
paraguas. Es obvio. Cuando los chicos españoles se den cuenta de esto (serán
estos mismos chicos quienes acaben exigiendo que se fomente la excelencia),
podremos competir con Europa.
“Los profesores deben tener autoridad, pero
también responsabilidad: no pueden ir vestidos de cualquier manera”
Entre los problemas más comentados sobre la
educación, destaca la falta de autoridad del profesor. ¿Qué opina de esto?
Hay que concienciar a las otras partes del sistema
educativo: padres, empresas, partidos políticos... todos tienen que
pelear para devolver al profesor una cosa clara: la autoridad. Y exigir
una responsabilidad por esa autoridad. Los profesores no pueden ir a clase
vestidos de cualquier modo. En España hay muy poca crítica social en torno a la
conducta moral de los profesores. Aquí se
razona así: “Si enseña bien matemáticas, qué más me da cómo vista o cómo sea su
vida”. No, no: para un niño chico es fundamental que su profesor sea una persona
íntegra en todos los aspectos. Y en un adolescente más. En ese lado, Finlandia
es un ejemplo.
“Si una persona tienen talento, la educación consiste en ayudarla a explotar al
máximo esos talentos”
¿Evalúan conductas personales?
No, pero seleccionan mucho mejor al profesorado.
En España llega a maestro gente que no tiene otro lugar mejor donde ir. Con un
cinco se entra en todas las escuelas de magisterio. Se exige más para
ser maestro de Educación Física que de Matemáticas. Nuestro profesorado
está muy mal seleccionado. Falta vocación. Y falta fomentar que chicos
excelentes quieran dedicarse a la docencia.
Hoy en día,
los niños tienen plaza en un centro público o concertado
en función de la proximidad de su domicilio, pero ¿por qué
en España no dejan elegir a los padres el centro que mejor le parezca?
Esa es una de las cosas que ha existido en otros
países y que ya se ha rectificado. En Europa hay libertad para elegir. En Gran
Bretaña, si cumples unas normas que garantizan el orden, puedes ir a cualquier
colegio que tú elijas, independientemente de la distancia de ese colegio a tu
casa. Cuando el nivel de un centro es malo, la gente se va a otro. Por eso,
constantemente cierran unos centros y abren otros. Y se publican ránkings
oficiales sobre el rendimiento de los colegios estatales.
Hay padres preocupados del excesivo porcentaje de
inmigrantes en las escuelas, porque temen que baje el nivel académico del
colegio de sus hijos.
Y tienen razón. Para empezar, la política de inmigración
ha sido pésima. Asignar plazas según la zona en la que vivas, sin contar con la
opinión de los padres es irracional. ¿Qué haces si en la zona en la que vives
hay un 80% de extranjeros que apenas sabe hablar español? ¿Tienes que llevar a
tu hijo a un colegio donde la mayoría no habla el idioma del país? ¡Es absurdo!
Con lo cual, es absolutamente razonable que un padre quiera sacar a su niño de
allí, sobre todo si comprueba que el nivel académico de su hijo empeora. O que
un
colegio concertado ponga frenos a la
admisión de inmigrantes. Tú puedes integrar a un inmigrante en la medida que
esté rodeado de gente nativa. Si la mayoría son magrebíes o subsaharianos a
quien estás integrando con los magrebíes es al alumno español. Hay que hacer
políticas integradas de educación. Esa la palabra clave: ¡integradas, no solo
escolares!
¿Qué recomendaría a un padre que quiera educar
muy bien a sus hijos pero que no puede pagar un
colegio privado?
Con una fuerte red concertada no habría que tener
problema. El problema es que la enseñanza pública trata de defenderse de la
competencia eliminando a la concertada. "Muerto el perro, se acabó la rabia".
Así piensan algunos, con una visión chata.
¿La idea es que nadie destaque?
Justamente. Impedirlo a toda costa. ¡Y destacar
es clave para la educación de un país! Alguien debe tirar de la sociedad.
41.
JOSÉ LUIS GARCÍA GARRIDO: “EN EUROPA DEJAN A LOS PADRES ELEGIR SI
EL COLEGIO DEBE SER MIXTO O NO”
¿Es discriminatorio educar a niños y niñas
separadamente?
Quien piensa así, es que tiene un concepto
unívoco de escuela. Es otra de las cosas que se han impuesto en el mundo y que
la mayoría de los países están corrigiendo. Ahora se permite cada vez más que
los padres decidan si quieren educar separando los sexos o no. Por ejemplo, en
Inglaterra, dejaron separar las clases a quienes así lo deseasen porque vieron
que los resultados eran mejores. Es una cuestión puramente pragmática, como lo
que hacen los ingleses. También en Francia, incluso una parte de la izquierda
está defendiendo la existencia de centros separados.
¿Usted llevó a sus hijos a colegios separados?
No, yo los llevé a colegios mixtos, porque el colegio que
me gustaba para mis hijos era mixto. Pero nunca me ha parecido mal que quien así
lo desee, opte por la
educación separada. ¿Acaso estoy
discriminando si quiero hacer un coro masculino y no admito mujeres? ¿Y en el
deporte? ¿Es discriminatorio el Real Madrid porque su plantilla no tenga chicas?
¿De qué estamos hablando? Son cosas completamente ridículas, que responden a los
estereotipos de la manía igualitaria. Lo mismo pasó con el uniforme. Antes
decían que el uniforme era clasista. Y ahora son los mismos padres quienes lo
están pidiendo para los colegios públicos.
¿Afecta algo al desarrollo del niño tener sólo
compañeros/as a su lado?
En el mundo de hoy no. Quizá en la época de los
internados… pero ya no. Piensa que ese chico/a sale de la clase, va al parque, a
los lugares de ocio… y trata con muchas personas de distinto sexo. Como sigamos
por este camino me van a decir cuántos niños y niñas debo tener yo en mi casa.
¿Cree que la educación interesa a los políticos
tanto como dicen?
A nivel político, la educación sale perdiendo
siempre. El PP, con Rajoy de ministro de Educación, entregó las competencias a
las autonomías, incluso a las que no las pedían.
¿Y eso es malo?
Estamos viendo las consecuencias. En estos
momentos estamos a punto de tener 17 sistemas educativos distintos. En Alemania,
cuando el socialista Schoreder era canciller, culpó a los lander de la falta de
unidad (y eso que la educación alemana es muy unificada). La dispersión está
bajando la calidad de la educación española, a pesar de que se ha multiplicado
el gasto. Hay 17 veces más directores generales, 17 veces más ministros (o
consejeros), 17 veces más secretarias… multiplícalo todo por 17. El gasto se ha
hecho inmenso y los resultados han sido tan ridículos que la clase política ha
preferido relegar la cuestión educativa.
¿Qué partido es más responsable de esto?
Los dos. El PSOE ha ideologizado mucho la
educación en España. Ha hecho una bandera de la escuela comprensiva, a pesar de
que el mundo va por otro camino. Ante esto, el PP no ha reaccionado, porque
tiene miedo de que le llamen carca. De hecho, la ley que hizo el PP para
sustituir a la Logse era timidísima.
¿Y qué le parece la propuesta de UPyD de
centralizar la educación?
Es razonable, pero dificilísimo. No creo que Rosa
Díez pueda lograrlo. Ahora bien: estoy convencido de que muchos votantes del PP
y del PSOE están de acuerdo con esa idea, pero no se atreven a decirlo. Hay una
especie de espiral de silencio sobre el tema, a pesar de que Europa lo tiene muy
claro. La misma izquierda alemana defiende los sistemas integrados.
¿Y Francia?
Bueno, ni le toques ese tema.
Francia tiene regiones tan marcadas como España, y territorios con otros
idiomas, pero su educación está absolutamente unificada. Por eso, tanto Francia
como Alemania tienen más posibilidades de triunfar en un sistema competitivo: su
unión les hace más fuertes. Obvio. Sin embargo, nosotros no hemos transferido a
las regiones lo bueno, sino lo malo. Por ejemplo, el centralismo. CiU y no
digamos ERC son mas centralistas que Franco. Aspiran a tener el absoluto control
de su feudo. Barcelona controla hasta la hora a la que pueden ir a hacer pis los
niños de primaria en Tarragona.
¿Por qué los padres protestan tan poco ante esto?
Porque con las familias pasa lo mismo que con los
políticos. En general, se preocupan poco y colaboran menos aún.
¿Cómo pueden colaborar?
Con tiempo. La única manera de educar es el
tiempo. Hay que tener método, interés, objetivos, etc., pero sobre todo… tiempo.
No puede ser que los padres y las madres se acostumbren a llegar a casa de
trabajar a las 8 o 9 de la noche.
Pero eso implica también a las empresas…
Claramente…
… y a los horarios de comidas. El ritmo biológico español es el que es.
Habría que levantarse antes, almorzar antes, cenar antes…
Ahí voy. Es que, ¡ojo!, el sistema educativo no es el sistema escolar. El
sistema escolar es una parte pequeña del sistema educativo. El sistema educativo
es la vivienda, el horario de trabajo, las diversiones… no sólo la escuela. En
Alemania, la escuela acaba a la 1 o 2 en todos los sitios. Se empieza
tempranito, (entre los 7 y 8 am), y las tardes se reservan para otras
actividades educativas no escolares. Pero sobre todo existe la convicción que el
padre o la madre (o ambos) tienen que estar pronto en casa para continuar con la
educación de su hijo.
42.
ENTREVISTA A GUSTAVO GUTIÉRREZ, UNO DE LOS PADRES DE LA TEOLOGIA DE LA
LIBERACION
Ángel Darío Carrero entrevistó a Gustavo
Gutiérrez, uno de los padres del movimiento de la teología de la liberación en
América Latina.
– ¿Cuándo comienza a asumir, como punto de
partida de la teología, la realidad de la violencia y de la pobreza en
Latinoamérica y el Caribe?
– Comencé a trabajar en marzo del '64. Hubo una
reunión convocada por Iván Illich. Lo conocí cuando estaba todavía en Puerto
Rico en el año '60. Fue Iván quien citó a una reunión muy informal en Petrópolis
para que dijéramos cómo veíamos el trabajo de la teología en América Latina.
– ¿Y cuál fue su aporte?
– Hablé de teología como una reflexión sobre la
pastoral y sobre la vida cristiana. Eso que formulé más tarde como reflexión
crítica sobre la praxis a la luz de la fe.
– ¿Lo primero que surge es el establecimiento de
un método que parte de la vida real para iluminarla a la luz de la Palabra y
abrir caminos concretos de liberación?
– Así es. Yo me pasé prácticamente todos mis
estudios de teología sumamente preocupado en la cuestión del método. De ahí la
frase: "nuestra metodología es nuestra espiritualidad".
– El tema de la cercanía a los pobres no es
nuevo, pero sí la indagación en las causas de la pobreza y la lucha contra la
pobreza como parte de la identidad cristiana. ¿Cuándo comienza esta transición?
– Me invitaron a hablar sobre la pobreza en
Montreal en 1967. Quería tomar distancia de Voillaume, el autor de En el
corazón de las masas, porque él evitaba cualquier perspectiva demasiado
social en torno a la pobreza; pero la verdad es que no se puede evitar el hecho
social. Hablé de tres nociones bíblicas sobre la pobreza: primero la pobreza
real o material, vista siempre como un mal. La segunda es la pobreza espiritual,
como sinónimo de infancia espiritual. La pobreza espiritual es poner mi vida en
las manos de Dios. El desprendimiento de los bienes es consecuencia de la
pobreza espiritual. Y la tercera dimensión es la solidaridad con los pobres
contra la pobreza. Voillaume hablaba de que había que ser pobre. Sí, muy bien,
¿pero para qué? ¿Qué sentido tiene? No es únicamente para santificarme yo. Había
que plantearse lo que significa para el otro.
– ¿Algún otro elemento importante de esta
arquitectónica inicial?
– Una preocupación: ¿cómo anunciar el Evangelio
hoy? La teología se hace para anunciar el Evangelio, al servicio de la Iglesia,
de la comunidad. Hay muchas facultades que piensan en la teología como una
metafísica religiosa, no como anuncio histórico de liberación.
– ¿Cuándo comienza a llamarse “teología de la
liberación” a este nuevo modo de pensar la fe desde la perspectiva del pobre y
del excluido?
– El 22 de julio de 1968 en Chimbote, Perú. Me
pidieron hablar de "teología del desarrollo" y me negué. Les dije que hablaría
de teología de la liberación, que era más pertinente a nuestro contexto. Otra
cosa que estaba de moda era la "teología de la revolución", de la cual también
tomé distancia. El peligro de la misma era que pretendía cristianizar un hecho
político.
– A diferencia de otros, usted nunca estuvo de
acuerdo con partidos o grupos como la Democracia Cristiana ni con Cristianos por
el Socialismo, aunque acentuaba la dimensión política de la fe. ¿Por qué?
– Nunca me gustó que se usara lo cristiano como
adjetivo. Lo cristiano es un sustantivo. Siempre dije: "Soy cristiano por
Cristo, no por el socialismo." Que como cristiano alguien haga una opción por el
socialismo es otra cosa, pero no puedo deducir el socialismo por el camino de la
Biblia. De la Biblia deduzco la opción por la justicia, la opción por el pobre.
La gente cuando no entiende esto dice: "Oye, pero tú niegas la política, estás
del lado contrario." Yo respondo que también creo en la autonomía de lo social y
lo político.
– ¿Cuándo comienza la idea de
formar el libro que se convertirá en el texto fundacional de la teología
latinoamericana contemporánea:
Teología de la liberación. Perspectivas
?
– En realidad no pensé escribir un libro
propiamente. Uno trabaja en los temas que le interesan y poco a poco va
saliendo. Al comienzo de 1969, poco después de Medellín, una comisión ecuménica
sobre temas de desarrollo me invitó a Ginebra. Entonces retrabajé la ponencia
que había dado en Chimbote y así lo seguí ampliando.
– ¿Tuvo oferta de alguna editorial concreta?
– No, pero pasó Miguel d'Escoto, de Maryknoll,
que acababa de fundar Orbis Books. Vio el libro y me dijo: "Lo publico." Fue el
primer libro publicado por esta editorial. Lo hizo traducir y lo publicó en
1973, y ha sido el libro más vendido de esa editorial. Luego pasa el editor de
Sígueme, de España, y lo mismo. Otro que se interesó fue Gibellini. La edición
italiana es incluso anterior a la española. Ya está traducido como a diez o doce
lenguas, también al vietnamés y al japonés.
– ¿Cuál es la oposición principal que recibe el
libro?
– Yo diría que más que al libro, era ya a la
Teología de la Liberación. Ya mucha gente estaba escribiendo. Se criticaba el
enfoque marxista del análisis de la realidad, pero yo no me sentía aludido.
Ahora bien, la oposición más fuerte que hemos tenido no ha sido dentro de la
Iglesia, sino en algunos componentes de la sociedad civil, en los poderes
fácticos, económicos, militares, políticos.
– La discusión abierta es signo de una teología
que le dice algo al hombre y a la mujer de hoy, que genera diálogo crítico no
sólo al interior de la Iglesia sino con la sociedad.
– Buena parte de las reacciones vienen de la
acogida que tuvo. Si me hubiera quedado en un ambiente de intelectuales no
hubiera tenido ese impacto. Hubo una acogida de la base, incluso con expresiones
que a mí nunca me han convencido, pero que nacen de la buena voluntad, que
dicen: "Yo soy de la Teología de la Liberación." Pero la Teología de la
Liberación no era ni es un club en el que uno se inscribe, ni un partido. Se
cantaban miembros y luego decían lo que querían y no siempre correspondía con lo
que uno pensaba. Son cosas inevitables.
– Pero también hay una necesidad de encontrar
fallas a una teología que provenía del sur.
–
Un periodista estadounidense me preguntó: "¿Qué piensa la Teología de la
Liberación de este problema mundial?" Le dije: "Usted cree que esto es un
partido político y que yo soy el Secretario General. Pues no." También le dije:
"A que usted no le pregunta a Metz (Juan Bautista): ¿qué piensa la teología
política europea de este problema mundial? A él no, pero a esta teología sí.
Claro, porque aquello sí es teología. Metz es alemán." Algunos reaccionaban de
este modo porque piensan que algo venido de América Latina debe tener fallas
grandes. Tienen que encontrarlas a como dé lugar. Si es latinoamericano tiene
que haber alguna posición rara. Quieren cosificar una teología.
– Si uno se deja llevar sólo por lo que está
escrito en la prensa, tal parece que usted ha sido condenado por la Iglesia. Y
no es cierto.
–
Es curioso. En mi caso nunca hubo condena, ni siquiera hubo un proceso; sí hubo
un llamado diálogo, preguntas que siempre estuve dispuesto a contestar.
–¿Le parece válido este tipo de diálogo?
– Siempre he creído que la teología se hace al
interior de la Iglesia. En la Iglesia hay carismas distintos. A uno que escribe
teología le pueden preguntar que dé razón de su fe, así como damos razón de
nuestra esperanza. A ese nivel de preguntas no hay que ofenderse.
– ¿Cuánto duró el diálogo?
–
Comenzó en 1983 y concluyó de varias maneras, pero con papel oficial hace cinco
años. Durante mucho tiempo todo estuvo en silencio. No hubo nada conmigo.
–
¿Qué dice el texto oficial?
–
La expresión es que todo concluyó satisfactoriamente.
– ¿Tuvo varios encuentros cara a cara con el
cardenal Joseph Ratzinger?
–
Sí, para gran parte de ellos no fui convocado, sino que yo mismo tomé la
iniciativa. Ratzinger es un hombre inteligente, educado y, dentro de su propia
mentalidad, ha evolucionado, ha entendido muchas cosas. En una ocasión, en Roma,
me dijo que había leído mi libro sobre Job. Yo mismo le enviaba mis libros.
Siempre he creído que la distancia crea fantasmas. Me dijo que le había gustado
y que los teólogos del sur teníamos poesía, que la teología europea era más
fría...
– Su modo de proceder ha sido siempre poco
conflictivo, enormemente dialógico y carente de dramatismo. Algunos creen que
corresponde a su personalidad, pero creo que hay aquí algo profundamente
eclesial.
–
Exacto. Todo viene de que el mundo que más dice a mi vida no es el mundo
intelectual. No es la defensa de mis ideas porque son mis ideas. Me interesa la
vida de la Iglesia, el anuncio del Evangelio y la vida de las conferencias
episcopales.
– La teología carga la huella de su tiempo.
Estamos claramente entrando a otro tiempo en el que no se siente la misma
urgencia y se abren otras rutas a la fe.
–
Hasta los cuarenta años nunca hablé de la Teología de la Liberación y creo que
era un cristiano de verdad. Así que seré cristiano después de la Teología de la
Liberación. Cuando me hablan de que ya murió la Teología de la Liberación yo
digo: "Pues mira, a mí no me invitaron al entierro y creo que tenía algún
derecho." Luego les digo: "Pues fíjate, creo que un día sí va a morir." Entiendo
por morir el hecho de que no tenga la misma urgencia que antes. Eso me parece
normal, fue un aporte a la Iglesia en un determinado momento.
– Creo que se cuida bien de no convertir a la
teología en un ídolo, en una ideología a la defensiva.
–
No hay que hacer de una teología una nueva religión. Es la tendencia de la
sociedad civil. Algunos piensan que la Teología de la Liberación es una especie
de cristianismo distinto, el mío. Y hasta lo dicen elogiosamente, no por
criticar. No creen en el cristianismo, pero sí en la Teología de la Liberación.
Pues lo siento, lo importante es el cristianismo, no la Teología de la
Liberación; ésta sólo se entiende al interior del cristianismo.
– ¿No cree que antes se hablaba de pluralismo
teológico, pero era en realidad un pluralismo limitado, es decir, dentro de una
mentalidad casi exclusivamente europea?
–
Sí, y todavía en la academia teológica se habla de nosotros como teología
contextual, un pensar que mantiene una estrecha relación con la realidad. Cuando
me dicen esto, yo les digo para molestar: "Ay, usted tiene una idea muy mala de
la teología europea. Me está diciendo que no son contextuales. Me está diciendo
que es una teología que no tiene relación con la realidad. Una teología en el
aire. Yo no creo eso."
– ¿Ha tenido que luchar contra cierta pretensión
de superioridad?
–
Muchísimo. Llamar contextual a una y no contextual a la otra es un ejemplo. Todo
pensar corresponde a un contexto. Más que un rechazo a la Teología de la
Liberación, es una comunicación con un punto menor, como si fuéramos algo
subalterno. Ha habido muchas cosas por el estilo. Se aceptaban las ideas, pero
se criticaba la Teología de la Liberación. ¿Qué es eso?
– Estábamos acostumbrados a que la teología sólo
dialogara con la filosofía y no con las ciencias sociales. Es una novedad que
costó aceptar al principio.
–
Curioso, porque hoy las ciencias sociales están de lleno dentro de la teología.
Esa crítica a la Teología de la Liberación ya prescribió. Y todo esto ocurre a
pesar de que nunca dijimos que las ciencias sociales reemplazaban a la filosofía
en la teología, sino que ampliábamos el abanico de luces y disciplinas humanas
para trabajar el misterio cristiano.
– Además toda teología verdaderamente creadora
genera resistencias. Es la prueba de fuego de su valía.
–
Evidente. Mira la reacción ante el diálogo de Teilhard de Chardin con las
ciencias naturales. Y el ejemplo clásico de Santo Tomás de Aquino. Hablo de un
gigante frente a esta teología tan enana como la Teología de la Liberación. Tuvo
resistencias enormes, fue condenado por la Universidad de París y tomó siglos
que se le reconociera. Él incorporó una filosofía que provenía de un pagano, la
repensó, la retomó, la mezcló.
– ¿Cree que estamos ya en un nuevo y mejor
momento?
–
La cosa más dura y polémica ha quedado atrás. Debe quedar para los
historiadores. Y es muy bueno decir que ya pasó. Si algo ha muerto realmente es
esta polémica. Yo creo que ya es tiempo de bajar el tono.
– Hay un texto en el que usted se mueve
reflexivamente hacia el contexto actual de la globalización y de la
postmodernidad y hacia los retos que plantea a la teología. Me refiero al ensayo
¿Dónde dormirán los pobres? Allí comienza a hacer una crítica a la tentación de
hacer de la teología misma un ídolo.
–
Cuando de alguna cosa que no sea Dios hago un absoluto, caigo en la idolatría.
He oído decir: "Teología de la Liberación o nada." Nunca he dicho: "Si usted
quiere comprender a Cristo lea la Teología de la Liberación." Ahora, si alguien
me pregunta si creo que leyendo sobre Teología de la Liberación va a comprender
algo importante del cristianismo, pues sí. Es provocador decirlo, pero también
la justicia puede convertirse en un ídolo. He visto cómo los pobres son
maltratados por personas que se creen mucho más claras políticamente que ellos.
Yo estoy muy marcado por una cosa de Pascal que leí a los quince años: "El abuso
de la verdad es peor que la mentira." Uno puede tener la verdad y abusar de
ella. La persona es siempre más importante.
– Su reflexión más reciente ha advertido también
sobre la tentación de hacer del pobre mismo un ídolo…
–
Eso viene del romanticismo de algunos. Hay gente que me dice: "Todo lo he
aprendido del pobre, el pobre es tan bueno." A veces, bromeando les digo: "Usted
cree que todos los pobres son buenos y generosos, pues yo no les aconsejo que
vayan a mi barrio a las dos de la mañana porque se quedarán como cuando
nacieron, sólo que más viejitos." Es una manera de hacer entender que la opción
no se hace porque el pobre sea bueno, sino porque Dios es bueno. Si el pobre no
es bueno, pues también. Mucha gente se decepcionó del compromiso porque creían
que el pobre era bueno. Si hubiesen entrado porque Dios es bueno, todavía
estarían comprometidos.
– De hecho, en un artículo suyo titulado "San
Juan de la Cruz en América Latina" deja apuntado que lo que podría ayudarnos a
evitar este camino idolátrico (que aunque habla de liberación no libera) sería
abrirnos a la dimensión más mística de la fe.
–
Si algo tiene la mística es la capacidad de ayudarnos a depurar la noción de
Dios. Si vemos el dibujo de San Juan de la Cruz, hay un momento, a partir de la
mitad de la falda del monte, en el que dice que a partir de ahí no hay camino.
Eso es la mística. Un caminar hacia el Señor. Seguir haciendo de Él, conforme
avanza nuestra vida, nuestro único absoluto. Sin esta dimensión mística no hay
verdadero compromiso con los pobres. Ahora bien, hay que cambiar la noción de
mística. No es como se dice por ahí: salir de este mundo. No se trata de
transmitir un mensaje, sino de "transmitir lo contemplado". A esto hay que
añadir la intuición de Nadal: ser "contemplativos en la acción"..
– Lo que a veces se anuncia como mística, incluso
en importantes teólogos o estudiosos, todavía tiene excesivas reminiscencias
neoplatónicas negadoras del cuerpo de la historia..
–
La mística no es un desinteresarse de este mundo. Todavía hay gente que
encuentra muy místico a alguien que no pisa tierra. Si no le importa el pobre no
estoy seguro de que se trate de una experiencia mística. Es interesante que una
mística, Teresita de Lisieux, sea patrona de las misiones.
– Progresivamente usted ha ido insistiendo en la
poesía como el mejor lenguaje para hablar de Dios.
–
La poesía es el mejor lenguaje del amor. Y Dios es amor. El mejor lenguaje para
hablar de Dios es la poesía. Un lenguaje profundo que ve el mundo y ve la
relación con el otro desde una dimensión y una hondura que el concepto no
ofrece. Aunque no escribamos poesía, la teología misma debe ser siempre una
carta de amor a Dios, a la Iglesia y al pueblo que servimos.
Cuadernos
opción por los pobres (Chile), Octubre 2008
43.
BE PROUD TO BE CATHOLIC
(ironically written by a Jew)
by Sam Miller, prominent Cleveland Jewish businessman (NOT Catholic).
Submitted by Dee Lynd
Why would newspapers carry on a vendetta on one of the most important
institutions that we have today in the United States, namely the Catholic
Church?
Do you know - the Catholic Church educates 2.6 million students everyday at the
cost to your Church of 10 billion dollars, and a savings on the other hand to
the American taxpayer of 18 billion dollars. Your graduates go on to graduate
studies at the rate of 92%, all at a cost to you. To the rest of the Americans
it's free.
The Church has 230 colleges and universities in the U.S. with an enrollment of
700,000 students.
The Catholic Church has a non-profit hospital system of 637 hospitals, which
account for hospital treatment of 1 out of every 5 people - not just Catholics
- in the United States today.
But the press is vindictive and trying to totally denigrate in every way the
Catholic Church in this country.They have blamed the disease of pedophilia on
the Catholic Church, which is as irresponsible as blaming adultery on the
institution of marriage.
Let me give you
some figures that you as Catholics should know and remember. For example, 12% of
the 300 Protestant clergy surveyed admitted to sexual intercourse with a
parishioner; 38% acknowledged other inappropriate sexual contact in a study by
the United Methodist Church, 41.8 % of clergywomen reported unwanted sexual
behavior; 17% of laywomen have been sexually harassed. Meanwhile, 1.7% of the
Catholic clergy has been found guilty of pedophilia. 10% of the Protestant
ministers have been found guilty of pedophilia.
This is not a Catholic
Problem.
A
study of American priests showed that most are happy in the priesthood and find
it even better than they had expected, and that most, if given the choice, would
choose to be priests again in face of all this obnoxious PR the church has been
receiving.
The Catholic Church is bleeding from self-inflicted wounds. The agony that
Catholics have felt and suffered is not necessarily the fault of the Church. You
have been hurt by a small number of wayward priests that have probably been
totally weeded out by now.
Walk with your shoulders high and you head higher. Be a proud member of the most
important non-governmental agency in the United States. Then remember what
Jeremiah said: 'Stand by the roads, and look and ask for the ancient paths,
where the good way is and walk in it, and find rest for your souls'. Be proud to
speak up for your faith with pride and reverence and learn what your Church does
for all other religions. Be proud that you're a Catholic.
Reprinted excerpts with permission of the Buckeye Bulletin -courtesy of
Brookside Council #3297, Cleveland Diocese.
44.
EINSTEIN Y DIOS
J. M. ALIMBAU (26/02/03)
LA RAZON
Albert Einstein, físico y matemático de origen
alemán, Premio Nobel de Física por su descubrimiento de la ley del efecto
fotoeléctrico, demostró matemáticamente que a las tres dimensiones del espacio
físico había que añadir una cuarta dimensión: el concepto tiempo. Ayudó a su
encumbramiento su teoría general de la relatividad, así como otras
investigaciones sobre la teoría cinética de los gases.
Einstein ha sido considerado, a nivel mundial,
según estadísticas publicadas por los medios de comunicación social, la persona
más importante del siglo XX. Quien fue secretario del Secretariado para los No
Creyentes de la Santa Sede, el doctor Jordán Gallego Salvadores, dominico, fue
quien me entregó el testimonio, de su puño y letra, sobre la fe en Dios del gran
científico Albert Einstein. Al final publicamos la referencia. El físico quiso
dejar muy clara su posición respecto a su fe en Dios. Manifestó: «La
generalizada opinión, según la cual yo sería un ateo, se funda en un gran error.
Quien lo deduce de mis teorías científicas, no las ha comprendido. No sólo me ha
interpretado mal sino que me hace un mal servicio si él divulga informaciones
erróneas a propósito de mi actitud para con la religión. Yo creo en un Dios
personal y puedo decir, con plena conciencia, que: en mi vida, jamás me he
suscrito a una concepción atea». Albert Einstein. (Deutsches Pfarrblatt,
Bundes-Blatt der Deutschen Pfarrvereine,1959, 11).
45.
AYUDA AL DESARROLLO
Libertad
digital ¿A quién
ayuda?
Martín Krause
La
ayuda internacional, en definitiva, termina fomentando la corrupción y la
apropiación de "rentas" si es que los políticos y gobernantes le ponen la mano
encima
¿A quién ayuda
la ayuda internacional? Ya son incontables las investigaciones periodísticas que
han señalado cómo estos fondos terminan a menudo en los bolsillos de los
dictadores o gobernantes de los países más pobres. Entre los últimos ejemplos
destacables, recordamos el caso de Mobutu Sese Seko de Zaire, quien contaba con
cientos de millones de dólares en sus cuentas personales y el de Saddam Hussein
y sus millones de dólares en cuentas suizas y de otros países.
En un nuevo
tratamiento del tema, tres economistas griegos –George Economices, Sarantis
Kalyvitis y Apostolis Philippopoulos–, de la Universidad de Atenas, han
elaborado un modelo para examinar si las transferencias de ayuda distorsionan
los incentivos individuales y deterioran el crecimiento, fomentando la "búsqueda
de rentas" en lugar de actividades productivas.
La respuesta
es afirmativa: el resultado neto de la ayuda se ve disminuido por los incentivos
perversos que genera. Y eso que en el cálculo los autores asumen un supuesto que
daría, al menos, como para una larga discusión sino para su total rechazo: que
la ayuda extranjera permite financiar las obras públicas y que éstas contribuyen
al crecimiento económico de largo plazo. Eso podría ser así si se tratara de
obras que aportaran valor y no fueran frecuentemente "elefantes blancos" que
terminan destruyendo mucho más de lo que generan. En tal caso, el cálculo de los
autores griegos da un resultado claramente negativo.
No obstante,
el trabajo plantea como otra conclusión algo que ya parece obvio: que bajo
ciertas condiciones ésta búsqueda de rentas es más notoria, particularmente
cuando se trata de países con un sector público importante.
Sus estudios
econométricos continúan una serie de investigaciones que han analizado la
relación entre la ayuda externa y la corrupción, el crecimiento y la ayuda, y el
crecimiento y la corrupción. Estos trabajos hasta aquí han mostrado una relación
positiva en el primer caso (ayuda y corrupción), pero negativa en los otros dos.
En general,
todas estas investigaciones tienden a justificar los cambios de políticas
internacionales hacia lo que se ha denominado trade, not aid, es decir,
que la mejor ayuda que se puede dar a los países pobres es la de ayudarlos a
comerciar, a que puedan vender sus productos. Y para ello lo que resulta
necesario es que los países ricos eliminen sus propias barreras al comercio,
particularmente el proteccionismo agrícola y los subsidios en ese sector que
compiten directamente con la producción de los países en desarrollo.
La ayuda
internacional, en definitiva, termina fomentando la corrupción y la apropiación
de "rentas" si es que los políticos y gobernantes le ponen la mano encima,
mientras que el comercio recompensa la actividad productiva. Hay una clara
diferencia entre uno y otro camino, ya que el primero tiende a favorecer
principalmente a los gobiernos y a sus funcionarios, mientras que el segundo
favorece a productores y comerciantes, fomentando la inversión y el empleo.
Dadas las
características de los países pobres, la ayuda parece que no ayuda en absoluto.
46.
LA DEMOSTRACIÓN
DE DIOS.
ROBERT
SPAEMANN
¿Por qué si Dios no existe no podemos pensar en
absoluto?
Publicado en el diario Die Welt, el sábado 26 de
marzo del 2005 y traducido del alemán: José María Barrio Maestre.
La noción de Dios está presente allá donde hay
hombres. A veces también de forma desfigurada. Por primera vez esta noción fue
planteada de modo conceptual en la filosofía griega y también por primera vez en
Israel perdió su índole de noción y se convirtió en una experiencia de fe
comunitaria hasta que más tarde en el mismo Israel aparece Jesús de Nazaret y
dice: "El que me ha visto a mí ha visto al Padre". Sin embargo, la cuestión
subsiste hasta nuestros días, retadora: ¿Se corresponde esa noción con algo
real? Sabemos lo que pensamos cuando decimos "Dios". Es verdad que tenemos, como
dice Kant, una idea pura de este altísimo ser, un "concepto que contiene y
corona toda la experiencia humana"; pero ¿por qué tenemos que creer que esa
noción se corresponde con una "realidad objetiva", como dice también Kant? ¿Qué
razón tenemos para creer que Dios es algo más que una idea, y en qué nos
fundamos para creer que existe?
Respuestas se han dado varias, desde la negación
atea hasta la postura agnóstica —que niega la posibilidad de dar respuesta a la
cuestión de Dios—, pasando por la afirmación de quienes piensan que hasta ahora
no se ha encontrado ninguna respuesta suficientemente satisfactoria. Todas estas
posturas, aunque erróneas, merecen respeto, pues ante todo responden a
convicciones humanas —no porque sean verdaderas sino porque hay personas que con
ellas se identifican—.
Sin embargo, no merece respeto alguno la opinión
—hoy extendida, y en gran parte no articulada con claridad— de que la respuesta
a esta cuestión no es demasiado importante, sino que, muy al contrario, hay
otras inquietudes más relevantes que son las que realmente nos mueven, de manera
que no vale la pena dedicar nuestro tiempo a reflexionar sobre Dios. A su tiempo
—cuando éste se nos acabe— podremos confirmar si existe Dios y si hay una vida
después de la muerte. Que una persona sea decente en ningún caso depende de que
crea en Dios o no —continúa esa argumentación—. En definitiva, también los
suicidas islámicos creen en Dios, y justamente esa fe les lleva a cometer su
atrocidad.
Pues bien, yo afirmo que este modo de pensar no
merece de ningún modo nuestro respeto porque, como decía Sócrates, delata a un
hombre miserable. ¿Qué diríamos de alguien que ha sido rescatado de una
situación desesperada, a quien se le ha devuelto a la vida, y que recibe
multitud de favores, que a la postre se debatiera en la duda de atribuir todo
eso a una casualidad o al secreto regalo de una persona llena de amor? Y si ese
hombre dijera: "Esa cuestión no me interesa; lo que tengo ya lo tengo; y si
detrás de ese don hubiera amor, ahora ya me es indiferente, pues en todo caso no
se lo voy a agradecer". Un hombre digno de nuestro respeto, tendría en esa
situación el deseo de dar las gracias, si pudiera encontrar a quien debe
recibirlas; y haría todo lo que estuviera en su mano, para descubrirlo.
De modo similar, querría ese hombre respetable
lamentarse si hubiese alguien a quien dirigir sus quejas. Ciertamente hay
diversos motivos que pueden inducir a una persona a plantear la cuestión de la
existencia de Dios. El más profundo tal vez sea éste: poder dar gracias y poder
vivir agradecido. No en balde la palabra "gracias" traduce la voz Eucharistía,
según el culto cristiano. La alegría está asociada al agradecimiento. Puede
haber satisfacción por algo bueno que nos ocurre, pero sólo hay alegría cuando
es posible agradecer a alguien un don. En las cuestiones centrales del hombre, y
en las preguntas filosóficas que de manera sistemática se las plantean hay, como
pasa en los procesos judiciales, una decisión acerca de quién ha de llevar la
"carga de la prueba", es decir, quién es el que debe justificarse. Ante el
persistente rumor sobre Dios, y ante la arrolladora mayoría de gente que lo
escucha, parece lógico que soporte la carga de la prueba quien diga que tal
rumor es infundado. Sobre todo, si buscamos huellas, siempre es más interesante
el testimonio de quien encuentra algo que el de quien no ha hallado nada. El
hecho de que haya alguien que nunca ha visto un cuervo blanco no prueba nada en
contra de quien ha encontrado uno. Aquél no puede decir: "No hay cuervos
blancos", por el hecho de que todavía no haya visto ninguno. Bien puede decir
quien ha visto alguno que existen. "A Dios nadie le ha visto jamás", escribe el
evangelista Juan. La cuestión es: ¿Ha dejado su firma más o menos implícita el
director de la película en la que todos actuamos, de manera que si se quiere se
la puede encontrar?
La facultad que se emplea en la búsqueda humana
de Dios es la razón. No hablo de la razón instrumental que, como dice Nietzsche,
nos hace fieras hábiles, sino de la facultad en virtud de la cual el hombre
trasciende su entorno y puede así ocuparse de la realidad; una capacidad que nos
permite ver sobre el mar, allá lejos, un barco apenas perceptible en la línea
del horizonte: en ese barco hay personas que nada tienen que ver con nosotros, y
para quienes a su vez nosotros, siendo vistos por ellas, tampoco jugamos papel
alguno. Creer que Dios existe significa creer que Él no es nuestra idea, sino
más bien que nosotros somos idea suya. Significa aquello a lo que nos exhorta
Jesús: cambio de perspectiva, conversión. Si Dios existe, entonces eso es lo más
importante. Más importante que el hecho de que nosotros existamos. Ahora bien,
poder reconocer la existencia de Dios es lo más característico de la dignidad
humana, y lo que distingue al hombre de todos los otros seres vivientes.
Estamos ante la gran historia del esfuerzo humano
por fundar sólidamente la convicción acerca de la existencia de Dios mediante la
búsqueda de indicios racionales. Es raro que alguien llegue a creer en Dios
merced a pruebas racionales, si bien esto también sucede a veces. Pero Pascal,
con razón, hace decir a Dios: "Tú no me buscarías si no me hubieras encontrado
ya". Los creyentes siempre han tratado de reforzar su intuitiva certidumbre por
medio de argumentos racionales. Que las pruebas de la existencia de Dios, todas
sin excepción, sean discutibles, no significa mucho. Si una decisión radical
acerca de la orientación de nuestra vida dependiese de comprobaciones
matemáticas, igualmente tales pruebas resultarían discutibles.
Con todo, las pruebas de la existencia de Dios
son argumentos ad hominem, esto es, presuponen siempre un determinado hombre y
unos determinados supuestos dados. Leibniz, que sabía bien lo que es una prueba
racional, escribe en una ocasión que todas las demostraciones son pruebas ad
hominem. No existe ninguna demostración que no pueda ser referida a un receptor
concreto, ni siquiera en Matemática. El hecho de que los argumentos clásicos de
la existencia de Dios —desde Aristóteles hasta Descartes, Leibniz y Hegel—
aparenten haber perdido su fuerza probatoria tiene que ver con que todos ellos
presuponen algo que admiten como sobreentendido, lo cual no resulta admisible,
primeramente para Kant, pero sobre todo después para Nietzsche. La cuestión es:
¿Qué podemos y debemos suponer para encontrar razones que ilustren la creencia
en la realidad de Dios?
Volvamos brevemente a las pruebas tradicionales
de la existencia de Dios. Las podemos distribuir en dos grupos: por un lado, el
denominado argumento ontológico que san Anselmo de Canterbury ideó en el siglo
XII y que fue rechazado por Tomás de Aquino y por Kant, si bien convenció a
eminentes espíritus como Descartes, Leibniz y Hegel. El argumento anselmiano
deduce la realidad de Dios de su mero concepto sin referirse a ningún mundo
creado, ya que tal concepto entiende aquel Ser como algo más perfecto que lo
cual nada puede pensarse. Con el pensamiento de tal Ser hemos hecho saltar, y
sin embargo también trascender, la pura inmanencia de nuestro pensamiento, ya
que según argumenta Anselmo, "un Dios verdadero lo sería porque Él es verdadero,
y por tanto más grande y perfecto que un mero Dios pensado". En este sentido,
tenemos que pensar a Dios, por así decirlo, como real per definitionem. Por el
contrario, Tomás objeta que tampoco deja de ser puro pensamiento el pensar a
Dios como algo más allá de nuestro pensar. De manera parecida argumenta Kant
cuando escribe que la existencia no es un predicado real, un atributo o nota que
pueda añadirse a otra nota. Por su parte, sigue habiendo en el siglo XX
filósofos perspicaces que encuentra concluyente el argumento anselmiano y lo
respaldan.
Por otro lado están los argumentos de santo
Tomás, las célebres cinco vías, que ahora no puedo presentar en detalle. Todas
ellas parten de la existencia de un mundo en que se descubren las huellas del
Creador. Traigo aquí solamente dos de esos argumentos. En primer lugar la
llamada prueba de la contingencia, que discurre a partir del hecho de que ni las
realidades ni los sucesos de este mundo, así como tampoco las leyes de la
naturaleza, encierran necesidad intrínseca alguna. En efecto, todo podría ser de
otro modo que como de hecho es. Ahora bien, lo casual sólo puede darse sobre el
fondo de lo necesario. Por ello, en buena lógica, tiene que haber algo que sea
por sí mismo. Y al ser que es por sí mismo intrínsecamente necesario lo
denominamos Dios.
La otra prueba ha sido siempre la más popular.
Parte de la indudable existencia de procesos orientados hacia fines precisos,
como el crecimiento de las plantas y los animales, o procesos que sólo pueden
ser comprensibles por su finalidad. Así podemos comprender el vuelo de las aves
migratorias hacia África en invierno sólo si sabemos que allí es donde
encuentran su alimento. Pero, tal como afirma Tomás, esos pájaros no lo saben, y
mucho menos conocen las plantas el plan que dirige su crecimiento. El fin no
está encerrado en la flecha sino en la mente del arquero que la dirige. Para
poder entender los procesos de la naturaleza orientados teleológicamente hay que
referirlos a la acción providencial de un Creador que dirige las cosas hacia el
bien que ha establecido para ellas, toda vez que sólo de manera consciente puede
un fin, por así decirlo, operar hacia atrás, así como cabe poner en marcha y
coordinar procesos causales cuando la conciencia del fin precede al proceso.
La primera objeción contra las mencionadas
pruebas de la existencia de Dios la formuló Kant con la tesis de que nuestra
razón teórica y sus instrumentos constitutivos, las categorías, tan sólo son
aptas para organizar los datos de nuestra experiencia sensible. En ese marco,
también tiene la idea de Dios una función regulativa, de sistematización. Pero
para la razón teórica vale la afirmación de Hume: We never do one step beyond
ourselves ("Nunca damos un paso más allá de nosotros mismos").
La razón no nos capacita para decir algo sobre la
realidad misma, y por tanto, tampoco sobre Dios, pensado como algo más que mero
pensamiento. Únicamente la razón práctica, y sólo la experiencia actual de la
conciencia nos lleva necesariamente a aceptar la existencia de un ser que reúne
y garantiza ambas categorías absolutas, la del ser y la de la buena relación con
los demás, lo que hace que el curso del mundo no conduzca ad absurdum a la buena
voluntad. "Tuve que limitar la razón para hacer sitio a la fe", escribe Kant.
Hegel había censurado esta autolimitadora concepción de la razón kantiana, que
queda ceñida al entorno de las contemporáneas ciencias naturales, para las que
Dios no puede ser objeto de estudio, tal como ya intenté mostrar en otra
ocasión.
Pero la crítica más decisiva la ha expuesto
Nietzsche al plantear que el supuesto principal que ha de cuestionarse en todas
las pruebas tradicionales de la existencia de Dios es el hecho de que éstas se
basan en la inteligibilidad del mundo. Brevemente ha formulado Michel Foucault
el pensamiento de Nietzsche: "No podemos creer que el mundo nos presenta una
cara legible". Lo que cuestionó Nietzsche por principio fue la capacidad de la
razón para llegar a la verdad, y con ello el pensamiento de algo así como la
verdad en general. Precisamente este pensamiento tiene, según él, un
condicionamiento teológico: el presupuesto de que Dios existe. Sólo si Dios
existe puede haber algo distinto de las cosmovisiones subjetivas, algo así como
"cosas en sí mismas", de las cuales también habló Kant. Se trataría de las cosas
tal como Dios las ve. Si no existe la mirada de Dios, no habrá verdad alguna más
allá de nuestras perspectivas subjetivas. Nietzsche habla de la fe de Platón,
que es también la fe de los cristianos, la que predica que Dios es la verdad y
que la verdad tiene carácter divino. Las pruebas de la existencia de Dios
padecen, por tanto, todas ellas, del defecto que los lógicos denominan petitio
principii, es decir, esas pruebas presuponen exactamente lo que quieren probar:
Dios.
¿Es cierto esto? Sí y no. Desde el punto de vista
teórico, no. A decir verdad, Tomás de Aquino nunca estableció en sus cinco vías
ninguna tesis sobre la estructura lógica del mundo ni sobre la capacidad de
verdad de la razón. Él las daba por supuesto. Que dicha suposición tiene en
último término a Dios como causa, resulta para él algo ontológicamente claro.
Por ello no entra aquí en una reflexión gnoseológica. En lo que atañe a la
validez formal de los primeros principios de nuestro entendimiento, Tomás de
Aquino argumenta sencillamente, como Aristóteles, per reductionem ad absurdum,
es decir, mostrando la imposibilidad de la postura contraria. Quien niega la
capacidad de la razón para conocer la verdad, quien niega la validez del
principio de contradicción, no puede decir nada en absoluto. Ciertamente incluso
la tesis de que la verdad no existe supone al menos la verdad de esa tesis. De
lo contrario caemos en el absurdo. Aquí Nietzsche plantea la siguiente objeción:
¿Quién puede decir entonces que no vivimos en el absurdo? Es verdad que así nos
enredamos en contradicciones, pero es que eso es lo que en efecto ocurre. La
desconfianza en la razón como capacidad de conocimiento en sí misma no se puede
articular en forma lógica consistente. Así, dice, tenemos que aprender a vivir
sin la verdad. Cuando la Ilustración hizo su trabajo se destruyó a sí misma,
pues tal como Nietzsche escribe, "también nosotros, los ilustrados, nosotros,
espíritus libres del siglo XIX, vivimos aún de la fe cristiana, que igualmente
era la fe de Platón: que Dios es la verdad y que la verdad es algo divino".
El resultado de la autodestrucción de la razón
ilustrada se denomina nihilismo. Sin embargo, según Nietzsche, el nihilismo abre
espacio libre para un nuevo mito. Mas esto tampoco puede afirmarse con
fundamento, ya que no se puede hablar en absoluto de la verdad. La cuestión es
únicamente con qué mentiras se puede vivir mejor.
Una famosa pintada decía: "Dios ha muerto.
Firmado: Nietzsche". Y debajo de esto alguien había escrito: "Nietzsche ha
muerto. Firmado: Dios". No obstante, algo permanece de Nietzsche: la lucha
contra el nihilismo banal de la sociedad de la diversión, la conciencia concreta
y sin esperanza que está significada en la representación de que Dios no existe.
Y lo que queda teóricamente es la comprensión de una interna conexión entre la
fe en la existencia de Dios y el pensamiento de la verdad y de la capacidad
humana de verdad. Estas dos convicciones se condicionan mutuamente. Cuando surge
por primera vez el pensamiento de vivir en el absurdo, entonces la reductio ad
absurdum de la teoría lógica ya no representa refutación alguna. Ya no podemos
argumentar para demostrar la existencia de Dios apoyándonos en la capacidad
humana de verdad, puesto que ese argumento tan sólo es seguro bajo la hipótesis
de la existencia de Dios. Podemos entonces sostener ambas cosas sólo si se dan a
la vez. No sabemos quiénes somos, si bien sabemos quién es Dios, pero no podemos
saber nada de Dios si no queremos percibir su huella, que somos nosotros mismos,
nosotros como personas, como seres finitos, pero también libres y capaces de
conocer la verdad. El rastro de Dios en el mundo, por el que hemos de
orientarnos, es el hombre, somos nosotros mismos.
Ahora bien, esa huella tiene la particularidad de
que ella misma es idéntica a quien la descubre, esto es, que no existe
independientemente de él. Pero si nosotros, cayendo víctimas del cientifismo, ya
no nos creemos ni tan sólo a nosotros mismos, ya no sabemos quiénes y qué somos,
si nos dejamos persuadir de que únicamente somos máquinas para la perpetuación
de nuestros genes, y si consideramos nuestra razón únicamente como un producto
ajustado por la evolución —lo que nada tiene que ver con la verdad— y, en fin,
si a ninguno nos asusta la propia contradicción de estas afirmaciones, entonces
no podemos esperar que haya algo que pueda convencernos de la existencia de
Dios. Como se ha dicho, esa huella de Dios que nosotros mismos somos no existe
sin que nosotros lo queramos, si bien es cierto que, gracias a Dios, Dios
existe, es perfecto e independiente de nosotros, de nuestro reconocimiento y de
nuestra gratitud. Únicamente nosotros podemos anularnos a nosotros mismos.
La noción de imagen de Dios en el hombre, que
corrientemente se utiliza tan sólo como metáfora edificante, está ganando hoy un
significado inopinadamente más preciso. Imagen de Dios quiere decir capacidad de
verdad. Ahí el amor no es otra cosa que la verdad realizada. El amor ciertamente
se puede traducir así: hacer real al otro para mí. Ningún concepto tiene un
significado tan capital en el mensaje del Nuevo Testamento como el concepto de
verdad: "Para eso he nacido y he venido al mundo, para dar testimonio de la
verdad", responde Cristo a la pregunta de Pilatos sobre si Él era rey. Esa
respuesta se sitúa, hasta hoy, junto a la pregunta de Pilatos: "¿Qué es la
verdad?". La personalidad del hombre se mantiene o se derrumba según su
capacidad de conocer la verdad. Existen hoy biólogos, teóricos de la evolución y
neurocientíficos que ponen en duda esta capacidad. Yo no puedo entrar ahora en
este debate, pero sí quisiera decir algo al respecto: cualquier visión puramente
espiritualista del hombre es hoy asumida por el naturalismo.
Pero para el naturalismo, sin embargo, el
conocimiento no constituye lo que por él se entiende normalmente. El
conocimiento, según el naturalismo, no nos instruye sobre la realidad, sino que
consiste en adaptaciones útiles para la supervivencia en el ambiente en que nos
desenvolvemos. Pero ¿cómo podemos saber esto si nosotros no podemos saber nada?
Que el hombre es única y exclusivamente un ser natural y que procede de una vida
infrahumana, constituye una idea letal para la autocomprensión del ser humano a
no ser que se admita que su propia naturaleza ha sido creada por Dios, y que su
origen se debe a un proyecto divino. Para esto no es necesario entender el
proceso evolutivo —que, al igual que Darwin, prefiero entender de manera
descendente— como un proceso teleológico, es decir, en forma tal que no acontece
en él novedad alguna. Lo que desde la perspectiva de las ciencias de la
naturaleza se ve como casualidad puede igualmente ser una intervención divina,
que para nosotros es reconocible como un proceso dirigido a un fin. Dios obra
igualmente a través de la casualidad o sirviéndose de las leyes de la
naturaleza. Los biólogos hablan de "fulguración" y "emergencia" con objeto de
conjurar lingüísticamente lo inexplicable. Creer en Dios significa disponer de
un nombre para esa irrupción de lo nuevo —toda vez que en el fondo lo nuevo tan
sólo se reduce a lo viejo—; ese nombre es "creación". La capacidad de verdad
sólo se entiende como creación.
Quisiera acudir a un último ejemplo que
justamente presupone la propia verdad de Dios, es decir, a una prueba sobre la
existencia de Dios que, por así decirlo, es "resistente" a Nietzsche;
precisamente a una prueba extraída de la gramática, y más en concreto del
llamado futurum exactum.
El futurum exactum —el futuro segundo— en nuestra
mente está ligado necesariamente con el presente. Decir algo de una cosa es
decir que se realiza ahora, y tiene el mismo significado que si se hubiera
producido en el futuro. En este sentido, cada verdad es eterna. Que en la tarde
del 6 de diciembre del 2004 se hubieran reunido numerosas personas en la Escuela
Superior de Filosofía de München para una conferencia sobre la racionalidad y la
fe en Dios no sólo fue verdad aquella tarde, sino que siempre será verdad. Si
hoy estamos aquí, mañana seguiremos habiendo estado aquí. Lo presente permanece
siempre real como pasado del futuro presente. Pero, ¿con qué tipo de realidad?
Podría decirse: está en las huellas mediante las cuales se produce esa
influencia causal. Mas esas huellas se debilitarán progresivamente. Y huellas
son solamente aquello que ellas han dejado tras sí mientras él mismo es
recordado.
En la medida en que el pasado sea recordado, no
es difícil responder a la cuestión de qué tipo de ser tiene. Precisamente tiene
su realidad en su ser recordado. Sin embargo, el recuerdo cesa en algún momento,
y en algún momento puede que ya no haya hombres sobre la tierra. También la
tierra desaparecerá al fin. Que a un pasado corresponda siempre un presente de
ese pasado tendría que obligarnos a decir: con el presente consciente —y el
presente sólo es tal en tanto consciente— desaparece también el pasado y el
futurum exactum pierde su sentido. Pero eso no lo podemos pensar así
exactamente. La frase: "En un futuro lejano ya no será verdad que nosotros
estuvimos reunidos esta tarde", carece de sentido. Esto no puede ser pensado. En
efecto, si anteriormente no hubiéramos estado aquí, entonces tampoco podríamos
decir que ahora estamos realmente aquí, como consecuentemente afirma también el
budismo. Si la realidad presente alguna vez no ha sido, entonces en modo alguno
es real. Así pues, quien rechaza el futurum exactum también rechaza el presente.
¿De qué tipo es esa realidad del pasado, el
eterno ser verdadero de cada verdad? La única respuesta posible se expresa así:
Tenemos que pensar una conciencia en la que todo lo que sucede es asumido, una
conciencia absoluta. Ninguna palabra habrá dejado de ser pronunciada alguna vez,
ningún dolor no sufrido ni ninguna alegría no vivida. Lo contingente podría no
haber ocurrido, pero si hay realidad entonces el futurum exactum no se puede
obviar, y con él el postulado de un Dios real. "Yo temo —escribía Nietzsche— que
no podremos escaparnos de Dios ya que todavía creemos en la gramática". Así
pues, nosotros no podemos menos de creer en la gramática. También Nietzsche pudo
escribir lo que escribió solamente porque lo que él quería decir lo confiaba a
la gramática.
47.
LITERATURA,
CULTURA Y FE: UN RETO PARA EL SIGLO XXI.
JUAN MANUEL DE
PRADA
Conferencia pronunciada por Juan Manuel de Prada
en el Acto de Apertura del Curso 2005 - 2006 en el Colegio Mayor Universitario
de La Alameda (28-IX-2005)
Soljenitzin decía que Europa, después de las dos
guerras mundiales, había enfermado con un ímpetu de automutilación y,
ciertamente, si analizamos la historia de Europa en las últimas décadas nos
damos cuenta cómo los síntomas de esta enfermedad, de esta curiosa enfermedad de
automutilación se multiplican.
Vemos cómo Europa ha perdido confianza a través
de manifestaciones tan claras como por ejemplo el descenso de la natalidad.
Vemos cómo ha perdido la confianza a través de fenómenos tan evidentes como la
pérdida de fe, en el sentido religioso de la palabra. Vemos la pérdida de
capacidad para concederle a la vida una visión trascendente; vemos también cómo
el bienestar económico, la prosperidad, ha provocado también una especie,
digámoslo así, de relajación en los espíritus, de desgana, de apatía, de hastío;
es un hastío metafísico, casi podríamos decir. Y en líneas generales, yo creo
que a Occidente, y repito, más concretamente a Europa, parece como si le hubiese
atacado un síndrome, una especie de gangrena que la paraliza y que, sobre todo,
no le concede capacidad de reacción.
En este caldo de cultivo ha florecido lo que a mi
modo de ver es la gran lepra de nuestro tiempo; una lepra que se está
extendiendo a velocidad galopante en estos albores del siglo XXI, que es lo que
se ha dado en denominar relativismo. Es un concepto, como la propia palabra
indica, suficientemente difuso para que uno no sepa exactamente a lo que se
refiere, pero que aquí trataremos de diseccionar.
El relativismo nace de la falta de fe en el
futuro. Hemos dejado de creer en la posibilidad de una renovación
material-espiritual. Estamos conformes con este bienestar del que disfrutamos, y
esto hace que cunda entre nosotros una suerte de escepticismo, una especie de
satisfacción un poco cetrina con los bienes materiales, con las comodidades que
nuestra sociedad ha alcanzado a través del progreso, y eso ha hecho que esos
progresos espirituales, que también son necesarios para la humanidad, hayan
dejado de interesarnos.
Al dejar de tener confianza en el futuro, en las
posibilidades del futuro, surge también una especie de desconfianza hacia lo que
podríamos llamar la persecución de la verdad. Todo sistema filosófico, toda
escuela de vida persigue algún tipo de verdad. Naturalmente, nadie está en esta
posesión de la verdad, y quienes creen estarlo son los fanáticos, pero quien no
aspira a encontrar la verdad ha dejado de ser hombre.
Yo creo que una de las fatalidades de nuestra
época precisamente es esta: que no solamente hemos dejado de creer en la
existencia de una verdad, de un absoluto, sino que incluso hemos llegado a
concebir la idea -la monstruosa idea- de que la labor de buscar la verdad es en
sí misma una labor fundamentalista, integrista, de tal manera que, al
avergonzarnos de la posibilidad de que exista una verdad, todo deja
automáticamente de tener sentido, todo automáticamente es discutible, todo
automáticamente puede entrar en controversia, y ya no sólo en controversia, sino
también en cambalache, en trueque. Las ideas se convierten en algo fungible, son
como una calderilla que pasa de unas manos a otras, y dejan de tener esa
solemnidad, esa grandeza que tenían cuando perseguían la existencia de una
verdad. Ésta, como digo, es una de las características evidentes de nuestra
época.
Y cuando a una sociedad espiritualmente empieza a
corromperle esta enfermedad, cuando deja de creer en el futuro y deja de creer
en la posibilidad de alcanzar una verdad, naturalmente surgen todo tipo de
mistificaciones.
A la cultura occidental, a lo que podríamos
llamar cultura cristiana (aunque esto ya prácticamente estaría mal visto
decirlo, dado el estado de las cosas), de repente le han surgido una serie de
conflictos interiores que tienen que ver precisamente con esta incapacidad para
intentar alcanzar la verdad. Y así, por ejemplo, hemos empezado a avergonzarnos
de nuestras conquistas en el plano cultural, en el plano ideológico, en el plano
social, en el plano político. Hemos dejado de tener la capacidad de considerar
que esos frutos de nuestra cultura, esos frutos ideológicos, esos frutos de
pensamiento, tienen un valor intrínseco, un valor verdadero.
En cierto modo, empieza surgir en nuestras
sociedades una especie de complejo de culpa, que ya no sólo se extiende a una
necesaria consideración de los males que nuestra cultura haya podido infligir a
otras culturas, sino que incluso llega a considerar que nuestra cultura es peor
que otras culturas precisamente porque ha cometido esos errores, siendo incapaz
de distinguir que, junto a esos errores, existen otros muchos beneficios que
nuestra cultura ha logrado exportar, porque son creaciones propias de Occidente,
creaciones eminentes que han hecho que la vida sea algo mejor en líneas
generales. Éste, como digo, el estado de las cosas en Europa, a mi modo de ver.
Ante una situación como ésta, surgen lo que podríamos denominar los problemas de
la desvinculación.
Desde el momento en el que
dejamos de creer en la cultura en la que hemos crecido, en la cultura que nos
justifica, en la cultura que es, en cierto modo, nuestra genealogía espiritual,
e incluso nos avergonzamos de ella porque pensamos que es una cultura
sometedora, engreída e infatuada, surge en las sociedades europeas un curioso
fenómeno que podríamos denominar fenómeno de
desvinculación.
Por este fenómeno, las personas dejan de sentirse
como eslabones de una cadena, como herederas de una tradición y portadoras de
una llama que se proyecta hacia el futuro (antes decíamos que hemos dejado de
creer -de tener confianza- en el futuro). Desde ese momento en el que estamos
desvinculados del pasado e incapaces de afrontar el futuro, nuestra existencia
se convierte en un caos banal, en una sucesión de días sin mayor sentido, o con
un sentido puramente utilitario.
Tratamos de llenar nuestros días satisfaciendo
una serie de gustos, de apetencias; tratamos, sobre todo, de espantar la zozobra
de ese vacío que nosotros mismos nos hemos creado. Todo ello convierte nuestra
vida en una especie de aguachirle; todo es muy blando todo es muy
inconsistente. Creo que este es el fenómeno fundamental del relativismo, que se
aprecia en todos los ámbitos de la vida.
Si nos fijamos, por ejemplo, en el ámbito
educativo, observaremos cómo aquellas disciplinas que tienen más que ver con la
explicación de nuestra genealogía espiritual dejan de tener protagonismo. Se
retraen, como caracoles en su concha, hasta convertirse casi en unos vagos
rudimentos que dejan en sí mismos de tener valor y que, poco a poco, se van
mistificando, hasta el extremo de que al final la historia se convierte en una
especie de zurriburri, visto desde los ojos de nuestro tiempo. Así, los
actos del pasado se condenan desde la mirada de nuestro tiempo, lo cual es una
aberración absoluta desde el punto de vista intelectual. Pero es algo que se
impone.
Todas estas disciplinas que tienen que ver con
nuestra genealogía espiritual son gibarizadas, por emplear un término
metafórico. Esto ocurre en general con todas las humanidades, de forma
especialmente lastimosa con disciplinas que, a mi modo de ver, constituyen la
médula de nuestra cultura, como puede ser, por ejemplo, el latín. Y ocurre,
claro está, con la religión.
La religión, no olvidemos, nace de un
acontecimiento trascendente que requiere para su comprensión de la fe. Pero no
olvidemos tampoco que la religión es un hecho cultural, y que ese acontecimiento
trascendente, desligado de esa tradición cultural, de las aportaciones
culturales que han tratado de explicarlo, de alabarlo o de engrandecerlo a
través del arte y a lo largo de los siglos, resulta ininteligible. De tal manera
que nuestros niños, nuestros jóvenes, al ser despojados de esa tradición
cultural, al ser saqueados, en cierto modo se convierten en huérfanos,
son arrojados a la intemperie, que es lo que yo creo que persigue esta sibilina
degeneración educativa que estamos sufriendo.
Este fenómeno de desvinculación, como decía, se
aprecia en muchos ámbitos de la vida, no sólo en los citados hasta ahora. Lo
estamos viendo también en la que es una de las células primordiales de la
sociedad y, desde luego, en una de las instituciones jurídicas sobre las que se
levanta el edificio social, que es la familia.
Evidentemente, la familia es un baluarte contra
el relativismo, porque nosotros nacemos y crecemos en una familia, y la familia
nos concede esa perspectiva de la que hablaba antes. Nos enseña que nuestro paso
por la tierra tiene un sentido, y otorga una duración a nuestra vida que va más
allá de las fronteras puramente físicas de ésta, porque nos muestra cómo antes
que nosotros estaban nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros bisabuelos...
Cobramos conciencia de esa transmisión, de que somos eslabones de una cadena.
Naturalmente, la familia es además un impulso hacia el futuro; es -digámoslo
así- el invernadero donde se fortalecen nuestras facultades para que el futuro
vuelva a ser algo que verdaderamente tiene sentido.
Por supuesto, la familia es el gran enemigo del
relativismo que hoy en día triunfa. Y así, vemos cómo la familia es atacada por
todos los flancos. En primer lugar, proponiendo nuevas formas de organización
familiar. En segundo lugar, intentando demostrar lo que ya se llama "familia
tradicional", como si pudiera existir una familia que no fuera tradicional,
cuando la familia trata precisamente de convertir la vida en una tradición, en
un paso (utilizando el término traditio
etimológicamente).Evidentemente, no puede existir una familia que no sea
tradicional.
De manera que -como se puede observar- los
ataques del relativismo a lo que podrían ser los baluartes transmisores de una
cultura que dé significación a nuestra vida y que nos permita contemplar el
futuro con confianza, son muy variados.
Otro de estos ataques, que creo que es
especialmente pernicioso y que -en cierto modo- está ligado con los ya
mencionados (pues el relativismo, a pesar de que es un gran aguachirle en el que
parece que nada tiene sentido, también obra con unas intenciones aviesas,
escondidas pero plenamente significadas) es lo que podríamos denominar la
destrucción del derecho. Este fenómeno es muy peligroso, y quizá estemos
asistiendo a él sin prestarle la atención que merece.
El derecho se expresa de forma nítida a través de
unas leyes positivas, de unas leyes plasmadas por el legislador sobre el papel,
de unas leyes que se aplican en nuestras relaciones diarias; y el derecho, desde
un punto de vista positivo, lo que busca es regular las relaciones sociales en
busca de un bien, de un bien individual y colectivo. Pero, naturalmente, este
derecho solamente tiene sentido si está vinculado a un derecho inmanente, a un
derecho que es previo al derecho positivo e incluso previo a la organización
social. Un derecho que, en cierto modo, tiene que ver con esa verdad de la que
hablábamos al principio y que, repito, no es una posesión, sino algo que
perseguimos.
Naturalmente, el relativismo no soporta la idea
de que las leyes estén fundadas en un derecho natural, en un derecho previo a la
organización política, porque el relativismo busca un nuevo absolutismo, un
nuevo totalitarismo, en el cual esa verdad deja de existir y es sustituida por
la voluntad de la mayoría o, al menos, de quienes creen que ostentan la mayoría.
Y está claro que ésta es otra de las manifestaciones más evidentes de este
relativismo que hoy en día nos corrompe.
Desde el momento en que este derecho que deja de
tener su base en lo que podríamos llamar un ordenamiento inmanente, en algo que
está ahí, que es una verdad que existe previamente a las leyes y a la
organización social, esas leyes pueden volverse incluso contra el Derecho con
mayúscula. Y así, estamos asistiendo a fenómenos en los cuales, a través de las
leyes, podemos destruir el orden moral previo al derecho, bien destruyendo la
familia, bien destruyendo la vida, o bien vendiéndole a la gente esa idea
quimérica y absurda de que ellos son los amos absolutos de su vida porque no
existe una instancia superior que merezca mayor crédito que la propia voluntad
del individuo. Todos estos fenómenos tienen mucho que ver con el relativismo,
con la desvinculación del hombre de una tradición cultural, intelectual y moral
que lo precede.
De manera que hemos visto ya tres manifestaciones
muy evidentes, muy sibilinas, pero que se están introduciendo en nuestra vida
sin que nos demos cuenta y contra las cuales parece que no tenemos armas para
combatir…
Pero yo creo que sí las tenemos. Una de esas
armas –yo diría que la fundamental- es el apetito que siempre ha sentido el
hombre por algo que lo desborda. Yo creo que si algo nos explica a los seres
humanos es precisamente que (quizá en nuestro afán de perdurar, quizá en nuestra
insatisfacción porque no podemos entender que todos nuestros afanes, nuestros
desvelos, las grandes obras que queremos hacer a lo largo de nuestra vida
perezcan con nosotros) desde el principio de los tiempos hemos alumbrado una
llama sagrada que nos obliga a ser inmortales, y nos obliga porque está inscrito
en nuestra naturaleza. El hombre necesita ser inmortal. Y, naturalmente, cuando
surge este deseo de ser inmortal, esos pilares movedizos, esos pilares de falsa
solidez sobre los que se apoya el relativismo, se empiezan a derrumbar.
Tengo el absoluto convencimiento de que si en
esta batalla en sordina –no cruenta como las de antaño, sino silenciosa e
invisible, pero cada día más presente en nuestra sociedad- que se está
produciendo hoy en Europa entre el relativismo y la posibilidad de una vida
volcada hacia la trascendencia, algún día el relativismo cae derrotado, será
precisamente porque los europeos cobremos conciencia de que ese hecho
trascendente, que ilumina y da impulso nuestra vida, tiene un sentido más fuerte
y, además, una tradición cultural fuerte, frente a esta tradición cultural débil
surgida de la nada, que es la que se nos vende en nuestra época.
Creo esto porque creo el cristianismo –y a esto
vamos tratando de ahondar en el asunto que da título a esta conferencia- nos
aporta, en primer lugar, una justificación a esa llama de la que hablaba antes
que alumbra dentro de nosotros, pero además nos aporta también una justificación
que tiene mucho que ver con nuestra propia cultura, que nos enseña a aceptarla y
a sentirnos orgullosos de ella.
Hay una serie de conquistas a las que me refería
antes – de tipo social, ideológico, político- de las que con frecuencia los
europeos nos avergonzamos. Todas estas conquistas, en contra de lo que se quiera
decir hoy en día, tienen su raíz y han sido modeladas precisamente por la
tradición cultural cristiana, lo cual se suele olvidar. Así ocurre, por ejemplo,
cuando se apela a la dignidad del hombre.
El concepto de dignidad del hombre, al igual que
el reconocimiento de los derechos del hombre, se nos vende muchas veces como un
concepto propio de la Ilustración, de la Revolución Francesa, etc. Esto es
absolutamente falso. Naturalmente, el concepto de dignidad del hombre sólo podía
darse en una cultura en la cual Dios se hace hombre, y desde el momento en que
Dios se hace hombre, al convertirse el hombre, digámoslo así, en recipiente de
la divinidad, alcanza la dignidad máxima. Por tanto, el concepto de dignidad del
hombre solamente podía tener sentido en una cultura como la cristiana. Esto es
algo que suele manipularse, presentándose la evolución de los derechos humanos
como algo desgajado de nuestra tradición cristiana, lo cual, como digo, es algo
absolutamente falso.
Grandes logros de orden social y político que ha
logrado Europa no serían comprensibles sin esta tradición cristiana. Pensemos,
por ejemplo, en lo que es la separación entre Iglesia y Estado. Es algo que,
evidentemente, malinterpretó el cristianismo durante siglos, pero esa idea está
ya presente en los Evangelios. Lo que ocurre es que, en nuestra época, esta idea
que tan fructífera puede ser tanto para la Iglesia como para el Estado, ha sido
malinterpretada. Así, en Europa se llama separación entre Iglesia y Estado a
algo que es totalmente distinto, que es la separación entre política y moral.
En Europa, la separación entre política y moral
se disfraza de separación entre Iglesia y Estado, y son cosas muy distintas.
Naturalmente, la separación entre Iglesia y Estado es deseable, pero me parece
muy indeseable, y un fenómeno muy propio del relativismo, la separación entre
política y moral.
Chesterton tenía una definición maravillosa de
los Estados Unidos. Decía que eran una nación con el alma de una iglesia. Si nos
fijamos en el nacimiento de los Estados Unidos resulta muy interesante, porque
ya surgen, a diferencia de Europa, con el concepto de la separación entre
Iglesia y Estado; es decir: jamás el Estado ha tenido una vinculación con
ninguna de las múltiples iglesias que allí se asentaron desde su fundación. Sin
embargo, desde el comienzo de su nacimiento, en los Estados Unidos tuvieron muy
claro que la política no podía estar separada de la moral, porque esa política
no tendría sentido. Por eso Chesterton dice que es una nación con el alma de una
iglesia: porque, a pesar de que allí haya decenas o cientos de iglesias, todos
los ciudadanos están íntimamente unidos en esa convicción de que la ordenación
política de la sociedad tiene que tener una inspiración de tipo moral o
religioso, en el amplio sentido de la palabra.
En Europa, por el contrario, durante muchos
siglos no estuvieron separados Iglesia y Estado, pero cuando se separaron, creo
que lo hicieron del modo más nefasto posible: creando esa escisión entre
política y moral. De esta manera, al ser la política algo absolutamente ajeno a
una serie de conceptos morales previos, creo que poco a poco ha ido degenerando
en esta situación de la que estoy hablando.
No quiero ser excesivamente pesimista y pintarles
un cuadro demasiado negro de nuestra situación, pues creo que no sería justo,
entre otras razones porque creo que sí hay motivos para la esperanza.
Hay una frase extraordinaria –por volver a citar
a Chesterton- que habla de cómo lo religioso irrumpe en su vida, de cómo al
principio lo religioso se convierte en él en una mera curiosidad intelectual. Él
incluso llega a mencionar que siente atracción hacia la religión católica, a la
cual terminaría convirtiéndose cuando empezó a ver cómo los intelectuales de su
época, tan enfrentados casi siempre por razones de tipo estético, de tipo
ideológico, en cambio coincidían todos en el varapalo a la Iglesia Católica. Eso
le incitó a él, por curiosidad al principio y luego por fascinación, a intentar
defenderla, en vez de atacarla.
Chesterton nos cuenta cómo durante este periodo
de curiosidad intenta desmontar un poco esa especie de gran marasmo en el que la
crítica a la Iglesia católica se había convertido en moneda de curso frecuente,
y además, moneda que daba prestigio en los ambientes intelectuales de la época.
Como se puede ver los ambientes intelectuales de aquella época y de ésta han
cambiado muy poco.
Después de esa fase de curiosidad, él siente en
un determinado momento que, al irse aproximando a la Iglesia católica, siente
una fascinación de tipo intelectual, de tipo cultural. Y, claro, frente a una
religión como es la anglicana -que es una religión que prácticamente surge por
conveniencias políticas y que tiene una tradición muy pobre-, de repente,
alguien que ha sido educado en ella experimenta el deslumbramiento de la
tradición cultural católica. Experimenta esa fascinación absoluta que a
cualquier persona con una mínima sensibilidad estética le produce todo el arte
en sus más variadas manifestaciones, que ha sido creado como una ofrenda a Dios
en la religión católica.
Todo esto, produce en él una extraordinaria
conmoción. Él nos dice que, en su proceso de aproximación al catolicismo,
llegará a un momento en el que se siente como un niño que retoza en un prado y
que, cada día, descubre en sus retozos una flor nueva, un animal que no conocía,
un paisaje distinto.
Esta impresión de alborozo que nos muestra
Chesterton es algo que yo también he sentido al descubrir, ya no solamente la
religión como acontecimiento de fe, sino también la religión como hecho
cultural. En una época como la nuestra, en la que nos sentimos huérfanos,
desasistidos, como moléculas en un universo inabarcable; en una época en la que,
en definitiva, nos sentimos desvinculados de una tradición y condenados a ese
zurriburri del relativismo; en una época como ésta, yo creo que el cristianismo
nos ofrece una tradición cultural extraordinariamente rica que explica nuestra
genealogía espiritual y que, desde luego, fortalece nuestra confianza en el
futuro.
Durante muchos siglos, el cristianismo fue el
motor, el impulsor de las artes. Pensemos en las grandes catedrales góticas,
esas catedrales que cantaba Víctor Hugo en Nuestra Señora de Paris. En un
capítulo prodigioso, cuenta que esas catedrales dejaron de ser construidas el
día que el hombre dejó de creer en lo que esas catedrales significaban y, en
cierto modo, él explicaba la decadencia de Occidente porque esas catedrales
habían dejado de ser construidas.
Desde esas grandes catedrales góticas hasta la
Divina Comedia de Dante, pasando por el mejor arte de los grandes maestros, todo
eso ha existido, existe, y seguirá existiendo única y exclusivamente gracias al
cristianismo. Creo que tenemos que ser conscientes de que cuando se produjo una
ruptura entre la cultura, el arte y la religión, tenemos que reconocer –a mi
modo de ver- que el arte entró en una fase de decadencia. Esto quizá ocurrió
porque el arte también dejó de creer en la existencia de una verdad. Desde ese
momento quizá dejó de creer en el fin último de toda belleza. Así, el arte se
convirtió en un admirable pasatiempo, en un juego más o menos virtuoso. Creo que
el arte perdió su esencia, lo que verdaderamente lo justifica. Esta es mi
impresión.
Al desvincularse el arte de esa búsqueda de una
verdad, termina convirtiéndose en arte decorativa. Yo creo que una de las
grandes tragedias de nuestra literatura contemporánea, de nuestro arte
contemporáneo, es que –en líneas generales- lo que busca es una especie de
complacencia de tipo estético, proporcionar un entretenimiento, pero nada más.
Detrás de ese velo, de esa apariencia más o menos agradable, no hay nada, y creo
sinceramente que ese vacío que se oculta detrás del arte contemporáneo está
también el hastío de nuestra época. Naturalmente, estoy generalizando: no quiero
decir con esto que todo se una porquería, que nada valga nada.
Hemos dejado de creer en la posibilidad de una
verdad y, por tanto, también nuestras manifestaciones artísticas son lánguidas,
son débiles, no tienen detrás una idea fuerte que las sostenga. Yo creo que ese
es uno de los grandes dramas de nuestro tiempo. Por eso creo que es muy
importante que intentemos recuperar esa tradición cultural, que entendamos que
esa tradición cultural sigue estando vigente, sigue siendo válida para nuestro
tiempo, y que intentemos que, a través de ella, nuestra época cambie (primero,
desde luego, en el aspecto artístico, en el aspecto intelectual, pero luego
también en el aspecto social).
Creo que Europa no volverá a recuperar su brío
mientras no asuma que tiene que volver la mirada a Dios, que tiene que volver la
mirada a su tradición cultural. Y en el momento en el que deje de renegar de lo
que íntimamente es, en el momento en el que acepte esa tradición cultural, creo
que Europa podrá volver a ser lo que en algún momento fue.
Naturalmente, cuando se exponen estas ideas así,
desnudamente, como se las estoy exponiendo yo a ustedes, automáticamente es
tildado uno de toda la artillería de insultos y vituperios que nuestra época
suele destinar a quienes se atreven a decir esta cosas. Naturalmente, te
conviertes en un retrógrado, en un reaccionario, incluso te conviertes en un
fascista. Digamos que todos estos piropos son los que el pensamiento
dominante y los repartidores de bulas dispendan a quienes se atreven a mencionar
estos asuntos.
Está claro que mencionar estos asuntos es
difícil, precisamente porque uno de los efectos del relativismo -que quienes lo
sufren lo toman por un efecto benéfico pero que, en realidad, es un efecto
anestesiante- es que infunde en las personas un sentimiento de satisfacción, de
complacencia. Por ello es tan difícil el combate contra el relativismo, porque
las personas se sienten a gusto con lo que tienen, precisamente porque han sido
desligadas de una tradición y, por tanto, han sido desligadas de la capacidad
para afrontar esa búsqueda de la verdad a la que nos referíamos antes. Desde ese
momento, las personas se sienten satisfechas en lo que son; no saben exactamente
lo que son, pero se sienten cómodas.
Yo creo que el éxito de todos los totalitarismos
se explica precisamente porque conceden un simulacro de bienestar a sus
súbditos, les da una idea de que esa sociedad en la que viven es la mejor
posible. Y, naturalmente, la inteligencia del relativismo es que convierte en
tirano al individuo, a diferencia de los totalitarismos clásicos, en donde
existía un tirano paternal que trataba de que sus hijos no se le desmandasen.
El individuo se siente como un monarca absoluto
de sí mismo, siente que puede hacer con su vida lo que le dé la gana. No hay
ningún tipo de trabas, no hay ningún tipo de cortapisas, todo es
extraordinariamente amoral, de tal manera que uno puede hacer lo que quiere.
Esto, naturalmente, complace a la sociedad. No sólo le complace, sino que además
la sociedad está dispuesta a luchar por eso, porque se cree que ese es el estado
idílico del ser humano.
Naturalmente, denunciar esta situación te
convierte en un proscrito, te condena al ostracismo. Pero creo que nuestra
misión, a fin de cuentas, es tratar de ser divulgadores de la verdad; de la
verdad –repito- no como posesión, sino como un fin que nos permita romper las
cadenas. Por eso a mí me gusta hablar de estos temas, que son temas bastante
antipáticos y que me están dando muy mala fama. Pero, sinceramente, creo que el
único destino noble de una persona en nuestro tiempo, es la intemperie, es el
ostracismo. Ese otro destino en el redil, ese destino gregario al que nos quiere
imponer nuestra época, es el destino más triste y más esclavizado que pueda hoy
en día asumir una persona.
A través de mi trabajo de escritor, he tenido
ocasión de reflexionar sobre estos asuntos y de descubrir un poco su fondo de
verdad. Yo creo que en el mundo en el que yo me muevo –en el mundo de los
escritores, de los artistas- , esta lepra de nuestra época que es el
relativismo, triunfa de una forma especialmente galopante.
¿Por qué? Porque, evidentemente, en esta especie
de gran zurriburri que es el relativismo, un arte, una literatura sin ideas de
fondo, sin ideas fuertes, garantiza una de las características de nuestro
tiempo, que es eso que he dicho antes de que el hombre se convierte en un
monarca absoluto. Pues bien, en el arte, el artista se convierte en un monarca
absoluto: todo vale, todo tiene, de repente, el mismo valor. El mismo valor
tiene una persona con un conocimiento de las figuras retóricas y que, por tanto,
domina los secretos del lenguaje y puede crear belleza a través de esas figuras,
que quien las ignora por completo y se limita a redactar o a soltar lo que se le
pasa por la cabeza sin demasiado orden ni concierto...
Todo tiene el mismo valor y, naturalmente, cuando
todo tiene el mismo valor, nada tiene valor. Este es uno de los graves problemas
de nuestro tiempo desde el punto de vista artístico, intelectual, cultural.
Cuando nada tiene valor, se entroniza y se
convierte en modelo lo más absurdo, lo más disparatado, lo más pedestre, a
veces, lo más abyecto. Y esto creo que está muy presente en nuestra época.
Cuando uno coge un suplemento cultural y lee la lista de libros más vendidos y
se encuentra con los libros que hoy en día la gente devora con fruición, se
queda verdaderamente asustado, porque se da cuenta de que ninguno de esos libros
le ofrecen a la gente nada, más que un entretenimiento rastrero, pedestre. Esas
personas cierran esos libros y su vida sigue siendo exactamente la misma, esos
libros no han inmutado para nada su vida, cuando la verdadera misión del arte es
arañarnos, trastornarnos, introducir en nuestra vida un componente de
desasosiego, de búsqueda, de duda, que la transforme. Cuando el arte no nos
proporciona eso, el arte es puro pasatiempo y, por tanto, no es arte.
Contra esta situación, creo que solamente es
posible esto que he dicho: una recuperación de nuestra tradición cultural, que
no tiene que ser una recuperación nostálgica sino que, por el contrario, tiene
que ser una recuperación en el sentido con el que comentaba antes estas
palabras: volcada hacia el futuro, una recuperación renovadora.
Esa tradición de siglos no puede morir. Desde
luego, los apóstoles del relativismo quieren que muera, quieren verla sepultada.
Pero quienes no somos del todo relativistas, siempre hemos creído en la
posibilidad de la resurrección. Muchas gracias a todos por su atención.
48.
LOS CALAMARES DEL NIÑO
ARTURO PÉREZ-REVERTE, EL SEMANAL
Hay
criaturas por las que no lloraré cuando suenen las trompetas del
Juicio. Niños que anuncian desde muy temprano lo que serán de
mayores. A veces uno está paseando, o sentado en una terraza, y los
ve pasar apuntando en agraz maneras inequívocas. Adivinados en ellos
la inevitable maruja de sobremesa televisiva -ayer vi reconciliarse
a dos hermanas en directo y eché literalmente la pota- o la viril
mala bestia correspondiente. Dirán ustedes que ellos no tienen la
culpa, etcétera. Que los padres, la sociedad y todo eso los malean,
y tal. Pero qué quieren que diga. En cuestiones de culpa, denle
tiempo a un niño y también él tendrá su cuota propia, como la
tenemos todos. Sólo es cuestión de plazos. De que se cumplan los
pasos y rituales que se tienen que cumplir.
El zagal que
veo en el restaurante tiene nueve o diez años, que ya
va siendo edad, y se parece al padre, sentado a su vera: moreno,
grandote y vulgar de modos y maneras. La madre pertenece al mismo
registro. Todos visten ropa cara, por cierto. Colorida y vistosa.
Sobre todo la madre, una especie de Raquel Mosquera vestida de
Paulina Rubio y con toquecitos de Belén Esteban en el maquillaje y
en la parla. La familia ocupa una mesa contigua a la mía, junto al
gran ventanal de un restaurante popular de Calpe, situado junto al
puerto. Y al niño acaban de traerle calamares a la romana. De no ser
porque su cháchara maleducada, chillona e interminable, a la que
asisto impotente desde hace veinte minutos, ya me tiene sobre aviso,
la manera en que ahora maneja el tenedor me dejaría boquiabierto. El
pequeño cabrón -nueve o diez años, insisto- agarra el cubierto al
revés, con toda la mano cerrada, y clava los calamares a golpes
sonoros sobre el plato, como si los apuñalara. Observo discretamente
al padre: mastica impasible, bovino, observando satisfecho el buen
apetito de su hijo. Luego observo a la madre: tiene la nariz hundida
en el plato, perdida en sus pensamientos. Tampoco sería difícil, me
digo, con la edad que tiene ya su puto vástago, enseñarle a manejar
cuchara, cuchillo y tenedor. Pero, tras un vistazo detenido al
careto del progenitor, comprendo que, para hacer que un hijo maneje
correctamente los cubiertos, primero es necesario creer en la
necesidad de manejar correctamente los cubiertos. Y por la expresión
cenutria del fulano, por su manera de estar, de mirar alrededor y de
dirigirse a su mujer cuando le habla, tal afán no debe de hallarse
entre las prioridades urgentes de su vida. En cuanto a la madre,
cómo maneje el crío los cubiertos, o cómo los manejen el padre o el
vecino de la mesa de al lado, parece importarle literalmente un
huevo.
Tras un eructo infantil jaleado con suma hilaridad por el conjunto
familiar -después de reír, eso sí, el papi parece amonestarlo en voz
baja, a lo que la criatura responde sacando la lengua y poniendo
ojos bizcos- llega la paella. Y, tras deleitar al respetable con el
uso del tenedor, el indeseable enano exhibe ahora su virtuosismo en
el manejo de la cuchara agarrada con toda la mano exactamente junto
a la cazoleta, alternando la cosa con tragos sonoros del vaso de
cocacola sujeto con ambas manos y vuelto a dejar sobre la mesa con
los correspondientes granos de arroz adheridos al vidrio. Tan
maleducado, tan grosero como el padre y la madre que lo parieron. Y
así continúa el dulce infante, a lo suyo, camino de los postres, en
esa deliciosa escena española de fin de semana, una familia más,
media, entrañable, con su hipoteca, y su tele, y su coche aparcado
en la puerta, como todo el mundo. Y yo, que gracias a Dios he
terminado, pido mi cuenta, la pago y me levanto mientras pienso que
ojalá caiga un rayo y los parta a los tres, y les socarre la paella.
Y ustedes dirán: vaya con el gruñón del Reverte, a ver qué le
importará a él que el niño se coma los calamares así o asá, peazo
malaje. A él qué le va ni le viene. Pero es que no estoy pensando en
la paella, ni en el restaurante, ni en los golpes del tenedor sobre
los calamares. Aunque también. Lo que pienso, lo que me temo, es que
dentro de unos años ese pequeño hijo de puta será funcionario de
Ayuntamiento, o guardia civil de Tráfico, o general del Ejército, o
empleado de El Corte Inglés, o juez, o fontanero, o político, o
ministro de Cultura, o redactor del estatuto de la nación murciana;
y con las mismas maneras con las que ahora se comporta en la mesa,
cuando yo caiga en sus manos me va a joder vivo. Por eso hoy me
cisco en sus muertos más frescos. ¿Comprenden? En defensa propia.
49.
FRASE, CECILIA ROTH
Actriz argentina en El País
"El mejor psicoanálisis son los hijos. Con ellos,
por primera vez, sabes qué carajo estás haciendo aquí".
50.
CUADRILLA DE GOLFOS
APANDADORES, UNOS Y OTROS
Arturo
Pérez-Reverte publicado en XL-Semanal.
Refraneros casticistas analfabetos de la
derecha. Demagogos iletrados de la izquierda. Presidente de este Gobierno. Ex
presidente del otro. Jefe de la patética oposición. Secretarios generales de
partidos nacionales o de partidos autonómicos.. Ministros y ex ministros -aquí
matizaré ministros y ministras- de Educación y Cultura. Consejeros varios.
Etcétera.
No quiero que
acabe el mes sin mentaros -el tuteo es deliberado- a la madre. Y me refiero a la
madre de todos cuantos habéis tenido en vuestras manos infames la enseñanza
pública en los últimos veinte o treinta años. De cuantos hacéis posible que este
autocomplaciente país de mierda sea un país de más mierda todavía.
De vosotros, torpes irresponsables, que
extirpasteis de las aulas el latín, el griego, la Historia, la Literatura, la
Geografía, el análisis inteligente, la capacidad de leer y por tanto de
comprender el mundo, ciencias incluidas. De quienes, por incompetencia y
desvergüenza, sois culpables de que España figure entre los países más incultos
de Europa, nuestros jóvenes carezcan de comprensión lectora, los colegios
privados se distancien cada vez más de los públicos en calidad de enseñanza, y
los alumnos estén por debajo de la media en todas las materias evaluadas.
Pero lo peor no es eso. Lo que me hace
hervir la sangre es vuestra arrogante
impunidad, vuestra ausencia de autocrítica y vuestra cateta contumacia. Aquí,
como de costumbre, nadie asume la culpa de nada. Hace menos de un mes, al
publicarse los desoladores datos del informe Pisa 2006, a los meapilas del Pepé
les faltó tiempo para echar la culpa de todo a la Logse de Maravall y Solana
-que, es cierto, deberían ser ahorcados tras un juicio de Nuremberg cultural-,
pasando por alto que durante dos legislaturas, o sea, ocho años de posterior
gobierno, el amigo Ansar y sus secuaces se estuvieron tocando literalmente la
flor en materia de Educación, destrozando la enseñanza pública en beneficio de
la privada y permitiendo, a cambio de pasteleo electoral, que cada cacique de
pueblo hiciera su negocio en diecisiete sistemas educativos distintos, ajenos
unos a otros, con efectos devastadores en el País Vasco y Cataluña.
Y en cuanto al Pesoe que ahora nos conduce a
la Arcadia feliz, ahí están las reacciones oficiales, con una consejera de Ed
ucación de la Junta de Andalucía, por ejemplo, que tras veinte años de gobierno
ininterrumpido en su feudo, donde la cultura roza el subdesarrollo, tiene la
desfachatez de cargarle el muerto al «retraso histórico». O una ministra
de Educación, la señora Cabrera, capaz de afirmar impávida que los datos están
fuera de contexto, que los alumnos españoles funcionan de maravilla, que «el
sistema educativo español no sólo lo hace bien, sino que lo hace muy bien» y
que éste no ha fracasado porque «es capaz de responder a los retos que tiene
la sociedad», entre ellos el de que «los jóvenes tienen su propio
lenguaje: el chat y el sms». Con dos cojones.
Pero lo mejor
ha sido lo tuyo, presidente -recuérdame
que te lo comente la próxima vez que vayas a hacerte una foto a la Real Academia
Española-. Deslumbrante, lo juro, eso de que «lo que más determina la educación de cada
generación es la educación de sus padres»,
aunque tampoco estuvo mal lo de «hemos tenido muchas
generaciones en España con un bajo rendimiento educativo, fruto del país que
tenemos»
Dicho de otro
modo, lumbrera: que después de dos mil años de Hispania grecorromana, de
Quintiliano a Miguel Delibes pasando por Cervantes, Quevedo, Galdós, Clarín o
Machado, la gente buena, la culta, la preparada, la que por fin va a sacar a
España del hoyo, vendrá en los próximos años, al fin, gracias a futuros padres
felizmente formados por tus ministros y ministras, tus Loes, tus educaciones
para la ciudadanía, tu género y génera, tus pedagogos cantamañanas, tu falta de
autoridad en las aulas, tu igualitarismo escolar en la mediocridad y falta de
incentivo al esfuerzo, tus universitarios apáticos y tus alumnos de cuatro
suspensos y tira p'alante.
Pues la culpa
de que ahora la cosa ande chunga, la causa de tanto disparate, descoordinación,
confusión y agrafía, no la tenéis los políticos culturalmente planos. Niet. La
tiene el bajo rendimiento educativo de Ortega y Gasset, Unamuno, Cajal, Menéndez
Pidal, Manuel Seco, Julián Marías o Gregorio Salvador, o el de la gente que
estudió bajo el franquismo: Juan Marsé, Muñoz Molina, Carmen Iglesias, José
Manuel Sánchez Ron, Ignacio Bosque, Margarita Salas, Luis Mateo Díez, Álvaro
Pombo, Francisco Rico y algunos otros analfabetos, padres o no, entre los que
generacionalmente me incluyo.
Qué miedo me dais algunos, rediós. En
serio.
Cuánto más
peligro tiene un imbécil, que un malvado.
51.
ENTREVISTA A RENÉ GIRARD, PENSADOR, ANTROPÓLOGO DE
LA RELIGIÓN
´El cristianismo es la
verdadera globalización´. Desde la publicación de sus primeras obras, René
Girard ha conmocionado el mundo cultural de la misma manera que Gandhi lo hizo
con el político por su radical defensa de la no violencia. René Girard es uno de
los pensadores más influyentes de la actualidad. Sus ensayos sobre antropología
religiosa, su especialidad, han provocado fuertes polémicas, especialmente en
Francia, su país de origen. Ahora publica en España ´Veo a Satán caer como el
relámpago´ (Anagrama), y vuelve a incidir en el papel de las víctimas.
21/11/2003:
Por CHRISTIAN MAKARIAN
René Girard ha dedicado años
y estudios a analizar las religiones desde el punto de vista de la antropología.
En esta entrevista, René Girard habla del carácter "no violento" de la Biblia,
una característica que, en su opinión, la diferencia de los mitos y del resto de
religiones, tal como afirma en su ensayo "Veo Satán caer como el relámpago", de
reciente aparición.
-Ha inventado usted
prácticamente una disciplina curiosa: la antropología de la religión. ¿Nos
podría dar una explicación escueta?
-La antropología que intento
desarrollar es específica de la religión. Se basa en el crimen fundador y en
todo lo que ello comporta. A partir de ahí, me intereso por las reglas
originales de nuestra cultura, que reposa esencialmente sobre los ritos y las
prohibiciones, y también por nuestras instituciones, que son un producto
indirecto de lo religioso. Ahora bien, por más que trate de las religiones, mi
trabajo no tiene en esencia nada de religioso. Al contrario, puesto que
convierto lo religioso arcaico en el resultado de un error de interpretación de
lo que llamo el "fenómeno victimario". Mi punto de partida es el siguiente: el
acto fundamental de la sociedad primitiva, que está en el origen de la nuestra,
es la designación de una víctima, un chivo expiatorio, y el fomento de la
ilusión de su culpabilidad con el fin de permitir la salida de toda clase de
tensiones colectivas. A continuación, esta ilusión se convierte en fundadora de
ritos, que la perpetúan en el tiempo y mantienen unas formas culturales que
desembocan en instituciones.
--¿Cómo llegó a esta
teoría? –
-Algunos amigos
estadounidenses dicen que estoy influenciado por el contacto personal con la
violencia racial en Estados Unidos durante mi juventud. Lo cierto es que, al
establecer comparaciones entre los mitos australianos, amerindios, africanos,
europeos, norteamericanos... descubrí que el linchamiento, la ejecución de una
víctima designada, no era un fenómeno textual ni legendario. Constituye una
empresa de pacificación por medio de una víctima que, cuando agrupa contra ella
a todo un grupo, produce miméticamente un apaciguamiento, incluso una
reconciliación. Por razones misteriosas, las sociedades han reproducido este
gesto reconciliador bajo la forma de sacrificios o ritos sagrados, y esta
repetición se ha convertido ella misma en una institución. Es el caso típico de
la lapidación codificada por el Levítico. Del mismo modo, los etnólogos han
demostrado desde hace ya mucho tiempo que existía una forma primitiva de
justicia griega por medio del asesinato colectivo. Tras lo cual se libra una
lucha por el control y el dominio de ese rito esencial. Al vincular víctimas,
ritos e instituciones, asistimos al nacimiento del poder político.
--Esta teoría victimaria
lo ha conducido de modo natural a interesarse por la figura de Jesucristo,
víctima entre las víctimas, puesto que da su vida por el conjunto del género
humano. –
-En efecto, pero mis
conclusiones son contrarias a las que suelen extraerse a este respecto. Hasta
ahora, la mayoría de los antropólogos (e incluso un teólogo como Rudolf
Bultmann) había insistido en la semejanza entre los Evangelios y otros relatos
para demostrar que la muerte y la resurreción de Jesucristo sólo era otro mito
más. Tanto es así que se podría decir que la causa ya está vista. Hoy como ayer,
la mayoría de nuestros contemporáneos percibe la asimilación del cristianismo a
un mito como una evolución irresistible e irrevocable, porque apela al único
tipo de saber que nuestro mundo aún respeta, la ciencia. Por más que la
naturaleza mítica de los Evangelios no esté demostrada científicamente, lo será
un día u otro. ¿Es realmente indudable todo esto? No sólo pienso que no es
indudable, sino que lo indudable es que no lo es. La asimilación de los textos
bíblicos y cristianos a mitos constituye un error fácil de refutar.
--¿Cómo?
–
-En los mitos, las víctimas
son siempre culpables, porque el relato está escrito siempre desde el punto de
vista del engaño y la ilusión creados por el fenómeno victimario. Porque es
culpable la víctima enjuga la violencia y accede a la categoría mítica. Sin
embargo, en lo judaico y lo cristiano ocurre lo contrario: la víctima es
inocente. Observe la diferencia entre Caín y Abel por un lado y Rómulo y Remo
por otro. Remo es culpable, puesto que Rómulo es el fundador glorificado de
Roma. En cambio, Dios pregunta a Caín: "¿Dónde está Abel, tu hermano? ¿Qué has
hecho?". Dios acepta, es cierto, fundar el género humano sobre esta base del
asesinato, pero se preocupa por la suerte de Abel, víctima inocente. Este rasgo
es único. Sólo la Biblia "desviolentiza" lo sagrado. El cristianismo contradice
de golpe los mitos.
--¿Cuál es, entonces, su
definición personal del cristianismo? –
-La fe cristiana consiste en
pensar que, a diferencia de las falsas resurrecciones, arraigadas de verdad en
los asesinatos colectivos, la resurrección de Jesucristo no debe nada a la
violencia de los hombres. Se produce inevitablemente tras su muerte, pero no
inmediata, sólo el tercer día, y tiene su origen en Dios mismo.
--¿Cómo trastoca esto el
orden anterior? –
-Al principio del
cristianismo se encuentra un hecho esencial: todos los discípulos traicionan.
Todos se ven arrastrados por el arrebato habitual que se produce contra las
víctimas. Pedro representa el modelo del individuo que, en cuanto se sumerge en
una multitud hostil a la víctima, se convierte también él en hostil... como todo
el mundo. Y entonces todo cambia, la lógica arcaica se invierte, y los
discípulos acaban por encontrarse no contra la víctima, sino favor de ella. Al
contrario de lo que dice Nietzsche ("El cristianismo es la multitud"), la fe
cristiana exalta al individuo, que resiste al contagio victimario.
--Para hacer más patente
la diferencia entre mito y cristianismo, establece usted un paralelismo
sorprendente en su nuevo libro. –
-He descubierto un asombroso
relato legendario griego que habla de Apolonio de Tiana, el célebre taumaturgo
del siglo II. Para poner fin a una epidemia, Apolonio señala para la vindicta
popular a un mendigo repulsivo, pero completamente inocente. El desgraciado es
lapidado y, una vez levantadas las piedras, se descubre en lugar del menesteroso
a un espantoso monstruo que representa al demonio vencido, la enfermedad
erradicada. La diferencia con el Evangelio salta a la vista. Es cierto que, al
contrario que Apolonio, Jesucristo detiene la lapidación de la mujer adúltera
diciendo: "El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la piedra el primero".
Sin embargo, la lección principal está en otra parte: lo que Jesucristo quiere
combatir es el arrastre mimético. Es evidente que quien desencadena el asesinato
colectivo tiene una responsabilidad más grande que los otros. Por eso el
Levítico obligaba que dos testigos -los testigos de cargo- lanzaran las primeras
piedras para que no testimoniaran en falso. El propósito de Jesucristo es
trascender esa ley, lo que engendrará la puesta en cuestión del fenómeno
victimario y, por lo tanto, sembrará el desorden entre el pueblo y provocará su
propia ejecución. Para acabar de colocar el mito en el lugar que le corresponde,
añadiré que Jesucristo no apela aquí a ningún poder sobrenatural: no realiza
ningún milagro, es el pagano Apolonio quien lo hace.
--Por lo tanto, el
arrastre mimético estaría en el origen de la violencia. ¿Mediante qué
mecanismos? –
-El arrastre mimético, en el
estadio colectivo, es la culminación del deseo mimético que nace en el estadio
individual. En la Biblia existe una concepción desconocida del deseo y los
conflictos. Entre los diez mandamientos ("No matarás, no robarás", no cometerás
adulterio, etcétera), el décimo contrasta con los precedentes: "No desearás la
casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su
buey, ni su asno, ni nada de cuanto le pertenece" (Éxodo, 20, 17). Este último
mandamiento se pasa a menudo por alto, pero es extremadamente importante en la
medida en que se dirige al más banal de los deseos, el más común y, en
apariencia, el más anodino. Dado que ese deseo es el más común de todos, ¿qué
ocurriría si, en lugar de ser prohibido, fuera tolerado e incluso alentado? La
respuesta es evidente: la guerra sería perpetua en el seno de todos los grupos
humanos. Se abriría la puerta a la famosa pesadilla de Hobbes, la lucha de todos
contra todos. Por lo tanto, para atreverse a pensar que las prohibiciones
culturales son inútiles, como repiten los demagogos de la modernidad, hay que
adherirse al individualismo más desmedido, el que presupone la autonomía total
de los individuos, es decir, la autonomía de sus deseos. Hay que pensar, dicho
en otros términos, que los hombres se ven naturalmente inclinados a no desear
los bienes del prójimo. Ahora bien, basta contemplar a dos niños o a dos adultos
peleándose por una fruslería para comprender que este postulado es falso y que
es el postulado contrario, el único realista, el que subyace al décimo
mandamiento. Se considera que el deseo es objetivo o subjetivo; pero, en
realidad, reposa sobre otro que valoriza los objetos, el tercero más cercano, el
prójimo. Para mantener la paz entre los hombres, hay que definir la prohibición
en función de esta temible constatación: el prójimo es el modelo de nuestros
deseos. Es lo que llamo el deseo mimético.
--Se trata de una
explicación implacable y severísima sobre nosotros, pobres humanos. –
-El cristianismo nunca previó triunfar. Ésa es su
gran fuerza. Los primeros cristianos contemplaron incluso un fracaso muy rápido,
de otro modo no habrían escrito el Apocalipsis ni creído firmemente en el fin
del mundo. Al releer algunas palabras de Jesucristo, nos damos cuenta de que las
relaciones más íntimas son las más amenazadas: "He venido a separar al padre del
hijo", "No penséis que he venido a poner paz, sino espada...", "Yo he venido a
echar fuego en la tierra, ¿y que he de querer sino que se encienda", etcétera.
El cristianismo realiza una revolución única en la historia universal de la
humanidad. Al suprimir el papel del chivo expiatorio, al salvar a los lapidados,
al dar la otra mejilla, la fe cristiana priva de forma brusca a las sociedades
antiguas de sus víctimas sacrificiales habituales. Ya no cabe dar salida al mal
arrojándose sobre un culpable designado cuya muerte sólo procura una paz falsa.
Al contrario, se toma el partido de la víctima al rechazar la venganza, al
aceptar el perdón de las ofensas. Eso que supone que cada uno vigile al otro en
relación con unos principios fundamentales, y que cada uno se vigile a sí mismo.
--Pero en un primer momento se produce un gran
desorden. ¿Cómo explicar que el sistema de los valores cristianos haya podido
triunfar? -
-La exigencia cristiana ha
producido una maquinaria que funcionará a pesar de los hombres y sus deseos. Si
todavía hoy, tras dos mil años de cristianismo, se sigue reprochando, y con
razón, a ciertos cristianos que no vivan según los principios a los que apelan,
es que el cristianismo se ha impuesto universalmente, incluso entre aquellos que
dicen ser ateos. El sistema que se engranó hace dos milenios no se detendrá,
porque los hombres se encargan de ello al margen de cualquier adhesión al
cristianismo. El Tercer Mundo no cristiano reprocha a los países ricos ser su
víctima, porque los occidentales no siguen sus propios principios. A lo largo y
ancho del mundo, todos apelan al sistema de valores cristiano y, al final, no
hay otro. ¿Qué significan los derechos humanos sino la defensa de la víctima
inocente? El cristianismo, en su forma laicizada, se ha hecho tan dominante que
ya no se le percibe. El cristianismo es la verdadera globalización
Traducción: Juan Gabriel
López Guix. Solidaridad.net
52.
SUPERCHERÍAS CIENTÍFICAS
Por JUAN
MANUEL DE PRADA
OCURRE con la
ciencia, durante los últimos años, lo contrario que con la literatura o el cine.
Las nuevas tendencias artísticas imponen que los géneros de ficción se
contaminen de verdad; y así los melodramas y comedias adoptan estrategias
propias del documental, a la vez que las novelas entablan su juego de seducción
entreverándose de ensayo y biografía. Esta moda mistificadora ha influido a la
inversa sobre los investigadores científicos, que ya no fundamentan su trabajo
sobre el mero empirismo, ni siquiera sobre la especulación abstracta, sino que
recurren descaradamente a la superchería, para que sus alumbramientos ejerzan un
mayor poder de sugestión sobre el público lego. Aparece, por ejemplo, un tío
disfrazado con una bata de laboratorio, portando un artilugio que presuntamente
le ha permitido desplazar una molécula a una velocidad superior a la luz; el
artilugio se parece sospechosamente a una caja de zapatos (puede, incluso, que
sea una caja de zapatos forrada con papel de aluminio), pero la perspectiva
quimérica del viaje en el tiempo nos deslumbra, y nos tragamos la bola. Luego
llega otro tipo disfrazado con otra bata de laboratorio y nos asegura que la
experimentación con embriones nos permitirá sanar enfermedades ignotas y
espantar el fantasma de la decrepitud; la hipótesis parece estrambótica, o al
menos improbable, pero el anhelo de inmortalidad nos vuelve crédulos hasta
extremos de beatería y energumenismo.
Jan Hendrik
Schön, el físico americano que acaba de ser defenestrado por la comunidad
científica, seguramente no urdió fraudes más inverosímiles. Pero, arrastrado por
la soberbia o el cinismo, no se recató de introducir en sus supercherías un
componente burlón: siempre acompañaba sus ensayos -que las prestigiosas
«Science» y «Nature» se rifaban- con los mismos gráficos, a los que incorporaba
leyendas distintas. Un colega seguramente envidioso de sus hallazgos, golpeado
por una especie de déjà vu, reparó en el timo; y así se ha derribado el
prestigio meteórico de un físico al que ya se le auguraba una plaza en los
catastros de lumbreras que anualmente se confeccionan en Estocolmo, en homenaje
al inventor de la dinamita. La aparatosa declinación de Hendrik Schön, ayer
héroe y hoy villano condenado a perpetuidad al ostracismo, nos recuerda el final
del célebre falsificador de cuadros Hans Van Meegeren, cuyas copias de Vermeer
fueron autentificadas por los expertos más conspicuos y adquiridas por las
pinacotecas más selectas. Aburrido de que sus fraudes nunca fueran detectados,
Van Meegeren decidió utilizar como modelos los rostros de personajes
abrumadoramente populares en su época, como Rodolfo Valentino o Greta Garbo; y
así se desenmascararon sus trapisondas.
La comunidad
científica se rasga las vestiduras ante los fraudes urdidos por Hendrik Schön.
Antaño la pira se reservaba para aquellos científicos que se atrevían a
infringir el ámbito de superstición religiosa que sustentaba la tiranía sobre
los más crédulos. Hogaño, la ciencia ha suplantado a la religión como fábrica de
supersticiones, logrando que la plebe acate sus designios, por muy torcidos o
delirantes que sean, con estupefacto fervor, como el niño que asiste deslumbrado
al repertorio de un prestidigitador. Así, convertida en un género de ficción, la
investigación científica ya sólo aspira a ofrecer nuevos finisterres de
sobresalto al público lego; y cuanto más peregrinas resulten y embaucadoras sus
conclusiones, más probabilidades tendrán de cotizar en el mercado bursátil. A
Hendrik Schön no lo repudian sus colegas por cultivar la superchería científica,
sino por burlarse -arrastrado por la soberbia o el cinismo- de un género que les
reporta beneficios fastuosos. Y es que no conviene matar (y menos tomarse a
chirigota) a la gallina de los huevos de oro.
53.
LAS TRAMPAS DEL DESEO
Entrevista a
René Girard
Jean Claude
Guillebaud
Traducción:
Teresa Martín
El
filósofo René Girard acaba de publicar su autobiografía intelectual, Los
orígenes de la cultura, una meditación sobre la violencia y lo sagrado.
Ofrecemos la entrevista que Le Nouvel Observateur ha realizado a este
pensador
En su último
libro, como respuesta a la cuestión de ser creyente o no serlo, hace un análisis
del concepto de conversión –en el sentido más amplio de la palabra, no sólo en
el religioso– realmente impresionante. Dice que su conversión personal
consistió en descubrir su propio mimetismo. ¿Qué entiende por ello?
La forma que
tenemos de considerar la realidad está evidentemente influenciada por nuestros
deseos. Sabemos, por ejemplo, desde Marx que nuestra posición económica, nuestro
deseo de dinero, que implica un gran mimetismo, ejerce influencia sobre la
visión que tenemos de todo. Desde Freud sabemos que ocurre lo mismo con nuestros
deseos sexuales, incluso, y sobre todo, cuando no somos conscientes de ello.
Intentamos liberarnos de esas distorsiones, pero ciertos métodos objetivos, como
pueden ser el análisis sociológico o el psicoanálisis, son en realidad
inadecuados e incluso conducen a falsos resultados, en la medida en que el
aspecto propiamente individual del mimetismo de nuestros deseos y de sus
conflictos se les escapan. Esos métodos, supuestamente objetivos, no tienen en
cuenta para nada la influencia que ejerce sobre cada uno de nosotros la propia
experiencia, la existencia concreta. Nadie es competente para analizar mis
deseos personales, ni siquiera yo mismo, a no ser que los considere con la misma
mirada de desconfianza con que considero los deseos de los demás. Y siempre
encuentro en el punto de partida de mis deseos un modelo que he querido imitar y
que se ha convertido en un rival.
¿Significa
esto que casi todas las opiniones o convicciones personales a las que
tanto nos aferramos son el producto mimético de un contexto histórico, de la
opinión mayoritaria, etc.?
Casi siempre, aunque no siempre. La oposición sistemática –y simétrica– es
frecuentemente el esfuerzo deliberado que hacemos para escapar del mimetismo, y
por consiguiente también es mimética. Al pretender oponerse al error común,
termina siendo tan sólo la imagen invertida del error. Es decir que sigue siendo
tributaria de aquello de lo cual quiere escapar. Hay que analizar caso por caso.
Lo cierto es que estamos infinitamente más impregnados de lo que creemos por los
prejuicios de nuestra época y del grupo humano al que pertenecemos.
Estamos miméticamente fechados, por decirlo de alguna manera.
Cita usted el caso de Heidegger, que se creía libre de mimetismos y que sin
embargo, al optar por el nazismo, se puso a pensar él también como se pensaba en
su entorno. ¿Quiere decir con ello que ni siquiera su propia reflexión
filosófica consiguió inmunizarle contra el poder del mimetismo? ¿Podemos
generalizar esta observación?
El deseo mimético es cada vez más visible en nuestro mundo y, desde el
romanticismo, somos muy conscientes del deseo mimético de los demás, pero casi
siempre para olvidar mejor el nuestro. Nos excluimos de nuestro propio campo de
observación. Es lo que ocurre con Heidegger, creo yo, cuando define el deseo del
vulgus pecus como el se marcado por la no-autenticidad, mientras que él
se arropa dignamente en su propia autenticidad, es decir, en un individualismo
inaccesible a cualquier influencia. Pero es fácil constatar que, cuando se era
nazi en su entorno, Heidegger lo fue, y cuando se repudió el nazismo, Heidegger
también lo repudió. Esa coincidencia justifica cierta desconfianza hacia la
filosofía de Heidegger. Ello no justifica, por contra, que se le considere como
un criminal de guerra, como lo hacen algunos de nuestros contemporáneos
políticamente correctos. Estos últimos están más cerca de lo que creen del
filósofo porque, como él, presentan su sumisión a las modas políticas como
enraizada en lo más profundo de su ser. Probablemente tienen menos ser de lo que
creen.
Intelectuales
y mayoría...
¿Es el mimetismo un gran igualitario que hace de todos, incluso de los
sabios, un clon sin más?
Creo que los intelectuales son, muchas veces, incluso menos lúcidos que la
mayoría, porque el deseo que tienen de ser diferentes les empuja a identificarse
con lo absurdo de moda, mientras que el ciudadano medio percibe con frecuencia
–aunque no siempre– que la moda se lleva mal con el sentido común.
Lo que usted dice recuerda una frase que Bernanos
escribió en 1947: «La mentira ha cambiado de repertorio». ¿No es precisamente la
mentira a que se refiere Bernanos el borregueo desesperante de la
mayoría, es decir, el mimetismo?
La palabra repertorio es admirable porque, en nuestro universo mediático,
cada cual encuentra un papel para sí en una obra de teatro escrita por otro. Esa
obra permanece en cartel durante cierto tiempo y todos los días cada cual la
representa a conciencia en la prensa, en la televisión y en las conversaciones
mundanas. Y de repente, un buen día, en un tiempo récord, se pasa a otro
estereotipo, que sigue siendo una reacción mimética. En definitiva, el
repertorio cambia con frecuencia, pero siempre se trata de un repertorio.
Si el mimetismo tiene tal poder, ¿cómo explicar el
fenómeno de la disidencia? ¿Cómo y por qué hay hombres y mujeres que escapan a
la opinión común y son capaces, como Soljenitsyn y algunos otros, de tener
razón contra todos?
Hay una disidencia que no es más que espíritu de contradicción, deseo mimético
redoblado e invertido, pero hay también una disidencia real, histórica y
propiamente genial, ante la cual debemos inclinarnos. Piense en la disidencia de
Antígona en la obra de Sófocles, por ejemplo. No pretendo explicar la actitud de
Soljenitsyn por el deseo mimético.
¿Quiere usted decir que es infinitamente más difícil de lo que parece llegar a
un mínimo de objetividad, es decir, a una visión no mimética y no sacrificial de
nuestro mundo?
Creemos que nuestro universo mental está esencialmente constituido por valores
positivos, que adoptamos libremente porque son justos, razonables, verdaderos.
Pero, en las culturas más diversas, todo ello tiene un revés que supone la
expulsión de ciertas víctimas y el odio a los valores por ellas encarnados.
Nuestros valores positivos son el revés de ese odio. En la medida en que el odio
estructura nuestra visión del mundo, desempeña también, por consiguiente,
un papel muy importante.
Sabemos hoy en
día que incluso en el ámbito de las ciencias físicas, a escala de lo
infinitamente pequeño, el hecho de ser observado afecta al objeto en
observación. En cualquier investigación que se proponga respetar la verdad, la
objetividad es esencial. Pero si se quiere ser objetivo, hay que tener en cuenta
todos los elementos que influyen en la percepción del objeto, como la distancia
que nos separa de él, el tipo de iluminación, etc. El error del viejo
positivismo consistió en creer que pasaría lo mismo en el ámbito de lo humano,
una vez eliminado el componente religioso. Creyeron que el observador podría
distanciarse sin problemas de lo que observase y aplicar a ese objeto específico
los métodos científicos estándar. Es evidente, sin embargo, que nuestros
sucesores, cuando consideren nuestra época, advertirán la misma uniformidad y
ceguera que nosotros advertimos en las generaciones pasadas. Muchas cosas que
nos parecen ahora mismo evidencias incuestionables les parecerán a ellos
cercanas a la superstición colectiva. Desde mi punto de vista, la conversión
consiste precisamente en tomar conciencia de ello, en despojarse de esas
adherencias inconscientes. Actitud que también es, por cierto, un primer paso
hacia la modestia...
¿Lo consigue usted siempre? En su último libro, por
ejemplo, pone al final un texto polémico, réplica a Régis Debray. ¿Supone una
caída por su parte en la tentación del mimetismo polémico?
La rivalidad que existe entre nosotros no es ajena, me temo, al contenido de mis
textos polémicos. Escribir es para mí algo tan difícil que no podría volver a
ello sin la ayuda de un excitante cualquiera. El más eficaz, porque está
directamente relacionado con lo que quiero decir, es una buena dosis de
rivalidad mimética. Régis Debray me interesa por dos razones. Una de ellas es
negativa, y consiste en que ignora totalmente lo que vengo repitiendo desde hace
cuarenta años: rivalidad mimética, precisamente. Nunca lo ha mirado de cerca. La
segunda razón es positiva, y es su realismo frente al fenómeno de lo religioso.
Las soluciones que propone apuntan en una dirección que me interesa, pero se
quedan a medio camino.
Una confusión
persistente
Diría usted que el principal fallo de Régis Debray
consiste en que le fascina más la mensajería (el catolicismo histórico)
que el mensaje, es decir, la ruptura evangélica, cuya importancia no
comprende?
Sí. En todo Occidente, por lo demás, la confusión entre mensaje cristiano e
institución clerical persiste, a pesar de todo lo que debería disiparla. Desde
el siglo XVII, la Iglesia católica ha perdido no sólo el poder temporal que le
quedaba, sino además a casi todos los fieles, y también a los clérigos que,
exceptuando honrosas excepciones, se encuentran en un nivel bajísimo, sobre todo
en los Estados Unidos: rezuman reclamaciones pueriles y conformismo
antirreligioso. Parece que los militantes anticatólicos no se dan cuenta de
ello. En el fondo, son más creyentes que sus adversarios y quizás ven más lejos
que ellos. Ven que el derrumbe de las utopías anticristianas, junto con la
expansión del Islam y las conmociones por venir, transformarán forzosamente de
cabo a rabo, en un futuro próximo, la visión que tenemos del cristianismo.
Hace pocos meses ha
impresionado su defensa de la película de Mel Gibson reduciendo la fuerza del
testimonio de Cristo a la violencia exhibicionista que soportó, mientras que
muchos representantes de instituciones cristianas, incluyendo al arzobispo de
París y a varios obispos, pastores y teólogos, reaccionaron a la película con
hostilidad.
Vi la película en Estados Unidos, y allí escribí un artículo sobre ella. Dije lo
que pensaba en función de las reacciones americanas, a veces muy violentamente
hostiles, pero mucho más variadas que en Europa. Francia se imagina que esa
Pasión desborda de americanismo: «Hollywood cien por cien», he leído en
algún sitio; cuando en realidad Hollywood no tiene nada que ver con el asunto.
Un obispo de Québec me contó que llevó a una de sus parroquias a ver la película
y que, después de la proyección, sus parroquianos, todos de lengua francesa,
permanecieron rezando más de media hora en el cine, transformado en iglesia.
¿Cómo explica usted que, en Francia, solamente los
católicos muy tradicionalistas han apoyado la película? ¿No resulta paradójico
que se encuentre usted en ese campo?
El ser un antropólogo revolucionario no me impide ser un católico muy
conservador; al contrario. Huyo como de la peste de las liturgias estrambóticas,
de los catecismos insípidos y de las teologías desarticuladas. Lo cierto es que,
al arrinconar lo religioso en una especie de gueto, como tiende a hacerlo cierta
laicidad, uno se incapacita para comprender muchas cosas. Se cercenan tanto la
religión como la investigación no religiosa.
54.
ENTREVISTA A JULIÁN MARÍAS. Filósofo y escritor
La Razón
25-XI-2003
El filósofo
Julián Marías, discípulo de Ortega y autor de más de medio centenar de libros,
no vacila en su condena enérgica sobre el aborto, al que considera «el máximo
desprecio de la vida humana en toda la historia conocida».
- 60 millones de abortos al año en el mundo, ¿qué
reflexión le sugiere este dato?
- Que se ha extendido de manera aterradora la aceptación social del aborto, el
máximo desprecio de la vida humana en toda la historia conocida, y a la vez la
negación de la condición personal.
- ¿Y qué le parece que se le llame «interrupción voluntaria del embarazo»?
- Me parece una expresión de refinada hipocresía. Los partidarios de la pena de
muerte tienen resueltas sus dificultades. ¿Para qué hablar de tal pena, de tal
muerte? La horca o el garrote pueden llamarse «interrupción de la respiración»
(y con un par de minutos basta); ya no hay problema. Cuando se provoca el aborto
o se ahorca no se interrumpe el embarazo o la respiración; en ambos casos «se
mata a alguien». Y, por supuesto, es una hipocresía más considerar que hay
diferencia según en qué lugar del camino se encuentre el niño que viene, a qué
distancia de semanas o meses de esa etapa de la vida que se llama nacimiento va
a ser sorprendido por la muerte
- Usted no plantea el problema desde la fe o desde la
ciencia. ¿Qué planteamiento falta?
- Uno elemental, ligado a la mera condición humana, accesible a cualquiera,
independiente de conocimientos científicos o teológicos, que pocos poseen. Esta
visión no puede ser otra que la antropología, fundada en la mera realidad del
hombre tal como se ve, se vive, se comprende a sí mismo. Hay, pues, que intentar
retrotraerse a lo más elemental, que por serlo no tiene supuestos de ninguna
ciencia o doctrina, que apela únicamente a la evidencia y no pide más que una
cosa: abrir los ojos y no volverse de espaldas a la realidad
- Las feministas dicen que el cuerpo es suyo
- Pero es falso. Cuando se dice que el feto es «parte» del cuerpo de la madre,
se dice una insigne falsedad, porque no es parte: está «alojado» en ella, mejor
aún, implantado en ella (en ella, y no meramente en su cuerpo). Una mujer dirá:
«Estoy embarazada», nunca «mi cuerpo está embarazado»
- ¿Qué es el niño aún no nacido?
-
Una realidad «viniente», que llegará si no lo
paramos, si no lo matamos en el camino.
- Algunos afirman la licitud del aborto cuando se cree
que probablemente el que va a nacer sería anormal, física o psíquicamente
- Pero esto implica que el que es anormal no debe vivir, ya que esa condición no
es probable, sino segura. Y habría que extender la misma norma al que llega a
ser anormal, por accidente, enfermedad o vejez. Si se tiene esa convicción, hay
que mantenerla con todas sus consecuencias Hay quienes no se atreven a herir al
niño más que cuando está oculto -se pensaría que protegido- en el seno materno;
lo cual añade gravedad al hecho: en una época en que cuando se encuentra a un
terrorista con una metralleta en la mano, todavía humeante, junto al cadáver de
un hombre acribillado a balazos, se dice que es «el presunto asesino», la mera
probabilidad de una anormalidad se considera suficiente para decretar la muerte
del que está expuesto al riesgo de ser más o menos anormal.
- ¿Cree que la injusticia mayor que se puede cometer
con un hombre es despojarlo de su esperanza?
- Siempre me han conmovido esos hombres o mujeres que, al final de su vida,
rezan en la iglesia y se acercan al altar para recibir una comunión que en el
antiguo rito recordaba la promesa de la vida eterna; es decir, la esperanza. Hoy
son muchos los que se dedican a minar esa esperanza. Lo grave es que a veces lo
hacen en nombre de la «justicia social», cometiendo la más aterradora injusticia
que puedo imaginar.
- Buen tema para el mes de difuntos.
- Se han debilitado las vigencias religiosas, incluso dentro del cristianismo;
se ha atenuado la conciencia del dramatismo de la vida humana, de la posibilidad
de salvación o condenación. Con ello, en grandes multitudes, se ha disipado la
esperanza en la vida perdurable después de la muerte
-¿Siempre se ha sentido católico?
- Tengo el más vivo recuerdo de haberme sentido «mal», aunque siempre «dentro»
de la Iglesia. Ningún «malestar» es suficiente. En todo caso, y si el malestar
es muy grave, siempre me he sentido más inclinado a «que se vayan ellos» que a
irme yo de aquello a lo que radicalmente pertenezco.
55.
LO QUE LA IGLESIA AHORRA EL ESTADO ESPAÑOL SIN RECLAMAR
NI MEDALLAS NI MÉRITOS Y RECIBIENDO SOLO A CAMBIO CRÍTICAS Y DESLEALTADES
Anónimo
Dice Jesucristo
que lo que haga tu mano derecha no lo sepa tu mano
izquierda. Que Él me perdone, pero basta ya de tanta calumnia barata en
contra de la labor de la Iglesia. Ahí van algunas cifras significativas del año
2005 sobre lo que la Iglesia ahorró al Estado:
1.- 5.141 Centros de enseñanza (Ahorran al Estado 3 millones de € por centro al
año)
2.- 990.774 alumnos
3.- 107 hospitales (Ahorro de 50 millones de € por hospital al año)
4.- 1.004 centros; entre ambulatorios, dispensarios, asilos, centros de
minusválidos, de transeuntes y de enfermos terminales de SIDA (Ahorro de 4
millones de € por centro al año) *
5.-51.312 camas
6.-Gasto de Cáritas al año: 155 millones de € (salidos del bolsillo de los
cristianos españoles…)
7.-Gasto de Manos Unidas: 43 millones de € (salidos del mismo bolsillo, una
cantidad 10 veces mayor que el 0,2% -España no da el aún el prometido 0,7%-
programado en los presupuestos generales del Estado para promoción del tercer
mundo este año…)
8.- Gasto de las Obras Misionales Pontificias (Domund): 21 millones € (5 veces
mayor que el ya mencionado 0,2 %, ¿Imaginan de dónde sale…?)
9.- 365 Centros de reeducación social para personas marginadas tales como
ex-prostitutas, ex-presidiarios y ex-toxicómanos (53.140 personas, ahorro de
medio millón de € por centro)
10. - 937 orfanatos (10.835 niños abandonados, ahorro de 100.000 € por centro)
11. - El 80 % del gasto de conservación y mantenimiento del Patrimonio
histórico-artístico eclesiástico.
El arzobispo de Zaragoza, monseñor Ureña, ha calculado el gasto total ahorrado
al Estado en 36.060 millones de € al año. El prestigioso economista José Barea
lo ha reducido a 31.189 millones de €… ¿Qué más da la cantidad concreta? Lo
importante es que nadie (o muy pocos) saben de este ahorro imprescindible para
que la economía española "vaya bien...".
En fin, te invito por una vez (y sin que sirva de precedente) a que
desobedezcamos a Jesucristo y hagamos públicas nuestras obras de Caridad.
Es fácil: a todos mis amigos os voy a mandar este artículo para que hagamos
una cadena. Como se suele decir, reenvíalo a 5 amigos-as y pronto llegará esta
información a quienes tanto critican injustamente a la Iglesia… y no lo dudes,
por lo menos les hará pensar y quizá avergonzarse
56.
LAS TRES PUREZAS
Encontrado en
un misal antiguo escrito a mano sin firma:
Virgen fuiste
tan pura, antes del parto, antes del parto
Que al mirarte
Dios Trino quedó hechizado, quedó hechizado
Alcanzadnos
María por tu limpieza, por tu limpieza, la virtud admirable de la pureza.
En el parto
divino sagrada reina, sagrada reina
Fuiste pura y
más cándida que la azucena, que la azucena
Purificad
Señora nuestras acciones, nuestras acciones, pensamientos palabras y corazones.
Sois lirio de
pureza después del parto, después del parto
Y por tu rara
belleza del cielo encanto, del cielo encanto
Por tu inmensa
pureza haz consigamos, haz consigamos, sean nuestros afectos puros y castos.
58.
EL MONSTRUO IRREDENTO
Por
Hermann Tertsch
El País
26/11/04,
22.48 horas
Para atención
de los que experimentan con humanos, no ya al amparo de la mezcla de ideología y
ciencia, como este señor Mengele, sino al amparo de la mezcla de dinero y
ciencia como hacen en España los también médicos-monstruos Bernat Soria y
Antonio Pellicer, al que por cierto los Reyes de España entregan en Valencia el
premio Jaime I dentro de unos días.
Era probablemente la persona y el nombre que
mejor ha simbolizado todo el horror del nacionalsocialismo y del holocausto.
Mucho se ha escrito sobre la vida y la mente diabólica de Hitler,
sobre el fanatismo de Goebbels, la falta de escrúpulos de Göring, el sadismo de
Himmler o el escalofriante rigor burocrático de
Eichmann. Pero en ninguno de ellos confluyen como en el doctor
Josef Mengele -conocido como el ángel de la muerte del campo
de exterminio de Auschwitz-, teoría y práctica del holocausto,
de la selección racial y el experimento científico con seres humanos.
Aún hoy tiemblan los supervivientes cuando
recuerdan la espigada figura del médico y capitán de las SS en la tristemente
célebre "rampa de la muerte" de Auschwitz seleccionando entre los prisioneros a
quienes podían trabajar, quienes iban directamente a la cámara de gas y a los
niños, mujeres y hombres con peculiaridades físicas que utilizaba para sus
experimentos.
Su siniestra fama se convirtió en terrible
leyenda cuando desapareció después de la guerra. Durante 34 años vivió huido e
impune, bajo un sinfín de nombres, protegido por otros nazis en Latinoamérica,
hasta que en 1979 murió ahogado en una playa de Brasil. Los intentos de
localizarlo y capturarlo fracasaron siempre. Hasta 1985 no se pudo confirmar su
muerte.
Ahora, 25 años después de ahogarse en la playa
brasileña de Bertioga, salen a la luz unas cartas inéditas suyas a amigos y
familiares que demuestran que Mengele murió como un nazi convencido y firme
defensor de la pureza aria como defensa contra el contagio de debilidades y
vicios de las "razas inferiores".
Son 85 escritos confiscados hace 20 años en la
casa de amigos suyos y después olvidados en los archivos de la policía
brasileña. Ahora han sido traducidos del alemán y publicados por el diario Folha
de São Paulo. Son testimonios banales de la vida de fugitivo de quien sin duda
fue uno de los asesinos más crueles y sofisticados de la historia.
Pero una y otra vez aparecen comentarios y
reflexiones que revelan a un Mengele que de nada se arrepentía y seguía
obsesionado por la pureza de las razas superiores y la validez de los principios
ideológicos del nazismo a los que de forma tan destacada sirvió.
En uno de los documentos, destinado a su diario
en 1976, escribió que estaba leyendo las memorias de Albert Speer, el que fuera
ministro de Armamento y arquitecto favorito de Hitler. Speer, juzgado en
Núremberg, escribió sus memorias mientras cumplía los 20 años de condena que le
fue impuesta.
El ángel de la muerte ve en el libro disculpas y
lamentos inaceptables. "Se ha humillado [Speer] y se muestra arrepentido, lo que
resulta muy lamentable", comenta Mengele. Aunque en ninguna de las cartas
aparece referencia a su paso por Auschwitz, sí hay frecuentes comentarios sobre
el "peligro de la mezcla de razas siempre que no sean muy similares".
Según dice en 1972, Latinoamérica "corre un serio
peligro si disminuye el peso de las razas nórdicas; la civilización creada por
los europeos en otras partes del mundo sólo es ejemplo de éxito allí donde los
blancos no se han mezclado". Y elogia la segregación racial de Suráfrica,
entonces en su cenit. A EE UU le augura un futuro de ruina por "su exceso de
mezcla".
En otra carta protesta porque una sobrina suya
tiene un novio de origen alemán que no comparte "la ideología aria". Mengele
vivió tres años escondido en Baviera tras la guerra y después, gracias a las
redes de apoyo nazis, huyó a la Argentina de Perón; después, a Paraguay, y
finalmente se instaló en Brasil.
Allí murió sin ser juzgado siquiera por su
conciencia, como revelan sus escritos después de 34 años de ser uno de los
criminales más buscados del mundo.
59.
EL ESTADO DIVIDE, LA FAMILIA UNE
Por Jennifer Roback Morse
El título del nuevo libro de Patricia
Morgan,
The War Between the State and the Family (La
guerra entre el Estado y la familia), lo dice todo. El Gobierno británico se ha
lanzado a la "discriminación sistemática contra parejas (casadas) en el sistema
fiscal y de prestaciones". Este convincente libro, publicado por el Instituto de
Asuntos Económicos en el Reino Unido, nos sirve de advertencia contra la
"deconstrucción" de la familia para convertirla en una simple colección de
individuos.
Al hacerlo, Patricia Morgan presenta una ilustración de
los principios de las enseñanzas sociales católicas como se exponen en
Rerum Novarum, la encíclica del Papa León XIII
del año 1891. Argumenta que la "visión neomarxista" que "interpreta las
relaciones humanas en términos de distribución de poder y cualquier cuidado y
reciprocidad que opere entre generaciones como servidumbre" es la visión
orientadora detrás de muchas de las políticas sociales británicas. Una idea poco
meditada sobre las libertades económicas y sociales de las mujeres contribuye al
problema. Según Morgan, "se asume que no hay recursos comunes ni ayuda mutua
alguna porque la gente no comparte ni debe compartir dentro de las familias.
Ahora la maternidad se ve invariablemente como algo que las mujeres planifican y
de la que se encargan ellas solas. Todo gira sobre trabajos, pagas y bajas por
maternidad y guarderías; jamás sobre una relación con alguna persona que pueda
compartir o asumir los gastos que se generan. El matrimonio ahora se ve como
algo irrelevante para la reproducción."
El subtítulo de su libro, Cómo el Gobierno
divide y empobrece, indica la opinión de Morgan sobre las consecuencias.
Las personas podrían cuidar mejor de sí mismas, trabajando juntas a través de la
familia, que lo que el Estado puede cuidar a una colección de personas vagamente
relacionadas.
Esto nos trae a Rerum Novarum, el
magistral documento del Papa León XIII que marcó el principio de la moderna
enseñanza social católica. Muchos tienden a leer este documento simplemente como
una defensa de la propiedad privada y del derecho a fundar sindicatos
independientes. Pero al reflexionar cuidadosamente sobre la familia revela un
significado más profundo. Rerum Novarum es una protesta contra la
tendencia del Estado a absorber para sí mismo todas las funciones e
instituciones de la sociedad. "No es justo", insiste León XIII, "que el
ciudadano o la familia sean absorbidos por el Estado; antes bien, es de justicia
que a uno y a otra se les deje tanta independencia para obrar como sea posible."
Comenzando con la revolución francesa de finales
del siglo XVIII y culminando con la bolchevique de principios del XX, los
movimientos sociales revolucionarios han procurado darle al Estado la
jurisdicción completa sobre cada aspecto de la sociedad. Parte de la estrategia
estatista ha sido redefinir las instituciones sociales como simples conjuntos de
individuos. Rerum Novarum lo rebate: "Aunque estas sociedades privadas
existan dentro del Estado y sean como otras tantas partes suyas, aún con todo,
no está dentro de la autoridad del Estado en general y per se prohibir
que existan como tales. Porque el hombre tiene derecho natural a formar
sociedades privadas."
Aunque que el Gobierno británico no ha ido tan lejos como
prohibir el matrimonio, sí ha obstaculizado considerablemente la asociación
matrimonial. Algunos funcionarios, observa Morgan, sostienen que "el tratamiento
de una pareja casada como unidad financiera individual... debe desaconsejarse
junto con cualquier predisposición en favor de la
familia nuclear". Al Estado se le presume responsable
de la manutención de los niños de padres no casados.
Las políticas que en la práctica se derivan de
esta filosofía son muchas. Se ha erosionado la deducción fiscal de las parejas
casadas. El complemento de ingreso para los pobres se estructura para beneficiar
a las madres solteras si se compara con hogares de parejas casadas. Los
subsidios de las viviendas sociales se estructuran para beneficiar a hogares
monoparentales. Y por si fueran pocos los incentivos para la ruptura de la
familia, los padres prácticamente pueden echar de casa a sus hijos a partir de
los dieciséis años, ya que entonces se les puede considerar como "personas sin
techo de forma involuntaria" y así obtienen el derecho a una vivienda pagada por
el Estado. Todas estas políticas dan como resultado que "la proporción de madres
solteras que son cabeza de familia se duplicara entre 1974 y 1989, llegando al
73 por ciento". El número de niños nacidos de madres solteras ha aumentado de un
8 por ciento en 1970 a un 42 por ciento en 2004 y la proporción de hogares
unipersonales ha aumentado de un 14 por ciento en 1961 a un 30 por ciento en
2004.
Lamentablemente para los partidarios de la
atomización radical, la promoción gubernamental del individualismo es un fracaso
de por sí: El aislamiento extremo no hace feliz a la gente. Los padres son
vitales para el bienestar de los niños. Vivir solo es un sólido indicador para
predecir suicidios, especialmente en los hombres. La mayoría de madres solteras
son sumamente dependientes de las subvenciones estatales.
Todos estos trágicos resultados acentúan la
importancia de la colaboración y la solidaridad en pro del bienestar de las
personas y de la sociedad. Desbaratar la sociedad hasta convertirla en nada más
que una colección de personas sin vínculos ha sido tan destructivo para los
individuos como para la sociedad.
El Papa León XIII no se habría extrañado de este
resultado.
Jennifer
Roback Morse es investigadora especialista en Economía del
Instituto Acton para el estudio de la religión y la libertad y autora del libro:
Smart Sex: Finding Life-long Love in a Hook-up World.
*Traducido por Miryam Lindberg del
original en inglés.
60. A VUELTAS
CON LA Ñ
En el idioma español, la eñe es muy importante,
y en todo ordenador debe ser una consonante.
Tan importante es la eñe que sin ella yo no sueño,
y aunque te parezca extraño no me estriño ni me baño
Aunque sin eñe hay apaño,
resultaría dañino, que nos faltara el empeño y no existiera el cariño.
Para mi linda niñera no habría una piel de armiño.
Tampoco habría cabañas para albergar a los niños.
Sin eñe yo no te riño, y aunque tampoco regaño,
me sentiría muy triste sin decirte que te extraño.
Sin sonido de zampoñas y sin beber un vino añejo
sale una peña aburrida.¿Qué gracia tiene el festejo? .
¿Acaso habría ñoras en la era o buñuelos para la niña,
como los hacía el abuelo con sus trocitos de piña?.
No existiría el otoño sin la eñe en nuestras letras.
Y tampoco habría moño, donde prender las peinetas.
Parecía muy extraño que Bill Gates no la pusiera,
¡quedaba como un tacaño y cómo si tan caro fuera!
Bueno, basta de añorarnos,
Porque ya me vino el sueño y aunque pongo mucho empeño
los ojos me hacen extraños.
Termino pidiendo a todos los que hablan el español,
Defiendan la EÑE ¡Coño! que así el idioma es mejor
61.
UNIVERSITARIOS DE GÉNERO Y
GÉNERA
Patente de
corso, por Arturo Pérez-Reverte. El Semanal
Desde Viriato hasta hoy, en
España nunca faltaron delatores
y chivatos. Es nuestra especialidad. La Inquisición se nutrió durante siglos de
gentuza que le daba a la mojarra, berreándose de vecinos, amigos y familiares.
Cada represión estatal o local, cada guerra civil sin distinción de bandos ni
ideologías, llenó a sus anchas cementerios y fosas comunes con el viejo sistema
de apuntar con el dedo antes de hacerlo con la pistola. De sugerir en voz baja.
A diferencia de los anglosajones, los nórdicos y los de ahí arriba de toda la
vida, que suelen o solían denunciar al prójimo con el pretexto de que la
sociedad debe defenderse y los buenos ciudadanos colaboran con la autoridad de
turno, sea la que sea, los españoles pringamos en otro esquema. Lo del bien del
Estado nos suena a guasa marinera, entre otras cosas porque el Estado fue
siempre más enemigo que otra cosa. Y lo sigue siendo. Cuando aquí alguien delata
no es por civismo, sino por congraciarse con quien manda, o puede mandar. Por
miedo y vileza. Sin olvidar, claro, el ajuste de cuentas. Reventar al prójimo es
el otro gran motivo. La segunda causa por la que un español denuncia al vecino
–a menudo, la principal– es porque lo envidia o le estorba. Porque tiene una
mujer que se parece a Carla Bruni, un coche grande, un marido guapo y simpático,
un trabajo lucrativo, una casa bonita. Porque tiene éxito, o porque no lo tiene.
Porque no piensa igual que él. Porque prefiere el café solo al café cortado. O
el poleo. Porque vive y respira. Porque existe.
En tan ejemplar contexto,
calculen lo que puede dar de sí
el proyecto de un título de grado que gestione la Ley de Igualdad, según acaba
de ser propuesto por una universidad madrileña: carrera universitaria de cuatro
años, a tope, con su camisita y su canesú, «para formar profesionales que
vigilen el cumplimiento de la ley de Igualdad». Aparte el extraño efecto de
oír decir a una madre, toda orgullosa: «Mi Paquito estudia para inspector de
Igualdad», sobre aficiones y gustos no vamos a pelearnos. En absoluto. Allá
quien proponga las carreras que considere oportunas, y quien decida estudiarlas.
Confieso, sin embargo, que el parrafillo ese de «profesionales que vigilen el
cumplimiento de la ley» me inquieta. Suena demasiado a eufemismo de
comisario político. A sicario de un régimen o una idea. Y más en relación con la
Ley de Igualdad, que junto a muchas cosas oportunas y necesarias contiene
también, de fondo y forma, ciertos puntos de vista discriminatorios,
injustificados y discutibles.
En lo primero que pensé al enterarme de la noticia fue que si a la frase
que entrecomillo líneas arriba le añadiéramos las palabras «de inmersión
lingüística», tendríamos el perfil de esos siniestros funcionarios que ahora
van por los patios de ciertos colegios vigilando que los niños no usen en el
recreo otra lengua que la obligatoria, del mismo modo que hace cincuenta años
–mande quien mande, siempre hay esbirros disponibles para trabajos sucios–
procuraban imponer la lengua oficial del momento. Y si lo que añadiéramos fuese
la palabra «islámica», tendríamos como resultado «profesionales que
vigilen el cumplimiento de la ley islámica». O sea, una mutawa, como creo
recordar la llaman en algún lugar del mundo musulmán. Me refiero, como saben, a
la policía religiosa que va por las calles vigilando que las señoras lleven bien
puesto el velo, que no fumen por la calle, que no conduzcan, y que las adúlteras
y los homosexuales sean exquisitamente lapidados según los cánones del asunto.
En versión española igualitaria, esos «profesionales que vigilen»
vigilarán, supongo, que todo discurra según la ortodoxia del momento. Que todos
digamos miembros y miembras bajo pena de multa o cárcel, que cualquier
analfabeto con cartera ministerial pueda imponer su última ocurrencia por encima
de la gramática, el diccionario y el uso de la calle, y que la farfolla
políticamente correcta, la tontuna que violenta el sentido común e insulta la
inteligencia, la sandia confusión entre desigualdad social y desigualdad
biológica que tiene a tanto idiota de ambos sexos –que no géneros, rediós– con
la chorra hecha un lío, nos atornille a todos entre el oportunismo, la
incultura, la estupidez y el disparate.
Imaginen el panorama. La política de igualdad española en manos de
agentes e inspectores titulados, universitarios a la medida, cortados por el
patrón de ese diputado imbécil que hace unos días propuso obligar en los
colegios, manu educatoris, a los niños a saltar a la comba y a las niñas a jugar
al fútbol. En sintonía con la ignorancia insolente, contumaz, de la ministra
Bibiana Aído y su gallinero de tontas de la pepitilla, feminatas desaforadas que
tan triste favor hacen a la lucha por los verdaderos derechos de la mujer.
Convirtiendo reformas razonables, necesarias, en un lamentable número del
Bombero Torero. Para troncharse, oigan. Si no fuera tan triste. Y tan grave.
62.
CARTA A UN
AMIGO
Jorge Luis
Borges
No puedo darte soluciones para todos los problemas de la vida, ni
tengo respuestas para tus dudas o temores, pero puedo escucharte y
buscarlas junto a ti.
No puedo cambiar tu pasado ni tu futuro, pero cuando me necesites,
estaré allí.
No puedo evitar que tropieces. Solamente puedo ofrecerte mi mano
para que te sujetes y no caigas.
Tus alegrías, tu triunfo y tus éxitos no son míos, pero disfruto
sinceramente cuando te veo feliz.
No juzgo las decisiones que tomas en la vida. Me limito a
apoyarte, a estimularte y a ayudarte si me lo pides.
No puedo impedir que te alejes de mí, pero sí puedo desearte lo
mejor y esperar a que vuelvas.
No puedo trazarte límites dentro de los cuales debas actuar, pero
sí te ofrezco el espacio necesario para crecer.
No puedo evitar tus sufrimientos cuando alguna pena te parte el
corazón, pero puedo llorar contigo y recoger los pedazos para
armarlo de nuevo.
No puedo decirte quién eres ni quién deberías ser. Solamente puedo
quererte como eres y ser tu amigo.
En estos días oré por ti...
En estos días me puse a recordar a mis amistades más preciosas.
Soy una persona feliz: tengo más amigos de lo que imaginaba.
Eso es lo que ellos me dicen, me lo demuestran.
Es lo que siento por todos ellos.
Veo el brillo en sus ojos, la sonrisa espontánea y la alegría que
sienten al verme.
Y yo también siento paz y alegría cuando los veo y cuando hablamos.
Sea en la alegría o sea en la serenidad, en estos días pensé en
mis amigos y amigas y, entre ellos, apareciste tú.
No estabas arriba, ni abajo ni en medio.
No encabezabas ni concluías la lista.
No eras el número uno ni el número final.
Lo que sé es que te destacabas por alguna cualidad que transmitías
y con la cual desde hace tiempo se ennoblece mi vida.
Y tampoco tengo la pretensión de ser el primero, el segundo o el
tercero de tu lista.
Basta que me quieras como amigo.
Entonces entendí que realmente somos amigos.
Hice lo que todo amigo: Oré...y le agradecí a Dios que me haya
dado la oportunidad de tener un amigo como tú.
Era una oración de gratitud: Tú has dado valor a mi vida...
63.
PERMITIDME TUTEAROS, IMBÉCILES
PATENTE DE CORSO, por Arturo Pérez-Reverte
Cuadrilla de golfos apandadores, unos y otros. Refraneros
casticistas analfabetos de la derecha. Demagogos iletrados de la izquierda.
Presidente de este Gobierno.
Ex presidente del otro. Jefe de la patética oposición.
Secretarios generales de partidos nacionales o de partidos autonómicos.
Ministros y ex ministros –aquí matizaré ministros y ministras– de Educación y
Cultura. Consejeros varios. Etcétera.
No quiero que acabe el mes sin mentaros –el tuteo es deliberado–
a la madre. Y me refiero a la madre de todos cuantos habéis tenido en vuestras
manos infames la enseñanza pública en los últimos veinte o treinta años. De
cuantos hacéis posible que este autocomplaciente país de mierda sea un país de
más mierda todavía.
De vosotros, torpes irresponsables, que extirpasteis de las aulas
el latín, el griego, la Historia, la Literatura, la Geografía, el análisis
inteligente, la capacidad de leer y por tanto de comprender el mundo, ciencias
incluidas.
De quienes, por incompetencia y desvergüenza, sois culpables de
que España figure entre los países más incultos de Europa, nuestros jóvenes
carezcan de comprensión lectora, los colegios privados se distancien cada vez
más de los públicos en calidad de enseñanza, y los alumnos estén por debajo de
la media en todas las materias evaluadas.
Pero lo peor no es eso. Lo que me hace hervir la sangre es
vuestra arrogante impunidad, vuestra ausencia de autocrítica y vuestra cateta
contumacia.
Aquí, como de costumbre, nadie asume la culpa de nada. Hace menos
de un mes, al publicarse los desoladores datos del informe Pisa 2006, a los
meapilas del Pepé les faltó tiempo para echar la culpa de todo a la Logse de
Maravall y Solana –que, es cierto, deberían ser ahorcados tras un juicio de
Nuremberg cultural–, pasando por alto que durante dos legislaturas, o sea, ocho
años de posterior gobierno, el amigo Ansar y sus secuaces se estuvieron tocando
literalmente la flor en materia de Educación, destrozando la enseñanza pública
en beneficio de la privada y permitiendo, a cambio de pasteleo electoral, que
cada cacique de pueblo hiciera su negocio en diecisiete sistemas educativos
distintos, ajenos unos a otros, con efectos devastadores en el País Vasco y
Cataluña.
Y en cuanto al Pesoe que ahora nos conduce a la Arcadia feliz,
ahí están las reacciones oficiales, con una consejera de Educación de la Junta
de Andalucía, por ejemplo, que tras veinte años de gobierno ininterrumpido en su
feudo, donde la cultura roza el subdesarrollo, tiene la desfachatez de cargarle
el muerto al «retraso histórico».
O una ministra de Educación, la señora Cabrera, capaz de afirmar
impávida que los datos están fuera de contexto, que los alumnos españoles
funcionan de maravilla, que «el sistema educativo español no sólo lo hace bien,
sino que lo hace muy bien» y que éste no ha fracasado porque «es capaz de
responder a los retos que tiene la sociedad», entre ellos el de que «los jóvenes
tienen su propio lenguaje: el chat y el sms». Con dos cojones.
Pero lo mejor ha sido lo tuyo, presidente –recuérdame que te lo
comente la próxima vez que vayas a hacerte una foto a la Real Academia
Española–. Deslumbrante, lo juro, eso de que «lo que más determina la educación
de cada generación es la educación de sus padres», aunque tampoco estuvo mal lo
de «hemos tenido muchas generaciones en España con un bajo rendimiento
educativo, fruto del país que tenemos».
Dicho de otro modo, lumbrera: que después de dos mil años de
Hispania grecorromana, de Quintiliano a Miguel Delibes pasando por Cervantes,
Quevedo, Galdós, Clarín o Machado, la gente buena, la culta, la preparada, la
que por fin va a sacar a España del hoyo, vendrá en los próximos años, al fin,
gracias a futuros padres felizmente formados por tus ministros y ministras, tus
Loes, tus educaciones para la ciudadanía, tu género y génera, tus pedagogos
cantamañanas, tu falta de autoridad en las aulas, tu igualitarismo escolar en la
mediocridad y falta de incentivo al esfuerzo, tus universitarios apáticos y tus
alumnos de cuatro suspensos y tira p'alante.
Pues la culpa de que ahora la cosa ande chunga, la causa de tanto
disparate, descoordinación, confusión y agrafía, no la tenéis los políticos
culturalmente planos. Niet.
La tiene el bajo rendimiento educativo de Ortega y Gasset,
Unamuno, Cajal, Menéndez Pidal, Manuel Seco, Julián Marías o Gregorio Salvador,
o el de la gente que estudió bajo el franquismo: Juan Marsé, Muñoz Molina,
Carmen Iglesias, José Manuel Sánchez Ron, Ignacio Bosque, Margarita Salas, Luis
Mateo Díez, Álvaro Pombo, Francisco Rico y algunos otros analfabetos, padres o
no, entre los que generacionalmente me incluyo.
Qué miedo me dais algunos, rediós. En serio. Cuánto más peligro
tiene un imbécil que un malvado.
64.
SANTA TERESA
Ayer estuve en
Ávila. Visité el monasterio de la Encarnación donde vivió Santa Teresa 20 años.
En el camino oí una cinta con algunos de sus textos. Uno de ellos, de su libro
CAMINO DE PERFECCIÓN es el siguiente:
“Importa mucho y en todo una muy grande y muy determinada determinación de no
parar hasta el fin, que es llegar a beber de este agua de la vida; venga lo que
viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien
murmurare, siquiera se llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga
corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo.”
65.
LA ESCUELA ALTERNATIVA
JULIO POMÉS,
OPINIÓN
PROFESOR
TITULAR DE UNIVERSIDAD
Despierta
esperanza ver como la sociedad
civil se enfrenta al
Estado y le dice que no
está dispuesta a
consentir que una educación
pésima malogre el talento de nuestros
niños.
Los empresarios se quejan de la dificultad de encontrar
personas con talento,
compromiso y espíritu creativo que
trabajen en sus empresas. Una
de las causas de ese desierto de
inteligencia viene de lejos. Se ha concebido la escuela
más como una guardería donde los niños
retienen las materias básicas que en un sitio donde se inculca el deseo
de aprender y de superarse. La mejor escuela,
aquella que consigue personas autónomas, va más allá de saber contestar
a las preguntas preestablecidas. La docencia que forja el talento provoca el
autoaprendizaje mediante el esfuerzo en plantearse preguntas y encontrar
respuestas.
Enseñanza personalizada
Una
escuela alternativa que favorece una enseñanza más personalizada es la ‘escuela
en casa’, la home school: las
familias se organizan
para eludir los servicios institucionalizados
y educan a sus retoños en el propio hogar. Pero, ¿no
habíamos quedado que la
enseñanza obligatoria hasta los
16 años era un logro
social? Quizás en los países más pobres
se convierta en un elemento positivo de desarrollo,
que además contribuye a evitar
la explotación infantil, pero en las
naciones más adelantadas puede conducir a la mediocridad.
El
movimiento ha surgido con fuerza en los países donde la
calidad
de la escuela es inferior a la demandada por las
familias. Para unos
padres responsables resulta muy duro
observar el daño que,
bien una escuela deficiente, o un
sistema educativo poco
competente, hacen a sus hijos. La
psicología educativa
moderna y, de un modo especial, las
corrientes
constructivistas han demostrado sin ningún tipo
de dudas la necesidad
de estimular de un modo activo a los
estudiantes, para que afloren
sus mejores potencialidades. Del mismo modo
que un saltador de pértiga solo bate su
marca si permanentemente salta con todo su
potencial, el alumno mejora su
inteligencia cuando se le obliga a trabajar al límite de sus aptitudes. Una escuela estandarizada, en la que no se
exigen metas adaptadas a su capacidad
potencial personal, nos dará el día de mañana ciudadanos
indiferenciados, poco críticos y, por
consiguiente, fáciles de manipular.
Calidad y valores
Resulta sorprendente que
Estados Unidos, la mayor poten‑
cia mundial, sea el país donde la tasa de niños educados en
su casa por sus
progenitores, sin asistir al colegio, esté
aumentando año a año. Alrededor de 350.000 niños
fueron educados en
casa en el curso 1990/91, 750.000
durante el 1995/96, y la cifra
ascenderá a aproximadamente 850.000 en el
2001/02. La ‘educación en casa’ se ha extendido en los Estados Unidos,
supera ya en algunos estados al número de
niños escolarizados y constituye un
porcentaje entre el 1% y 2% del total de
niños en edad escolar. Este “movimiento alternativo” a
la enseñanza tradicional no solo se produce
en Estados Unidos sino también en Australia, Nueva Zelanda, Canadá y el
Reino Unido.
La calidad de
la enseñanza y la educación en valores
constituyen los dos principales argumentos que esgrimen los padres norteamericanos para elegir esta opción
educativa. La última encuesta realizada por
la National Household Education Surveys
Program pone de manifiesto que se trata de familias bi-parentales con dos o tres
hijos, donde uno de los padres no trabaja. Alrededor
del 30% de la muestra aludía al ambiente de
aprendizaje deficiente de la red pública como tercer motivo para su
elección. Los niños educados en casa
han conseguido grandes logros en dos de las competiciones más reconocidas en Estados Unidos: la National
Spelling Bee
y la National Geographic Bee. Muchos
educadores sostienen que los niños de la home shool
gozan de una mejor estabilidad emocional,
mayor madurez, sociabilidad y
capacidad de comunicación, así como de mejores resultados académicos, que
los niños de la enseñanza tradicional. El
interés de los padres por educar a
sus hijos lleva a un esfuerzo mayor que una obligación laboral.
El caso de España
La
escolarización es obligatoria en España hasta los 16
años.
Sería deseable, siempre que se demuestre que
los niños reciben una
educación alternativa y suficiente,
que los padres
tuviesen libertad de prescindir de la
escuela. Aunque la
vigente ley educativa, la LOCE, se
muestra más proclive a la
exigencia de un mayor esfuerzo por los
alumnos, sigue perviviendo el espíritu de
la LOGSE, una ley cuyos efectos perversos han
sido manifiestos: un sistema poco exigente, igualitarista en los
resultados finales y, por tanto, incapaz de estimular
las potencialidades individuales. ¿Veremos
surgir en España una sociedad civil capaz de exigir al Ministerio
esta escuela alternativa para las familias?
El cheque escolar facilitaría que los
padres pudieran ejercer el derecho a educar a sus hijos, al poder prescindir uno de
ellos de su trabajo. Mientras este sistema no
esté permitido le sugiero que dedique
tiempo a la relación con sus hijos;
probablemente más importante para su formación integral que la escuela.
66.
SECULARIZATION FALSIFIED
by Peter L. Berger
Copyright (c) 2008 First Things (February 2008).
It has been more than a century since Nietzsche proclaimed the death of God. The
prophecy was widely accepted as referring to an alleged fact about increasing
disbelief in religion, both by those who rejoiced in it and those who deplored
it. As the twentieth century proceeded, however, the alleged fact became
increasingly dubious. And it is very dubious indeed as a description of our
point in time at the beginning of the twenty-first century. Religion has not
been declining. On the contrary, in much of the world there has been a veritable
explosion of religious faith.
Ever since the Enlightenment, intellectuals of every stripe have believed that
the inevitable consequence of modernity is the decline of religion. The reason
was supposed to be the progress of science and its concomitant rationality,
replacing the irrationality and superstition of religion. Not only Nietzsche but
other seminal modern thinkers thought so—notably Marx (religion as opiate of the
masses) and Freud (religion as illusion).
So did the two great figures of classical sociology. Emile Durkheim explained
religion as nothing but a metaphor of social order. Max Weber believed that what
he called “rationalization”—the increasing dominance of a scientific
mindset—would destroy the “magical garden” of premodern worldviews. To be sure,
the two had different attitudes toward this alleged insight. Durkheim, an
Enlightened atheist, saw modern secularity as progress. Weber was not happy
about what he saw—ostensibly the imprisonment of modern man in the “iron cage”
of rationality. But, happily or nostalgically, both agreed on what was
supposedly happening.
Not to put too fine a point on it, they were mistaken. Modernity is not
intrinsically secularizing, though it has been so in particular cases (one of
which, as I will argue in a moment, is very relevant for the phenomenon of
secularism).
The mistake, I think, can be described as a confusion of categories: Modernity
is not necessarily secularizing; it is necessarily pluralizing. Modernity
is characterized by an increasing plurality, within the same society, of
different beliefs, values, and worldviews. Plurality does indeed pose a
challenge to all religious traditions—each one must cope with the fact that
there are “all these others,” not just in a faraway country but right next door.
This challenge, however, is not the one assumed by secularization theory.
Looked at globally, there are two particularly powerful religious
explosions—resurgent Islam and dynamic evangelical Protestantism. Passionate
Islamic movements are on the rise throughout the Muslim world, from the Atlantic
Ocean to the China Sea, and in the Muslim diaspora in the West. The rise of
evangelical Protestantism has been less noticed by intellectuals, the media, and
the general public in Western countries, partly because nowhere is it associated
with violence and partly because it more directly challenges the assumptions of
established elite opinion: David Martin, a leading British sociologist of
religion, has called it a “revolution that was not supposed to happen.” Yet it
has spread more rapidly and over a larger geographical area than resurgent
Islam. What is more, the Islamic growth has occurred mostly in populations that
were already Muslim—a revitalization rather than a conversion. By contrast,
evangelical Protestantism has been penetrating parts of the world in which this
form of religion was hitherto unknown. And it has done so by means of mass
conversions.
By far the most numerous and dynamic segment of what I am calling this
evangelical diffusion has been Pentecostalism. It began almost exactly one
hundred years ago in a number of locations in the United States, as small groups
of people began to speak in tongues and experience miraculous healing. From its
beginning, Pentecostalism was actively proselytizing, mostly in America (though
there were early outposts abroad—even, curiously enough, in Sweden). But the big
Pentecostal explosion began in the 1950s, especially in the developing
countries, and it has been intensifying ever since. The boundaries of
Pentecostalism are somewhat vague: It is a multidimensional phenomenon, with
explicitly Pentecostal denominations, local Pentecostal congregations with no
denominational affiliations, and Pentecostal-like eruptions within mainline
Protestant and Catholic churches. If one subsumes these groups under the general
heading of charismatics, there are four hundred million of them,
according to a recent study by the Pew Research Center.
Religious dynamism is not confined to Islam and Pentecostalism. The Catholic
Church, in trouble in Europe, has been doing well in the Global South. There is
a revival of the Orthodox Church in Russia. Orthodox Judaism has been rapidly
growing in America and in Israel. Both Hinduism and Buddhism have experienced
revivals, and the latter has had some successes in proselytizing in America and
Europe.
Simply put: Modernity is not characterized by the absence of God but by the
presence of many gods—with two exceptions to this picture of a furiously
religious world. One is geographical: Western and Central Europe. The causes and
present shape of what one may call Eurosecularity constitute one of the most
interesting problems in the sociology of contemporary religion. The other
exception is perhaps even more relevant to the question of secularization, for
it is constituted by an international cultural elite, essentially a
globalization of the Enlightened intelligentsia of Europe. It is everywhere a
minority of the population—but a very influential one.
Secularism thus finds itself in a global context of dynamic religiosity, which
means that it faces some serious challenges. We might distinguish three versions
of secularism.
First, the term may refer to accepting the consequences for religion of the
institutional differentiation that is a crucial feature of modernity. Social
activities that were undertaken in premodern societies within a unified
institutional context are now dispersed among several institutions.
The education of children, for example, used to occur within the family or
tribe, but it is now handled by specialized institutions. Educational personnel,
who used to be family members with no special training, must now be specially
trained to undertake their task in teacher-training institutions, which in turn
spout further institutions, such as state certification agencies and teachers’
unions.
Religion has gone through a comparable process of differentiation—what used to
be an activity of the entire community is now organized in specialized
institutions. The Christian Church, long before the advent of modernity,
provided a prototype of religious specialization—the realm of Caesar separated
from that of God. What modernity does is to make the differentiation much more
ample and diffused.
One path for this development is the denominational system typical of American
religion, with a plurality of separate religious institutions available on a
free market. The American case makes clear that secularism, as an ideology that
accepts the institutional specialization of religion, need not imply an
antireligious animus. This moderate attitude toward religion is then expressed
in a moderate understanding of the separation of church and state. The state is
not hostile to religion but draws back from direct involvement in religious
matters and recognizes the autonomy of religious institutions.
The second type of secularism, however, is characterized precisely by
antireligious animus, at least as far as the public role of religion is
concerned. The French understanding of the state originated in the
anti-Christian animus of the continental Enlightenment and was politically
established by the French Revolution.
This second type of secularism, with religion considered a strictly private
matter, can be relatively benign, as it is in contemporary France. Religious
symbols or actions are rigorously barred from political life, but privatized
religion is protected by law.
The third type of secularism is anything but benign, as in the practice of the
Soviet Union and other communist regimes. But what characterizes both the benign
and the malevolent versions of laïcité is that religion is evicted from
public life and confined to private space. There have been tendencies in America
toward a French version of secularism, located in such groups as the American
Civil Liberties Union or Americans United for the Separation of Church and
State. What may be called the ACLU viewpoint is pithily captured in an old
Jewish joke: A man tries to enter a synagogue during the High Holidays. The
usher stops the man and says that only people with reserved seats may enter.
“But it is a matter of life and death,” says the man. “I must speak to Mr.
Shapiro—his wife has been taken to the hospital.” “All right,” says the usher,
“you can go in. But don’t let me catch you praying.” The punch line
accurately describes the ACLU’s position on any provision of public services
(from school buses to medical facilities) to faith-based institutions.
All typologies oversimplify social reality, but it is useful to think here of a
spectrum of secularisms: There is the moderate version, typified by the
traditional American view of church-state separation. Then there is the more
radical version, typified by French laïcité and more recently by the
ACLU, in which religion is both confined to the private sphere and
protected by legally enforced freedom of religion. And then there is, as in the
Soviet case, a secularism that privatizes religion and seeks to repress
it. Its adherents can be as fanatical as any religious fundamentalists.
All these types of secularism are being vigorously challenged. Even the moderate
version of secularism, as institutionalized in an American-style separation of
church and state, is being challenged by the contemporary religious movements
that reject the differentiation between religious institutions and the rest of
society. Their alternative is the dominance of religion over every sphere of
human life.
For obvious reasons, most attention is now focused on the radical Islamic
challenge. This challenge is represented by the ideal of a Shari’a state—that
is, of a society in which every aspect of public and private life is subjected
to Islamic law. Muslims differ as to whether this view is essential to the faith
as proclaimed in the Qur’an or whether it is a later accretion that could be
modified. Regardless, the call for an all-embracing Islamic state resonates
strongly among contemporary Muslims. It is by no means limited to Jihadists, who
want to establish such a state by violent means. Many Muslims who have no
inclination toward terrorism or holy war have similar views.
Nor is such a view of religion dominating all of society peculiar to Muslims.
The ideal of a Shari’a state has strong similarity with the ideal of a halakhic
state propagated by some Orthodox Jewish groups in Israel. In India, the
ideology of hindutva has similar ambitions, as have powerful groups
within Russian Orthodoxy calling for a “monolithic unity of church and state” (a
phrase used recently by a high official of the Moscow Patriarchate). In all
these cases, the term fundamentalism is appropriate.
In progressive circles in America, comparable ambitions are frequently
attributed to evangelical Protestants and Catholics. The attribution is
empirically untenable. Only a very small minority of evangelicals, in the United
States and elsewhere, want to set up a Christian state.
As to the Catholic Church, the last time it sought to establish a Catholic state
was when it supported the Nationalist side in the Spanish Civil War. Since the
Second Vatican Council, such a stance is unthinkable. Indeed, as Samuel
Huntington has pointed out, the Catholic Church has become an important factor
in democratization, notably in Eastern Europe, Latin America, and the
Philippines.
One must make an important distinction between movements animated by genuinely
religious motives and movements where religious labels are attached to agendas
that are nonreligious.
Admittedly it is difficult to decide which motives are genuinely religious and
which are not. There are, however, fairly clear instances of both. A suicide
bomber in the Middle East may be trusted when he says that he is doing so to
witness to the greatness of God. Social scientists (most of whom are quite
secular in outlook) tend to believe that religious motives are suspect, that
they are used to legitimate the “root causes” underlying a conflict. This is a
bias that fails to understand the motivating power of religious faith.
And yet there are also clear instances of religious labels stuck on agendas
rooted in very material interests. One such case is the Bosnian conflict, where
religious markers were attached to clashes of political and ethnic interests. As
P.J. O’Rourke once put it: There are three groups in the Bosnian conflict. They
look alike, and they speak the same language. They are divided only by religion,
which none of them believe in. Another case is Northern Ireland. And this case
is again nicely illustrated by a joke: A gunman jumps out of a doorway, holds a
gun to a man’s head and asks, “Are you Catholic or Protestant?” “Actually,” says
the man, “I’m an atheist.” “Ah, yes,” replies the gunman, “but are you a
Catholic or a Protestant atheist?”
A
country in which the challenge to secularism is politically prominent right now
is Turkey. The Turkish Republic was founded in 1923 by Atatürk, who was
decidedly anti-Islamic and probably antireligious in general. He wanted to
“civilize” Turkey, and civilization for him meant the secular culture of Europe.
His political model was the French one—public life made, as it were,
antiseptically free of religious symbols and behavior. Thus Atatürk proscribed
the traditional fez as male headgear, insisting that Turkish men don
European-style hats or caps. (This, by the way, had a very visible anti-Islamic
implication: It is difficult wearing headgear with a visor in front to touch
one’s forehead to the ground in the mandatory obeisance of Muslim prayer.)
This secularist ideology was firmly established in large sectors of Turkey’s
society, particularly in the Kemalist political and military elite. It was
dominant in urban, middle-class populations. Back in the Anatolian hinterland, a
deeply Muslim culture continued to prevail, with people paying lip service to
the Kemalist ideology but at the same time passively resisting it in family and
community life.
In recent years, this resistance turned politically active. A series of avowedly
Islamic parties entered the political process, challenging the Kemalist
orthodoxy. For a while, the military intervened to stop such parties from taking
power. But this has become progressively more difficult. One reason is that
masses of Anatolians migrated to the urban centers, bringing their Muslim
culture with them. Another is that Turkey (partly motivated by the elite’s
desire to have the country admitted to the European Union) has become more
democratic, and, as a result, all those unenlightened people are actually
voting. And yet another reason is that some in the elite have come to doubt the
old secularist orthodoxy and become lukewarm in their resistance to political
Islam.
At present, an Islamist party is in power. Its leaders say they have no desire
to overthrow the secular republic or to establish a Shari’a state. So far the
military has not intervened, limiting itself to muttering threats. The most
visible challenge from the religious side has been the insistence by many Muslim
women on their right to wear the headscarf, the symbol of Islamic modesty, in
public institutions—a practice still prohibited. (It is interesting how often
headgear has become a flashpoint for conflict between secularists and pious
Muslims—from the male fez to the hijab.)
The outcome of these Turkish debates has importance far beyond Turkey. The
Pahlavi regime in Iran consciously tried to emulate Atatürk’s secular state.
Again there was passive resistance by a strongly religious populace. And again
the latter finally attained power. But the difference between the two paths to
power clearly shows that the challenge to secularism can take very different
forms: In Iran, an Islamic state has been set up by revolution and is marked by
an oppressive dictatorship in which the Shi’ite clergy exercise hegemony. In
Turkey, the Islamic party came to power through democratic elections, and thus
far (though the Kemalists continue to have dark suspicions) it has not only
observed the rules of the secular state but has actually made it more
democratic.
What the two cases have in common was the blindness of the Enlightened
intelligentsia to see what was coming. My only visit to Iran occurred in 1976,
two years before the Islamic revolution. With one exception, all the
intellectuals I met were opposed to the shah, and most of them expected a
revolution. None of them expected the revolution that actually occurred,
however, and I never heard mention of the Ayatollah Khomeini. About the same
time, my wife was lecturing in Turkey. On her way through Istanbul, she noticed
green flags (symbols of Islam) flying from houses and storefronts. She asked her
host (an Enlightened university professor) whether these flags signified a
resurgence of Islam. “Not at all,” replied the professor, “they are just put up
by migrants from the provinces, ignorant people, who will never have much of an
influence.”
On a much more recent visit to Turkey, I had an experience that may serve as a
metaphor for the religious challenge to secularism, not only in Turkey but
everywhere: A main tourist attraction in Ankara (indeed, just about the only
tourist attraction) is the mausoleum of Kemal Atatürk. It is an imposing
building, on a hill from which one gets a panoramic view of the city. At the
time of my visit, in the center of the city one can see only one big mosque
(built quite recently by the Saudis). Thus the city center, Atatürk’s capital,
was quite literally a public space cleansed of all religious symbolism. But
Ankara has expanded enormously since the 1920s, and the center is ringed by a
great number of newer urban areas. As far as one can see, every one of these has
a mosque. Thus Islam is besieging the capital of Kemalist secularism not only
politically but physically.
Two instructive additional cases of a secular elite facing a popular religious
challenge are India and Israel. When India became independent in 1947—and Nehru
gave his famous speech celebrating India’s “tryst with destiny”—the new state
was explicitly defined as a secular republic. No hostility to religion, Hindu or
other, was implied by that phrase. After all, Gandhi served (and still serves)
as a national icon. Mainly it was to set India off against Pakistan, which
became independent at the same time, defined as a state for Muslims. By
contrast, India was understood as a state in which all religious communities
were to feel at home—Hindus as well as Muslims, Sikhs, Jains, and Christians.
India today is still defined in its constitution as a secular republic, in the
sense of neutrality with regard to all religious communities. But, as a matter
of fact, India is one of the most religious countries in the world, and more
than 80 percent of its population is Hindu. Inevitably, this has political
repercussions. In recent decades, the Congress party, which had presided over
the founding tryst, has continued to uphold the secularist ideal (which is why
Muslims mostly vote for it). But the major opposition comes from a party rooted
in a vigorous affirmation of Hinduism as the core of Indian civilization. And
the party, now called the BJP, has periodically held power both in several
states and in the Union government.
Israel is remarkably similar in its secular and religious dynamic. The state
proclaimed its independence a year after India. It did identify itself as a
Jewish state, but this identity in no way implied that it would be a state with
Judaism as the established religion. Like India, Israel has been a democracy
from its beginning, and its non-Jewish minorities of Muslims and Christians were
supposed to be full citizens.
As it turned out, there have been tensions between the dual identity of Israel
as a democratic and a Jewish state, especially since the acquisition of the
Palestinian territories after the l967 war. It is not surprising that Arab
citizens of Israel have been uncomfortable as a result of these tensions. But
what is directly relevant to the present topic is that many religious Jews have
been uncomfortable by the secular, religiously neutral character of the state.
For a long time the political and cultural elite was strongly secular. There is
no precise equivalent to India’s BJP in Israel, but the major opposition party,
the Likud, has drawn much of its strength from Jewish voters who resent the
secular elite (to be sure, for many reasons, not just because of its
secularity). Again not surprisingly, many Arab citizens have been voting for
Labor.
Yet another instructive case is the United States. The religious challenge to
secularism has been an important fact of American culture and politics for the
past forty years or so. Unlike modern Turkey, India, and Israel, the American
republic was not created under a secularist banner. The American Enlightenment
was very different from the French, and the Founding Fathers, though some were
not particularly pious Christians, were certainly not antireligious. Nor did the
First Amendment have a secularist intention but rather was intended to preserve
peace between the different denominations of what was then a mainly Protestant
nation.
This arrangement worked very well for a long time. And the circle of tolerance
has expanded steadily—from the different Protestant denominations, to Catholics
and Jews, and finally to just about any religious community that does not engage
in illegal or clearly outrageous behavior.
What has changed in more recent times (I suspect, beginning in the 1930s) was
what could be called a Europeanization of the cultural elite. This elite was
increasingly secular, and its politics became increasingly secularist (a sort of
Kemalization, if you will). All along, though, the general population continued
to be stubbornly religious.
This religiosity, especially in its evangelical version, was looked down on by
the elite. H.L. Mencken’s contemptuous treatment of evangelicals in his writings
(notably in his account of the so-called Dayton Monkey Trial) ably represented
this elite perception—and still does. To be progressive came to mean secular.
The United States continues, by any measure, to be the most religious society in
the Western world. Sooner or later, this situation had to lead to a political
clash. Just as in Turkey, India, and Israel, the nonprogressive populace was
going to rebel against the elite—and it was going to use the mechanisms of
democracy to do so.
There were two clear flashpoints sparking the rebellion. Both involved the
Supreme Court, the least democratic of the three arms of government: the 1963
prohibition of prayer in the public schools and the 1973 prohibition of laws
against abortion. And, as a result, in a curious reversal of the earlier
relation to class by the two major parties, Republicans won the allegiance of
the religious rebels and Democrats reflected the secularist biases of the elite.
In recent elections, it turns out, degree of religious commitment—Protestant,
Catholic, or Jewish—was the single best predictor of how people were going to
vote.
I
think the positioning of the two parties was accidental; it might just as well
have been the other way around. But once the dichotomous identification became
established, secularists and strongly religious voters both became important
elements of the two parties. They supply the activists—the people who write
checks, who volunteer in campaigns, who ring doorbells, and who address
envelopes.
All this is fascinating for any social scientist trying to understand
contemporary cultural and political developments. Should it matter to anyone
else? The answer is yes, if one is concerned for the future of democracy in the
contemporary world.
There is the general view that fundamentalism is bad for democracy because it
hinders the moderation and willingness to compromise that make democracy
possible. Fair enough. But it is very important to understand that there are
secularist as well as religious fundamentalists—both unwilling to question their
assumptions, militant, aggressive, contemptuous of anyone who differs from them.
H.L. Mencken was just as much a fundamentalist as William Jennings Bryan (though
Mencken was wittier). There are fundamentalists of one stripe who think that
religious tyranny is around the corner if a Christmas tree is erected on public
property. There are fundamentalists of the other stripe who believe that the
nation is about to sink into moral anarchy if the Ten Commandments are removed
from a courtroom.
In plain language, fundamentalists are fanatics. And fanatics have a built-in
advantage over more moderate people: Fanatics have nothing else to do—they
have no life beyond their cause. The rest of us have other interests: family,
work, hobbies, vices. Yet we too must be militant in defense of certain core
values of our civilization and our political system. It seems to me that a very
important task in our time (and probably in any time) is to be militant in
defense of moderation—a difficult task but not an impossible one.
Peter L. Berger
is director of the Institute for the Study of Economic
Culture at Boston University. This essay, in a slightly different form, was
delivered as a William Phillips Memorial Lecture at the New School for Social
Research on October 10, 2007. Permission to publish it here is gratefully
acknowledged.
67.
NOT YOUR FATHER’S PORNOGRAPHY
by Jason Byassee
Copyright (c) 2008 First Things (January 2008).
Back in college, before he was a successful lawyer and practicing Catholic, a
friend of mine was at his fraternity house one night, partying with his friends
while they waited for a stripper to arrive. And arrive she did, beginning her
performance—only to catch my friend’s eye. She froze. So did he. They had been
in high school together. She gathered up her things and fled.
There’s something almost quaint about this story. It could have taken place in
the 1990s or the 1890s. It involved a live sex performance with real
flesh-and-blood human beings. And when their gazes met, she and he suddenly knew
the same thing: This was a woman with parents, and siblings, and maybe children,
and certainly friends, and a history, which presumably once included dreams that
had gone horribly wrong. She even had enough shame—more shame than he did, at
the time—that she would not dance for someone who knew her real name.
Something different, I think, lives in our more recent Internet-based
pornography. Apologists for pornography say it has always been with us. There
is, for them, a direct descent from Roman graffiti to Renaissance literature to
live webcams.
Maybe. But these always involved a community of some sort: You had to sit in the
theater for the stag show or XXX movie; you had to show your face to the clerk
or older peer and ask for the magazine; you had to go to the frat house that
night. But not now. The providers of pornography have so mastered the art of
marketing their wares according to the three A’s—accessibility,
affordability, and anonymity—that no one ever has to know. The Internet is an
essentially gnostic, disembodied medium: You can dispense ideas through it, but
not sacraments, community, or embodiment.
We are so awash in pornography these days that most of us don’t recognize it
anymore. Of Internet users in the United States, 40 percent visit porn sites at
least once a month. The number rises to more than 70 percent when the audience
is men aged eighteen to thirty-four. The Internet has long been a driving force
for the porn industry, pushing the bounds of access speed, streaming downloads,
and file sharing. Now the cell-phone industry hopes porn will do for it what
it’s done for the Web—make it very, very rich. The pornography industry brings
in between $10 billion and $20 billion in the United States alone, and around
$60 billion worldwide. (Hard numbers are hard to find, since cable giants and
hotels chains are loathe to publicize their take from the skin industry.) That’s
more than all professional sports. It’s three times more than Google, Yahoo, and
MSN make in a year—combined.
But if you don’t go for numbers, try this experiment: Unplug. Don’t look at the
Internet, television, or even print ads for a few days. As soon as you plug back
in, you will see it again: skin everywhere. Porn is now mainstream.
When I tried the experiment, one of the first things I saw when I turned the TV
back on was a commercial for a prime-time sitcom on one of the big-three
networks in which a woman deflects a man’s proposition by saying that sleeping
with her would mean also sleeping with her fiancé. “Is your fiancé, by any
chance, a chick?” Play the laugh track.
A
ménage à trois is commonplace in porn but not in your life, I bet. A recent stay
at a hotel had me mindlessly flipping channels, bumping into a long commercial
for Girls Gone Wild, the show in which drunk college co-eds strip for the
camera in exchange for a hat or a T-shirt and a bit of fleshy fame (its founder,
a thirty-year-old making $30 million a year, is now in jail for filming underage
women). The ad had the key parts (barely) scrambled, but it didn’t matter—the
pornographic effect was the same. And that’s tame compared to what was available
on the hotel’s “On Demand” station. Even if you don’t like stats, you’ll be
impressed with this one: Half of hotel-room patrons purchase pornography
there. Porn isn’t sleazy anymore. It’s ABC, Time Warner, and the Holiday Inn.
The omnipresence of pornography eclipses any sort of recognizable freedom. To
board my afternoon commuter train, I walk past an advertisement for Apple
Vacations in which a bikini-clad woman is playfully photographing the viewer.
The position of her arms is such that her breasts are at my eye level and
life-size. Only the blind could avoid it. As I see it, I wonder how my children
will learn about sex. From their parents? From church? From Apple Vacations ads?
Probably they’ll get their education from the Internet. One survey suggests that
90 percent of eight- to sixteen-year-olds have viewed pornography online.
Ninety percent. The average age of one’s first exposure to Web porn is
eleven. What kind of freedom is it in which your preteen’s first exposure to
physical love, which religious people generally take to be a holy mystery close
to the heart of who we are as God’s creatures, comes at the hands of the
sleaziest spewers of lies making the handsomest profit off smut in history?
Some would laugh and say that my Apple Vacations ad is not pornography. Indeed,
Pamela Paul’s extraordinary 2005 book, Pornified: How Pornography Is
Transforming Our Lives, Our Relationships, and Our Families, reports that
many college-age kids don’t even think of Playboy as porn—it’s far too
mild. What porn requires these days is actual penetration. Now eleven-year-olds
learn about sex on the Internet by receiving an unsolicited emailed link about
bukkake—a Japanese cultural treasure exported here in a computer’s
nanosecond, in which groups of men all ejaculate on or in a single woman
simultaneously.
There’s something tired about religious figures decrying pornography. Christian
magazines and ministers are supposed to broadcast jeremiads about visual
fornication. In fact, our condemnation is part of pornography’s appeal for its
users. And, as it happens, they are often us: In a landmark 2000
Christianity Today survey, 40 percent of clergy acknowledged visiting
pornographic websites; another survey in 2002 reported 21 percent do so
regularly. A 2002 survey at Pastors.com reported that 50 percent of pastors
had viewed pornography in the previous year.
Skeptics of religious and political conservatives often smell hypocrisy in this,
and they’re not far wrong. Eric Schlosser’s recent book Reefer Madness,
which includes a long section on the economics of porn, is full of examples of
public opponents who privately indulged in the skin trade, not least Anthony
Comstock, instigator and enforcer of some of America’s first antiobscenity laws
in the 1870s. The fundamentalist, peering into others’ mail, is—according to
Schlosser—merely playing out his own “compulsion to masturbate” while thundering
against the “Infidels, the Liberals, and the Free-Lovers” who support smut.
Of course, advocacy for social justice and pietistic practices of holiness are
not intrinsically opposed. A labor-organizer friend of mine, describing her
organizing in Florida with the Coalition of Immokalee Workers, mentioned almost
offhandedly that the most difficult part was getting the workers off Web porn
and into the union.
Still, even the fact that some opponents of pornography have been hypocrites
offers a theological insight. Many of the porn-consuming pastors grew up, no
doubt, in zealously evangelical homes in which fornication was regularly
condemned. What was so interesting that pastor and mom and dad were so
desperately keen to keep from them? The drama of the Fall is played out as they
indulge in a bit of cyber-fantasy, whether as naughty teens or as burnt-out,
codependent, self-indulgent pastors. “I deserve this—all those years of school,
my tiny salary, all the petty badgering I get at home and at church. At least
these women ask nothing of me.”
The answer, say some, is to lift the restrictions. Cut out the obscenity laws
and demand will wither. So argues Schlosser, for instance, with Hustler’s
Larry Flynt as his witness. In Denmark, slashing of antiobscenity laws in the
1970s led to a quick spike of interest and then a continuous decline, which
would be more precipitous still if not for foreign tourists in Copenhagen.
Schlosser cites a study of the effects of Denmark’s change: “The most common
immediate reaction to a one-hour pornography stimulation was boredom.”
Perhaps he’s right, and European countries that feature nudity in prime time and
on newsstands and explicit porn on noncable television have less of an
interest-building stigma to entice pious children. But the problem is this:
Porn works. One has to be trained to see it as banal, either through
desensitization or through the reordering of desire so that the eye catches what
is genuinely beautiful and ignores the rest. In the meantime, thousands will
model, hundreds will profit handsomely off it, and billions will have their
desires malformed, including our children and pastors.
Bishop Paul Loverde of Arlington, Virginia, has made the most theologically
substantial response to pornography of any recent ecclesiastical figure I know.
He reflects most helpfully on the “gift of sight.” Thinking of the Sermon on the
Mount, Loverde lands on the promise of eschatological vision: “Our natural
vision in this world is the model for supernatural vision in the next. Once we
have distorted or damaged that template, how will we understand that reality?”
This takes on greater poignancy when we remember that beatific vision has
traditionally been a way of speaking of salvation itself. So it is not just the
posture of the scold from which Loverde intones, “Those who engage in such
activity . . . deprive themselves of sanctifying grace, destroy the life of
Christ in their souls, and prevent them from receiving Holy Communion until they
have received absolution through the Sacrament of Penance.” His words are a
diagnostician’s words: This activity yields that result. “The
human person progressively builds or destroys his or her character by each and
every moral choice.” When one’s gaze is directed askance, “one becomes the kind
of person who is willing to use others as mere objects of pleasure.”
Would that others could speak with as much confidence as Rome’s bishops. We
mainline Protestants rarely mention pornography at all, and our near silence is
striking. My sense is that it stems from fear of sounding
“conservative”—Catholics and evangelicals harrumph about the lad mags: We don’t
like them either, but let’s not be prudes.
Pamela Paul’s Pornified shows just how dated this laissez-faire attitude
is. Today’s porn is not the naughty deck of playing cards your great uncle
owned. Paul’s extensive conversations with habitual porn users focus especially
on Web addicts—commonly defined as those who view Web pornography for more than
eleven hours a week (a quarter-time job). Online you can get gorgeous models to
do whatever you want; in real life, you’re a loser with no friends. One
middle-age man laments to Paul that he has wasted, all told, three years of his
life on Web porn. Dante could have thought of no worse hell. Christians of all
types, mainline included, should care.
Some do. The Evangelical Covenant (formerly the Swedish Covenant, a pietistic
offshoot of the Lutherans) has issued an impressive pastoral letter about
pornography, complete with the appropriate adjectival wail in the
wilderness—“epidemic.” It turns then to Scripture’s use of the relationship
between clothing and sin: Adam and Eve’s effort to cover themselves reveals
their sin. St. Paul speaks of stripping as what we do with our old nature
in baptism. The suggestion is that we have resources to combat this plague if we
attend to the richness of our own scriptural and liturgical language.
The Covenant has noticed overlap between how pornographers talk and act and how
the Church does. So, for example, the Darwinian claim is often made that men are
biologically wired to desire sex with more than one partner. What then could be
more natural than porn? Notice: A theological claim is being made here,
which clearly competes with Christian anthropology. Or, for another example, the
claim is often made that our sex life needs spicing up lest we become bored.
Early Christian catechists, like Augustine, worried about the same problem in
church: how to vary teaching enough to keep listeners interested when
they’ve heard it all before.
Early Christians were baptized nude. It is one of the most striking images from
the early Church, all the more so given our forebears’ supposed repression and
our age’s proud liberation. When Paul says we are those who “have stripped off
the old self with its practices” and been clothed “with the new self, created
according to the likeness of God in true righteousness and holiness,” ancient
Christians took the language literally enough to remove their outer garments
and emerge from the water as naked as the day they were born and then be covered
with a white garment, symbolizing the purity of the eighth day of creation.
Perhaps it should not surprise that ancient Christians were comfortable with
earthy talk of nakedness. Many of today’s churches have bought the culture’s lie
that religion is not about sex or anything else of much importance. But, as
theologian Sarah Coakley has so brilliantly said, ancient Christian reflection
on desire shows that Freud is exactly wrong: Talk about God is not repressed
talk about sexuality; talk about sex is, in fact, repressed talk about God. To
paraphrase C.S. Lewis, porn users are not to be rebuked for desiring too much
but for desiring too little.
I remember a friend who was frankly unapologetic about wanting to
continue to sleep with women though he was unmarried. I responded that God
wishes a love affair with him more rapturous than that with any woman. I had in
mind St. Augustine’s key vision of Lady Continence in the Confessions:
“serene and cheerful without coquetry, enticing me in an honorable manner to
come and not to hesitate.” Augustine, now convinced intellectually that
Christianity is true, desirous to join the Church but unready to give up sex
(“make me chaste but not yet”), realizes that continence is more lovely than any
woman, more fruitful, with the greatest promise of satisfaction of his desire
without regret. I told my friend as much, and his end of the phone went quiet
for a long moment.
“Uh, right,” he said. “Exactly how does that work?”
Second-generation feminists opposed to porn often argued that it leads to rape.
Not so, as porn defenders in places like Slate.com have shown: Porn users may be
staying home to masturbate rather than attacking women in the street. In
fact, porn may be behind the general dampening of libido in our culture. Did
everyone need Viagra and its competitors before it was invented and pushed on
us? Maybe not—because they weren’t satisfying themselves online so much. A
magnificent article in New York magazine in 2004 says enough by its
title: “Not Tonight, Honey. I’m Logging On.” An accompanying article by Naomi
Wolf describes a friend who converted to Orthodox Judaism and moved to Israel.
Her long, gorgeous hair was covered; her bedroom was off-limits even to her
children. “And I thought: Our husbands see naked women all day—in Times Square
if not on the Net. Her husband never even sees another woman’s hair. She must
feel, I thought, so hot.”
Wolf has written elsewhere of the effects of our culture’s warped ideas of
female beauty on ordinary women and girls. The naked and basically naked women
on our airwaves have certain advantages over normal women: airbrushing and
silicone and anorexia chief among them.
In fact, the models in porn suggest a kind of morbid preference for youth,
another symptom of our culture’s sheer terror of age and death. Ever younger
models (websites often have names like “barely legal”), shaved private parts,
unnatural skinniness, all suggest a truly macabre longing for youth. No wonder
more ordinary wives and girlfriends and daughters come to loathe and abuse their
actual bodies. It has been suggested that many college men, having been habitual
porn watchers for all their short lives, treat their girlfriends like so many
bad imitators of porn. Naomi Wolf writes, “When I came of age in the seventies,
it was still pretty cool to be able to offer a young man the actual presence of
a naked, willing young woman.” Not now. “Today, real naked women are just bad
porn.”
Christians have resources with which to aid this recovery of genuine eros,
though they’re a bit dusty at present. I think here that Orthodox iconography,
when done right, is beautiful beyond words. It had better be: Worship bears the
Church up to heaven into the presence of God. Liturgy is a drawing out of our
true selves, our best selves, in union with God in reflection of God’s union
with us in Christ through the Theotokos. It’s erotic in a chaste sort of way.
Protestants are not without resources here as well. Our great gift to the Church
universal—the hymn—is surprisingly sexually charged, when done right. In summer
revivals in small Southern churches, the piano belting a tune and all crooning
like David before the Lord, people get saved not just because of manipulation
but because the experience is physically glorious—no wonder the stories are
legion of kids spooning in the woods or of entertainers making their starts in
little backwoods hymn sings. Surely there are resources there. But how does it
work? Surely it’s more complicated than giving a horny kid an icon and teaching
him how to pray before it or setting him down in an uncomfortable pew for a
revival. Or is it?
When I’ve taken retreats to Catholic monasteries, I’ve been aware of how
surprisingly, and even frighteningly, erotic they seem. The Trappists of
Mepkin Abbey in Moncks Corner, South Carolina, worship in an exquisitely
beautiful place: high white walls, cold stone floors, a slit in the side of the
main sanctuary like a split in the universe through which the reserved sacrament
is always visible. The great stone altar is big enough to sacrifice Isaac on.
Candles flicker on the bronze face of Our Lady during Compline, and dozens of
men chant the Salve Regina before the abbot dismisses with a flick of his
wrist and a sprinkling of holy water. Pure desire for God could be wrung from
the place like a wet towel. And one can begin to see how sex with another person
could be given up for desire for God or made better by mutual longing for God.
There are treasures here with which we can become reacquainted to combat
pornography, if we dare. And we may not: Moderns flinch when St. Bernard of
Clairveaux seeks to progress up Jesus’ body, kissing his way up to his lips;
when Bernini sculpts St. Theresa in the posture of orgasm; when ancient
Christians stripped and spit and had their faces hissed at in exorcism before
submerging, nude, to be born again.
A
friend of mine likes to say that the Christian answer to pornography is soup
kitchens. All our senses are engaged there in community with others for the
sake of serving Christ in the poor. What could be more erotic? That is—what more
could draw us out of ourselves toward another? We have these parts, these
desires, for a reason: to love and be loved by God.
Jason Byassee is assistant editor of
Christian Centur
68.
CATHOLIC SCHOLARS, SECULAR SCHOOLS
by Robert Louis Wilken
Copyright (c) 2008 First Things (January 2008).
At Fordham University, while I was teaching there in the late 1960s, it was said
that most students were sons and daughters of firemen, policemen, or sanitation
workers.
That was probably an exaggeration, but not by much. Few parents were themselves
college graduates, and the typical student was often the first in the family to
attend college. Although the State University of New York had an extensive
system of public education, Catholic parents preferred to pay a steeper tuition
to have their child attend a Catholic university. What counted was not
curriculum, programs of study, or academic excellence but that the school was
Catholic.
Today it is estimated that 80 to 90 percent of Catholic students who go to
college in the United States matriculate in non-Catholic institutions. Even the
majority of college-bound students who graduate from Catholic high schools end
up at non-Catholic colleges. Given the number of Catholics in the United States,
that adds up to a lot of students. In many public colleges and universities,
Catholics make up 20 to 30 percent of the student body and sometimes more.
The most visible sign of Catholicism on American college campuses is attendance
at Mass. Catholics, like evangelicals, go to church, and on weekends, Sunday
evening in particular, students can be seen making their way to the university
parish, a Catholic center on or near the campus, or a local parish. On Ash
Wednesday, Catholics are identified by the smudge of black ash on their
foreheads.
But, when it comes to the intellectual life of the university, the lamp of
Catholic thought is hidden under a bushel. An occasional faculty member, or a
group of students, will join in a protest against abortion, but in public
discussion and debate it is rare to find a Catholic professor addressing the
issues in a distinctively Catholic way. The Catholic presence runs the gamut
from pizza at a Newman Center event to community service, but it seldom reaches
into the library or lecture hall. Piety is evident. Catholic intellect and
learning are not.
On university campuses, Catholic faculty are largely invisible. They are seldom
known to students, and, though many are accomplished scholars in their academic
disciplines, few have the formation in Catholic culture or history to serve as
mentors to students. More often than not, their Catholicism is a private and
personal thing, an affair of piety and practice, divorced from the intellectual
enterprise that is the business of the university.
The absence of intellectual leadership on the part of Catholic faculty deprives
students of models of well-educated Catholic laymen and laywomen who by their
life and conversation display a mature and seasoned faith. Seldom will students
find guides among the faculty who can deepen their understanding of
Catholicism—suggesting a book here, an article there—as their studies present
challenges to what they learned at home. Sadly, many Catholic students will go
through four years of college to become reasonably well informed in some area of
study—European history, American literature, international politics, biology—yet
leave the university children spiritually.
In the decades leading up to the Second Vatican Council, Catholic culture was
deeper and more encompassing than it is today, and educated Catholics had a
sense of being part of a long and venerable intellectual tradition that was very
much alive in mid-twentieth-century America. Between 1920 and 1960, American
Catholicism went through a literary revival, fueled in the main by such European
writers as G.K. Chesterton, George Bernanos, Charles Péguy, Sigrid Undset,
Graham Greene, and Evelyn Waugh. But there were also major American figures:
Flannery O’Connor, Walker Percy, J.F. Powers, Allen Tate, and many others.
Joined by such philosophers as Jacques Maritain and Etienne Gilson, and the
historian Christopher Dawson, these writers kept alive a vibrant intellectual
tradition that gave educated Catholics an imaginative grasp of the faith and an
eagerness to interpret Catholicism within the increasingly secular culture of
the United States.
Much of the cohesion of Catholic thinking came from the renascence of Thomism.
In the nineteenth century, neoscholasticism became a self-conscious
philosophical outlook, and it was given its intellectual charter by Leo XIII in
his encyclical Aeterni Patris. The pope urged Catholics to “restore the
golden wisdom of St. Thomas, and to spread it far and wide for the defense and
beauty of the Catholic faith, for the good of society, and for the advantage of
all the sciences.” In the early decades of the twentieth century, the
appropriation of the philosophy of St. Thomas sparked an intellectual revival
among American Catholics. Thomism was versatile and accessible to different
kinds of thinkers, and it offered Catholics a unified intellectual vision that
embraced all areas of life, including the arts.
The novelist Flannery O’Connor, for example, had the custom of reading from
Thomas’ Summa for twenty minutes each night before going to sleep. In one
of her letters, she writes that if her mother came into the room and said, “Turn
off that light. It’s late,” she would lift her finger with a “broad beatific
expression” and reply: “The light, being eternal and limitless, cannot be turned
off. Shut your eyes.” O’Connor was guided in her reading of Thomas by Jacques
Maritain, in particular his Art and Scholasticism, from which she had
learned that “art is wholly concerned with the good of that which is made.”
The Thomistic revival reached its zenith in the 1950s. But, as Philip Gleason,
historian of American Catholicism, shows in Contending with Modernity,
“hardly had this climax been reached when a decline set in that was so sudden
and so steep as to justify calling it a collapse.”
The reasons were several—but not least was the difficulty of teaching a
philosophical system to thousands of undergraduates. The growing influence of
Catholic biblical scholarship in the wake of the encyclical Divino Afflante
Spiritu introduced a strong bias against scholasticism into Catholic
thought. And in the 1950s, as la nouvelle théologie made its way
across the Atlantic, it brought a critique of scholasticism from another
quarter. In the end, however, Gleason observes, the loss of cohesion in Catholic
intellectual life had less to do with any particular challenge than a loss of
conviction that Catholicism had a unifying intellectual vision to offer.
This failure of nerve still afflicts Catholic intellectual life and has been
weakened further by widespread ignorance of the Catholic tradition among
educated Catholics. With the burgeoning number of Catholic students attending
private and secular colleges, Catholics increasingly resemble other university
graduates in their moral and intellectual outlook. Though they are well trained
in other areas, unfamiliarity with the Catholic tradition puts them in a
position of vulnerability and weakness in matters of faith. They often lack the
capacity to defend or express their beliefs—even to themselves—and are ill
equipped to give an account of their moral convictions in our relativistic
culture.
Over the past two decades, two major strategies have emerged to deal with this
situation. The first involves creating independent Catholic institutes at major
American universities. The most prominent of these is the Lumen Christi
Institute at the University of Chicago, but there are similar centers at other
universities: the Aquinas Educational Foundation at Purdue, the Institute for
Catholic Thought at the University of Illinois, the St. Anselm Institute at the
University of Virginia, etc.
I
sensed the unique role such an institute could play in the university when I was
invited to give a lecture at the Lumen Christi Institute at the University of
Chicago. The topic was Catholicism and Western culture, and the lecture was held
in a classroom in Swift Hall on the main quadrangle of the university. When I
was a student in the divinity school there, I often had classes in that room,
and it was a new experience to see it filled with students and faculty who had
come to hear a lecture sponsored by a Catholic institute.
In that setting, I sensed a freedom about what could be said. It was possible to
deal with the topic in an explicitly Catholic way and from a Catholic
perspective. Yet it was still a university lecture, and the audience certainly
expected it to be as scholarly as other lectures given in that same room under
different auspices. In fact, I knew that there would be persons in the audience
who were experts on the topic and would most surely have different views than my
own. A Catholic institute is no less a forum for debate and argument than is the
rest of the university. Catholic tradition is a living thing to be contested as
well as upheld, not a genteel legacy to be perfumed and powdered.
The second major strategy has been the endowment of Catholic chairs at secular
universities. Catholic chairs have been around for almost fifty years, but in
recent years their number has mounted. Examples are the Arthur J. Schmitt Chair
of Catholic Studies at the University of Illinois in Chicago, the William K.
Warren Chair of Catholic Studies at the University of Tulsa, the Monsignor
James A. Supple Chair of Catholic Studies at the Iowa State University of Iowa
in Ames, and the Cottrill-Rolfes Chair in Catholic Studies at the University of
Kentucky, to mention only a few.
The oldest, the Stillman Chair at Harvard, was established in 1958, and its
first incumbent was the distinguished Catholic historian Christopher Dawson. A
few years later, Yale set up the Riggs Chair of Roman Catholic Studies, and its
first occupant was Stephan Kuttner, an expert in medieval canon law. Today there
are several dozen Catholic chairs in universities around the country, and
several more are in the works.
The strongest argument for Catholic chairs is that the incumbent becomes a
regular member of the university faculty and is able to offer courses for
credit within a department of the university. In this setting, the study and
presentation of Catholicism becomes part of the academic program of the
university. At its best, a Catholic chair ensures that the university community
has someone who can teach not only Catholic history and thought but also address
current issues from a Catholic perspective.
A
limitation of Catholic chairs, however, is that whoever is appointed will
probably be a specialist in history or literature or philosophy or theology—not
a student of Catholicism. For example, the Jesuit biblical scholar George MacRae
held the Stillman Chair at Harvard University for a number of years. His
academic profile was less as a Catholic thinker than as a New Testament scholar.
Similarly, the present incumbent at Yale is known primarily as a historian of
the sixteenth century. It is, of course, a good thing to have Catholic scholars
of this caliber holding chairs at major universities. But their impact on
students outside their fields is limited.
In the modern university, it is easy for a Catholic chair to become merely
another faculty position serving departmental or university needs. Search
committees are notorious for ignoring the reason the chair was endowed in the
first place. Even if the first person to hold the chair presents the Catholic
tradition in its integrity and fullness and makes a genuine effort to create a
Catholic presence on campus, there is little guarantee that future occupants
will have the same vision. It is seldom possible for the Church, through the
local bishop, to have any say in the selection process. Colleges and
universities are fiercely independent about faculty appointments and consider it
an infringement of academic freedom to include a non-university person as part
of the process of selection even in an advisory capacity.
There is no reason to discourage Catholic benefactors from endowing Catholic
chairs at leading private colleges or universities. Students are likely to take
more seriously courses for credit offered in conjunction with other programs
within the university. If Catholic parents and alumni let their universities
know that it is important to have a Catholic scholar on the faculty, and donors
are willing to contribute for that purpose, development officers will respond.
Nevertheless, it is shortsighted to endow such chairs without an awareness of
what they cannot do. Unless a Catholic chair is complemented by an independent
Catholic institute, it is unlikely to awaken the interest or marshal the
energies of other members of the faculty. A solitary faculty member has neither
the visibility nor the resources to bring together Catholics from around the
university. Nor is such an expectation likely to be part of the job description.
A medievalist may seem a fine appointment, and recent decisions suggest
historians may be the default preference for search committees. But a specialist
in the Middle Ages is unlikely to build bridges to faculty in other disciplines.
Any presentation of the fullness of Catholic thought and culture requires many
voices: law, history, theology, philosophy, ethics, literature, the social
sciences, and the natural sciences.
There is a deeper question as well. Is the notion of a Catholic chair itself a
capitulation to the ideology of the secular university? Catholicism becomes an
object to be studied, a social and historical phenomenon that finds its place
among the myriad other phenomena that make up the humanities and social sciences
today. When the appointment of a scholar for a chair in Catholic Studies at the
University of California, Santa Barbara, was announced, it was stressed that
Catholicism would be presented within “a comparative religious studies framework
that emphasizes historical, cultural, and ethnographic approaches.”
Gifted teachers and scholars can transcend the limitations imposed by the modern
university, but it is more likely that they will have profiles as historians,
sociologists, or philosophers—not as Catholic thinkers. For a genuine Catholic
witness within the university, it is not enough that Catholicism be presented
simply as one more field of study. Yet that is the only way that the academy can
welcome Catholicism. A secular university that knows its own ethos and
understands and respects that of the Church would not take on the burden of
deciding who would be an authentic representative of the Catholic tradition.
The changing role of theology in divinity schools over the last generation is
instructive. When I was a student at the University of Chicago in the 1960s,
most of the divinity school’s faculty were ordained Protestant ministers. Among
university divinity schools, Chicago was the most liberal, linked historically
to the American Baptists. Yet there was a sense among the professors that they
were part of a faculty of Christian theology with responsibility to the churches
as well as to the university.
As the academic community has become more imperious, it filters everything
through its own sieve. Divinity schools have morphed into large departments of
religious studies, and their faculty have come to understand their work as the
study of and teaching about religion. Without the presence of the Church,
however formless, such a development is inevitable. As the carrier of an
intellectual tradition, the Church reminds the university that there are things
worth caring about in an ultimate way, and these too have to do with the life of
the mind.
When I lectured at the Lumen Christi Institute, I was no less part of the
university than if I had been invited by the divinity school or the history
department, but I felt that what I had to say was not constrained by the feigned
impartiality that governs so much academic discourse. I found that atmosphere
liberating. At the same time, I knew there were certain constraints placed on
what I could say—constraints that came from the Church’s teaching, from the
Magisterium, and from my own sense of faithfulness to Catholic tradition. But
these are ones that I gratefully live with in all that I do.
Some years ago at a faculty meeting at the University of Virginia, there was a
spirited debate about whether the college of arts and sciences should approve an
area elective on “moral and religious reasoning.” In the discussion, a prominent
professor in the English department, a man of culture and learning, rose to
oppose the proposal on the grounds that he didn’t see that religion, and in
particular Christianity, had anything to do with reason.
In his 2006 lecture at Regensburg, Benedict XVI argued that reason cannot be
shackled by the constraints placed on it in the modern university. That was one
of the deepest points he made in the lecture, but it was ignored by most
commentators. In our time, the pope said, people assume that reason has to do
only with what can be established on empirical or mathematical grounds. Other
forms of thinking are considered a matter of feeling or sentiment or faith. “In
the Western world,” he said, “it is widely held that only positivistic reason
and the forms of philosophy based on it are universally valid.” As a
consequence, the scope of reason is severely reduced. But the ancient Greeks,
the first teachers in our civilization, understood that one could reason about
the soul, about metaphysics, about cosmology, about transcendent things and the
divine—that is, about what could not be seen or touched.
If reasoning about the soul and God, and hence about what it means to be human,
is excluded from the university, the intellectual enterprise makes itself a
captive of the present, welcoming the past only on present terms. The dialogues
of Plato will be read as works of literature, not of philosophy, and the grand
tradition of Christian thought will be viewed as a tribal subculture,
historically instructive but without any cognitive claim on those who study it.
In that atmosphere, which is the air university faculty breathe today, there can
be no genuine dialogue or intellectual exchange across cultures or religions.
The best one can muster is: “How interesting!”
The pope reminded his academic audience of the wisdom of Socrates’ words in
Plato’s Phaedo: “It would be easily understandable if someone became so
annoyed at all these false notions [bandied about in the dialogue] that for the
rest of his life he despised and mocked all talk about being—but in this way he
would be deprived of the truth of existence and would suffer a great loss.” To
which Benedict added: “The West has long been endangered by this aversion to the
questions which underlie its rationality, and can only suffer great harm
thereby. The courage to engage the whole breadth of reason, and not the denial
of its grandeur—this is the program with which a theology grounded in biblical
faith enters into the debates of our time.”
In childhood, Catholics come to know the Church as a community of faith and
worship and service. Those who go on to college and aspire to be educated
Catholics must discover that Catholicism is also a community of learning with a
long history of thinking about the great questions of life. Inquiry and
questioning, criticism and correction, debate and disagreement—all the work of
reason—are as much part of Catholicism as the Mass, the papacy, and monastic
life.
Mature faith is nurtured by thinking, and the renewal of Christian culture will
happen only with vigorous and imaginative intellectual leadership. The valuable
pastoral work of Newman Centers needs to be complemented by serious Catholic
scholarly institutes organized with intellectual integrity at the same level of
excellence as that of the university.
At its best, a Catholic institute at a university should be a kind of school
within a school, in which faculty and students can be apprenticed to the
Catholic tradition of thought and culture. That means being introduced to a way
of thinking with its own language, heroes, books, ideas, and forms of reasoning
deeper and more ancient than those that dominate the modern university. It means
making one’s own that ancient maxim: faith seeking understanding.
Robert Louis Wilken
is the William R. Kenan Jr. Professor of History at the
University of Virginia.
69. DIOS SIEMPRE
SORPRENDE
Ha muerto, en Palma de
Mallorca, Javier Mahillo, de apenas 41 años. Vivió con plenitud y con asombrosa
fecundidad; moría tras un largo y penoso cáncer de tres años de duración. Casado
y con cuatro hijos, era un personaje habitual en programas de radio y
televisión, donde daba testimonio de su fe católica con brillantez, telegenia y
sentido del humor. Era Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Meses
antes de morir escribió:
Hace años que, cuando
reflexiono sobre mi vida, noto claramente que he atravesado por diversas etapas
más o menos interesantes, inconscientes, sacrificadas. En la infancia, pasé unos
años que podría definir como fantásticos (los Reyes magos, el ratón Pérez, mis
propias fantasías infantiles y demás), años inconscientes; viví la vida
ralentizada y en blanco y negro; con momentos de tranquilidad, risas y jolgorio,
y momentos de desasosiego, frustración y rabietas.
La etapa adolescente me
desposeyó de gran parte de la alegría y me regaló –como a todos– abundantes
ratos de intranquilidad, tristeza, desamparo y miedo. Miedo a los demás
compañeros (no me veía yo muy fuerte ni muy valiente para competir con ellos),
miedo a mis padres y profesores (que siempre estaban enfadados, exigiendo más y
más de mí, o al menos eso me parecía), miedo a las chicas, miedo, en fin, a la
propia vida.
Un encuentro inesperado
Lo pasé muy mal pensando que
no estaba a la altura de las circunstancias. Y, ¡mira tú qué cosas!; de pronto y
sin previo aviso, a los dieciséis años me encontré de sopetón con Cristo. Me
invitaron a hacer Ejercicios espirituales, acepté y... ¡jaté tú!, que en cuatro
días se me cayeron las vendas de los ojos y me enteré de que mi vida sí tiene un
sentido y «somos –como dice san Agustín– como niños jugando a la orilla de la
eternidad», porque Dios es mi Padre, Él me ha creado personalmente con sus
propias manos, su Hijo Jesucristo se ha dejado clavar en una cruz para pagar
rescate por mí, y, además tengo una Madre en el cielo que se muere de ganas por
ayudarme, consolarme, animarme a ser cada día un poco más humano y un poco más
cristiano, hasta que nos abracemos en un abrazo de dimensiones eternas. Y todo
eso me arrebató el corazón de tal manera, que ya no hubo posible vuelta atrás.
Mi vida se volvió de colores y ya no pude ver ni hacer nada fuera de la
presencia siempre cercana de nuestro maravilloso Dios. Entonces entré en la
etapa del compromiso, el esfuerzo por madurar, por aprender, por ser eficaz,
trabajador incansable, disciplinado, valiente y responsable. Terminé el
Bachillerato –que llevaba a la rastra–, estudié una carrera que antes ni se me
había ocurrido que pudiera estudiar, me doctoré, me casé, el Señor nos dejó en
préstamo cuatro preciosos hijitos para que volcáramos en ellos nuestro cariño, y
me dediqué en cuerpo y alma a trabajar, a dar conferencias por todos lados, a
escribir libros e incluso a salir por la televisión debatiendo desaforadamente
con las lumbreras del circo de las maravillas... En fin, una larga y dura cuesta
arriba que me hizo fuerte y valioso, pero también inflexible y difícil para la
convivencia. Fue el momento en que Dios –para liberarme de mí mismo– me cambió
de destino.
Los doctores descubrieron que
tenía cáncer, y que mi vida se acababa en unos meses (o unos años si había
suerte). El trancazo, sin embargo, me supo a gloria. Me vi de pronto encerrado
en un hospital, como en una casa de Ejercicios, desposeído de todo, sin familia
que sacar adelante, sin alumnos que educar, sin responsabilidad alguna..., en
las manos de Dios que me invitaba a dejar la lucha –¡por fin!– e irme con Él al
paraíso. Y, pese a no merecerlo, la verdad es que me encantó la idea. Al
principio se me hizo muy cuesta arriba el pensar que mis hijos aún eran
demasiado pequeños (más que nada porque todos nos creemos insustituibles, y yo
más que todos). Pero la cosa no fue tan terrible como uno se imagina y, a lo
tonto, a lo tonto, ya han pasado tres años y aún sigo entre los vivos, sembrando
cristiandad donde me dejan.
Y así pensaba yo que se acabaría la cosa; pero no. Dios siempre nos sorprende.
¡Es que es la leche! Resulta que hace unos meses empieza el tumor a crecer e
invadir terminaciones nerviosas de toda la parte baja de mi organismo, y empieza
a doler en serio. Y llega un momento en que ya no puedo aguantar.
Mi vida se vuelve
desagradable. Me paso la noche y la mañana entera dormitando y entre pesadillas,
y la tarde arrastrando la pierna por la casa y sin poder hacer prácticamente
nada, porque no me deja el culo (¡ay, el culo, qué cosa más útil!) No puedo
escribir porque no puedo sentarme al ordenador ni un cuarto de hora, no puedo
tocar el teclado de música, ni cenar con mi familia viendo la tele sentado en el
sofá, porque me arden las posaderas y las piernas hasta los tobillos. Sólo puedo
estar en la cama, y malamente.
Sólo una cosa importante
Cama, cama y cama, viendo la
tele y el techo de mi cuarto. Y eso me deprime y entristece. Y, además, mis
hijos aún no saben nada –en teoría– de lo que se les avecina, y me ven raro, y
todo se desvirtúa y nada parece salir bien. Y mi vida sigue a base de paciencia,
soledad y confianza resignada en que todo se acabará cuando Dios quiera.
Entonces me ingresan en el hospital, me llenan el cuerpo de drogas y se me va
radicalmente el dolor –y también la sesera–. Estoy como en una nube, con la boca
seca como una piedra. Pero en cuatro días afinan la dosis que me corresponde y
me dan de alta. Ahora ya soy un enfermo terminal al que le quedan unos seis
meses, pero que, sorprendentemente y frente a todos los pronósticos, ¡ha
recuperado la paz! Bueno, no, ¡ha encontrado la paz por primera vez en su vida!
Ahora me siento un hombre absolutamente nuevo. Ya se lo he contado todo a
nuestros hijos, y parece que lo han asumido con elegancia y valor.
Ya no hay secretos retorcidos
que dificultan la convivencia: Dios me invita a ir al cielo un poco antes de lo
que esperábamos, y nada más. No pasa nada. Todo sigue estando en sus manos y no
hay nada que temer. Y, en fin, se me pasan las horas flotando (esta vez de
verdad) en una nube de felicidad, de alegría desbordante, de esas que te dan
cuando terminan los Ejercicios y sientes el corazón limpio y dispuesto a todo,
sin miedo a nada ni a nadie, sin reserva alguna, sin angustia ni tensión por
ningún lado. Abro los ojos y veo a Dios. Los cierro y lo sigo viendo.
Ahora sólo hay una cosa que me parece importante: comunicar a los demás la
grandeza de Dios. Chillar a los cuatro vientos que sí, que es verdad, que Cristo
ha resucitado, que no es una locura ni un sueño, que no es una bonita ilusión
que nos hemos ido inventando las personas piadosas para consolarnos del infierno
en que vivimos. Que la oración es realmente la fuente de la vida sobrenatural.
Que es verdad lo que dicen los místicos, que la oración entregada, en paz, es el
mejor bálsamo para las heridas. Ya no me parecen cosas de libros piadosos
convenientemente exageradas para causar impacto en los lectores inocentes. Es la
pura verdad. ¿Que cómo se consigue esto? Pues, no tengo ni idea; ni me importa.
Dios lo ha querido así y eso me basta.
Javier Mahillo.
70.LA
UNIVERSALIDAD DEL «FORO U OFERTA»
ABC Domingo, 9 de Febrero.
GUILLERMO SUÁREZ FERNÁNDEZ. Catedrático de la Universidad Complutense
EL Foro u Oferta es un pleito
amistoso entre el Ayuntamiento de León y el Cabildo de la Colegiata Románica de
San Isidoro, que tiene lugar todos los años, desde mediados del siglo XII, de
forma ininterrumpida. Esta singular celebración en honor de San Isidoro de
Sevilla, sabio y santo, Doctor de las Españas, inigualable luminaria medieval,
excelso pedagogo español y europeo para Europa, tiene una doble característica,
universalidad y ejemplaridad, como avales de una indefinida continuidad.
Universalidad vista desde
múltiples ángulos, ejemplaridad como modelo a seguir y solución virtual no
entorpecedora de consenso, conducente al respeto mutuo de las partes enfrentadas
y a la paz consiguiente sin vencedores ni vencidos. Todo un milagro isidoriano
que añadir a los descritos por Lucas de Tuy, leonés y canónigo de San Isidoro,
luego obispo de Tuy, quien hacia 1223 publicó en latín una obra titulada «Los
Milagros de San Isidoro». Milagro es que una ceremonia en loor de San Isidoro,
nacida del fervor popular, se repita anualmente durante 844 años configurando un
simbolismo mantenido por las representaciones municipal y eclesial.
Esquemáticamente la fiesta isidoriana con el rito de «Foro u Oferta» y las
«Cabezadas» de despedida, nombre popular con que se conoce el evento, requiere
una minuciosa preparación de protocolo, con envío de mensajes o anuncio de
visita del Alcalde y Corporación Municipal y ofrecimiento de legado o manda al
Abad y Cabildo de la Real Colegiata de San Isidoro, quien debe aceptar esta
legacía.
El origen del pleito de «Foro
u Oferta» o fiesta de «Las Cabezadas» nace por el año 1158 en que se produce una
gran sequía y se organiza una procesión rogativa con los restos de San Isidoro,
que salieron del templo con la finalidad de implorar la lluvia. El «milagro»
tuvo lugar en medio de una intensa lluvia, con un doble efecto, porque además el
arca de las reliquias incrementó su peso hasta el punto de resultar inmanejable,
lo que se interpretó como una negación del Santo a volver al templo y fue
preciso, para que esto sucediese, que la Infanta Doña Sancha, luego Reina,
suplicase el retorno del arca de las reliquias a la iglesia y arrancase del
pueblo leonés la promesa de no mover nunca más los restos de San Isidoro y el
compromiso de hacer un donativo o censo al Santo y, esto para siempre.
El presente ofrecido es un
cirio de una arroba de peso -11´5 kg de cera-, con unas medidas determinadas,
más dos hachas o velas gruesas, de una libra cada una. El pleito surge cuando el
Alcalde del Ayuntamiento, o concejal delegado en representación de la
Corporación, tras una complicada preparación litúrgica, realiza la «oferta» u
«ofrenda voluntaria» del cirio al Abad de la Real Colegiata o al Canónigo
portavoz del Cabildo, quien lo acepta y recibe, pero no como «oferta voluntaria»
sino como «foro» obligatorio.
Se insiste por ambas partes,
hay réplicas y contrarréplicas, y la discusión deriva hacia un ejercicio de
ingenio e improvisación argumental, que finaliza cuando el Alcalde solicita del
Secretario de la Corporación Municipal que se levante acta en que se haga
constar que el cirio se entrega como «ofrenda voluntaria» y el canónigo ordena
al Escribano Capitular que de fe por escrito, de que el cirio se recibe como
«foro obligatorio» y pide que la fiesta continúe en paz y que el pleito siga
pendiente. El Alcalde y el Abad se abrazan, y este último recibe el tan
discutido cirio, que es encendido ya en la iglesia en donde el Abad oficiará una
misa solemne para todos los presentes.
Terminada la misa, se organiza
la despedida de Alcalde y Concejales por el Cabildo y Canónigos, entre los
aplausos del público, que contempla como canónigos y concejales se doblan casi
en ángulo recto, unos frente a otros, luego se van separando y cada vez, al oír
el golpe del bastón del Alcalde, se giran e inclinan de nuevo, hasta tres veces,
y finalmente se despiden. El nombre de «Las Cabezadas» que se aplica a la
fiesta, se debe a esas exageradas inclinaciones que parecen traídas de un rito
oriental.
¿Dónde está la universalidad,
la ejemplaridad del modelo virtual de ciertos pasos rituales, con la realidad al
fondo, en el contencioso del «foro u oferta» o la fiesta de «las cabezadas»?
La universalidad arranca de
San Isidoro, el español más universal y glorioso, «doctor egregius» de la Alta
Edad Media, organizador de concilios, autor de las Etimologías, educador de
Europa, elogios que comparten toda una pléyade de autores y ensayistas y, entre
ellos, los insignes Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal y Pérez de Urbel, junto a
Viñayo González y Pérez Llamazares, últimos abades de la Real Colegiata, celosos
guardianes del espíritu de la celebración. La ceremonia descrita es bien
conocida en ambientes de cultura refinada y se ha difundido a través de visitas
turísticas a la Colegiata Románica, de publicaciones del Secretariado de la
Universidad de León y de la Cátedra de San Isidoro de la Real Colegiata, con la
escala leonesa de las peregrinaciones a Santiago de Compostela, y por los
programas de prensa, radio y televisión. Durante siglos, el conocimiento del
ceremonial estuvo restringido a la población leonesa, pero en el momento actual
ya no es así.
De otro lado el contenido y
significado del «foro u oferta», el mensaje que contiene se nos antoja
pluripotencial y presente en muy diversos escenarios y espacios informativos,
científicos, socioculturales e incluso políticos. Empecemos por el área
sociocultural.
Ciencia y cultura. Mucho se ha
escrito acerca de la filosofía y concepto de estos términos. Para unos, la
Ciencia en cuanto investigación e inventiva, es un importante generador de
Cultura. Los descubrimientos del papel, la imprenta, el microscopio y el
telescopio, el teléfono, la electricidad, la radio, la televisión, la energía
nuclear, la cibernética y tantos otros ¿no significan algo para la Cultura? ¿no
afectan también a los campos artísticos y literarios? Para otros, la Ciencia no
es Cultura en absoluto y en todo caso cabría hablar de Cultura científica, pero
no sería necesario hablar de Cultura artística o Cultura literaria porque
constituirían el núcleo conceptual, y los hay que se quedan en el cascarón del
problema cuando emplean frases tan bonitas como «la cultura es la flor que nos
salva de la destrucción». Nunca habrá un acuerdo conceptual ni es necesario. Es
más, yo diría que la discusión es enriquecedora.
Ética y estética. Tantos
ensayos como hay en torno a este par de vocablos opinando sobre el grado de
compatibilidad e incompatibilidad entre ellos. Los estetas teóricos y prácticos
con sus teorías rígidas y abstractas, no suelen congeniar con los políticos y
sus fines éticos de partido. Qué difícil es encontrar dos artículos, de tan
frecuente idéntico enunciado, sustentando idénticos principios. El pleito habrá
de continuar, no hay prisa por resolverlo. Y así podríamos seguir hablando en
términos de Fidelidad y Lealtad, de Generosidad y Altruismo, de Honradez y de
Moralidad, de Humildad y Modestia, que en un sentido lato podrían ser sinónimos,
pero que en un sentido estricto tienen un matiz diferente y discutible
etimológica y funcionalmente.
Las culturas Mozárabe y
Mudéjar han dejado en la Península Ibérica un sentido de tolerancia religiosa,
social y artística, ejemplarizante durante siete siglos y logran el cúlmen de
pacífica convivencia en Toledo las Culturas Árabe, Cristiana y Judía,
enriquecedoras por partes del tesoro artístico toledano, que podemos contemplar
todavía hoy en día. En el terreno político el pleito de «foro u oferta» se
repite con machacona insistencia. Un día leímos en la prensa la noticia de que
Gran Bretaña planteaba a España aparcar sine die la negociación bilateral sobre
Gibraltar. Antes sucedió lo mismo en 1998 en Bruselas y varias veces con
anterioridad en cumplimiento de una antigua resolución de la ONU para la
descolonización de Gibraltar.
71.SALÓN
DE GRADOS
Por Jon Juaristi. Tercera de ABC, 25 de
Noviembre de 2001.
Viernes
veintitrés de noviembre de 2001 en la mañana. Javier Arzalluz Antia, presidente
del PNV, acude a un encuentro con estudiantes y profesores de la Universidad del
País Vasco en la Facultad de Filología y Geografía e Historia, sita en el campus
de Vitoria-Gasteiz. No sé de qué habla Arzalluz. Los telediarios que recogen la
noticia del acto en sus ediciones de sobremesa no son muy explícitos al
respecto, quizá porque buena parte del mismo se desarrolla en eusquera, pero
probablemente se tratan asuntos de actualidad (la nueva ley de Universidades, la
negociación del Concierto Económico, etc.). Conozco al profesor que se sienta
junto a Arzalluz como presentador y quizá moderador de la sesión. Un buen tipo,
Ivan Z.. Nacionalista moderado, aunque él se crea otra cosa, me ha hecho saber
con frecuencia y exquisitos modales su desacuerdo con declaraciones o artículos
míos que juzgaba exagerados o injustos. Desde luego, ha leído todos mis libros y
conservo aún cartas suyas en las que somete alguno de ellos a un detenido
escrutinio. No escribe nada mal. Es, insisto, un muchacho agradable. Entre
nosotros siempre hemos hablado en eusquera y supongo que le afligen mis
extravíos ideológicos. No me consta, sin embargo, que se haya lamentado en
público de que algunos de sus compañeros de facultad (los profesores José María
Portillo y José Luis Melena, por ejemplo, o yo mismo, sin ir más lejos) nos
hayamos visto obligados a dejar nuestra facultad, que es también la suya, y a
buscarnos la vida fuera del País Vasco. Nunca ha firmado, que yo sepa,
comunicado alguno de protesta por este motivo. Pero no quiero parecer
quisquilloso. Z. me cae bien.
Lo cierto es
que Arzalluz habla de asuntos más o menos importantes a una treintena de alumnos
y profesores de mi facultad. Reconozco al instante el Salón de Grados. Allí es
donde tienen lugar habitualmente las defensas de las tesis doctorales. Hace un
año escaso, volví a mi facultad para presidir una comisión de tesis, lo que
suele llamarse un tribunal. Razones de seguridad aconsejaron que el acto se
celebrase en un aula perdida de uno de los edificios auxiliares. En fin, fue
divertido: había miembros de cinco cuerpos distintos velando por mi pobre
persona (Policía Nacional, Guardia Civil, Ertzantza, seguridad privada de la
Universidad e incluso Miñones alaveses). Con todo, las autoridades de mi
facultad juzgaron que mi presencia en el Salón de Grados podía provocar las iras
de un sector del alumnado (quizá de los mismos que escuchaban a Arzalluz el
pasado viernes). Recordé entonces que razones semejantes se habían esgrimido, un
año antes, para suspender una conferencia del periodista José María Calleja en
dicho Salón de Grados. Porque en el País Vasco, claro está, todos los ciudadanos
somos iguales, pero hay grados, y los Salones de Grados de la Universidad se
reservan para los grados superiores de la ciudadanía.
Arzalluz ha
terminado de hablar. Un estudiante (o algo parecido) se acerca a la mesa y
deposita ante el orador una tarta de mierda, mientras otros asistentes levantan
pancartas reclamando Euskal Unibertsitate Bat, una Universidad en eusquera. Es
decir, sólo en eusquera, la inveterada reivindicación de los abertzales y, en
particular, de Ikasle Abertzaleak, la rama estudiantil de ETA. Al reclamo de
esta consigna, yo he visto reventar sesiones claustrales, golpear a profesores y
alumnos, destruir despachos, comedores y aulas. Algunos esclarecidos miembros de
Ikasle Abertzaleak de nuestra facultad aparecen de vez en cuando en la prensa
como miembros de comandos etarras detenidos tras haber asesinado a unos cuantos
ciudadanos. Los que hoy ocupan el Salón de Grados parecen bastante tranquilos.
Sonríen a Arzalluz, sonríen a las cámaras de televisión. Son muy, muy jóvenes.
Quizá no se hayan duchado todavía este año, pero, en general, van guapitos.
Arzalluz, el viejo león nacionalista, sonríe con ternura. Aparta con ademán
elegante la tarta de mierda hasta situarla bajo la nariz del
profesor-presentador, y con dulcísima voz de catequista asegura a los
protestones que comparte sus deseos y que espera verlos pronto realizados.
Aplausos.
Viernes
veintitrés de noviembre de 2001 en la tarde. ETA asesina en Beasain a Ana Isabel
Aróstegui y a Javier Mijangos, ertzainas. Llueve mansamente y se va otro día.
José María Calleja, periodista, escritor, que no pudo dirigirse a los
estudiantes de mi facultad desde la tribuna que Arzalluz ocupó el viernes, ha
dado con una fórmula eficacísima para trasladar a sus lectores la realidad del
País Vasco. Cuenta lo que pasa. No juzgues. Habla de hechos. De lo que sucede.
De los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa y átame esa mosca por el
rabo. Ven y cuéntalo. Y si no puedes venir o ir, como es mi caso y el de Calleja
y el de Portillo y el de Melena y el de tantos otros, pon la tele. Mira los
telediarios y cuenta lo que ves. No juzgues. Si acaso, recuerda, recurre a tu
memoria tras quitarle la ganga del dolor. Habla de la facultad que ayudaste a
fundar, tú, uno de sus profesores más antiguos y, desde luego, uno de los más
viejos. Habla del Salón de Grados y de la tarta de mierda (y, eso sí, llama a
las cosas por su nombre). No ofendas a nadie innecesariamente, aunque hables de
la facultad donde tu juventud y tus ilusiones se perdieron y del país que era el
tuyo y al que no volverás. Cuéntalo con el rigor y la indiferencia de una cámara
de televisión, ante cuyo objetivo pasa un pastel inmundo y un estudiante
maricuela y un vejete risueño y el cuerpo acribillado de una chica de treinta y
cuatro años. Cuéntalo como Calleja. Cuenta tú también los nuevos cuentos de
Calleja. Cuenta, por ejemplo, eso: un día cualquiera, pongamos que un viernes
veintitrés de noviembre de 2001, en la vida y la muerte del País Vasco.
72.UNA
MANIFESTACIÓN CON RECTORES
JORGE DE
ESTEBAN
¿Es ésta una
buena ley de Universidades?
SI
Digámoslo con franqueza. Una Universidad en la que
se manifiestan juntos estudiantes y rectores, buscando fines distintos, es una
Universidad enferma y esquizofrénica. En efecto, la masiva manifestación de
ayer, aparte de los políticos y sindicalistas que acudieron también para pescar
en río revuelto, demuestra una esquizofrenia colectiva. Pues mientras la mayoría
de los rectores que se adhirieron, patrocinaron y, en casos, subvencionaron la
manifestación, buscan mantener sus privilegios y su poder omnímodo, los
estudiantes han actuado como el pobre Martín Palermo: queriendo celebrar un gol
que creen haber metido al Gobierno, pueden salir con fractura de tibia y peroné,
porque han ido en contra de sus propios intereses.
Los rectores, unos más y otros menos, tratan de
perpetuar un poder que les sirve en bandeja la actual forma de su selección,
pues lógicamente no quieren perderlo. Uno de ellos, que confunde a Camus con
Baudelaire, lo que es mucho confundir, que encabezó ya una de las anteriores
manifestaciones, que lleva en el cargo cerca de 12 años, que ha condicionado el
nombramiento de más de 200 profesores de su asignatura o de otras, es, en
consecuencia, uno de los mayores enemigos de que cambien las reglas del juego.
Pero no es el único.
Por su parte, los estudiantes, siguiendo el cierre
patronal y las manifestaciones inspiradas por los rectores, no son conscientes
de que si quieren una Universidad mejor, tendrían que oponerse a lo que hay y
apoyar la nueva ley, porque en ella se trata de favorecerlos con varias medidas.
Se suprime la selectividad y se deja a cada centro que decida sobre la
conveniencia o no de hacer pruebas para la admisión de alumnos. Se establece el
sufragio universal ponderado para elegir al Rector, con lo que todos los
estudiantes sin excepción pueden participar en esa elección.Se adopta un sistema
de selección de profesorado para que entren los más competentes, lo que
redundará en beneficio de los alumnos.Se crea un sistema para evaluar a las
universidades, a fin de que los alumnos sepan cuáles son las más prestigiosas.
Se señala que habrá un Defensor del Estudiante elegido de forma democrática.Y
para qué seguir. Ciertamente, la ley también tiene algunos defectos, pero de eso
es en parte culpable la oposición que no ha sabido argumentar suficientemente,
en sede parlamentaria, lo que habría que corregir, rompiéndose curiosamente así
la política de pactos que viene celebrando, en materias decisivas, el líder
actual del PSOE.
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho
Constitucional.
73.El Arte de la
Prudencia
Gracián, Baltasar (1601-1658).
Vivir es saber elegir. No hay perfección donde no hay elección.
Las cosas no pasan por lo que son sino por lo que parecen. No
basta tener razón si la cara es de malicia.
Es sabio se bastará a sí mismo.
Nunca se debe incurrir en el rechazo del afortunado por compasión
del desgraciado.
Incluso en el deseo de saber debe haber medida, para no saber las
cosas mal sabidas.
Los sabios siempre aguantaron poco, pues quien tiene más ciencia
tiene más impaciencia: el mucho conocer es difícil de satisfacer. La regla más
importante para vivir, según Epicleto, es sufrir, y en ello resumió la mitad de
la sabiduría. Si hay que tolerar todas las necedades, será necesaria mucha
paciencia. A veces sufrimos de quien más dependemos, lo que es importante para
vencerse a sí mismo. Del sufrimiento nace la inestimable paz que es la felicidad
en la tierra. El que no tenga ánimo para sufrir es mejor que se retire a sí
mismo si es que a sí mismo se puede tolerar.
Los errores de la estupidez son irremediables, pues como los
ignorantes no se tienen por tales, no buscan lo que les hace falta.
No todos los que ven han abierto los ojos, ni ven todos los que
miran.
No empezar a vivir por donde hay que terminar. Algunos descansan
al principio y dejan el trabajo para el final. Lo esencial debe ir primero y
después, si hay lugar, lo accesorio. Otros quieren triunfar antes de luchar. Par
saber y poder vivir es esencial el método.
Tener cosas es mantenerlas para los demás.
El prudente hace a tiempo lo que el necio a destiempo.
El fracaso está en unir aprecio y afecto.
(querer solo lo que vale)
74.LA
FAMILIA: SU LIBERTAD Y SU PODER
Luis Vives.
1.- LA FAMILIA Y EL ESTADO FRENTE A FRENTE
Cuando pensamos que el estado tiene como una de sus misiones
principales la de asegurar la igualdad y a esta idea no le hacemos salvedad
alguna, estamos ciertamente posicionando al estado contra la familia. No es de
extrañar que este posicionamiento haya tenido muchas veces consecuencias
beligerantes pues la familia conforma un ámbito legítimo de exclusión, en
definitiva de desigualdad. Estamos ante dos misiones contrapuestas: mientras que
el estado pretende igualar la familia aspira a distinguir.
Un rasgo común a todos en todas las familias y que tendremos que
resaltar será la extrañeza. La familia nos une a los humanos en la extrañeza,
que es lo mismo que decir que lo que nos distingue a todos y cada uno de
nosotros es que pertenecemos de distinto modo a distintas familias: en la
distinción entre propios y extraños cabemos todos y en la medida en que
intentemos suprimirla supremimos algo identitario nuestro y por tanto nos
suprimimos a nosotros mismos.
No nos cabe duda de que hemos de repensar el discurso uniformista
de la igualdad. Desde el punto de vista del Estado todos somos o debemos ser
iguales, pero desde el punto de vista de la familia no lo somos. Creo que esto
hay que decirlo con la boca grande: la exclusión que implica la extrañeza
familiar es tan humana como la inclusión que supone la referencia a poderes
constituidos con legitimidad de origen y procedimiento. La extrañeza familiar no
es algo accidental a la vida social, más bien al contrario es el eje sobre el
que se vertebra. No podemos presentarla como una excepción o accidente cultural
de carácter más o menos temporal.
En este sentido es necesario contestar el interesado y cínico
discurso igualitario que hace el estado para que no se reconozca ningún otro
tipo de potestad legítima aparte de la suya. Plantándonos ante el estado en la
defensa de la discriminación legítima que supone el reconocimiento con todas sus
consecuencias del sujeto familiar hacemos un servicio al bienestar colectivo en
la medida en que subrayamos lo que hay de más humano en nosotros.
En este esfuerzo nos topamos aquí con una de las lacras más
penosas del liberalismo práctico: su concepción materialista de la igualdad. En
esto el comunismo y el liberalismo están mucho más cercanos de lo que parece. En
ambos casos el sujeto individual, en uno por imposición y en otro con libertad,
asume su condición en base a criterios cuantitativos. Sin embargo, para una
concepción no materialista de la igualdad se han de tener en cuenta
necesariamente las necesidades espirituales y trascendentes, es decir los
afectos, el altruismo solidario, la equidad generacional, etc., necesidades
estas que se manifiestan propiamente en la familia y que ni el estado ni el
mercado por sí solos ni en común pueden satisfacer.
Un liberal objetará enseguida que si desdibujamos al individuo
estamos arrinconando su libertad. No es verdad. Afirmando la familia estamos al
mismo tiempo afirmando al individuo pues es precisamente en la apuesta por las
capacidades como nos encontramos a la postre con individuos libres. La
introducción de las capacidades en el debate moderno se lo debemos a uno de los
pocos Nóbel en economía no neoliberales de los últimos 20 años: Amartya Sen. Sen
habla de capacidades donde antes solo se hablaba de necesidades y si bien él se
refiere a ciertos intangibles de la acción de gobierno en el fomento del
desarrollo de los pueblos como puede ser la educación, observamos que las
capacidades humanas se nutren y llenan fundamentalmente en la familia.
Es la familia la que nos capacita mediante el cumplimiento cabal
de sus funciones para ser los individuos que somos o podemos llegar a ser. Esta
capacitación familiar se basa, a diferencia de otras capacitaciones como la que
procura la enseñanza obligatoria, en criterios de complementariedad y no de
reciprocidad. En la familia, podemos decir que afortunadamente, se nos trata y
capacita de manera distinta porque se nos conoce diferenciadamante con criterios
de calidad que apuntan también necesidades no materiales.
Naturalmente la contraparte de este apoyo mutuo que se da en la
familia es la extrañeza: el hecho de que el apoyo no es transferible
universalmente. Este hecho puede verse como negativo solo si lo observamos de
modo superficial o lo enfocamos con un prejuicio cuantitativo. Pero si
entendemos la extrañeza como la contrapartida necesaria a que seamos tomados en
cuenta como portadores de necesidades que son también de naturaleza no material,
veremos la extrañeza como algo positivo. Yo no quiero ser amado o querido por
mis padres como son queridos por ellos los hijos de los demás: quiero, necesito,
ser querido como su hijo, y ello es lo mismo que decir que los demás sean
queridos como extraños. La distinción entre propios y extraños es esencial y
ella es a la postre necesaria para aspirar a la igualdad. Una igualdad que está
basada en el desarrollo de las capacidades que se realizan en el entorno
familiar y no solo en el desempeño de las funciones del estado.
Y es que sin familia, nosotros los humanos no seríamos
comunicables, no nos podríamos enriquecer mutuamente, seríamos o intentaríamos
que los demás fuesen nuestros replicantes, como muy bien decía Harrison Ford en
Bladerunner al explicarle a su compañero que distinguiría a los replicantes
porque, decía, “los replicantes no tienen familia”.
No ignoramos el hecho de que ciertos tics miméticos de nuestra
cultura quieren convertirnos a todos en replicantes. Efectivamente, el
individualismo y su consecuencia el multifamilismo, margina la realidad
sociofamiliar humana a la que pretende presentar como mero accidente.
La familia es sin embargo esencia de humanidad: ningún humano
puede renunciar a su condición familiar, a la identidad que le dan los suyos,
sus padres, abuelos, etc. y que le distingue de los demás sin dejar de ser al
mismo tiempo humano.
Todo esto implica repensar la igualdad, o quizá, mejor dicho,
repensar nuestra desigualdad para fundamentarla en su punto justo. Ese punto
dista equidistantemente tanto del individualismo ontológico que afirma que todos
somos efectivamente iguales porque el hecho familiar (que se supone ampara las
diferencias) es mero accidente anecdótico, como del individualismo aristocrático
que separa de facto la dimensión afectiva y trascendente (que se supone anida en
la familia) de los reclamos del derecho. Nuestro ánimo apunta, una vez que el
estado ha garantizado los reclamos de humanidad en al ágora pública y que hemos
dado en llamar derechos humanos, a subrayar la condición familiar como modo de
llegar a un justo reconocimiento de nuestra identidad.
Es necesario pues dar carta de legitimidad ante el estado a
nuestra condición familiar. Ello implica a nuestro juicio aspirar a que el
estado reconozca la soberanía familiar y para hablar de ello pasamos al
siguiente punto.
2.- LA SOBERANÍA FAMILIAR
Efectivamente aquí estamos abocados a hablar de política pues
creemos que la apuesta por la soberanía de la familia es también una apuesta por
rescatar cuotas de poder para ella.
Se trata de pactar con el estado un reconocimiento del poder
familiar que permita a las familias crearlo y administrarlo ilimitadamente. Para
que eso sea posible es sin duda alguna necesario que el estado se replantee su
misma razón de ser para ser algo distinto de lo que es ahora.
El reconocimiento de un nuevo sujeto como sujeto afecta, podemos
decir que esencialmente, a los sujetos ya existentes. Esto lo entendemos muy
bien cuando pensamos en las grandes controversias de la historia que han
motivado las sucesivas codificaciones de derechos. Pensemos en la controversia
indigenista del siglo XVI, la esclavista del XVII, la sufragista del XX , o el
pendiente reconocimiento de los derechos del no nacido. El acomodo de un nuevo
sujeto implica que los sujetos ya acomodados se relacionen con él de manera
distinta a como se relacionaban antes y también que se piensen a sí mismos de
manera diferente. En este sentido el reconocimiento de la familia como sujeto
implica necesariamente un replanteamiento del entendimiento que los sujetos ya
acomodados tienen de sí mismos y aquí nos referimos particularmente al estado
como el sujeto por antonomasia de la modernidad.
Alguno podría pensar, “bien, pues si para reconocer el poder
familiar tenemos que esperar la transformación del estado, andamos listos: esta
será una espera infinita”. No tiene porqué ser así. Afortunadamente existen
mecanismos de diálogo, de megálogo, que diría el admirado Amitai Etzioni, para
encauzar cambios de amplio calado en sociedades democráticas. Bien sabemos, no
obstante, que el gran enemigo de la democracia es la inmoralidad de la
corrupción y podemos anticipar que el poder establecido va a intentar comprar a
quien proponga cambios de calado obsequiándole con algún beneficio con tal de
que retire su propuesta de reconocimiento de nuevos derechos y poderes.
Estamos hablando en concreto de la inmoralidad de rendir los
principios ante las prebendas de la política fiscal en la lucha de la familia
por reclamar justicia del estado. La familia lo que necesita es poder, no
dinero, no debemos confundirnos. El tema central en el debate sobre el poder o
la soberanía familiar no es un debate sobre la economía doméstica o la
legislación laboral, estamos ante algo mucho más importante a mi juicio. Algo de
calado enraizado en los principios que contestan eso que buscamos responder
cuando nos preguntan qué significa ser humano. Ser humano es ser familiar y más
humanos seremos cuanto más familiares nos reconozcamos. Se trata de un
reconocimiento de partida, de esos artículos que se escriben en los preámbulos
de las constituciones y estatutos para dar sentido a todo lo que viene después.
No, no hablamos de dinero, ni de sueldo del ama de casa, ni de descuento o
desgravación por hijo. Estamos hablando de poder en su dimensión práctica.
Vayamos concretando. Hay un tema práctico con el que quiero
acabar esta exposición y que parece en aras de la sencillez lo suficientemente
concreto y simple como para recabar una atención pormenorizada. El poder se
ejerce en nuestras sociedades a través del voto.
Nos parece de todo punto inexcusable que la familia no vote. ¿Podrán las
familias votar?
Creemos que sí y además pensamos que es esta una primera
propuesta sobre la que se puede ir edificando poco a poco ese megálogo que
replantee los roles sociales entre sujetos soberanos, estados, individuos,
familias y otras comunidades, que conforman nuestra cada vez más compleja
existencia en común. La propuesta de extender el sufragio a los niños, a todos
los niños, nos parece un buen modo de iniciar un diálogo con el estado que lleve
de ahí hacia otras propuestas y objetivos viables de reconocimiento del sujeto
familiar.
El reconocimiento de la familia como sujeto que es al mismo
tiempo ámbito de bienestar, de equidad, de justicia y de realización implica la
confianza por parte de los poderes constituidos aún y cuando en la vieja
tradición weberiana se piensen como poderes monopolio. Los gobiernos, ello creo
que se entiende en la retórica política moderna, deben confiar en las familias:
garantizar su libertad y asegurar también su capacidad decisoria que se supone
que es un logro en el afianzamiento de las libertades públicas y de los derechos
civiles.
Una muestra básica de
confianza es, a nuestro juicio, asumir como meta a alcanzar en los próximos años
en todo el mundo el derecho al voto de los niños representados por sus padres.
Esta reivindicación fue propuesta primariamente en la Declaración de San José de
Costa Rica el 28 de Julio de 2001.
Ahí se decía que uno de los logros del siglo XX fue la extensión del sufragio
universal a la mujer, aun y cuando este derecho no esté plenamente reconocido
todavía en algunos países. En el siglo XXI la inclusión de los niños en el
sufragio hará definitivamente universal el derecho al voto, que es una exigencia
irrenunciable de la persona en una sociedad democrática. Toda vida humana, no
importa su tamaño, debe ser reconocida por la sociedad como miembro actual y no
solo potencial. La participación activa de la familia en las elecciones implica
otorgarle el voto a todo el núcleo familiar en proporción a su tamaño. Consiste
en la equiparación de la ciudadanía a la nacionalidad: la extensión de los
derechos propios de la ciudadanía a todos los nacionales, incluyendo los menores
de edad, todos sin excepción.
El voto de los niños representados por sus padres es una
manifestación de que la familia es sujeto social de derechos. Toda persona desde
el inicio de su vida debe de tener derecho a su inclusión en el censo electoral.
El voto de cada menor de edad será emitido por sus padres de acuerdo con el
sistema que cada país vea más conveniente y justo a sus circunstancias. Existen
varias propuestas y estudios realizados al respecto cubriendo las diferentes
posibilidades.
El derecho al voto de los
niños, amén de que sea una reivindicación política para reconocer el poder
colectivo que emana del hecho familiar, es también, una necesidad educativa. La
sociedad necesita padres responsables que sepan transmitir valores y actitudes
saludables de generación en generación conformando culturas de servicio en la
que los niños sean protagonistas. Una cultura y una sociedad saludables suponen
el protagonismo de los niños, para los que trabajamos y preparamos un mundo
mejor. Vivir para los niños y apostar por la familia en la que viven es hacer
futuro y es también una manera eficaz de vacunarse contra el individualismo que
cierra las puertas al reconocimiento de lo que en definitiva nos hace humanos:
pensarnos humanamente familiares. Esto es también dar poder a un nosotros que
muchas veces pasa oculto. Dar poder a los niños es por esto reconocer el
nosotros que somos cada uno y con ello darnos todos más poder sin quitarlo a
nadie.
José Pérez Adán
Existen varias y buenas aportaciones sobre la relación entre poder y
sufragio. La historia del sufragio y de la franquicia electoral es de
por sí interesante para entender la evolución del concepto de ciudadanía
y vislumbrar su futuro desarrollo. Sobre el particular y sobre nuestra
idea de la democracia como proceso y no como estado consolidado nos
hemos pronunciado en Rebeldías (LaCaja, 2002). Una breve y
acertada aportación al respecto puede encontrarse en el trabajo de Ana
Cardona, “El sufragio como revolución de la igualdad” Cuadernos
electrónicos de Filosofía del Derecho, 2/1999.
Existe una tradición en la reivindicación de este derecho en los
estudios de derechos civiles en los Estados Unidos. El Family Research
Council ha abogado por esta medida en algunos manifiestos y últimamente
se ha planteado la cuestión de nuevo con la reivindicación de los niños
como sujetos de derecho que hace el informe Hardwired to Connect
de la Comisión Federal Niños en Riesgo del congreso norteamericano
(2004). Algunos pensadores norteamericanos como Robert Bennet y
sobretodo Duncan Lindsay han estudiado la viabillidad de extender los
derechos políticos a los niños y cómo ese voto puede ser depositado por
sus padres (en urnas especiales de medios votos por ejemplo) o por ellos
mismos cuando así lo deseen. En nuestro país el profesor Guillermo Díaz
Pintos de la Universidad de Castilla La Mancha, ha sido uno de los
principales defensores de la propuesta.
75.Tierra
de héroes
Por SERAFÍN FANJUL. Catedrático de la UAM
LA TERCERA DE ABC
... Los
españoles han perdido de vista que el bienestar actual no es maná del cielo, que
la paz cuesta cara en varios sentidos y que la repetición de la imagen tópica
del valor hispano ya no alcanza para encubrir y enmascarar que el cabezudo se
vació de sustancia, de músculos y nervios y de ganas de defenderse...
UN familiar
cercano -británico él, pero no inglés- me preguntó no hace mucho, sin sombra de
sorna ni pitorreo, por qué Inglaterra continúa ocupando Gibraltar. Su pregunta
sólo reflejaba perplejidad ingenua ante algo tan insólito como difícil de
justificar por ambas partes: con su implacable lógica anglosajona no podía
comprender, poniéndose de nuestro lado, que sobreviviera el abuso. Tras meditar
un instante hube de responder lo que realmente pienso: si España fuese un país
serio ya haría tiempo que nos habríamos olvidado del Tratado de Utrecht, porque
sería innecesario acudir a tan retórica escapatoria y Moratinos ni siquiera
debería eliminarlo de los temarios, por desaparición del problema. Con gobiernos
de derecha o izquierda el mantenimiento de una política sistemática, coherente y
firme habría dado resultados. Si auténticos pigmeos militares como Islandia,
Dinamarca o Finlandia se las han tenido tiesas -y con éxito- a potencias de
primer orden, cuesta trabajo aceptar que nuestro sino consista en tragar el
contradiós porque sí, porque lo nuestro es la pachanga, la sonrisa burlona como
parapeto y el a mí qué más me da. Desde Carlos III hasta Castiella no se intentó
nada concreto para poner las cosas difíciles a los ingleses, o, al menos, caras.
Y después, con González, a bombo y platillo, el retorno del Patio de Monipodio,
tan sevillano. Y los sucesivos gobiernos silbando, en aras de intereses
superiores (¿cuáles y de quién?), ridiculizando el mero recordatorio como
anacrónico y desfasado, digno de sonrisas conmiserativas (nadie en el mundo
considera anacrónica la paralela reclamación marroquí contra Ceuta y Melilla,
aunque sus razones sean mucho menos sólidas). Pero cito Gibraltar como mero
síntoma.
Con la venia del
Libro de Estilo de ABC, reproduzco -por muy expresiva- una frase de Vargas Llosa
en Conversación en la Catedral: «- ¿Cuándo fue que se jodió el Perú, Zavalita?».
Y nos aplico la misma pregunta: ¿cuándo nos torcimos? O cuándo se empezaron a
encorvar otros españoles, de a poquito, hasta lograr una muy triste figura de
jorobeta gozoso y gracioso, ignorante feliz de su desgracia, como ese retrato de
Juan Ruiz de Alarcón en el que aparece muy galán, enhiesto como lanza, y que
muestran en la mexicana ciudad de Taxco, donde nació. Digámoslo con claridad: la
nuestra es una de las sociedades más evasivas y cobardes del planeta. No me
refiero a valor individual, que de eso hay como en todas partes y épocas: más o
menos y según circunstancias. Más bien aludimos a la decisión colectiva, la
capacidad de resistencia ante adversidades o agresiones, a la cohesión y
coincidencia de objetivos generales frente a grandes conmociones y conflictos:
entre nosotros es inimaginable ni la décima parte del aguante y la disciplina
mostrados por los alemanes bajo los bombardeos angloamericanos, por citar un
solo ejemplo. La historia del escapismo nacional no comenzó el 14 de marzo de
2004 con los votantes de Rodríguez. De hecho, la sociedad española se fue
aproximando y asimilando insensiblemente a las características de la imagen de
poca seriedad, inconsistencia y cobardía atribuidas a los italianos no hace
tanto tiempo, pero ¿quién se atreve ahora a esgrimir semejante pajita en ojo
ajeno, si por acá el valor o el sacrificio se han convertido en antisignos que
concitan mofa y menosprecio? La derrota de Bergonzoli en Guadalajara reforzó el
estereotipo sobre los italianos y fue por igual festejada, incluso muchos años
más tarde de la guerra, por rojos y azules: los españoles habían hecho correr a
los italianos. Por supuesto, omito extenderme sobre la carrera, que en realidad
no fue tanta, o acerca de la rendición, poco después, de los heroicos gudaris en
Santoña ante Gastone Gambara.
En esos terrenos
hay mucho de relativo, de contradictorio y hasta de comprensible. Para todos. La
furia histérica desatada contra Aznar y su gobierno a raíz de los atentados de
Atocha (¡nos habían metido en líos!) encuentra su corolario inevitable y lógico
en la inhibición o el encantado aplauso por el estatuto de Cataluña, la
rendición ante ETA o los muy negros nubarrones que se ciernen sobre Canarias,
Ceuta y Melilla. Un sector numeroso y bien situado, pero puro tocino social e
intelectual, reproduce el abandonismo y la indiferencia que tanto facilitaron la
pérdida de las Indias continentales primero y de las Antillas más tarde. Cierto
que por entonces también hubo Baler, los dos sucesos de El Callao (el de Rodil y
el de Méndez Núñez), San Juan de Ulúa, Puerto Cabello, Santiago de Cuba... hitos
de abnegación, valentía, obstinación a la desesperada cuando todo estaba
perdido, mientras en la península políticos e instituciones andaban enfrascados
-como ahora- en más altas misiones: cómo trincar y conservar el menguante poder
o las modalidades de negocio que eso les podía reportar.
Es ocioso
rememorar las hazañas llevadas a cabo por españoles a lo largo del tiempo. Y no
sólo bélicas, también de exploración, población, extensión técnica o
civilizatoria en sentido amplio. Citarlas a vuelapluma no vale la pena; tal vez
sí leerlas, valorarlas sin complejos ni vanaglorias, conocernos mejor. Pero todo
eso es el pasado, o una parte del mismo, porque la pregunta central retorna:
¿por qué nos torcimos? En un libro excelente e inencontrable (España exótica),
como es natural publicado en Nuevo México (yo dispongo de un ejemplar,
fotocopiado, que me envió un amigo desde México), Jesús Torrecilla expone y
argumenta con brillantez su teoría del cambio del carácter español, en especial
a partir del siglo XVIII. Se le pueden hacer algunas objeciones, como haberse
movido sólo con materiales literarios, o el tragar a pies juntillas el
insostenible mudejarismo de Américo Castro, pero en conjunto su obra es mucho
más que estimable y debería ser libro de cabecera en facultades de Historia,
Sociología, Antropología... Demasiado pedir, cuando se elimina con saña de
planes de estudio y temarios diversos cualquier vestigio de proyecto nacional
común, de recuerdo de alguna de las cosas buenas que otros españoles hicieron.
El libro de Torrecilla merece un comentario aparte, pero aquí sólo diremos que
señala la transmutación de la sociedad hispana (por las crisis económicas, la
pérdida de la hegemonía militar, el descrédito final de la Monarquía de los
Austrias, etc.) desde la seriedad, el trabajo bien hecho, la sobriedad, la
frialdad objetiva y lúcida y el muy excesivo orgullo de ricos y pobres a la
bullanga jaranera y pícara, la golfería como norma y la ignorancia como bandera.
Y todo ello en tanto que modo de afirmación de la personalidad castiza frente al
afrancesamiento de las clases ilustradas en el XVIII: Moratín, Cadalso, Larra y
una pléyade de escritores más o menos conocidos avalan con sus textos la muy
sugerente tesis de Torrecilla, que completa el panorama con el aplebeyamiento de
acomodados y pudientes durante el XIX. Simplificando mucho -y no se me enoje
nadie-, se habría sustituido el espíritu castellano por el predominio del estilo
de vida andaluza. Insisto: es una reducción del argumento que exige ulteriores
comentarios, pero mientras llegan debemos ser conscientes de que los españoles
han perdido de vista que el bienestar actual no es maná del cielo, que la paz
cuesta cara en varios sentidos y que la repetición de la imagen tópica -en
niveles y expresiones muy superestructurales y no más- del valor hispano ya no
alcanza para encubrir y enmascarar que el cabezudo se vació de sustancia, de
músculos y nervios y de ganas de defenderse. Y cualquier día, un chisgarabís,
con o sin ministerio, cambiará hasta el himno de la Infantería española (con
perdón por emplear tan subversivo sintagma) y en vez de empezar por «Ardor
guerrero vibra en nuestras voces» lo sustituirá por un marchoso y posmoderno
«Calidez dialéctica aletea en nuestros labios» que, me reconocerán ustedes, es
mucho más acorde con lo que nos ha caído encima.
76. Invictus":
cómo fabricar un falso héroe
Que el cine es un instrumento de opresión
ideológica y de lavado de cerebro no es un secreto para nadie. Y si no que se lo
digan al cine español, que viene haciendo exactamente eso.
En España,
fechorías como la de la "memoria histórica" jamás hubieran sido posibles sin la
manipulación de masas que ha supuesto el cine español en los últimos años. Eso
sucede también a nivel internacional y un buen ejemplo de ello es la película
Invictus, que da una imagen completamente distorsionada de uno de los iconos
de la progresía -y también de los liberales- de todo el mundo: Nelson Mandela.
La película supone un serio intento de consolidar al antiguo líder del Congreso
Nacional Africano (CNA) como un ídolo moderno.
Clint Eastwood relata en Invictus el triunfo del equipo
sudafricano de rugby liderado por François Pienaar en la Copa del Mundo
de rugby. El triunfo queda asociado a la figura de Nelson Mandela, que da
a los miembros del equipo los uniformes verdes y amarillos, símbolo de la "Nueva
Sudáfrica" post-apartheid. El hábil gesto de Mandela le ganó el apoyo de
muchos sudafricanos blancos y consiguió que buena parte de la población le
identificara con los colores nacionales. Sin embargo esto no es todo, ya que tan
solo se trataba de un mero gesto en el océano de la violencia marxista que
asolaba la Sudáfrica de entonces.
La película edifica toda su estrategia de manipulación sobre los estereotipos
raciales políticamente correctos de los blancos fanáticos y crueles y los negros
oprimidos y bondadosos. Se trata de un estereotipo ya recurrente en el cine y en
los medios en general, muy empleado en la guerra de propaganda que ciertas
fuerzas -especialmente interesadas en la progresión del Nuevo Orden Mundial-
emplean contra Occidente. En estas coordenadas, pronto resulta evidente que
detrás de Invictus, una película magistralmente llevada y de enorme
belleza cinematográfica, hay una clara intencionalidad política.
Primero, lo más sorprendente es la manera en que el triunfo se vincula a la
figura de Nelson Mandela, por entonces solo un astuto político más al
servicio del imperialismo soviético. Su estrategia de apoyo al equipo de rugby,
en contra de las intenciones de su propio partido, constituyó un movimiento
genial que, si bien aparece en la película, ignora deliberadamente el contexto
complejísimo de la Sudáfrica de entonces. Eastwood no puede -no puede
honestamente- separar la figura de Mandela de los treinta años de
terrorismo y violencia por parte su CNA. En este sentido, la película recurre a
reiterados flashbacks del encarcelamiento de Mandela en la isla de
Robben, un lugar donde, según la película, parece que Mandela fue a parar
por oponerse al apartheid. De manera subrepticia, se oculta que otros personajes
de la Sudáfrica de entonces, como el obispo Desmond Tutu, se opusieron
igualmente al apartheid sin ser jamás encarcelados. Entonces, ¿por qué fue
encarcelado Mandela? El hecho es que Madela no recibió siquiera el
apoyo de Amnistía Internacional ya que, pese a cometer numerosos crímenes
violentos, habia tenido un juicio justo y había sido razonablemente sentenciado.
Mandela era el dirigente del brazo armado del CNA y del Partido Comunista
de Sudáfrica, el célebre "Umkhonto we Sizwe". Fue hallado culpable de 156 actos
de violencia pública que incluían oleadas de atentados con bomba, muchos de
ellos en lugares públicos, como el atentado de la estación de ferrocarril de
Johannesburgo. Pese a que el presidente Botha ofreció a Mandela la
libertad en varias ocasiones si renunciaba a la violencia, su ofrecimiento
siempre fue rechazado. La película transmite la idea de que los negros tienen
todo que perdonar a los blancos y que este es el fin de la historia. No se dice
una palabra de las décadas de violencia espantosa del CNA no solo hacia los
blancos sino hacia otros negros que no pertenecían al CNA. La Sudáfrica del
apartheid, pese a todos sus defectos, atraía a dos millones de trabajadores de
las naciones vecinas, muchas en poder de regímenes marxistas, fracasados y
sanguinarios. La película silencia las bombas en los grandes almacenes o incluso
en instalaciones nucleares, la supresión de críticos y opositores o el terrible
necklacing -la especialidad de las guerrillas de CNA- en el que la gente,
con frecuencia otros negros, eran quemados vivos con un neumático en torno al
cuello incendiado con gasolina. Por entonces, los terroristas de Mandela
asesinaron y torturaron a miles de campesinos blancos para, más tarde,
reintegrarse en el Ejército Sudafricano actual, sin que ninguna plañidera
internacional haya pedido un "ajuste de cuentas" como se hace con Chile o
Argentina. Por muchísimo menos de lo que Mandela hizo en su día, Hamas o
Hizbolah son tildadas de "terroristas" en todo el mundo occidental.
Tampoco habla la película del apoyo de Mandela y su partido a regímenes
así mismo sanguinarios como el régimen castrista, el de Robert Mugabe o
el régimen chino. Aunque Invictus liga la victoria del equipo de rugby a
la figura de Mandela, no hace igual, como correspondería en justicia, con
el crimen galopante y la ruina de la economía. En la película, solo durante un
momento Mandela mira los titulares de un periódico en el que se habla de
crimen y ruina económica. Esto no hace justicia en absoluto a la situación real:
de hecho, durante los 46 años de gobierno del Partido Nacional, 18.000 personas
murieron en tumultos, atentados o en calidad de víctimas de la policía o el
ejército. La cifra contrasta con las 20.000-25.000 personas que mueren todos los
años en la actual Sudáfrica, en tiempo de paz, convertida en uno de los países
más violentos del mundo. Además, la Sudáfrica del apartheid, abominada por
todos, se hallaba entonces en una situación económica que hoy debería de
envidiar: pese a estar entonces acosada por el bloque soviético en un amplio
frente subversivo y por las sanciones de los EEUU y sus aliados, pese a sostener
una guerra instigada desde Cuba en su frontera, el Rand era mucho más fuerte de
lo que es hoy. La Sudáfrica de Nelson Mandela, sin ninguno de esos
problemas, es ya un gigantesco fiasco económico y ha dejado de sacar las
castañas del fuego a los países circundantes que, dicho sea de paso, cuentan con
todas las bendiciones de la comunidad internacional de naciones "democráticas".
Por último, queda por señalar el giro copernicano impuesto por el gobierno de
Mandela en lo moral. De hecho, precisamente él y sus camaradas del CNA son
quienes legalizaron en Sudáfrica cuestiones como el aborto -legal desde el 1 de
febrero de 1997-, la pornografía y el juego. Nada de esto sale en la película,
por supuesto. Como tampoco sale -ha sido completamente distorsionado- la
importancia que para los componentes de aquél equipo de rugby tenía su fe
cristiana. Sorprendentemente, y pese a que la película indica justo lo
contrario, es un hecho constatable que aquél histórico equipo oraba tras cada
victoria en el terreno de juego. El propio líder del equipo, François Pienaar,
declaró en una entrevista a la BBC en 1995 tras la victoria que, cuando sonó el
silbato que indicaba el final del encuentro "me puse de rodillas. Soy cristiano
y quería decir una rápida plegaria por hallarme en aquél acontecimiento
maravilloso y no solo por ganar. De repente, todo el equipo estaba en torno mío;
fue un momento especial".
Toda este simplismo a la hora de tratar una situación incomprensible sin conocer
el contexto africano de entonces, la guerra fría y el papel del CNA en la
subversión de todo el Sur de África, solo puede entenderse como un acto de pura
propaganda, encaminada a fabricar un falso héroe a la medida de los intereses de
la mundialización.
Andrés Ibáñez
Hace muchos años que doy clases de español para
extranjeros, y durante ese tiempo he tenido muchos alumnos árabes. Los
árabes tienen, por lo general, la piel oscura y los ojos velados como por la
fiebre o la melancolía. Pero también hay algunos de piel pálida, ojos claros
y cabellos castaños. Los árabes son, casi siempre, exquisitamente amables.
Miran directamente a los ojos, y cuando lo hacen uno siente toda la
intensidad de su persona volcada de forma natural en su mirada. Cuando dan
la mano, toman la mano de verdad, y uno siente en su contacto la presencia
indudable de otro ser humano. Los árabes son enormemente cálidos y
amistosos. Les gusta reír. Les gusta mucho hablar. Cuando escriben, apenas
ponen puntos y comas. Sus escritos suelen adoptar la forma de un chorro, un
chorro de ideas y de pensamientos.
Muchas mujeres árabes, de acuerdo con sus ideas o las
costumbres de sus países, llevan un pañuelo que cubre sus cabellos y su
cuello. He conocido a muchas mujeres árabes de distintos países y niveles
culturales, estudiantes universitarias, esposas de diplomáticos, médicos,
amas de casa, que llevaban el pañuelo. Lo que siempre me sorprende es la
enorme seguridad en sí mismas que tienen estas mujeres, con independencia de
que lleven pañuelo o no. Evidentemente estoy a favor de la igualdad de
derechos de hombres y mujeres y en contra de cualquier forma de
discriminación contra las mujeres, pero la idea de que las mujeres
musulmanas que llevan el velo son unos seres débiles, asustados y sin
criterio, no puede estar más lejos de la verdad. Siempre me sorprende en
ellas su buen humor, la intensidad de su sonrisa, la determinación con que
hacen las cosas. Hay algo limpio, fuerte y optimista en las mujeres árabes
que he conocido.
No existen las normas. Los árabes son
bastante imaginativos en sus explicaciones. Para ellos las normas no
existen. Siempre intentan salirse con la suya. Son pícaros, y como todos los
pícaros, enormemente suaves, amables y encantadores. Viven, por lo general,
en países donde las cosas no funcionan bien y donde uno no puede confiar en
la organización existente. Están acostumbrados a hacerlo todo hablando. Si
se les dice que el examen es el día 15, por ejemplo, volverán a preguntarlo
muchas veces para asegurarse de que la fecha no ha cambiado o que les han
dicho la verdad. Todo han de hacerlo hablando de persona a persona. Están
convencidos de que sólo el contacto personal, el diálogo, la mirada, la
amabilidad, son reales. Las normas, horarios, folletos, carteles, etc., no
significan nada para ellos. A menudo preguntan, desconsolados, si no hay
«excepciones». La idea de una norma que se aplica ciegamente a todo el mundo
les resulta absurda.
La cultura más generosa. Pero los
árabes, y esto es lo último que quería decir (y, en realidad, lo único que
quería decir), son verdaderas personas. Son personas que viven en los ojos y
en el corazón, en un mundo de personas y de relaciones personales. No beben
alcohol y no comen chorizo, pero saben disfrutar de los placeres de este
mundo. Les gusta dedicar tiempo a la comida. Les encantan las fiestas, los
regalos, la risa, las bromas. Siempre están dispuestos a dar. No conozco
ninguna cultura más generosa. Lo que dan, sobre todo, porque lo tienen,
porque todavía lo tienen, es tiempo. Hay una cosa que necesita el corazón:
necesita tiempo. Los árabes tienen tanto corazón porque tienen mucho tiempo.
Aunque también es posible que tengan tanto tiempo porque tienen mucho
corazón.
Para la mayoría de ellos, el Corán es una fuente de
valores tales como la tolerancia, la amistad, la compasión. Al mismo tiempo,
uno percibe que su religión, que les dicta desde la forma de saludar hasta
la forma de alimentarse, también les da miedo. Dios les inspira una especie
de temor reverente. Hablan de Dios o del Corán con entusiasmo, con orgullo,
con admiración. Admiran a su Dios, pero no le aman.
Uno no puede dejar de pensar en lo que perderán los
árabes cuando se modernicen. Perderán, quizá, gran parte de su seguridad en
sí mismos, de su calidez, de la intensidad de su mirada, de su generosidad.
Uno se preguntan si lo que ganarán a cambio merece realmente la pena. Sin
duda la respuesta es que sí, sí, que merece la pena. Pero no deja de ser una
pena que merezca la pena.
78. La cibercheka
Ignacio Ruiz Quintano
En el periódico global en español han inaugurado con
fanfarria ciertamente habanera una cibercheka para husmear cualquier cosa
que se salga de la regla, como los rezos de Prada o los fascisteos de Ussía.
El antifascismo, qué le vamos a hacer, es así de
fascista.
¿Quiénes son los fascistas? Siempre los otros.
-Todo viene de un pequeño embrollo gramatical -explicaba
Pemán, antes de que lo echaran de la dirección de la Academia por falta de
fascismo-. Creemos que «fascista» es un sustantivo o un adjetivo. Pero
resulta que no, que es un pronombre. Los pronombres los manejan los demás.
Uno puede vigilar sus adjetivos y sus sustantivos. Pero los pronombres
vienen de fuera y hay que resignarse a recibirlos. «Fascista» vale tanto
como decir «el otro».
Para Muñoz Molina, por ejemplo, «el otro» es César
González-Ruano, sólo porque fue un dandi con esqueleto de palo que tuvo la
suerte de no estar en casa cuando los milicianos fueron a buscarlo para
medírselo... por fascista.
-El «fascismo» es un casino cuyas listas administran los
del casino de enfrente.
Con la cibercheka anunciada, es el periódico global en
español el que se dispone a otorgar los nombramientos de «fascistas», con
sus rehalas de sabuesos adiestrados para seguir por las cavernas el rastro
de la reacción.
-Los reaccionarios -dijo certeramente Gómez Dávila- les
procuramos a los bobos el placer de sentirse atrevidos pensadores de
vanguardia.
A imitación de los acreditados CDR cubanos -chotas, para
el vulgo-, escogidos membrillos de progreso pondrán su ojo izquierdo -«escopofilia»,
dice mi psiquiatra que hay en eso- sobre los pasos literarios de los
sospechosos de fascismo.
Técnicamente, el fascismo es el sometimiento del poder
legislativo al poder ejecutivo, pero a semejantes vericuetos no descienden
estos chotas, que prefieren quedarse en la superficie, donde uno se hace
sospechoso de fascismo sólo por no troncharse de risa con la «gracia»
vertida en la serie Padre de familia, donde los guionistas hacen mofa
explícita del hijo discapacitado -síndrome de Down- de Sarah Palin.
-Me buscaron en Madrid con la poca elegante idea de
quitarme de en medio -cuenta Ruano en sus memorias-, idea a la que
contribuyó con entusiasmo el diario La Tierra, a cuyo director y a cuyo
redactor-jefe traté años después en París como si nada de esto hubiese
existido.
Y el fascista era Ruano.
79. De Prada. El guardián de Dios
JUAN MANUEL
DE PRADA ABC Día 30/08/2010
SI hay algo que me
conturba el ánimo (tal vez porque me
recuerda la «abominación de la
desolación» de la que hablaba el profeta
Daniel: esto es, el sacrilegio del
templo) es el espectáculo de los
turistas indecentes que se pasean por
las iglesias como por un mercadillo
playero, en camiseta de tirantes y
pantalón corto, pavoneándose de la
pelambre de sus canillas, de los
morrillos de carne excedente de sus
cinturas, de su muslamen injuriado por
la celulitis, mientras disparan
fotografías por doquier e intercambian
comentarios vocingleros en la capilla
del Santísimo, como los intercambiarían
en un retrete comunal. Esta pérdida
generalizada del decoro (que es
expresión de otra pérdida más aflictiva,
que es la pérdida del sentido de lo
sacro) alcanza una expresión paroxística
en las iglesias de la Toscana más
celebradas por las guías turísticas,
ante la pasividad o negligencia de las
propias autoridades eclesiásticas. Es
verdad que a las puertas de los templos
suele haber carteles que reclaman
respeto al visitante; pero la caterva
turística se pasa tales avisos por la
entrepierna, que gusta de rascarse sin
rebozo y llevar bien aireada, tal vez
para aliviarse las escoceduras de las
caminatas, tal vez para exhibir su
nauseabunda indiferencia. Y así las
iglesias se van convirtiendo en zocos de
zafiedad impronunciable, donde la luz
roja del sagrario tiembla acongojada,
como debió de temblar ante las
invasiones de los bárbaros.
Pero, mientras la
abominación de la desolación campa por
sus fueros, aún queda algún irreductible
guardián de Dios que no se resigna. En
la iglesia de San Agustín, en
Montepulciano, un sacristán viejo y
acaso impedido, acaso también loco,
vigilaba, sentado en una silla al pie
del presbiterio, el trasiego de turistas
en el templo. Entró una recua, con las
consabidas camisetas de tirantes y los
pantaloncitos cortos que enseñan los
mofletes del culo; y el mulo que parecía
capitanear la recua voceó, para
recrearse con el eco de la bóveda:
«Venga, vamos a hacernos unas fotos
aquí». Entonces el sacristán, poseído
por esa virtud cristiana hogaño en
desuso llamada santa ira (la misma
virtud que animaba a Cristo cuando
expulsó a los mercaderes del templo y
cuando maldijo a la higuera seca), lo
increpó desde la penumbra: «Tú, cerdo,
vete a hacer fotos a la pocilga de tu
casa, donde tu madre te dejará ir
vestido como un mamarracho». El mulo
entonces titubeó, incrédulo ante la
osadía del sacristán loco, incrédulo de
que una estantigua semejante se
atreviera a cercenar sus sacrosantos
derechos democráticos, pero mientras
titubeaba el sacristán loco proseguía su
retahíla de improperios: «Largaos de
aquí con viento fresco, panda de
guarros, que no os quiero ver ni en
pintura». El italiano campesino del
sacristán loco, áspero como un vino mal
fermentado, sonaba a gloria bendita, era
como escuchar al león de Judá en el día
del Juicio Final, separando a las ovejas
de los cabritos. Y los cabritos de la
camiseta de tirantes y el pantaloncito
corto se fueron con el rabo entre las
piernas, perseguidos por la santa ira
del sacristán loco, que apenas los vio
desaparecer del templo recuperó un aire
inocente y beatífico, como acariciado
por la brisa de la Jerusalén celeste.
Transido de emoción,
me arrodillé en la penumbra de la
iglesia de San Agustín, en Montepulciano,
y rogué fervorosamente a Dios que
concediera muchos años de vida a aquel
sacristán, y que le mantuviera incólume
la virtud de la santa ira. La llama del
sagrario resplandecía con un vigor
jubiloso e impávido, orgullosa de su
celoso guardián.
78.
RAZONES DE UNA CONVERSIÓN
No creo que pueda llamarme converso,
porque nunca se rompieron del todo los
lazos que me unían a la Iglesia. Verdad
que con los extravíos de la primera
juventud surgieron en mi alma las
primeras dudas, y que no me cuidé en
muchos años de buscar persona que me las
aclarase. Yo me preguntaba por qué Dios
creó el diablo, y no podía contestarme
satisfactoriamente. También es cierto
que en mi vida de escritor, consagrado
casi exclusivamente al problema de mi
patria española, que fue grande y decayó
después, sin que hasta ahora se hayan
dilucidado con claridad las razones de
su grandeza y de su decadencia, he
pensado durante muchos años, y todavía
lo pienso en cierto modo, [7] que los
españoles de los siglos XVI y XVII
habían sacrificado a la gloria de Dios y
de la Iglesia los intereses inmediatos
de la patria. A pesar de este comienzo
de posible conflicto entre mi religión y
mi patriotismo, difícilmente se
encontrará entre los miles y miles de
artículos que en el curso de cuarenta
años he publicado en los periódicos
algún que otro párrafo contrario a las
doctrinas de la Iglesia. En cambio he
defendido, siquiera incidentalmente, las
ideas y los sentimientos cristianos en
todos los períodos de mi vida. Si
recuerdo un artículo de 1901 es porque
entonces le acometió al pueblo de Madrid
uno de los accesos de anticlericalismo
que hubo de padecer en el curso del
siglo XIX. Varios sucesos concurrieron
al éxito de un drama antirreligioso
llamado Electra, escrito por Galdós,
nuestro gran novelista. Fuí uno de los
escritores jóvenes que asaltaron el
escenario del teatro Español para
aclamar al autor. Mas, para mostrar que
mi actitud no se debía a
anticlericalismo, sino puramente a
respeto literario por Galdós, escribí y
publiqué en aquellas semanas el elogio
de las jóvenes que preferían la vida del
claustro a la del mundo, tesis
antagónica a la de Electra.
Si no se rompieron del todo mis lazos
con la Iglesia se debe, en parte, a la
influencia de tres personas: don
Emeterio de Abechuco, párroco de la
Iglesia de San Miguel, en Vitoria, donde
fuí bautizado, quien me preparó muy
especialmente para la primera comunión,
haciéndome ir a su casa por las tardes,
para explicarme detalladamente los
dogmas de la Iglesia. El recuerdo de don
Emeterio, altísimo y ascético, huesudo y
grave, amigo de los libros y muy
caritativo, quedó en mi mente fijo como
modelo de rectitud y de bondad. La
segunda persona fué una criada
guipuzcoana, Magdalena Echevarría, que
vivió en nuestra casa cuarenta años;
trataba de tú a todos los hermanos y era
tratada de usted por nosotros, que la
respetábamos como a una segunda madre,
porque lo curioso de aquella mujer es
que sin haber aprendido a leer y
escribir, ni siquiera a hablar bien el
castellano, era clarividente en
cuestiones de moral, se desvelaba por el
honor de la familia, y aunque sólo
últimamente he llegado a entender que su
genio moral se debía a la intensidad de
su vida religiosa, siempre la tuvimos
los hermanos por santa o poco menos y
nos parecía el prototipo de la
abnegación. La tercera, Manuel de
Zurutuza, fué un amigo de la primera
juventud, en quien admiraba el juicio
[8] penetrante y la conducta de
caballero cristiano, y que fué la
primera persona que me mostró
prácticamente la posibilidad de
conciliar la inteligencia con la fe.
Aquí he de decir que en el último tercio
del pasado siglo reinaba en el Norte de
España el prejuicio de suponer que las
gentes inteligentes eran poco piadosas y
las piadosas poco inteligentes. Creo que
los recuerdos de estas tres almas
creyentes y queridas se hubieran bastado
para apartarme de la tentación
materialista de negar la existencia del
espíritu, pero permanecía alejado de la
Iglesia, porque no veía sus remedios
para los males de mi patria, y es
probable que de no haberme puesto a
estudiar filosofía, no hubiera llegado
nunca a preguntarme en serio si era
católico o no lo era, porque el
periodismo es dispersión del alma, y a
fuerza de ocuparme cada día de temas
episódicos, se me pasaba el tiempo sin
reflexionar nunca en los centrales, por
lo que habré tardado unos veinte años en
buscar el camino que San Agustín hizo de
un vuelo en diez minutos.
La primera filosofía que estudié fué la
de Benedetto Croce. Ello ocurrió en
1908. Su Filosofía del Espíritu me alejó
de la fe. En el sistema de Croce, todo
el Universo es espíritu y el espíritu no
necesita más que libertad para pasar de
la teoría a la práctica, y de ésta
nuevamente a la teoría, de la estética a
la lógica y de la economía a la ética, y
progresar continuamente y desarrollarse
al infinito. La conclusión práctica que
saqué de todo ello es que los
conservadores y los reaccionarios no son
más que la resistencia de la materia al
paso del espíritu. Pero como Croce no me
enseñaba lo que es la materia, ni
siquiera admitía, sino indirectamente,
su existencia, tuve que buscar otro
sistema que me sacara de mi perplejidad;
y así hubieron de pasar algunos años
antes de darme cuenta de que para
«libertar» el espíritu es muy
conveniente disciplinar la vida
práctica.
El hecho es extraño; pero yo debo a
Kant, cuya filosofía empecé a estudiar
en Alemania en 1911, el fundamento
inconmovible de mi pensamiento
religioso. Ya sé que Kant ha llenado de
escépticos el mundo, con su doctrina de
que Dios, la inmortalidad del alma y el
libre albedrío son postulados
indemostrables de la razón práctica. Ya
sé también que es la lógica de Kant lo
que ha creado en el mundo la confusión
entre el espíritu y el no espíritu, pero
lo que a mí me enseñó precisamente es
que el espíritu no puede proceder del no
espíritu, porque lo que me sorprendió de
su [9] filosofía no fué tanto la tesis
de que los juicios sintéticos a priori
no podrían ser válidos si no hubiera
categorías del pensamiento que son al
mismo tiempo categorías del ser, sino la
existencia misma de juicios sintéticos a
priori, el hecho de que 2+2=4 sea un
juicio sintético a priori, es decir, el
hecho de que las matemáticas y la lógica
no sean, ni puedan ser, reflejo de la
naturaleza material, sino que son, y
tienen que ser, creación del espíritu.
Al cerciorarme de ello tuve que decirme
que el espíritu es original, y no
derivado de la materia, y con ello me
limpié para siempre de todos los restos
de doctrinas darwinianas que en mi ánimo
quedaran, aunque, a decir verdad, no
había estudiado nunca el darwinismo;
pero lo había respirado del aire de mi
tiempo. Todo lo demás que aprendí de
Kant me pareció trivial al lado de esta
consecuencia decisiva: no sé, ni me
importa, si el cuerpo del hombre procede
del mono, pero estoy cierto de que el
espíritu no puede venir más que del
espíritu. Esta verdad parecerá muy
elemental a las personas espirituales y
reflexivas, pero estoy seguro de que, si
se repitiera y propagara lo bastante, no
habría tanto incrédulo entre las gentes
educadas de los países latinos, porque,
entre nosotros, incredulidad y
materialismo suelen ser una misma cosa.
La moral de Kant y su imperativo
categórico: «Obra de tal manera que la
máxima de tu acción pueda convertirse en
ley universal de la naturaleza», no me
sedujeron ni mucho ni poco, en primer
término, porque es evidente que no todas
las normas de la naturaleza, por ejemplo
la de que el pez grande se come al
chico, pueden convertirse en máximas de
moralidad, y además, porque es corriente
entre las gentes depravadas la tendencia
a inficionar a las demás de sus
depravaciones, con lo que dicho queda
que la universalidad no es por sí misma
criterio de bondad. De otra parte,
tampoco podía contentarme con la moral
moderna de los hombres y dedicarme, como
los socialistas, a hacerles felices en
un mundo mejor, sin cuidarme de
mejorarlos previamente, porque es
evidente, por lo primero, que toda
mejora permanente de los servicios
públicos dependerá de las virtudes
cívicas de los funcionarios que los
administren, y porque también enseña la
experiencia histórica que los hombres
tienden a empeorar cuando se mejoran sus
condiciones de vida, si no se cuida una
educación severa de mantener y reforzar
sus virtudes o si no les obliga a ello
la disciplina social misma. Al
hambriento hay que darle pan. Esto es
indiscutible; [10] pero lo importante no
es mejorar el mundo, sino mejorar a los
hombres, hacerlos más fuertes, más
inteligentes y más buenos.
Aún es más extraño que deba yo a
Nietzsche mi alejamiento de los
utopistas y mi convicción de que es
preciso para que los hombres se
perfeccionen, que se sientan de nuevo
pecadores, como en los siglos de más fe.
Esta consecuencia de las doctrinas de
Nietzsche no ha llamado tanto la
atención como su odio al Cristianismo y
su concepción del superhombre, pero creo
que, andando el tiempo, será Nietzsche
considerado como uno de los precursores
del retorno de los intelectuales a la
Iglesia, y merecerá este honor por haber
sido el pensador moderno que con más
elocuencia ha enseñado a las gentes a
desconfiar de sí mismas. Yo había leído
a Nietzsche por patriotismo. La flojedad
que sentí en mí y en torno mío durante
los años de las guerras coloniales,
terminadas en 1898 con la agresión de
los Estados Unidos, que a su prestigio
de potencia invencible unió la aureola
de nación libertadora de pueblos
oprimidos, me hizo sentir la necesidad
de hombres superiores a los que
teníamos. ¡Hombres superiores! Lo que
España necesitaba es lo mismo que
Nietzsche había predicado: «Os enseño el
superhombre. El hombre es algo que debe
superarse. ¿Qué habéis hecho para
superarle?» (Ich lehre euch den
übermenschen. Der Mensch ist etwas, das
überwunden werden soll. Was habt ihr
goian, ihn su überwinden?) Y lo que
Nietzsche nos enseña es lo mismo que la
Iglesia nos viene diciendo desde
siempre. Hay que superar al hombre, al
pecador, en cada uno de nosotros. Verdad
que Nietzsche acusa al Cristianismo de
haber creado una moral contra natura;
pero aquí no podía seguir a Zarathustra,
porque había aprendido en Kant que los
juicios sintéticos a priori no vienen de
la naturaleza material, porque no
proceden de la experiencia, y de ello
había deducido que el reino del espíritu
no es naturaleza, la naturaleza de los
materialistas, sino sobrenaturaleza. Por
otra parte, lo que es el superhombre no
me lo decía Zarathustra, y tenía que ir
a buscarlo a otros modelos.
Los Evangelios me habían parecido
siempre un libro aparte. Como los
escritores somos dados a la vanidad, se
nos figura que en nuestros mejores
momentos seríamos capaces de escribir
una página como Platón o como
Shakespeare o como Cervantes. El nivel
de los Evangelios, en cambio, me ha
parecido siempre inalcanzable. Lo que en
ellos se dice es lo que había que decir
en cada [11] instante y los que nunca se
nos hubiera ocurrido. Pero, además, lo
dicen exactamente como se debe, porque
el ideal literario no consiste en
exponer de un modo complicado las cosas
sencillas, sino en expresar las más
sutiles en las palabras que oyen los
hijos a su madre. Nuestro Señor habla a
las gentes como un padre a sus hijos y
les dice las cosas más profundas, las
profecías más remotas, las revelaciones
más inesperadas de sus pensamientos más
íntimos, ya en conceptos directos como
espadas, ya en parábolas sacadas de los
quehaceres cotidianos de un pueblo
labrador. Y nadie ha escrito mejor nunca
que los cuatro discípulos las palabras
del Maestro. Pero, además, la figura de
Hombre que nos presentan no es menos
importante que lo que nos dicen. Ya en
esto mismo nos muestran al sabio y al
profeta, al moralista y al vidente. En
sus actos, en cambio, se nos revela no
tan sólo un poder muy superior al
nuestro, sino una disciplina o maestría
de ese Poder que hacen de Jesús el mejor
«profesor de energía», como se decía
hace treinta años. Un gesto suyo basta
para arrojar a los mercaderes del
templo, y todo el tiempo sentimos que si
quiere puede acabar con Pilatos, Caifás
y Herodes. Pero que se contiene porque
no ha venido al mundo para eso, sino
para enseñarnos que Dios es amor, lo que
no impide que sintamos a cada momento
aquella omnipotencia suya, que de tan
admirable modo supo expresar el maestro
Mateo en el Pórtico de la Gloria de la
catedral de Santiago. ¿Qué mejor escuela
de energía que esa constante contención
del poder?
Ya convencido de que el modelo moral
para el hombre ha de buscarse en los
Evangelios, vagaba por las calles de
Londres cuando una tarde vi en la
fachada de una capilla protestante, creo
que bautista, una inscripción que decía:
«All foreigners are welcome» (Sean
bienvenidos todos los extranjeros). Han
pasado veinticinco años desde entonces.
La sacudida que esas palabras me
produjeron me dura todavía. La idea de
ser extranjero en una casa de oración me
fué tan repugnante que creo ha sido
decisiva en mi vida. Ya me daba cuenta
de que la invitación se inspiraba en el
mejor de los propósitos. Probablemente
se trataba de una congregación pequeña y
deseosa de extenderse; pero a un español
no se le hubiera ocurrido invitar a los
extranjeros, ni a los extraños, a entrar
en un templo, porque no hay extranjeros
para la catedral de Burgos. Años después
he podido cerciorarme de que América fue
descubierta porque los españoles
creíamos que los habitantes de las
tierras [12] desconocidas, cuyos caminos
andábamos buscando, podían convertirse y
salvarse, lo mismo que nosotros. Si el
padre Francisco de Vitoria creó el
Derecho internacional fue también porque
la sociabilidad universal de los hombres
era el cimiento de todo su sistema
jurídico. Si el padre Láinez, segundo
general de los jesuítas, consiguió en
Trento que fuera rechazada la «justicia
imputada», que proponía el agustino
Seripando, fue por su ardiente
convencimiento de que los medios de
justificación que Nuestro Señor nos
había proporcionado eran suficientes
para la salud de cuantos hombres
quisieran aprovecharlos. Todavía hace
pocos años él padre González Arintero,
que es el más sabio de nuestros
místicos, decía en su obra fundamental
que: «No hay proposición teológica más
segura que ésta: a todos, sin excepción,
se les da –proxime o remote– una gracia
suficiente para la salud.» Era, pues,
toda la tradición del Catolicismo
español la que se revolvía dentro de mí
contra el pensamiento de considerarme
extranjero en un templo. Entonces no la
conocía, pero mi herencia nacional me la
hacía sentir.
Por aquellos años traté a una serie de
hombres preocupados en temas afines a
los míos que ejercieron sobre mí
considerable influjo. T. H. Hulme,
muerto en la guerra, se había dado a
conocer, cuando estudiante, con una
conferencia en Cambridge, en la que
mantuvo la tesis de que los románticos
son gentes que niegan el pecado original
y se imaginan a los hombres como reyes
encarcelados, que recobrarán el trono en
cuanto se les ponga en libertad;
sostenía que el arte y el pensamiento
estaban esterilizados a causa del
naturalismo y del subjetivismo.
Proyectaba una polémica de muchos años,
a fin de restaurar los principios del
clasicismo cristiano, en filosofía y en
moral. Era gran entusiasta de la
doctrina ética de Mr. G. E. Moore, por
haber restaurado la creencia en la
objetividad del bien frente al
relativismo de los modernos. Pero Hulme
no influyó en mí tan sólo por sus ideas,
sino por su conducta. Voluntario dos
veces de la guerra, primero herido en el
campo de batalla, muerto luego, me
enseñó con el ejemplo que la devoción
cívica y el valor guerrero son virtudes
de la caridad y del espíritu,
sobreponiéndose a las flaquezas de la
carne.
Arthur G. Penty, el arquitecto, que es
el hombre después de William Morris, que
más ha hecho por hacer simpáticos los
gremios medievales y las ideas de la
Edad Media sobre el precio justo, me
enseñó la necesidad de restaurar la
supremacía del espíritu [13] sobre el
culto supersticioso de las máquinas a
que fían los modernos sus esperanzas de
un mundo mejor. El barón von Hügel, que
me hizo ingresar en la Sociedad de
Londres para el Estudio de la Religión (London
Society for the Study of Religion), me
mostró la posibilidad de conciliar la
más absoluta tolerancia para todo el que
sinceramente profesa una idea, con la
piedad más exaltada. La Sociedad se
reunía una vez al mes para discutir un
tema teológico desde el punto de vista
de la religión de cada uno de los
reunidos (unos cuarenta entre católicos,
anglicanos, disidentes y judíos, de los
cuales concurría una mitad a las
reuniones), y era costumbre que el barón
hablase después del conferenciante para
exponernos sus ideas. En cuantas
ocasiones pude oírle, adoptaba von Hügel
el punto de vista del conferenciante y
lo defendía con calor, para mostrar en
seguida la necesidad de un criterio
contrario complementario y explicar que
en la religión católica se armonizaban
uno y otro en un punto de vista
superior. Me pareció una fuente
inagotable de sabiduría, de libertad de
espíritu, de caridad intelectual y de fe
viva.
Por aquellos años andaba yo explicándome
los dogmas fundamentales de nuestra
religión, no con la pretensión ridícula
de que se me esclarecieran los
misterios, sino con aquella otra
razonable y recomendada por Pascal, de
que con esos misterios se esclareciera
mi concepto del mundo. Al estudiar, por
ejemplo, los métodos de la filosofía y
de la economía, me encontré con que los
autores debatían la mayor o menor
excelencia del teórico (deductivo o
inductivo), del histórico o genético y
del axiológico o valorativo, y llegué a
la conclusión de que los tres eran
necesarios e inseparables, aunque
distinguibles; porque si se estudia la
economía o la filosofía es por el valor
que tienen para el hombre; mas, para
poder valorarlas, es necesario
distinguirlas de otras ciencias, y tanto
los motivos que impulsan a las gentes a
estudiarlas, como los problemas de esas
ciencias, se plantean de un modo
histórico, con lo que se me hizo
evidente que el ser histórico de las
cosas del espíritu se une
inseparablemente a su esencia y a su
valoración. Tal fue mi primer aproche al
misterio de la Santísima Trinidad. El
segundo fue algo más directo. Al ordenar
un poco mi sistema de valores caí en la
cuenta de que todos los que el hombre
estima en algo pueden clasificarse en
tres grupos fundamentales: el poder, el
saber y el amor, porque en éste se
incluyen todos los valores [14] llamados
escépticos. Un análisis de estos tres
grupos de valores me mostró también que
si son fácilmente distinguibles, en
rigor son inseparables. El poder, por
ejemplo, además de poder ha de ser poder
de saber o poder de amor, porque en
cuanto se convierte en poder de
ignorancia o de odio se destruye a sí
mismo, y otro tanto ha de decirse del
saber y del amor. Pero Dios, el Bien, es
la unidad absoluta del poder, del saber
y del amor. Sobre la puerta del infierno
leyó Dante:
Fecemi la suprema potestade,
La somma sapienza, il primo amore
Y así, cuando me enseñó Arintero que el
Padre es la personificación de la
fortaleza, el Hijo de la verdad y el
Espíritu Santo del amor, y que los
pecados de flaqueza se dirigen
directamente contra el Padre, los de
ignorancia contra el Hijo y los de
malicia contra el Espíritu Santo, me
encontré con que mis propias
especulaciones me habían llevado a la
misma doctrina.
Al culto de la Virgen no volví por
consideraciones intelectuales, sino por
exigencias del corazón. Siempre juzgué
lógico que la Encarnación se preparase
su advenimiento, limpiándose el camino y
escogiendo para ello una mujer
inmaculada y libre del pecado original;
pero la necesidad de dirigir a Ella mis
rezos no nació de este pensamiento, sino
de las llamas y los rescoldos de mis
propias pasiones. Cuando de ellas se
recoge, como es inevitable, la amargura
de un gran desengaño, hace falta que
surja algún estímulo o consuelo que de
nuestra caída nos levante, so pena de
degradación definitiva. Ninguno hay
comparable al influjo que en casos tales
puede ejercer sobre nosotros una sombra
blanca, una belleza moral pura que nos
redima al recordarnos que también somos
suyos, que no nos deje caer sin
reprendernos y hacernos avergonzar de
nuestra caída y que sostenga en nosotros
el respeto del ideal hasta que venga
finalmente, en la hora de la muerte, si
lo hemos obtenido, a cerrarnos los ojos.
Cuando se piensa en lo que significa en
la hora de la desolación una figura que
encarna la pureza, se entiende mejor lo
que era para hombres vigorosos, como los
soldados y marinos de la España antigua,
el culto de la Virgen, escudo que los
protegía contra la voluptuosidad, que es
una degradación, porque en ella se
dedica el espíritu a idealizar los
placeres [15] más bajos. Contra esta
degradación fué compuesta la Salve hace
mil años en España, y no hay oración más
dulce en los labios de un hombre.
La cuestión de los milagros no me
preocupó nunca gran cosa, porque he
vivido en tiempos que habían dejado de
creer en el fatal determinismo de las
leyes naturales. Para los espíritus
reflexivos puede decirse que la región
de los milagros se extiende a casi todo
el Universo. La vida es un milagro; el
alma, otro; la verdad, otro mayor. Que
los hombres nos comuniquemos nuestros
pensamientos, que de estos signos
trazados sobre un papel deduzcan otros
hombres los mismos conceptos, es cosa
que parece natural, pero que es
absolutamente misteriosa. Y cuando se ha
comprendido la evidencia cotidiana de
esta acción inexplicable del espíritu
sobre la vida y sobre la materia,
desaparece en buena parte la dificultad
para aceptar que Dios haya querido
mostrar señales especiales de su acción
en el mundo a las almas escogidas, para
que de ello presten testimonio. Otro de
los temas que me han llamado más
poderosamente la atención ha sido el
acierto, el de la Iglesia, en punto a la
doctrina moral, hasta cuando era
dirigida por hombres sujetos a pasiones
desencadenadas. El padre Arintero, en su
obra fundamental Desenvolvimiento y
vitalidad de la Iglesia, me enseñó que
sólo es explicable por el infalible
magisterio del Espíritu Santo, que va
inspirando a los distintos órganos de la
Iglesia el conocimiento proporcionado a
las exigencias de los tiempos y
circunstancias. Testigo del mundo
sobrenatural y guardián de las buenas
costumbres en este mundo, permanente
vigía del reino del espíritu, la Iglesia
es al mismo tiempo el mejor centinela de
la tranquilidad, la dicha y el progreso
de los estados temporales, porque es
ella la que hace que en todas las clases
y regiones domine la idea del derecho,
la que consagra a los reyes y les
recuerda su deber de proteger al
desvalido, con lo que el poder público
recibe al mismo tiempo una fuerza, que
modera sus excesos y una aureola
carismática que contribuye a hacerlo
respetado. No es sólo que vela por el
orden al reprimir las tendencias
depravadas del hombre, sino que estimula
todos los progresos al fomentar sus
tendencias superiores, y al trabar con
los lazos del amor las relaciones de
gobernantes y gobernados, crea en la
sociedad y en el Estado una unidad
armónica que es el secreto de su fuerza
y de su estabilidad. Otras religiones
servirán al Estado tanto como la
Iglesia, pero [16] la Iglesia es única
en cuanto que no sirve a los Estados sin
sujetarlos a un ideal superior a su
propio egoísmo nacional. Por eso no hubo
nunca un gobierno que encontrara mejores
servidores que la antigua Monarquía
católica española, mientras se mantuvo
fiel a su ideal misionero. Pero cuando
se empezó a pensar en ella que España se
había sacrificado demasiado por la
Iglesia aparecieron al mismo tiempo los
españoles que pensaron que habían hecho
demasiado por la Monarquía y por España.
Así hemos vuelto a España, que fué
nuestro punto de partida. Al fin de todo
ello me encuentro con que mi Patria
perdió su camino cuando empezó a
apartarse de la Iglesia, y no puede
encontrarlo como no se decida de nuevo a
identificarse con ella en lo posible. Es
mucha verdad que en los siglos de la
Contrarreforma sacrificó sus fuerzas a
la Iglesia, pero esta es su gloria, y no
su decadencia. Dios paga ciento por uno
a quien le sirve. Ya nos había dado, por
haberle servido, el Imperio más grande
de la tierra, y si lo perdimos a los
cincuenta años de habernos abandonado a
los ideales de la Enciclopedia, debemos
inducir que la verdadera causa de la
pérdida fué el haber dejado de ser, en
hechos y en verdad, una Monarquía
católica, para trocarnos en un Estado
territorial y secular, como otros
Estados europeos. Algunas veces, en el
curso de mi vida, sobre todo en los años
de mi residencia en el Extranjero, me ha
asaltado el escrúpulo de no hacer por
España todo lo que podía, y ha sido este
reparo el que me ha hecho volver a mi
patria cuando tenía cierto nombre fuera
de sus fronteras. Ahora tengo a menudo
el remordimiento de no dedicar a la
Religión buena parte del tiempo y del
pensamiento que pongo en las cosas de mi
Patria. Lo que me consuela es haber
hecho la experiencia de la profunda
coincidencia que une la causa de España
y la de la Religión católica. Ha sido el
amor a España y la constante obsesión
con el problema de su caída lo que me ha
llevado a buscar en su fe religiosa las
raíces de su grandeza antigua. Y, a su
vez, el descubrimiento de que esa fe era
razonable y aceptable, y no sólo
compatible con la cultura y el progreso,
sino su condición y su mejor estímulo,
lo que me ha hecho más católico y
aumentado la influencia para el mejor
servicio de mi patria.
Ramiro de Maeztu
79. QUE HIJOS VAMOS
A DEJAR A ESTE MUNDO
Leopoldo Abadía dice en su artículo:
Me escribe un amigo diciendo que está
muy preocupado por el futuro de sus
nietos. Que no sabe qué hacer: si
dejarles herencia para que estudien o
gastarse el dinero con su mujer y que
"Dios les coja confesados".
Lo de que Dios les coja confesados es un
buen deseo, pero me parece que no tiene
que ver con su preocupación. En muchas
conferencias, se levanta una señora
(esto es pregunta de señoras) y dice esa
frase que me a mí me hace tanta gracia:
"¿qué mundo les vamos a dejar a nuestros
hijos?" Ahora, como me ven mayor y ven
que mis hijos ya están crecidos y que se
manejan bien por el mundo, me suelen
decir "¿qué mundo les vamos a dejar a
nuestros nietos?"
Yo suelo tener una contestación, de la
que cada vez estoy más convencido: "¡y a
mí, ¿qué me importa?!" Quizá suena un
poco mal, pero es que, realmente, me
importa muy poco.
Yo era hijo único. Ahora, cuando me
reúno con los otros 64 miembros de mi
familia directa, pienso lo que dirían
mis padres, si me vieran, porque de 1 a
65 hay mucha gente. Por lo menos, 64.
Mis padres fueron un modelo para mí. Se
preocuparon mucho por mis cosas, me
animaron a estudiar fuera de casa (cosa
fundamental, de la que hablaré otro día,
que te ayuda a quitarte la boina y a
descubrir que hay otros mundos fuera de
tu pueblo, de tu calle y de tu piso), se
volcaron para que fuera feliz. Y me
exigieron mucho.
Pero ¿qué mundo me dejaron? Pues mirad,
me dejaron:
1. La guerra civil española
2. La segunda guerra mundial
3. Las dos bombas atómicas
4. Corea
5. Vietnam
6. Los Balcanes
7. Afganistán
8. Irak
9. Internet
10. La globalización
Y no sigo, porque ésta es la lista que
me ha salido de un tirón, sin pensar. Si
pienso un poco, escribo un libro.
¿Vosotros creéis que mis padres pensaban
en el mundo que me iban a dejar? ¡Si no
se lo podían imaginar!
Lo que sí hicieron fue algo que nunca
les agradeceré bastante: intentar darme
una muy buena formación. Si no la
adquirí, fue culpa mía.
Eso es lo que yo quiero dejar a mis
hijos, porque si me pongo a pensar en lo
que va a pasar en el futuro, me entrará
la depre y además, no servirá para nada,
porque no les ayudaré en lo más mínimo.
A mí me gustaría que mis hijos y los
hijos de ese señor que me ha escrito y
los tuyos y los de los demás, fuesen
gente responsable, sana, de mirada
limpia, honrados, no murmuradores,
sinceros, leales. Lo que por ahí se
llama "buena gente".
Porque si son buena gente harán un mundo
bueno. Y harán negocios sanos. Y, si son
capitalistas, demostrarán con sus hechos
que el capitalismo es sano. (Si son mala
gente, demostrarán con sus hechos que el
capitalismo es sano, pero que ellos son
unos sinvergüenzas.)
Por tanto, menos preocuparse por los
hijos y más darles una buena formación:
que sepan distinguir el bien del mal,
que no digan que todo vale, que piensen
en los demás, que sean generosos. En
estos puntos suspensivos podéis poner
todas las cosas buenas que se os
ocurran.
Al acabar una conferencia la semana
pasada, se me acercó una señora joven
con dos hijos pequeños. Como también
aquel día me habían preguntado lo del
mundo que les vamos a dejar a nuestros
hijos, ella me dijo que le preocupaba
mucho más qué hijos íbamos a dejar a
este mundo.
A la señora joven le sobraba sabiduría,
y me hizo pensar. Y volví a darme cuenta
de la importancia de los padres. Porque
es fácil eso de pensar en el mundo, en
el futuro, en lo mal que está todo, pero
mientras los padres no se den cuenta de
que los hijos son cosa suya y de que si
salen bien, la responsabilidad es un 97%
suya y si salen mal, también, no
arreglaremos las cosas.
Y el Gobierno y las Autonomías se
agotarán haciendo Planes de Educación,
quitando la asignatura de Filosofía y
volviéndola a poner, añadiendo la
asignatura de Historia de mi pueblo (por
aquello de pensar en grande) o
quitándola, diciendo que hay que saber
inglés y todas estas cosas.
Pero lo fundamental es lo otro: los
padres. Ya sé que todos tienen mucho
trabajo, que las cosas ya no son como
antes, que el padre y la madre llegan
cansados a casa, que mientras llegan,
los hijos ven la tele basura, que lo de
la libertad es lo que se lleva, que la
autoridad de los padres es cosa del
siglo pasado. Lo sé todo. TODO. Pero no
vaya a ser que como lo sabemos todo, no
hagamos NADA.
P.S.
1. No he hablado de los nietos, porque
para eso tienen a sus padres.
2. Yo, con mis nietos, a merendar y a
decir tonterías y a reírnos, y a
contarles las notas que sacaba su padre
cuando era pequeño.
3. Y así, además de divertirme, quizá
también ayudo a formarles.
80. LA AUTORIDAD
MORAL DE TOLSTOI
Las epopeyas y la literatura de nuestro mundo clásico
fueron obras de auténticos maestros: hombres que poseían una «autoridad
moral». No escribían para entretener a un pueblo ocioso y aburrido, sino
para comunicar a sus lectores una experiencia de la vida.
Presentar un debate sobre el Escritor como Autoridad Moral sería un
acontecimiento en este centenario de Tolstoi, porque nadie parece saber ya
lo que eso significa. Ahí estamos los escritores, orgullosos de nuestros
premios o nuestras cifras de venta. ¿Qué significamos para la fe de los
hombres? ¿Qué valores proponemos a la sociedad? ¿Qué somos más que
vendedores de historias de papel?
El mundo occidental, falto de fe y de autoridad moral, va dejando inmensos
desiertos de ideas y valores en el alma de los hombres. Y esas landas áridas
de desengaño y aburrimiento son claramente visibles por cualquier enemigo
que tenga un mínimo de inteligencia y de fuerza. Los desiertos morales son
siempre «espacios conquistables». No es extraño que los fanáticos redoblen
sus golpes y sus asaltos en esos vacíos donde ven la flaqueza de su enemigo.
Hace muchos años, un camellero del Sahara me enseñó que los hombres del
desierto transmiten a sus hijos una sabia y prudente cautela: si el jeque no
construye una ciudadela en la roca más alta, la comarca será invadida, tarde
o temprano, por una tribu de bandidos.
Cuando Gandhi inició la lucha por la independencia de la India y la
fundamentó en la no violencia, eligió la vía de la «autoridad moral». Y
Churchill y Mountbatten -sus adversarios políticos- se dieron cuenta pronto
de que estaban perdidos ante aquel profeta que vestía como un paria pero que
sabía ocupar las alturas de la ciudadela? Y así ocurrió que los propios
británicos fueron conquistados por la autoridad moral de Gandhi. He tenido
en mis manos los libros que Gandhi enviaba a su maestro Tolstoi y que se
conservan en la biblioteca de Iásnaia Poliana.
Los británicos perdieron el Imperio en esa batalla intelectual porque son un
pueblo que entiende -o entendió siempre- el lenguaje de la «autoridad
moral». Y no habrían perdido jamás la batalla en una guerra convencional.
Hitler fue ajusticiado en una guerra con Inglaterra y Estados Unidos, pero
Gandhi no perdió la suya.
Gandhi fue asesinado, sin embargo, por un fanático musulmán. Y hoy reaparece
ese problema que nos afecta tanto a nosotros como a los propios musulmanes
liberales. Hay unos fanáticos que se disfrazan de «autoridad moral» y
seducen a las masas. ¿Qué tenemos nosotros para oponerles?
El materialismo nos destruye y nos arrastra en su caída por falta de
valores. Y, al otro lado, en nuestro desierto moral sin ciudadelas, el
fanatismo siempre encontrará supersticiones para exaltar a terroristas y
kamikazes. No nos servirán las bonitas razones del «sereno ateísmo
racionalista» para luchar contra esa barbarie.
Tolstoi fue ya un precursor en esta batalla, cuando se rebeló contra la
frialdad racionalista y la tibieza del relativismo moderno. Tenemos que
responder con nuestro corazón y nuestra fe. Este es un reto que, en estas
fechas del centenario de Tolstoi, se plantea claramente a los jóvenes.
No sé si un contemporáneo puede presumir de conocer mejor a un maestro por
haberlo tratado personalmente. Yo tuve que conformarme con leer
pacientemente obras, biografías y cartas de Tolstoi, buscando a sus amigos y
discípulos, recorriendo su mundo y visitando muchas veces sus casas en
Rusia.
La oscuridad de los siglos
Me dolía en el alma comprobar que mis coetáneos hablaban de Tolstoi como si
fuese un resto arqueológico perdido en la oscuridad de los siglos. Me
apenaba ver cómo inculcaban a los jóvenes una imagen lejana y empolvada del
maestro, creando una falsa distancia que los expertos del oscurantismo iban
ahumando intencionadamente para crear un efecto tenebroso. Me daba cuenta de
que, en el escaparate del mundo materialista moderno, hay expertos en
ensombrecer y ocultar, igual que hay especialistas en iluminar. Es muy fácil
dirigir un foco a un escenario para dar fuerza a un figurante y, por el
contrario, oscurecer a una primera figura apagándole las luces. Ni
comunistas ni capitalistas, ni piadosos ni ateos amaban la figura de
Tolstoi, el viejo profeta ruso que, leyendo el Evangelio de San Mateo, había
fundamentado una filosofía de la no violencia. Y, al final de su vida,
muchos le consideraban un viejo loco, más que un maestro; sobre todo desde
que -a causa de sus ideas místicas pero rebeldes- había sido excomulgado por
la Iglesia rusa.
Pero, a pesar de que el burdo materialismo del siglo XX quería apartarnos
del pasado espiritual de Europa y pretendía entretenernos con fuegos
artificiales, algunos nos dábamos cuenta de que Tolstoi no estaba tan lejos
y que sus diatribas contra la caída de los valores y la falta de fe eran
apasionantes. Porque la «autoridad moral» no sólo es el fundamento de la
política sino también la base conmovedora de la gran Literatura.
No todo el pasado se había hundido en las tinieblas y en la lejanía, como
querían hacernos creer los vendedores de «novedades». Alexandra Lvovna
Tolstaia -la hija de Tolstoi- vivía en Valley Cottage en 1972, cuando pude
conocer a esta fiel compañera de su última y desesperada fuga. Era ya casi
nonagenaria, pero aún se ocupaba de los huérfanos y de los emigrantes y, en
la Tolstoi Foundation, mantenía vivos los ideales pedagógicos, humanistas y
morales de su padre. Fue ella quien ayudó a Nabokov y a Rachmaninoff a huir
de los bolcheviques.
Me conmovió la presencia del «pensamiento» de Tolstoi in partibus infidelium,
porque allí, en Estados Unidos, estaban también los más fuertes y optimistas
promotores de la nueva revolución capitalista y los apóstoles del olvido de
los valores del Viejo Mundo. Occidente ha producido buena parte de la
propaganda materialista e inmoral que hemos consumido con avidez; sobre todo
desde que los títeres del Telón de Acero dejaron de representarse cuando se
les derrumbó el teatro.
Los muertos están vivos
Y, sin embargo, los norteamericanos no han perdido sus símbolos de identidad
cultural ni sus valores. Creen en sus precursores y en sus pioneros,
mantienen su fe y defienden hasta el heroísmo a un país gobernado
democráticamente para que la política no corrompa los ideales de la cultura.
«Grave and hesitating, grave y titubeando -leemos en Whitman- escribo estas
palabras: Los muertos están vivos. Quizá son los únicos vivos, los únicos
reales, y yo el aparecido, yo el fantasma.»
¿Sentiremos esa vergüenza los europeos al conmemorar el centenario de
Tolstoi? ¿Tendremos la valentía de proclamar que nuestros muertos también
están vivos?
Quizá ya es tarde para Tolstoi e, incluso, para Nietzsche, que sería más
duro con ciertos filántropos de la política (ahora les llaman «buenistas»).
Hemos perdido la idea del bien común que fue tan importante para el
cristianismo y para Tolstoi: «El reino de Dios está en vosotros». Pero el
bien común implicaba deberes y derechos, mientras que el «buenismo
filantrópico» consistió siempre en dar lo que nos pidan, sin responsabilidad
ni criterio, para que nos dejen tranquilos.
No nos respetamos a nosotros mismos -diría Tolstoi- y por eso no sabemos
amar. Hemos creado un mundo capaz de globalizar una enorme riqueza material,
pero somos incapaces de globalizar la infinita riqueza moral y espiritual
que tenemos en nuestra ciencia y en nuestra cultura?
¿Esperamos acaso que la felicidad universal se parezca a la posesión
espasmódica de la riqueza material? ¿Nadie lee ya el Evangelio de San Juan?:
«El conocimiento de la verdad es lo que os hará libres». Medio mundo cree en
verdades fanáticas sin libertad. Y el otro medio busca una experiencia de la
libertad sin verdad.
No son los políticos los que pueden recuperar los valores de nuestra
cultura, sino que se necesitan «autoridades morales».
81.
JUEGOS DE GÉNERO
Como todos los totalitarismos
que en el mundo han sido, la aspiración primordial de la ideología de género
es completar una ingeniería social; esto es, disolver los vínculos naturales
que forman el tejido social para, una vez convertido ese tejido en una
suerte de papilla informe, sustituir tales vínculos por creaciones
artificiosas que conviertan a las personas en lacayos del poder establecido.
En su proceso de deconstrucción social, la ideología de género propugna que
no existen ni el sexo ni la diferencia sexual como realidades innatas al ser
humano; y que sólo existen «géneros», es decir, roles adquiridos, producto
de una determinada práctica social. Para cambiar tales roles, la ideología
de género ha declarado batalla sin cuartel a la institución familiar, que
considera el último bastión de resistencia en su programa de ingeniería
social. Y, aplicando el esquema de la lucha de clases marxista a las
relaciones familiares, las presenta como relaciones conflictivas: así, el
amor entre los esposos se convierte en relación de dominio, en la que
florecen todo tipo de violencias y alienaciones; y, una vez convertida la
vida de pareja en campo de Agramante, se pueden desarrollar «políticas de
igualdad» que finjan poner coto a las violencias en el ámbito familiar
(cuando lo que en realidad pretenden es engendrar dichas violencias), a la
vez que «salvan» a los hijos, otorgando al Estado un falso título de
legitimidad para encargarse de su educación. Así, la ideología de género se
asegura el adoctrinamiento de la sociedad desde la propia infancia.
La obsesión de la ideología de género por la sexualidad de los niños es
comprensible. Puesto que la diferencia sexual se considera una «alienación»
impuesta desde instancias sociales represoras, el objetivo primordial debe
ser combatir todo lo que perpetúa tal «alienación». Para acabar con la
diferencia sexual entre hombres y mujeres, es preciso que el sexo de conciba
no como algo determinado por el nacimiento, sino como una suerte de
«asignatura de libre configuración», que cada quisque elige, según la
«orientación sexual» que en cada momento de su vida le pete. Así,
convirtiendo la práctica sexual en una actividad meramente lúdica, se
construye una nueva utopía de hedonismo que preconiza la consecución de la
felicidad a través de la exaltación del deseo sexual, sin límite moral,
legal o corporal alguno. Chesterton la vislumbró hace casi un siglo, cuando
auguró que no tardaría en proclamarse una nueva religión que, a la vez que
exaltase la lujuria, prohibiese la fecundidad. Tal religión ya ha sido
instaurada; y toda la panoplia legal desplegada en los últimos tiempos
—reconfiguración de la institución matrimonial, consagración del llamado
«derecho a la salud reproductiva y sexual», educación para la ciudadanía y
demás flores pútridas de la ideología de género— no tiene otro afán sino
otorgar cobertura jurídica a una revolución ideológica que trata de cambiar
radicalmente la sociedad, moldeando la esfera interior de las personas.
En esta estrategia revolucionaria debe enmarcarse esta nueva pretensión de
controlar el recreo de los niños en las escuelas, mediante el
establecimiento de centinelas de género que vigilen los «protocolos de
juego» y transmitan «los valores y principios adecuados». Pura y dura
ingeniería social que podemos despachar con cuatro risas y cuatro bromas
chuscas; pero algún día, no tardando mucho, la risa se nos congelará en la
boca, en un rictus de horror. Para entonces, ya será demasiado tarde.
82. LOS REYES MAGOS SON DE
VERDAD
Anónimo
Apenas su padre se había sentado al llegar a casa, dispuesto
a escucharle como todos los días lo que su hija le contaba de sus
actividades en el colegio, cuando ésta en voz algo baja, como con miedo, le
dijo:
- ¿Papa?
- Sí, hija, cuéntame
- Oye, quiero... que me digas la verdad
- Claro, hija. Siempre te la digo -respondió el padre un poco sorprendido
- Es que... -titubeó Blanca
- Dime, hija, dime.
- Papá, ¿existen los Reyes Magos?
El padre de Blanca se quedó mudo, miró a su mujer, intentando
descubrir el origen de aquella pregunta, pero sólo pudo ver un rostro tan
sorprendido como el suyo que le miraba igualmente.
- Las niñas
dicen que son los padres. ¿Es verdad?
La nueva
pregunta de Blanca le obligó a volver la mirada hacia la niña y tragando saliva
le dijo:
- ¿Y tú qué crees, hija?
- Yo no se, papá: que sí y que no. Por un lado me parece que sí que existen
porque tú no me engañas; pero, como las niñas dicen eso.
- Mira, hija,
efectivamente son los padres los que ponen los regalos pero...
- ¿Entonces es verdad? -cortó la niña con los ojos humedecidos-. ¡Me habéis
engañado!
- No, mira, nunca te hemos engañado porque los Reyes Magos sí que existen
-respondió el padre cogiendo con sus dos manos la cara de Blanca .
- Entonces no lo entiendo. papá.
- Siéntate, Blanquita, y escucha esta historia que te voy a contar porque ya ha
llegado la hora de que puedas comprenderla -dijo el padre, mientras señalaba con
la mano el asiento a su lado.
Blanca se sentó entre sus padres ansiosa de escuchar cualquier cosa que le
sacase de su duda, y su padre se dispuso a narrar lo que para él debió de ser la
verdadera historia de los Reyes Magos:
- Cuando el Niño Jesús nació, tres Reyes que venían de Oriente guiados por una
gran estrella se acercaron al Portal para adorarle. Le llevaron regalos en
prueba de amor y respeto, y el Niño se puso tan
contento y parecía tan feliz que el más anciano de los Reyes, Melchor, dijo:
- ¡Es
maravilloso ver tan feliz a un niño! Deberíamos llevar regalos a todos los niños
del mundo y ver lo felices que serían.
- ¡Oh, sí! -exclamó Gaspar-. Es una buena idea, pero es muy difícil de hacer. No
seremos capaces de poder llevar regalos a tantos millones de niños como hay en
el mundo.
Baltasar, el
tercero de los Reyes, que estaba escuchando a sus dos compañeros con cara de
alegría, comentó:
- Es verdad que sería fantástico, pero Gaspar tiene razón y, aunque somos magos,
ya somos ancianos y nos resultaría muy difícil poder recorrer el mundo entero
entregando regalos a todos los niños. Pero sería tan bonito.
Los tres Reyes
se pusieron muy tristes al pensar que no podrían realizar su deseo. Y el Niño
Jesús, que desde su pobre cunita parecía escucharles muy atento, sonrió y la voz
de Dios se escuchó en el Portal:
- Sois muy
buenos, queridos Reyes Magos, y os agradezco vuestros regalos. Voy a ayudaros a
realizar vuestro hermoso deseo. Decidme:
¿qué necesitáis para poder llevar regalos a todos los niños?
- ¡Oh, Señor! -dijeron los tres Reyes postrándose de rodillas.
Necesitaríamos millones y millones de pajes, casi uno para cada niño que
pudieran llevar al mismo tiempo a cada casa nuestros regalos, pero. no podemos
tener tantos pajes., no existen tantos.
- No os
preocupéis por eso -dijo Dios-. Yo os voy a dar, no uno sino dos pajes para cada
niño que hay en el mundo.
- ¡Sería fantástico! Pero, ¿cómo es posible? -dijeron a la vez los tres Reyes
Magos con cara de sorpresa y admiración.
- Decidme, ¿no es verdad que los pajes que os gustaría tener deben querer mucho
a los niños? -preguntó Dios.
- Sí, claro, eso es fundamental - asistieron los tres Reyes.
- Y, ¿verdad que esos pajes deberían conocer muy bien los deseos de los niños?
- Sí, sí. Eso es lo que exigiríamos a un paje -respondieron cada vez más
entusiasmados los tres.
- Pues decidme, queridos Reyes: ¿hay alguien que quiera más a los niños y los
conozca mejor que sus propios padres?
Los tres Reyes
se miraron asintiendo y empezando a comprender lo que Dios estaba planeando,
cuando la voz de nuevo se volvió a oír:
- Puesto que
así lo habéis querido y para que en nombre de los Tres Reyes Magos de Oriente
todos los niños del mundo reciban algunos regalos, YO, ordeno que en Navidad,
conmemorando estos momentos, todos los padres se conviertan en vuestros pajes, y
que en vuestro nombre, y de vuestra parte regalen a sus hijos los regalos que
deseen. También ordeno que, mientras los niños sean pequeños, la entrega de
regalos se haga como si la hicieran los propios Reyes Magos. Pero cuando los
niños sean suficientemente mayores para entender esto, los padres les contarán
esta historia y a partir de entonces, en todas las Navidades, los niños harán
también regalos a sus padres en prueba de cariño. Y, alrededor del Belén,
recordarán que gracias a los Tres Reyes Magos todos son más felices.
Cuando el padre de Blanca hubo terminado de contar esta historia, la niña se
levantó y dando un beso a sus padres dijo:
- Ahora sí que
lo entiendo todo papá.. Y estoy muy contenta de saber que me queréis y que no me
habéis engañado.
Y corriendo, se dirigió a su cuarto, regresando con su hucha en la mano mientras
decía:
- No sé si tendré bastante para compraros algún regalo, pero para el año que
viene ya guardaré más dinero.
Y todos se abrazaron mientras, a buen seguro, desde el Cielo, tres Reyes Magos
contemplaban la escena tremendamente satisfechos.
FIN.
83. PRONÚNCIESE «ELEGETEBÉ»
Pérez Reverte
Hay varios cantamañanas
convencidos de que la lengua no pertenece a quienes la hablan, sino a
quienes deciden retorcerla a su antojo a golpe de guía y decreto. Me refiero
a esos individuos de ambos sexos -ellos dirían individuos e individuas de
ambos géneros- que se atreven, con la osadía de su ignorancia, a lo que ni
siquiera pretende la Real Academia Española; que hace ortografías y
gramáticas para ordenar y clarificar la parla castellana, pero no establece
prohibiciones o valores morales -más allá de las marcas informativas vulgar,
despectivo, peyorativo, culto o coloquial- sobre lo que la peña debe decir
por la calle, en el bar donde no fuma, o en su casa. Pero hay gente, como
digo, segura de que basta poner etiquetas de incorrección política o
publicar guías normativas para que el habla de la sociedad se ajuste, sin
más, al objetivo buscado. Y como en este país de tontos del ciruelo eso da
votos, raro es quien no acaba apuntándose por iniciativa propia -el récord
de imbecilidad socialmente correcta, aunque muy disputado, lo tiene de
momento la Junta de Andalucía- o bajo presión del qué dirán, financiando
verdaderos disparates; que luego, presentados con mucha gravedad y esmero,
reservan al político de turno, cargo paniaguado o talibán de pesebre -a
menudo se hacen la foto juntos, encantados de haberse conocido-, un lugar en
los informativos regionales, o en los telediarios.
La penúltima es valenciana, a cargo del Consejo de la Juventud de allí; que
con la colaboración del ayuntamiento local presentó hace un par de semanas
su 'Guía del lenguaje no heterosexista': curioso documento donde, junto a
reflexiones oportunas sobre la diversidad sexual y la necesidad de su
reconocimiento social, los autores también se meten sin rubor a resolver, en
cuatro líneas, complejas honduras de la lengua y su uso. Por ejemplo,
manifestando que su objetivo es ser, modestia aparte, «herramienta útil y
directa de lucha contra el patriarcado y el heterosexismo a través del
lenguaje», a fin de que la creencia de que la gente suele ser heterosexual y
adscrita a un sexo determinado -la guía, por supuesto, dice género- «vaya
desapareciendo de la sociedad»; por ejemplo, evitándose «esquemas que
presupongan la existencia de un padre y una madre». Con especial atención,
teniendo presente la diversidad de situaciones familiares actuales, a
«rechazar la presunción de heterosexualidad» en las personas. Lo que, dicho
en corto, significa dirigirse siempre al prójimo en términos ambiguos y poco
comprometidos sobre el sexo de su presunto padre y su señora madre, aunque
los tenga. Por si acaso. Y aunque el interlocutor aparente ser varón o
hembra -quizá porque lleve bigote o luzca unas tetas de la talla 98-, no dar
nunca por sentado que es una cosa u otra, no vayamos a ofenderle la
sensibilidad. Etcétera.
Estoy seguro de que esa pandilla de bobos socialmente correctos, que se
extiende cual mancha de aceite de oliva virgen, no se da cuenta del lío en
que está metiendo a la gente -recuerden a la pobre mujer que habló en la
radio de subsaharianos afroamericanos-. De la confusión a que nos expone
cuando mezcla conceptos lógicos y respetables con desvaríos de género y
génera, con radicalismos idiotas que camuflan la entraña del asunto: la
necesidad indiscutible de orientar a la sociedad hacia un cambio de
mentalidad y actitudes, haciendo justicia a colectivos sometidos al ninguneo
y al desprecio. Sin embargo, para eso hacen falta cultura e inteligencia,
elementos poco habituales en la clase política y sus clientes
subvencionados. Es más fácil apuntarse dos capotazos en plan caricatura,
tachando de reaccionario, machista y homófobo a quien discrepe de las
maneras o, con toda la razón del mundo, se chotee del negocio. Ya me dirán
ustedes qué suerte puede correr una causa, por noble y razonable que sea,
cuando se aliña con estupideces como que es necesario proscribir la
expresión «relaciones entre chicos y chicas», por excluyente, cambiándola
por «relaciones sexuales»; o cuando se afirma que la palabra 'homosexual' se
usa de forma limitadora e «invisibilidad» a las lesbianas, y debe
sustituirse de inmediato, por escrito y en el habla cotidiana, por las
siglas LGTB. Que engloban a lesbianas, gays, transexuales y bisexuales, y
además queda más corto y manejable «por economía lingüística».
De manera que, señoras y caballeros, ha nacido otra estrella. Según la guía
valenciana, usted y yo deberemos decir en adelante, so pena de ser llamados
fascistas homófobos, «Día del orgullo LGTB» -pronunciado elegetebé, ojo-,
«comunidad LGTB» y «LGTBfobia». El puntazo, sin embargo, viene al final,
cuando la guía se refiere a condenables «expresiones heterosexistes com ara
donar per cul». Lo que significa que, a partir de ahora, tampoco podremos
utilizar la gráfica, rotunda y siempre útil -especialmente en España-
expresión «vete a tomar por culo». Por elegetebefóbica.
XLSemanal, 6 de febrero de 2011
84. CUANDO LOS
CIENTÍFICOS PIERDEN LA CABEZA
Abundando en nuestro lema: SERVI VITAE
CUM SCIENTIAE
Robert Knight
Todos los días los científicos nos sacuden con nuevos hallazgos y
posibilidades. En China, los de bata blanca están muy ocupados creando
quimeras, proles de seres humanos cruzados con animales (en un medio de
cultivo), para desarrollar vacunas. Con la clonación y la ingeniería
genética encima de nosotros, la pregunta de si algo se debe hacer
rápidamente está siendo eclipsada por lo que se puede hacer. Pero debemos
seguir haciéndonos la primera pregunta como si nuestras vidas dependieran de
ello.
En 1943, en “La abolición del hombre,” C.S. Lewis lanzó la alerta de que no
todos los avances científicos son benignos ya que los seres humanos no son
benignos: “La conquista de la naturaleza por parte del hombre, si se llevan
a cabo los sueños de algunos planificadores científicos, significa el
dominio por parte de algunos cientos de hombres sobre miles y miles de
millones de hombres. No hay ni podrá haber ningún simple aumento de dominio
por parte de parte del hombre. Cada nuevo dominio que el hombre logre es
también un nuevo dominio sobre el hombre.”
El 14 de enero (2011), el Instituto Potomac para los Estudios Políticos, en
Arlington, Estado de Virginia, EEUU, fue anfitrión del seminario “Uso y mal
uso de la neurología y la psiquiatría: Lecciones que hemos aprendido del
Holocausto”. Durante un diálogo bastante amplio, varios especialistas en
medicina y ética ataron cabos entre los avances en la biología, la genética,
la psiquiatría y la medicina, y la tentación de abusar de la ciencia –
siempre con la declaración de buenas intenciones.
Edmund Pellegrino, Profesor Emérito de la Universidad de Georgetown, que
dirigió el Consejo de Bioética del Presidente de EEUU, observó que el
Juramento Hipocrático, que en el pasado dirigía la medicina, “ahora se
encuentra desmantelado y sus principios han cambiado”.
Al abordar la pregunta de cómo fue posible que el Holocausto hubiera
ocurrido en una nación tan avanzada como Alemania, Pellegrino señaló que la
profesión médica misma aceptó con bastante facilidad los preceptos de la
eugenesia. Otro panelista, John Hall, del Centro Médico de la Universidad de
Mississippi, observó que la eugenesia surgió en Inglaterra, se desarrolló en
EEUU y luego saltó el charco de regreso al Viejo Continente para
implementarse devastadoramente en Alemania..
Los médicos y enfermeras alemanes se tragaron la idea de que los “intereses
del público en general y del estado” tenían primacía “sobre los intereses”
del paciente, señaló Pellegrino. Y añadió: “Ningún médico se sintió culpable
de violar la ética médica”, porque la profesión había cambiado radicalmente
para subordinarse al énfasis del estado sobre el individuo que era parte de
la ideología del Socialismo Nacional (el nazismo).
Antes del estallido de la II Guerra Mundial, dijo el Dr. Hall, EEUU estaba
solamente 10 años detrás de Alemania y ya llevaba bastante trecho recorrido
en cuanto a la esterilización forzosa. Después de todo, el Magistrado Oliver
Wendell Holmes fue quien, en el caso Buck v. Bell de 1927, expresó con
frialdad la muy conocida observación: “Es mejor para todo el mundo que en
vez de esperar para ejecutar a hijos degenerados por un crimen que hayan
cometido, la sociedad puede impedir que los que sean manifiestamente ineptos
se propaguen. El principio que sustenta la vacunación obligatoria es lo
bastante amplio como para incluir el cortar las trompas de Falopio… Tres
generaciones de imbéciles es suficiente.”
A raíz de esa sentencia, el Estado de Virginia siguió adelante con la
esterilización de Carrie Buck, a quien se le consideró “mentalmente débil”.
Virginia había llegado tarde, ya que ese estado había aprobado la ley de
esterilización obligatoria en 1924, pero el Estado de Indiana había
comenzado esta tendencia en 1907, seguido por otros 32 estados.
En Alemania, los nazis tomaron nota de la campaña de esterilización de EEUU
y comenzaron su propio programa esterilizando a matrimonios que tenían
“defectos” notables, para que no pudieran transmitir esas características a
los hijos. Rápidamente esta situación evolucionó hasta llegar a la práctica
de la eutanasia de los enfermos mentales y de las personas con
incapacidades. Patricia Heberer, una historiadora del Museo para la Memoria
del Holocausto de EEUU, observó en su crónica cómo “la campaña de eutanasia
a gran escala precedió la Solución Final [la matanza de 6 millones de
judíos] dos años antes.” Durante su presentación, señaló que llegó el
momento en que el 45% de los médicos alemanes eran miembros del Partido
Nazi.
“Comenzaron con los niños y los recién nacidos incapacitados y lo
extendieron hasta los de 17 años de edad”, dijo la experta. Poco después, el
programa T-4, que se llevó a cabo de 1939 a 1945, mató de 200,000 a 250,000
personas consideradas “ineptas”. Ello fue aparte de los millones de judíos
asesinados en los campos de muerte. Cuando los soldados de EEUU llegaron a
un sanatorio de Alemania dos semanas después del fin de la guerra en mayo de
1945, encontraron que había médicos y enfermeras que todavía estaban muy
ocupados matando a “cualquiera que ya no era útil”, incluyendo soldados
alemanes que estaban heridos.
Los avances científicos son una espada de dos filos, como observó C.S.
Lewis. A medida que los científicos puedan hacer más cosas con la ingeniería
genética, aumentará la tentación de manipular la vida humana. Ya nos
encontramos bastante lejos en esa autopista
El lunes 24 de enero (2011), la Marcha por la Vida en EEUU lamentó el
aniversario número 38 de la sentencia Roe v. Wade (del 22 de enero de 1973),
del Tribunal Supremo, que abrió la puerta a 52 millones de abortos de niños
no nacidos hasta la fecha.
Muchos sobrevivientes del Holocausto resienten la comparación del aborto
legal con sus propios horrores que no conocieron mitigación alguna. Soy
consciente de sus sentimientos. Sin embargo, C.S. Lewis nos puso sobre aviso
acerca de los peligros mortales de la soberbia desenfrenada del hombre, la
cual, se pone en práctica donde quiera que a los seres humanos se les trata
como algo desechable.
El Profesor James Giordano, del Instituto Potomac, dio la conferencia de
apertura del seminario del 14 de enero (2011), con la observación de que, en
términos de la investigación científica, los 90 fue “la década del cerebro,
los 2,000 fue la década de la mente y los 2,010 fue la década del control
del dolor”.
¿Cuán lejos llegaremos en cuanto a erradicar el dolor y aumentar el placer?
A medida que nos aproximamos al “mundo feliz” de seres humanos fruto de la
ingeniería en una nación de aborto a petición, cada “avance” debe ser
sopesado en cuanto a cómo afectará al débil e indefenso entre nosotros.
Siendo un cristiano declarado, C.S. Lewis halló esperanza en el amor
natural, dado por Dios, que todavía gobierna en el mundo: “Tenemos mucho que
agradecer a la benéfica obstinación de las madres verdaderas, las enfermeras
verdaderas y, sobre todo, los niños verdaderos, por preservar a la raza
humana en la sensatez que todavía posee.”
En Deuteronomio 30:19, Moisés transmite la voluntad de Dios: “He puesto
delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición, por lo
tanto, escoge la vida, para que tú y tu descendencia puedan vivir.”
Es necesario que la ley refleje el orden moral inspirado por Dios. Thomas
Jefferson no pensó solamente que “todos los hombres han sido dotados por su
Creador” con el derecho a la vida, sino que también le dio la primera
prioridad entre los “derechos inalienables” del hombre. “El cuidado de la
vida humana y la felicidad, y no su destrucción, es el primer y único objeto
legítimo del buen gobierno.”
85. El orgasmo,
obligatorio
JAVIER LÓPEZ / DOMINGO PÉREZ | JAÉN / MADRID
El orgasmo,
obligatorio
El sexo se ha convertido en una de las obsesiones del PSOE y de un
Ejecutivo empeñado en imponer a toda la sociedad su ideología sexual. La
última genialidad corresponde a la Junta de Andalucía que pretende que
el orgasmo sea obligatorio
Domingo , 02-05-10
Orgasmos obligatorios, masturbación a tiempo completo y con todo tipo de
instrumentos, aborto libre, sexo sin responsabilidad, la píldora del día
después sin receta, promiscuidad, ensalzamiento y difusión de todas las
opciones sexuales minoritarias... Todo esto y mucho más es la «Educación
afectivo-sexual» que sólo busca un objetivo: el adoctrinamiento de niños
y adolescentes a través de una muy concreta visión de la sexualidad.
Para conseguirlo se ha organizado una intrincada telaraña de normas,
encabezadas por la ley del aborto y la de Educación para la Ciudadanía,
de cursos, de programas de estudios, de juegos interactivos y de todo
tipo de materiales didácticos premiados, ensalzados y altamente
subvencionados.
La última «genialidad» conocida corresponde a la Junta de Andalucía. Su
Consejería de Salud recomienda a las adolescentes que no acepten que sus
relaciones sexuales terminen sin orgasmo. Les aclara que la forma más
fácil de alcanzarlo «es a través de la masturbación». Les indica
asimismo que es factible vivir la sexualidad de múltiples maneras: «A
solas, con otra persona, con personas del mismo sexo o con personas de
distinto sexo». Además, plantea que la primera vez que hagan el amor sea
la chica la que controle la situación -sugiere la forma de hacerlo- para
que esté cómoda y pueda interrumpir el acto cuando lo desee.
Ofrece estas explicaciones en una guía sobre sexualidad dirigida a la
población más joven. «La sexualidad no es sólo la penetración del pene
en la vagina, el ano o la boca. Es la capacidad de disfrutar de nuestro
cuerpo, del cuerpo de la otra persona, del mismo o de distinto sexo. Es
el cosquilleo que sentimos cuando aparece la chica o el chico que nos
gusta, cuando nos besamos, nos miramos, nos tocamos... con alguien que
nos atrae o a quien queremos», detalla.
La guía indica que la autosatisfacción es una práctica sexual
absolutamente normal tanto en hombres como en mujeres que se experimenta
en todas las etapas de la vida. «La masturbación suele ir acompañada de
fantasías eróticas, que estimulan el deseo, la excitación y el orgasmo,
y contribuyen al desarrollo de la sexualidad». En cuanto a la fantasía,
la define como componente esencial de la sexualidad, «es el sexo vuelto
imaginación», que, a su vez, «es un pilar fundamental de la vida
sexual». «De hecho -sentencia- las personas con pocas fantasías tienen
poco deseo sexual».
En el capítulo sobre el orgasmo, tras aclarar que es una sensación
«intensa y placentera que recorre todo el cuerpo», indica que hay chicas
que no llegan al orgasmo con la penetración y que tenerlo a la vez que
su pareja se consigue «en muy pocas ocasiones». Respecto a las
preferencias sexuales, apunta que son susceptible de cambiar a lo largo
de la vida. La guía alude a la primera vez. Señala que el momento de
tener la primera relación sexual con penetración no está en absoluto
relacionado con la edad. «Podemos decir que un buen momento es cuando
los dos miembros de la pareja son capaces de disfrutar y de llegar al
orgasmo, tanto solos como juntos». Al menos recomienda no tener prisa.
«Mi primera vez»
En el fondo nada nuevo, y en la línea de, por ejemplo, el material «Sexpresan»
galardonado por Educación que lo recomienda vivamente. Un trabajo que
propone a los púberes, recién entrados en la adolescencia, actividades
como «Hagamos un test: mi primera vez será...». Cuya finalidad es:
«Estimar el grado de satisfacción y seguridad de tu primera vez».
Propone curiosos ejercicios como ordenar del 1 al 9 los «pasos», que son
unas imágenes donde se pueden leer y apreciar en dibujos bastante
explícitos, los siguientes mensajes: «penetración, anudar y tirar,
comprobar, excitación, erección. retirar el pene, eyaculación, poner el
preservativo y sacar el preservativo». En torno a tan instructivas
materias se desarrolla todo el temario.
No se quedan atrás los materiales educativos que se ya imparten en
Primaria y Secundaria en muchas comunidades. En Andalucía se trabaja con
«Sexualidad y salud: aprendiendo a conocerte» para «trabajar el amor y
la sexualidad como propuestas dirigidas a chicas y chicos adolescentes».
Aragón publica «Igualmente amigos», una revista para menores entre 12 y
15 años que pretende alejar a los alumnos de «la masculinidad
tradicional, patriarcal, sexista, racista y homófoba». En Asturias se
utiliza «Ni ogros ni princesas: Guía para la educación afectivo sexual
en la ESO» desde la igualdad entre «diferentes orientaciones sexuales».
Hasta la Cruz Roja ha puesto en marcha un juego interactivo doblemente
recomendado (por Educación y Sanidad, que además lo financia)para
chavales de 15 años. Propone asistir a una imaginaria «fiesta» a la que
acceden los visitantes de la web y en la que deben ir eligiendo pareja
(de cualquier sexo, se aclara) y seleccionando las opciones.
Textualmente: «Besos, caricias, masturbación, uso o intercambio de
juguetes sexuales, sexo oral o sexo anal, en las que es necesario
utilizar un preservativo».
86.
"El Papa suaviza su postura respecto al robo de bancos". Janet E. Smith.
The Catholic Word Report
«Si
alguien va a robar un banco y está decidido a usar una pistola, sería mejor
utilizar una que no tuviera balas. Eso reduciría las posibilidades de
heridas mortales. Pero no es tarea de la Iglesia enseñar a los potenciales
ladrones de bancos cómo robar bancos de manera más segura, y ciertamente no
es la tarea de la Iglesia apoyar programas que les proporcionen pistolas sin
balas. No obstante, el intento de un ladrón de robar un banco de una manera
más segura para los empleados y los clientes puede indicar un elemento de
responsabilidad moral que podría ser un paso hacia una eventual comprensión
de la inmoralidad que supone el hecho de robar un banco».
Interesante y simpática forma de explicar las
palabras del Santo Padre sobre el preservativo a cargo de Janet E. Smith en
"The Catholic World Report"
87.
Echando pan a los patos. Arturo Pérez-Reverte.
El semanal
Me
pregunto a qué están esperando en España, con lo aficionados que somos a
correr delante de la locomotora, y al que no quiera correr, obligarlo por
decreto. A más de un político aficionado a la psicopedagogía de laboratorio
y a la lengua hablada y escrita controlada por ley, debería gotearle el
colmillo: hay más humo con el que marear la perdiz. Más posibilidades de que
la peña, propensa a desviarse de pitones cuando le agitan un capote desde la
barrera, no piense en lo que debe pensar, la que está cayendo y va a caer.
Buenos ratos echando pan a los patos.
Hace un par de meses, una editorial gringa publicó ediciones políticamente
correctas del Huckleberry Finn y el Tom Sawyer de Mark Twain
en las que, además de retocar crudezas propias del habla de la época, se
elimina la palabra nigger, que significa negro. Los alumnos se
escandalizaban, arguyó el responsable: un profesor de Alabama que, en vez de
explicar a sus escandalizables alumnos que los personajes de Twain usan un
lenguaje propio de su época y carácter -Joseph Conrad tituló una novela
The nigger of the Narcissus-, prefiere falsear el texto original,
infiltrando anacronismos que encajen en las mojigatas maneras de hoy.
Convirtiendo el ácido natural, propio de aquellos tiempos, en empalagosa
mermelada para tontos del ciruelo y la ciruela.
Coincide la cosa con que el ministerio de Cultura francés, confundiendo la
palabra conmemorar con la de celebrar, excluya a
Louis-Ferdinand Céline de las conmemoraciones de este año, cuando se cumplen
cincuenta del fallecimiento del escritor. Que fue pésima persona, antisemita
y colaborador de la Gestapo -como, por otra parte, miles de compatriotas
suyos-, y autor de un sucio panfleto antijudío titulado Bagatelle pour un
massacre; pero que también es uno de los grandes novelistas del siglo XX,
el más importante en Francia junto a Proust, y cuyo Viaje al fin de la
noche transforma, con inmenso talento narrativo, una muy turbia sordidez
en asombrosa belleza literaria. Eso demuestra, entre otras cosas, que un
retorcido miserable puede ser escritor extraordinario; y que un artista no
está obligado a ser socialmente correcto, sino que puede, y debe, situarnos
en los puntos de vista oscuros. En el pozo negro de la condición humana y
sus variadas infamias.
Así que, españoles todos, oído al parche. Suponiendo -tal vez sea mucho
suponer- que quienes vigilan a golpe de ley nuestra salud física y moral
sepan quiénes son Twain o Céline, imaginen las posibilidades que esto les
ofrece para tocarnos un poquito más los cojones... ¿Qué son bagatelas como
prohibir el tabaco o convertir en delito el uso correcto de la lengua
española, comparadas con reescribir, obligando por decreto, tres mil años de
literatura, historia y filosofía éticamente dudosas?... ¿A qué esperan para
que en los colegios españoles se revise o prohíba cuanto no encaje en el
bosquecito de Bambi?... ¿Qué pasa con esas traducciones fascistas de Moby
Dick donde se matan ballenas pese a los convenios internacionales de
ahora?... ¿Y con Phileas Fogg, tratando a su criado Passepartout como si
desde Julio Verne acá no hubiera habido lucha de clases?... ¿Vamos a dejar
que se vaya de rositas el marqués de Sade con sus menores de edad
desfloradas y sodomizadas antes de la existencia del telediario?... ¿Y qué
pasa con la historia y la literatura españolas?... ¿Hasta cuándo seguirá en
las librerías la vida repugnante de un asesino de hombres y animales llamado
Pascual Duarte?... ¿Cómo es posible que al genocida de indios Bernal Díaz
del Castillo lo estudien en las escuelas?... Y ahora que todos somos iguales
ante la ley y el orden, ¿por qué no puede Sancho Panza ser hidalgo como don
Quijote; o, mejor todavía, éste plebeyo como Sancho?... ¿A qué esperamos
para convertir lo de Fernán González y la batalla de Covarrubias en el
tributo de las Cien doncellas y doncellos?... ¿Cómo un machista homófobo y
antisemita como Quevedo, que se choteaba de los jorobados y escribió una
grosería llamada Gracias y desgracias del ojo del culo, no ha sido
apeado todavía de los libros escolares?... En cuanto a la infame frase
Viva España, que como todo el mundo sabe fue inventada por Franco en
1936, ¿por qué no se elimina en boca de numerosos personajes de los
Episodios nacionales de Galdós, donde afrenta a las múltiples y diversas
naciones que, ellas sí, nos conforman y enriquecen?... ¿Y cómo no se ha
expurgado todavía El cantar del Cid de las 118 veces que utiliza la
palabra moro, sustituyéndola por hispano-magrebí de religión
islámica, y buscándole de paso, para no estropear el verso, la rima
adecuada?
Por fortuna no leen, ni creo que en el futuro lo hagan. Tranquilos. El
peligro es mínimo. Menos mal que esos pretenciosos analfabetos, dueños del
Boletín Oficial, no han abierto un libro en su puta vida.
XLSemanal,
27 de Marzo de 2011
88.
Ese monumento de papel. Arturo Pérez-Reverte.
El semanal
Pues
resulta que voy a la librería de Antonio Méndez, en la calle Mayor, y le digo
oye, compañero, ¿tienes la Biblia nueva que acaba de sacar la Conferencia
Episcopal? Y Antonio, que es amigo hace veinte años, me mira de reojo y dice te
veo chungo, maestro, una Biblia a tus años. De qué vas, Tomás. ¿Has visto la
luz, o qué? Y yo le respondo que menos choteo, chaval, o la compro en el Corte
Inglés. Grandes superficies, que se dice ahora. Y además quiero dos, una para
regalar. Pues la tengo que pedir porque no la tengo, redunda Antonio. Y yo le
digo: debería darte vergüenza. Un librero sin Biblia nueva en el escaparate. Ya
sé que no vas a misa ni yo tampoco, y que monseñor Rouco y sus mariachis te
caen, como a mí, igual que una patada en el duodeno. Pero no estamos hablando de
opio del pueblo, ni de tocapelotas nietos de Trento, ni de estragos históricos y
sociales, sino de cultura, chaval, que para ser librero no te enteras. De uno de
los caudales de sabiduría que nos hizo lo que somos, cóscate, Viejo y Nuevo
Testamento, cultura judeocristana que, combinada con el Islam mediterráneo,
Grecia, Roma y toda la parafernalia, hizo lo que llamamos Europa y de rebote
Occidente: sitio que lo mismo también te suena, Antoñete; aunque a esa vieja
Europa, en tiempos referente moral del mundo, cuna de derechos humanos y crisol
de cultura, ya no la reconozca ni la madre que la parió. Dicho en lenguaje de
librero, para entendernos, te hablo del mayor bestseller de la Historia,
necesario para quien pretenda estar al tanto de lo que es y lo que hace. Para
tenerlo tan a mano como a Cervantes, Shakespeare y Montaigne: cuatro patas de la
mesa donde algunos apoyamos los codos cuando estamos cansados. No sé si me
explico.
Concluida la guasa entre Antonio y yo, una semana después tengo al fin esa nueva
Biblia en casa; y, aparte el pequeño inconveniente de maldecir en arameo el
tacto áspero de su encuadernación en tela bajo las guardas -la tela en los
libros siempre me dio dentera-, disfruto con sus páginas de papel sutil y
agradable al tacto, la limpia tipografía y el peso reconfortante del volumen en
las manos. Es un hermoso ejemplar con la nueva traducción canónica de los textos
sagrados al castellano, que será utilizada en todos los actos litúrgicos y
catequéticos, o como se diga, de la Iglesia Católica de aquí. El canon, para
entendernos, de la Biblia oficial en lengua de Cervantes. Esto lo convierte en
libro de extraordinaria importancia; pues, aparte la lectura íntima que haga
cada cual, su texto, leído en misa y utilizado a partir de ahora en las
actividades relacionadas con el asunto, influirá directamente, en la lengua que
hablan y escriben varios millones de católicos de habla hispana. Que se dice
pronto.
Pero ésa, la de la peña practicante, sólo es una parte. Al fin y al cabo, la
Biblia es también, y sobre todo, un magnífico caudal de diversión, reflexión y
conocimiento. Un monumento indispensable para comprender sobre qué cañamazo se
tejió lo que algunos cabrones reaccionarios y gruñones como el arriba firmante
todavía llamamos, con una mezcla de melancolía y de guasa escéptica, cultura
occidental; dicho sea sin ánimo -o con ánimo, qué puñetas- de ofender. En ese
contexto, la Biblia es una fuente extraordinaria de relatos, aventuras,
batallas, traiciones, amores, emociones y simbolismos; materia de la que hace
tres mil años viene nutriéndose el mundo civilizado y que inspiró a los más
grandes filósofos y artistas de todas las épocas; literatura, música, pintura y
cine incluidos. Nadie que busque lucidez e inteligencia, que quiera interpretar
el mundo donde vive y morirá, puede pasar por alto la lectura, al menos una vez
en la vida, del libro más famoso e influyente -para lo bueno y lo malo- de todos
los tiempos. El Antiguo y el Nuevo Testamento, para unos historia sacra y
revelación divina, y para otros llave maestra de cultura e ilustración, son
imprescindibles para comprender cómo llegamos aquí, lo que fuimos y lo que
somos. Compadezco a quien no tenga un Quijote y una Biblia en casa,
aunque sólo sea para decorar un mueble y leer cuatro líneas de vez en cuando. Y
quien sí sea lector, que calcule. Sólo la Biblia, releída una y otra vez,
bastaría para colmar una vida entera. Y ojo. Insisto en que no se trata de
religión, sino de cultura. La de verdad; no esa papilla desnatada, presuntamente
educativa, impuesta por quienes legislan desde su cateta mediocridad. Oponer
prejuicios a la Biblia es como oponerlos a una catedral: no hace falta creer en
Dios para visitarla y admirar su belleza. Para sentir lo majestuoso de la
memoria que atesoran sus viejas piedras.
XLSemanal,
3 de Abril de 2011
89.
Definición de un caballero según el Beato Cardenal Newman
Definición
de un caballero según el Beato Cardenal Newman, en "La Idea de una
Universidad", serie de disertaciones ofrecidas en Irlanda en 1852.
"Podría
decirse que prácticamente la definición de un caballero es la de aquel que
nunca inflige dolor. Esta es una descripción tan exacta como refinada. Un
caballero se ocupa principalmente en remover aquellos elementos que
obstaculizan la libre acción de quienes que lo rodean. Procura colaborar más
que encabezar iniciativas por sí mismo. Si bien la naturaleza nos provee de
los medios naturales para el reposo y nos ofrece el calor animal, los
beneficios de un caballero pueden equipararse a la comodidad que nos brinda
una silla confortable o un buen hogar encendido; ambos mitigan nuestro frío
y fatiga.
Un
verdadero caballero evita cuidadosamente ocasionar un sobresalto en las
mentes de aquellos con quienes trata, evita todo enfrentamiento de
opiniones, coalición de sentimientos, restricciones, sospechas, tristezas o
resentimientos. Su principal preocupación radica en que cada uno se sienta
cómodo como en su casa. Sus ojos están puestos en todas sus compañías, es
considerado con los tímidos, gentil con los distantes y misericordioso hacia
los absurdos. Recuerda a todas las personas con quienes estuvo conversando.
Se cuida de hacer acotaciones impetuosas o mencionar temas irritantes. Rara
vez destaca como centro en las conversaciones y, sin embargo, jamás resulta
tedioso.
No le
pesan los favores mientras los realiza y parece recibir precisamente aquello
que está confiriendo. Nunca habla de sí mismo excepto cuando está obligado y
jamás se defiende mediante una simple réplica. No tiene oídos para los
chismes ni las calumnias. Es escrupuloso para comprender los motivos de
aquellos que interfieren y trata de interpretar todo de la mejor manera
posible. Jamás es desconsiderado o mezquino en sus disputas ni tampoco se
aprovecha de ventajas injustas.
No
confunde las personalidades ni tampoco deja de ver la diferencia entre lo
que es una observación tajante y un verdadero argumento. Tampoco hace
insinuaciones sobre hechos nefastos sobre los que no pueda a hablar
francamente. Ejerciendo una prudencia de largo alcance observa la máxima de
aquella antigua saga que dice que debemos conducirnos con nuestros enemigos
como si un día fueran a ser nuestros amigos.
Tiene
demasiado sentido común como para sentirse afectado por los insultos, está
suficientemente ocupado como para recordar injurias pasadas y es lo
suficientemente indolente como para soportar las malicias.
Es
paciente, contenido y resignado a los principios filosóficos. Soporta el
dolor porque sabe que es inevitable, las aflicciones porque son irreparables
y a la muerte porque es su destino.
Si entra
en algún tipo de controversia su intelecto disciplinado lo preserva de
cometer una desatinada descortesía propia de las mentes menos educadas.
Estas últimas, cual armas romas, cortan y desgarran en vez de realizar
cortes limpios, confunden el motivo principal del argumento, gastan sus
fuerzas en trivialidades, juzgan mal al adversario y dejan al problema peor
de lo que lo encontraron.
El
caballero puede estar en lo correcto o estar equivocado en su opinión pero
tiene demasiada claridad mental como para ser injusto. Así como es de simple
es de fuerte, así como es breve es también decisivo. En ningún otro lugar
encontraremos mayor candor, consideración e indulgencia.
En sus
argumentos con sus oponentes no olvida sus propios errores. Él conoce la
debilidad de la razón humana así como su fortaleza, su competencia y sus
límites. Si el caballero no fuera un creyente aun así tendría una mente lo
suficientemente amplia y profunda como para no ridiculizar la religión o
actuar en su contra. Es demasiado sabio como para ser dogmático o fanático.
Respeta la piedad y la devoción y apoya el bien de aquellas instituciones
con las cuales no está de acuerdo considerándolas como elementos venerables,
hermosos o útiles. Honra a los ministros de la religión y declina aceptar
sus misterios sin por ello agredirlos o denunciarlos. Es amigo de la
tolerancia religiosa y esto no es tan solo por su filosofía, que le exige
ser respetuoso con todas las formas de fe, sino por su caballerosidad y
delicadeza de sentimientos las cuales constituyen el séquito de toda
provechosa civilización”.
90.
La tragedia de la escuela católica
Me ha
parecido estupendo el artículo de Juan Manuel de Prada que incluyo
debajo. Hace referencia a otro artículo del mismo periódico en el que
repasaba la trayectoria escolar de los líderes socialistas españoles en
colegios católicos. De Prada tiene más razón que un santo. Ahora bien,
yo no señalaría solo a los colegios católicos. Para mí el problema está
en eso que se llama educación católica y que incluye, por supuesto, a
las universidades.
Hace
un tiempo vino a verme el rector de una universidad llamada católica
para ofrecerme un relevante puesto de trabajo en su institución. No
podía aceptar así que le metí el suficiente miedo en el cuerpo como para
que retirase la invitación. Le dije que yo hacía la distinción entre
universidades católicas y universidades de inspiración cristiana. Las
primeras eran universidades de vida católica y las segundas solo de
ideología. Mientras que en las segundas solo se exigía espíritu católico
(eso que se llama humanismo cristiano) en los contenidos de las
asignaturas que tienen que ver con la doctrina, en las primeras, en las
universidades católicas, se debía vivir como cristianos; es decir: los
profesores y el personal de administración y servicios, habrían
de imitar a Cristo en su trabajo dentro de la universidad como se supone
que lo harían fuera. Esto es, entre otras cosas, acudirían a actos de
piedad y formación organizados en el campus, dedicarían tiempo a la
oración personal en la capilla del campus, y rezarían en el aula con sus
alumnos. Al oír todo esto el mencionado rector me dijo que según mi
distinción su universidad solo era de inspiración cristiana y que
entendía que no estuviese interesado. Quedamos amigos.
Hace
solo unas semanas en otra universidad también llamada católica hubo un
misa oficiada por un importante cargo de la curia vaticana y se invitó a
asistir a todo el claustro. A la hora de comulgar, se acercó y comulgó
un cargo académico cuyo adulterio sostenido es públicamente conocido. A
nadie pareció importarle excepto a un reducido grupo de alumnos,
miembros de jóvenes provida con los que tengo relación, que resultaron
escandalizados.
No, no
se trata solo de un problema de los colegios católicos. El problema al
que hace alusión de Prada es un problema de liderazgo católico. La
reforma que parece necesaria no será eficaz, aunque no haya que
despreciar en absoluto esta táctica también, si solo se consigue que
unos pocos colegios dejen de ser "de inspiración cristiana" para ser
genuinamente católicos.
Si la
Iglesia es jerárquica, habrá que empezar desde arriba una cadena de
excelencia. En esa cadena deben de figurar rectores, decanos,
profesores, directores y maestros que sean excelentes católicos, además
de ser excelentes profesionales. Hoy hay, desgraciadamente, en puestos
de dirección de instituciones educativas "católicas", demasiados
excelentes profesionales (a menudo laicos) que son mediocres católicos y
también demasiados buenos católicos (a menudo clérigos y religiosos) que
son mediocres profesionales. Pienso que ninguno de los dos nos sirven.
Hemos
de apuntar a que la excelencia católica (el afán de santidad) anide
junto al amor a la ciencia en el corazón y en la cabeza de los que
se dedican a educar.
Ojalá
que lo que dice de Prada con mucha mejor pluma que yo despierte y
alumbre responsabilidades dormidas.
«COLEGIOS
católicos, cantera de líderes», rotulaba ayer este periódico un
magnífico -y, acaso sin pretenderlo, estremecedor- reportaje de
Blanca Torquemada en el que se desempolva la infancia y
adolescencia de diversos dirigentes políticos españoles que
estudiaron con curas y monjas. En realidad, el rótulo que mejor
hubiese casado con el reportaje hubiese sido: «Colegios
católicos, cantera de líderes anticatólicos», a la vista del
ganao que en él se concitaba; pero basta el eufemismo de
«cantera de líderes» para designar la tragedia de la escuela
católica, cuya razón de ser no es otra que la de erigirse en
«cantera de discípulos»; y no del liberalismo, ni del
socialismo, ni del feminismo, ni de cualquiera de los «ismos» o
idolatrías políticas establecidas, sino discípulos de Cristo.
«Dejad que los niños se acerquen a mí», dice Jesús en cierto
pasaje muy divulgado del Evangelio; pero cuando se comprueba que
muchos niños que pasan por la escuela católica son quienes
luego, de adultos, más se alejan de Cristo y más afanosamente
trabajan para que otros también se alejen, uno empieza a
considerar que tal vez la escuela católica debería empezar a
aplicarse la admonición que hallamos en el mismo pasaje
evangélico: «Al que escandalizare a uno de estos pequeños, más
le valdría encajarse una rueda de molino y arrojarse al mar».
En su
reportaje, Blanca Torquemada afirma que las solicitudes de
ingreso para los colegios católicos son «aluvión»; y ensalza el
«predicamento de los colegios católicos, que consolidaron su
prestigio y sus altos niveles de exigencia académica y se
mantienen como referente de la educación de calidad en España».
Pero si el prestigio de la escuela católica ha de justificarse
por su nivel de exigencia académica y por el número de las
solicitudes de ingreso es porque ha extraviado su razón de ser;
pues, por mucho que fatiguemos el Evangelio, no encontraremos
pasaje alguno en el que Cristo hable de exigencia académica o de
aluvión de solicitudes. Más bien al contrario, descubrimos que a
sus seguidores no los buscó precisamente entre los letrados; y,
desde luego, tampoco puede decirse que hubiera un «aluvión de
solicitudes» para incorporarse al número de sus discípulos. Una
escuela católica en la que escasearan las solicitudes de ingreso
y donde la exigencia académica fuese más bien escasa tendría
razón de ser, con tal de que fuera verdadera «cantera de
discípulos»; en cambio, una escuela católica convertida en
cantera de líderes anticatólicos que luego se dedican a combatir
el Evangelio de Cristo en la política, los medios de
comunicación, la cultura o la empresa carece de razón de ser,
por mucho que la desborden las solicitudes de ingreso y por
elevada que sea su exigencia académica. Si la sal se vuelve
sosa, ¿quién podrá salar el mundo?
El reportaje
de Blanca Torquemada incluye declaraciones de los religiosos que
se encargaron de la formación de estos líderes anticatólicos
ante las cuales uno no sabe si reír (con una risa nerviosa y
mohína) o llorar (con lágrimas como las de Getsemaní). La monja
que enseñó Religión a Bibiana Aído, por ejemplo, asegura que la
ministra que compara ponerse tetas con abortar y niega la
pertenencia al género humano de los niños que se gestan en el
vientre de sus madres quiere a las monjas con las que estudió
«algo exagerao»; y que »los valores de la familia de Nazaret
fueron el fundamento de su educación, y eso queda». Como hemos
de suponer que la hermana en cuestión no es una cínica, tenemos
que concluir que vive en la inopia. Que es, exactamente, lo
contrario de lo que se nos reclama en el Evangelio: «Estad
despiertos y vigilantes». Pero sospecho que la escuela católica
lleva mucho tiempo viviendo como las vírgenes necias de la
parábola; y así se ha convertido en cantera de líderes
anticatólicos.
91 Perdón y justicia
Juan Manuel de Prada. ABC 25 de Junio
Desde hace algún tiempo, se viene promoviendo el perdón de las víctimas
a los terroristas que les infligieron un daño que, en términos humanos,
sólo puede reparar la justicia. Se trataría, desde luego, de una empresa
loable en quienes la auspician, y más loable todavía en quienes
efectivamente perdonan, si no fuera porque en esta promoción del perdón
pudiera ocultarse un menoscabo de la justicia. Trataremos de
explicarnos.
Perdonar a quien nos ha infligido un grave daño es algo de naturaleza
sobrenatural. Cristo nos dio el mandato de "amar al enemigo", una forma
de caridad extrema que no encontramos en ningún otro código moral
anterior al cristianismo: Confucio predica una benevolencia general con
el enemigo que no es propiamente amor, sino más bien una táctica
calculada de defensa y prudencia; Buda predica el amor a todos los
hombres, aun a los más despreciables, pero dentro de un mandato general
que se extiende también a los animales y a las plantas y que, a la
postre, es más bien una especie de austeridad estoica que conduce a la
supresión del amor por uno mismo; la ley mosaica, por su parte, nunca
había extendido el precepto del amor al prójimo a los enemigos, como
fácilmente se percibe en la parábola del buen samaritano. El mandato
cristiano de amar al enemigo no se puede cumplir mediante el mero
concurso de las facultades humanas; es sobrenatural, porque requiere el
concurso de la gracia divina, porque la posibilidad de su cumplimiento
no se halla en la mera naturaleza humana.
Pero la exigencia de la reparación es de un orden distinto al del
perdón; y se puede exigir reparación y al mismo tiempo perdonar. Pues lo
que el mandato cristiano exige es amar al enemigo, no amar la injusticia
que el enemigo ha cometido. Pensar que el perdón anula la exigencia de
reparación es hacer agravio a la conciencia, al orden y al bien común; y
perdonar sin exigencia de reparación es peor que no perdonar, porque
mantiene al ofensor identificado con la ofensa. Por eso no puede haber
perdón si no hay un arrepentimiento sincero y un deseo de reparación a
través de la penitencia; y, faltando estos requisitos, ni Dios mismo
puede perdonar. Esto que afirmamos se percibe muy claramente en la
relación de Cristo con Herodes, a quien evitó ver siempre que pudo; y
ante quien calló con desprecio cuando lo obligaron a verse con él (a
pesar de que, si no hubiese callado, tal vez Herodes habría podido
salvarle la vida). Cristo no perdonó a Herodes la muerte de su primo, el
Bautista, por la sencilla razón de que Herodes no se había arrepentido.
Si lo hubiese perdonado, habría cometido una injusticia y una
irracionalidad; y Dios, que es todopoderoso, no puede sin embargo ser
injusto ni irracional.
En efecto, cuando perdonamos al injusto que no se ha arrepentido de la
injusticia cometida, hacemos nosotros mismos una injusticia y nos
convertimos ipso facto en injustos. Cuando quien nos ha ofendido se
mantiene identificado con la ofensa (o justifica tal ofensa con razones
políticas de las que no reniega), se mantiene en un estado de desorden
que le impide recibir el perdón. Una injusticia no reparada destruye la
convivencia y es el peor mal social, peor incluso que la guerra; y el
perdón que se exige o se presta a expensas de la justicia reparadora,
lejos de cerrar las heridas, las abre todavía más. Resulta, cuanto
menos, paradójico, que una época como la nuestra, que niega la acción
sobrenatural en nuestras vidas, promueva a la vez el perdón al enemigo,
que es algo que no está en la mera naturaleza humana cumplir. De donde
uno tiende a sospechar que, promoviendo este perdón, se puede estar
promoviendo la injusticia.
92 Tergiversaciones
JUAN
MANUEL DE PRADA
Afirmar que el perdón de Dios es incondicional es una grave
tergiversación del Evangelio
PUBLICABA ABC un artículo de don Nicolás de Arespacochaga en el que se
me acusaba calumniosamente de «tergiversar» el «mensaje» de Jesucristo.
Don Nicolás, que se declara partidario de una «flexible y tolerante»
forma de entender tal «mensaje», según las «distintas formas de pensar,
distintas educaciones y circunstancias personales» (confesión de parte
en la que el Verbo de Dios queda reducido a un «mensaje» que admite
pluralidad de interpretaciones, según la coyuntura), consideraba que
afirmar que el mandato evangélico de amar al enemigo es «imposible sin
un concurso sobrenatural» constituye una «tergiversación», porque no
cree que «Jesucristo nos dé mandatos que no seamos capaces de cumplir».
¡Naturalmente! Jesucristo lo que hace es dispensarnos la gracia para que
cumplir tal mandato no nos resulte imposible. Pero amar al enemigo sin
el concurso de la gracia resulta imposible, puesto que no se halla entre
las tendencias naturales del ser humano, que son la conservación propia,
la propagación de la especie y la vida comunitaria. Amar al enemigo
atenta contra tales tendencias naturales; y sólo puede lograrse mediante
el concurso sobrenatural de la gracia, que no es -¡por supuesto!- una
especie de deus ex machina que opere al margen de nuestra
naturaleza humana, sino un don que actúa sobre ella, sanando nuestra
condición pecadora.
También considera don
Nicolás que tergiverso el «mensaje» de Jesucristo cuando afirmo que «no
puede haber perdón sin arrepentimiento». Para don Nicolás -como para
Renan-, el «mensaje» de Jesucristo es «la maravillosa, sublime, perfecta
idea» del «perdón incondicional, sin requisitos previos a cumplir por la
otra parte», que hallaría su expresión máxima en la frase que Cristo
pronuncia en la Cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».
Sin embargo, en esta frase Cristo no perdona a quienes lo están matando,
sino que intercede ante el Padre para que lo haga; y esa intercesión sin
duda rindió sus frutos, como se percibe en la exclamación arrepentida
del centurión. Cristo no pidió perdón incondicional para todos los que
participaron en el crimen del Calvario, ya que esto sería inconsecuente
con la justicia de Dios y con la libertad del hombre. Cristo murió para
que la justicia y la misericordia de Dios, juntas, ofrecieran perdón al
hombre que libremente lo busque. Dios sólo perdona a quienes se acercan
a Él con fe; no a una multitud amorfa que no desea ser perdonada.
Afirmar lo contrario es tanto como sostener que los actos humanos
resultan indiferentes ante Dios; y, por lo tanto, que el sacrificio
redentor de Cristo fue superfluo o estéril. Una cosa es el amor
incondicional de Dios, que se ofrece en el madero para salvación de los
hombres; y otra muy distinta que ese amor sea acogido o rechazado por
cada uno de nosotros. Si ese amor es rechazado (esto es, si no hay
arrepentimiento), el hombre no puede obtener el perdón de Dios. Como nos
recuerda José Ignacio Munilla, «la presentación del amor incondicional
de Dios a modo de un indulto general indiscriminado no solamente choca
con los abundantes pasajes evangélicos que hablan de la posibilidad real
de la perdición del hombre, sino que tampoco se compagina con la imagen
de un Dios que respeta la libertad y la dignidad del hombre. (…) Siendo
cierto que la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven, sin
embargo, para ello es necesario que cada uno coopere libremente,
abriéndose a la gracia de la conversión».
Afirmar que el perdón de Dios es incondicional es una
grave tergiversación del Evangelio; claro que, cuando al Verbo de Dios
se le reduce a un mero «mensaje» (esto es, una predicación virtuosa),
todas las tergiversaciones son posibles.
93. El segundo sexo revisitado
Cada vez con más frecuencia surgen voces que escandalizan a
las feministas recalcitrantes cuestionando el postulado de que hombres y
mujeres somos iguales. E incluso van más allá y se atreven a poner en
entredicho la mismísima Biblia del feminismo. Me refiero a El segundo sexo,
célebre libro de Simone de Beauvoir, en el que decía más o menos que
nosotras no nacemos mujeres, sino que llegamos a serlo. Es decir que la
diferencia entre unas y otros es solo cultural, no de otra índole, y que el
comportamiento femenino está condicionado por lo que se espera y desea de
nosotras. Lo más curioso del caso es que las voces discordantes de las que
hablo no pertenecen al sexo masculino sino a ese segundo sexo al que yo
también me honro en pertenecer. Supongo que si lo que voy a decir a
continuación lo escribiera un hombre, le sacarían la piel a tiras, pero como
soy chica, me voy a dar el gustazo de afirmar que Simone de Beauvoir estaba
equivocada. Por supuesto no es mi intención apearla del pedestal al que, con
todo merecimiento, la aupó el siglo XX. Tampoco voy a negar su rol
fundamental a la hora de sacarnos del rincón al que nos había relegado la
Historia y situarnos en el centro de la vida actual. Lo que sí voy a
puntualizar es que su postulado, por muy útil y por muchas puertas que
abriera en su momento, no resulta cierto.
Sí, sí se nace mujer. Y no, no somos obligadas por el hombre
ni por la cultura vigente a ponernos guapas para gustarles tal como apuntaba
ella en su libro sino que la coquetería y la seducción son universales,
ancestrales y forman parte importante de nuestra forma de ser. Nancy Hudson,
una escritora canadiense que el año pasado puso en pie de guerra a las
feministas francesas con su libro Reflejos en el ojo del hombre, sostiene,
por ejemplo, que buscar la igualdad en lo que se refiere a tener acceso a
las mismas oportunidades que ellos sigue siendo fundamental, pero para
alcanzar dicha igualdad es necesario hacer un buen diagnóstico del problema.
Y decir, por ejemplo, que las actitudes consideradas «femeninas» no son
detestables. «No tiene nada de malo querer gustar» –apunta Hudson con lo que
ella llama su mirada darwiniana, es decir, observando al ser humano como lo
haría el famoso autor de El origen de las especies–; «Somos mamíferos
abocados por la naturaleza a reproducirnos y a mejorar la especie». Lo que
sí le parece absurdo a Hudson (y a mí también) es la exacerbación que del
sexo hace la sociedad y, sobre todo, el mundo capitalista a través de la
publicidad. ¿Se apareará uno más ventajosamente si conduce determinado tipo
de coche? ¿Es necesario fingir un orgasmo para vender una marca de
chocolate? ¿Le perseguirán a una los hombres si usa tal o cual perfume?
Hasta ahora el cuerpo femenino era el más explotado en este sentido, pero de
unos años a esta parte, empieza a serlo también el masculino. Ahora son
ellos los que adoptan posturitas sexys para vender jabones, relojes o cremas
de afeitar. Yo debo de ser una carca y una antigua porque no me ponen nada
esos efebos depilados que se contorsionan sudorosos incitándome a comprar
tal o cual producto. Aunque empiezo a pensar que tal vez no se trate de ser
o no carca sino que mi frialdad como consumidora está relacionada con el
hecho de que hombres y mujeres somos diferentes, incluso cuando se trata de
incitarnos a consumir. De esta particularidad se dieron cuenta hace ya
muchos años las revistas dedicadas a uno u otro sexo. Salvo honrosas (y rara
vez exitosas) excepciones, las revistas femeninas contienen sobre todo fotos
de mujeres, mientras que las de hombres… las de hombres también contienen
mayoritariamente fotos de mujeres, a menos que se trate de publicaciones
gays. ¿A qué se debe esto? A que a nosotras nos gusta mirar a otras mujeres
para imitarlas, para inspirarnos. Ellos son distintos, tienen el sexo
presente en casi todas sus actividades habituales, incluso mientras leen
tranquilamente una revista. En efecto, somos diferentes y no se trata de un
tema cultural o aprendido, como sostenía Beauvoir. Por supuesto no quiero
decir con esto que no sea necesario continuar intentando erradicar los
muchos resabios machistas que aún persisten en el primer mundo y no digamos
en el tercero. Pero lo haríamos más eficazmente si nos olvidáramos de lo
políticamente correcto. Cada sexo tiene aptitudes distintas y, para alcanzar
la igualdad, no hace falta empeñarse en emular al contrario. Siempre me ha
llamado la atención por ejemplo ese afán de algunas congéneres mías por
decir que una mujer puede hacer exactamente lo mismo que un hombre. Eso será
verdad en el plano intelectual, pero no puede extrapolarse a todas las
circunstancias ni a todas las profesiones. Hace unos meses hubo una gran
polémica en los medios de comunicación porque unas chicas insistían en su
derecho a convertirse en bomberas y otras en mineras. «Somos víctimas de una
injusta discriminación» –argumentaban– «¿acaso no somos tan aptas como
ellos?». No sé en qué quedó la polémica, pero desde luego no hace falta
dedicar ni una línea a explicar que, obviamente, nosotras no somos tan
fuertes como los hombres. Otra cosa que llama la atención son esos
educadores empeñados en formar a los niños (varones) para que sean, según
sus propias palabras, «seres humanos sensibles». Y para lograrlo, los ponen
a jugar con muñecas o a las casitas. De momento me temo que no han tenido
demasiado éxito con el experimento. Indefectiblemente, las muñecas acaban
convertidas en armas arrojadizas y la casita en un wigwam cherokee. No sé
qué tiene que ver la sensibilidad con jugar a las casitas, pero negar que
los varones sienten mayor inclinación a ciertos juegos y las chicas a otros
es tan tonto como querer ser bombera o minera.
Por todo esto, yo, que soy gran admiradora de Simone de
Beauvoir, estoy segura de que ella, que era una mujer sabia y por tanto
inclinada a cambiar de opinión, escribiría ahora un libro que bien podría
llamarse El segundo sexo revisitado. Uno en el que, sin renunciar a la
esencia de sus tesis dijera que no, que no somos iguales. Ni mejores ni
peores, ni más inteligentes ni más tontas, ni menos ni más sensibles, sino
gloriosamente diferentes. Y a Dios gracias, añadiría yo, porque sería
aburridísimo de otro modo.
94. Si no te gusta, no
abortes
Al menos es honesto. Lo que le falta es el
discurso del sujeto. Todos los humanos somos objetos (de cuidado) y sujetos (de
derechos). Es verdad que lo uno tiene que ver con lo otro y bastante más de lo
que piensan los liberales. En realidad se trata de un continuo que tiene como
medio la comunidad. En la comunidad humana el objeto humano inerte es tan sujeto
como en la individualidad el sujeto autónomo. Aquí la comunidad suple la
autonomía. Una comunidad que está cimentada en filiación, fraternidad o
afinidad. Muchos liberales se piensan anticomunitarios sin darse cuenta que
efectivamente como dice DRH si borras la comunidad encuentras dificultades para
enlazar objeto y sujeto manteniéndote al mismo tiempo en un discurso que
prescinda de la realidad sobrenatural. Por el contrario en la medida en que se
entienda al ser humano inerme no ya solo como sujeto sino como objeto de
humanidad por medio de su inserción comunitaria (es hijo, hermano, amigo,…), aun
prescindiendo del Creador se puede argumentar su defensa. Efectivamente como
bien dice DRH, lo que desafía toda comprensión racional es la defensa del aborto
que hace el socialismo: es una contradicción pues si excluimos a los no queridos
(ni objetos) y a los no conformados (ni sujetos) de lo humano ¿qué queda de lo
común? ¿qué es el socialismo sin comunidad? ¡Ah, sí!: puro estado. ¿Es que se
añora todavía algo del pasado no muy lejano? Si a los liberales les falta
comunidad al socialismo político actual lo que le falta es lógica. Ojalá se
repiensen. Jpa.
No deja de ser curioso que la mayor parte de los
argumentos a favor del aborto sean liberales, al menos en apariencia. Al fin y
al cabo, que cada uno haga con su cuerpo lo que quiera siempre que con ello no
ataque los derechos de los demás (por ejemplo, volándoselo con un cinturón bomba
en un autobús) es un principio netamente liberal. Con razón o sin ella, a muchos
se les ponen los pelos como escarpias pensando en las consecuencias prácticas,
pero no cabe duda de que la libertad de meterse en el cuerpo las sustancias que
se prefieran, acostarse con quien uno quiera si el otro también lo quiere,
comprar un arma para defensa propia, etc., cumplen con aquello tan viejo de que
tenemos derecho a hacer lo que queramos si no lesionamos los derechos ajenos.
Como
en el fondo los argumentos liberales son buenos, la izquierda los usa cuando le
conviene. Y en el aborto le conviene. De ahí el "Nosotras parimos, nosotras
decidimos", el "Fuera los rosarios de nuestros ovarios" o, en su acepción algo
más fina y presentable, el "Si no te gusta el aborto, pues no abortes, que nadie
te obliga a hacerlo". Un argumento en apariencia perfectamente trasladable para
argumentar a favor de la libertad de drogarse, de hacer guarrerías españolas o
de tener afición a las armas de fuego. Y, ya que nos ponemos, a favor del
comercio libre de drogas recreativas, la prostitución o las armerías, aunque los
progres suelan estar de acuerdo sólo con algunas libertades y sólo cuando no hay
de por medio intercambio de dinero.
Pero
este argumento abortista es falaz, y sólo superficialmente liberal. El embrión y
luego el feto son seres humanos diferenciados de sus padres. Son, por tanto, al
menos a priori, sujetos de derecho. Podemos argumentar que tenemos libertad de
tener un arma y pegar unos tiros a unas latas, pero no que tengamos derecho a
dispararle entre ceja y ceja al vecino ese tan molesto del cuarto.
Es
decir, el argumento de que el aborto es algo que sólo incumbe a la mujer porque
tiene que ver con su libertad para hacer lo que quiera con su cuerpo presupone,
sin probarlo antes, que el futuro niño que tiene dentro no es una persona
distinta, con sus propios derechos. Evita la pregunta esencial alrededor de la
cual giran todo el debate y todas las protestas en contra del aborto. Y lo hace
porque entrar en eso supone meterse en un terreno resbaladizo donde hay muchas
más dudas que certezas, y si hay algo que no puede interponerse en eso que la
izquierda llamada derecho es una duda.
Al
contrario que tantos, yo estoy lejos de tener una postura firme y segura sobre
el aborto. Al contrario que Peter Singer, el del Proyecto Gran Simio, tengo
claro que el infanticidio debe ser ilegal. Y si matar un bebé es un crimen, no
entiendo por qué matarlo puede ser legal por una mera cuestión geográfica:
dentro del útero se puede, fuera no. La opción más coherente, y que debería
encantar a los ecologistas por aquello del principio de precaución, debería
llevar a defender por si acaso la vida humana desde la concepción excepto en
caso de riesgo de vida para la madre, lo que está claro que puede equipararse a
la defensa propia. Pero igualmente me parece difícil llamar persona a un grupo
de células que carece siquiera de sistema nervioso y, por tanto, de
sensibilidad, y no digamos ya conciencia de sí mismo. En términos tomistas, dudo
de que en las primeras etapas de desarrollo esa materia biológica tenga un nivel
de desarrollo tal que le permita recibir de Dios un alma humana.
Pero
hacerse preguntas está feo. Con eso no se gana uno la vida en las tertulias. Y
así no hay quien se haga una carrera en este oficio.
95. Becas
La única reforma que puede salvar nuestra
Universidad es que deje de ser receptáculo de anhelos personales y vuelva a ser
morada exigente del saber
ESCUCHO a una rectora universitaria afirmar que el
sistema de becas debe garantizar la igualdad de oportunidades, de tal modo que
«quien quiera estudiar, pueda». En la afirmación hay implícita una llamativa
malversación del principio de igualdad que, a simple vista, puede pasar
inadvertida; y que es inevitable consecuencia del clima mental de nuestra época,
que ha hecho de la exaltación del deseo personal un expediente automático para
la vindicación de derechos. Todo ordenamiento jurídico digno de tal nombre tiene
que estar orientado hacia la consecución del bien común, no a la satisfacción de
deseos personales de dudoso fundamento. Y esta búsqueda del bien común debe
inspirar muy celosamente cualquier sistema de adjudicación de becas: un joven al
que la comunidad sufraga sus estudios universitarios debe antes demostrar sus
dotes para el estudio; concederle una beca simplemente porque «quiere» estudiar
es un dislate, porque las becas no están para atender voliciones, sino para
asegurar que la valía y el mérito no sean pisoteados.
El ministro Wert ha extremado las exigencias para
la obtención de becas en los estudios superiores; medida que nos parece muy
acertada y acorde con un sentido elemental de la justicia: a los poderes
públicos corresponde el deber de garantizar una instrucción primaria gratuita y
universal, para la mejor consecución del bien común; pero fomentar que «quien
quiera, pueda» acceder a unos estudios superiores gratuitos no sólo no parece
ordenado al bien común, sino más bien lo contrario. Los rectores universitarios
protestan contra las exigencias de Wert envolviéndose en la bandera de la
«igualdad», pero a nadie se le escapa que defienden intereses gremiales: cuanto
más se extreme la exigencia para la obtención de becas, menos jóvenes cursarán
estudios superiores; lo que redundará en beneficio de tales estudios, que ya no
serán viveros dedicados al cultivo y halago de deseos personales… con el
consiguiente cierre de muchas universidades creadas al socaire de esa exaltación
del deseo personal disfrazada de «igualdad de oportunidades».
Todo lo que sea extremar las exigencias para el
acceso a los estudios universitarios nos parece saludabilísimo y benéfico. Pero
la medida impulsada por el ministro Wert adolece, sin embargo, de un error
fundamental: si se endurecen los requisitos para la obtención de becas, también
deberían endurecerse en igual proporción las condiciones generales de acceso a
los estudios universitarios, pues de lo contrario se estaría favoreciendo que la
mera disposición de recursos económicos sea garantía para cursarlos; lo cual, en
verdad, es odioso e injusto. La única reforma que puede salvar nuestra
Universidad es, precisamente, que deje de ser receptáculo de anhelos personales
y vuelva a ser morada exigente del saber que acoja tan sólo a quienes se hayan
probado en el difícil camino del estudio; y que expulse sin contemplaciones de
su seno a quienes no lo hayan hecho. Pues el drama último y esencial de nuestra
Universidad es que no contempla ya al sabio, sino al «profesional»; y así se ha
degradado en un costoso aparato burocrático de fabricar profesionales en serie
que, con su título debajo del brazo, amueblan luego las estadísticas del paro.
Pero una Universidad que becase no a quienes
«quieran» estudiar, sino a quienes hayan probado sus dotes para el estudio, y
que expulsase de su seno a quienes no las prueben, aunque puedan pagárselo,
sospecho que provocaría todavía más quejas entre los rectores. Al menos así se
probaría que defienden intereses gremiales.
96.
Martirio ignorado
HERMANN
TERTSCH
Imperdonable es que los cristianos occidentales no ejerzan su influencia en
hacer frente al martirio de sus hermanos en Cristo
VEMOS cruces rotas o quemadas, iglesias en ruinas y también, en ocasiones,
cadáveres calcinados. Son imágenes que nos llegan ocasionalmente. Cierto que con
alguna frecuencia. Pero como brotes aislados de violencia lejana. Son incidentes
remotos con víctimas desconocidas. A las que prestamos poca o ninguna atención.
Porque el mundo produce más noticias trágicas de las que podemos digerir. Porque
tenemos nuestros propios problemas que siempre nos parecen los mayores. Por
mucho que sepamos que son cuitas ridículas comparadas con otras que se sufren
lejos. Todo esto, todo aquello, genera una muy densa y eficaz cortina de hechos
y angustias que nos impide ver uno de los fenómenos más trágicos, amplios y
trascendentes que se produce en el mundo en este comienzo del siglo XXI. Es la
persecución a muerte de los cristianos y el exterminio de la cultura cristiana
en muchas regiones de la Tierra. En muchas de ellas con raíces y tradición
milenaria. No estamos ante inocentes religiosos o brotes de odio entre
comunidades. Sino ante una persecución sistemática del cristianismo en muchas
regiones donde es minoría. Y con intención de acabar con su existencia, de
extirpar cristianismo y su memoria de países en los que ha sido parte capital de
su identidad durante siglos.
El
diplomático español Javier Rupérez publica un artículo al respecto en la revista
de FAES en la que denuncia la pasividad con que la comunidad internacional
asiste a una persecución de dimensiones bíblicas. La tragedia está en los hechos
desnudos. En Irak el censo de 1987 registraba una población cristiana de 1,4
millones. En 2003 esa cifra se había reducido a 800.000. Hoy, la organización
católica «Ayuda a la Iglesia Necesitada» estima que probablemente no sean más de
150.000 los cristianos en Irak. En el norte de Nigeria saltan regularmente a las
noticias cuando la matanza de la organización islamista Boko Haram es
multitudinaria. Pero apenas se percibe el permanente goteo de muerte, agresión y
terror. Como no se informa de los pogromos que sufren los cristianos en partes
de la India, bajo un hinduismo fanatizado.
Son
decenas los países de Asia y África en los que la persecución de los cristianos
es práctica habitual, más o menos tolerada por los Gobiernos, volcada contra
esta comunidad por la única razón de su credo. Como señalan desde el National
Catholic Reporter, que sitúa la cuestión en un contexto histórico comprensible y
exigente: «No tenías que ser judío en los años 70 para estar preocupado por los
judíos disidentes en la Unión Soviética; no tenías que ser negro en los 80 para
sentirte afectado por el apartheid en Sudáfrica; y de la misma manera no tienes
que ser un cristiano hoy en día para reconocer que los cristianos constituyen el
grupo religioso más perseguido en el planeta».
Las
cifras que hablan de 100.000 cristianos muertos cada año durante la pasada
década están distorsionadas al incluir a los cristianos asesinados en las
matanzas del Congo. Pero sin ellos hay que hablar de 10.000 cristianos
asesinados todos los años desde hace una década. Es decir, cada algo menos de
una hora se asesina a un cristiano por el mero hecho de serlo. Trágicas son las
penalidades de los cristianos allí y triste la indolencia de los cristianos
aquí. El desinterés en las sociedades occidentales –por lo general de mayoría
cristiana–, es un síntoma desolador del estado de su músculo moral y su
conciencia. Cierto que es muy ofensiva la falta de reacción del islam moderado
ante las barbaridades cometidas por sus correligionarios radicales. Pero
imperdonable es que los cristianos occidentales no ejerzan toda su fuerza e
influencia en hacer frente a ese callado martirio de sus hermanos en Cristo por
todo el mundo.
97.
La protesta decadente
LUÍS DEL VAL
Spengler publicó hace más de noventa años «La decadencia de Occidente». Como todas las obras de los grandes perspicaces contiene análisis brillantes, y algún que otro error profundo, como les sucedió a Rousseau, a Carlos Marx o a Freud. Su comparación de las civilizaciones basadas en las mismas etapas que atravesamos las personas, y que van desde la esperanzadora alegría del nacimiento hasta la decadencia de la vejez, es aceptada por muchos, aunque bien es verdad que los meandros de cualquier biografía humana están tan llenos de anticlinales y sinclinales como los de la evolución e historia de cualquier civilización.
Escribir sobre la decadencia de Europa, después de una guerra que ocurrió hace un siglo y dejó a Europa destrozada, era sencillo, pero resultaba más complicado su análisis intelectual pleno de honduras y originalidades.
Siempre he creído que los seres humanos, por muy inteligentes que fueran, no tenían consciencia del tiempo en el que vivían. Ni el judío Santángel, que ayudó con su fortuna a la expedición de Colón, ni la Reina Isabel, ni el propio Colón me imagino yo que se levantaran por las mañanas con la convicción de que estaban cambiando la Historia, al contrario de lo que ocurre ahora donde –sobre todo desde el periodismo y la política– nos empeñamos en poner mojones trascendentes a lo que dentro de unos meses no será sino la anécdota pasajera que quedará sepultada entre las noticias del año. No digamos en la épica deportiva en la que, como señala con su habitual gracejo irónico Manuel Alcántara, todas las semanas se juega el partido del siglo.
Pero hay signos numerosos y evidentes de una decadencia palpable, que no precisa de grandes dotes de profetas, ni de análisis profundos. El envejecimiento de nuestra población, la desaparición de esas virtudes que hacen fuertes a las sociedades y la entropía en las artes donde cualquier memo se declara artista y cualquier marchante está dispuesto a certificarlo, son una breve muestra, nada exhaustiva, de que no caminamos precisamente hacia el esplendor.
En las simplificaciones desenfadadas suele aludirse a que el comienzo de la decadencia de Roma se inició cuando los hijos de los patricios dejaron de nutrir las legiones, y los ciudadanos consideraron que la importante labor de vigilar el imperio podría encomendarse a esclavos libertos y mercenarios. Puede parecer un asunto menor, pero es un punto de inflexión básico, la etiología que nos puede explicar el origen de una decadencia.
Siempre me llamó la atención, por ejemplo, la sencillez con que en España pasamos de un Ejército compuesto por los ciudadanos del país –incluidos, por cierto, los hijos de los patricios–, a un Ejército denominado «profesional», que es una manera de esconder vergonzantemente que nos consideramos tan ricos que podíamos prescindir del engorroso servicio militar obligatorio. Y recuerdo que, fueran prórrogas por estudios, milicias universitarias, reemplazo forzoso o adelanto como soldado voluntario, el servicio militar te llegaba en un momento en que partía tu vida laboral, profesional y social. Y no fuimos pocos los que abogamos por un acortamiento de la prestación, dejándolo reducido, básicamente, al periodo de instrucción, el de verdad importante y donde únicamente se recibían los conocimientos necesarios para ser soldado, puesto que el resto era un sesteo aburrido y monótono, que provocaba en no pocos civiles una razonada aversión al Ejército.
En mi ingenuidad, llegué a creer que con la llegada de la democracia, se racionalizarían los reemplazos, se profesionalizarían de forma auténtica diversas funciones y habría un interesante debate en el Parlamento. Pues bien, en nuestro Parlamento, donde se ha discutido del buitre leonado o del lince de Doñana, no apareció en ningún orden del día un asunto tan trascendental y tan transversal socialmente, como el del Servicio Militar Obligatorio, que es algo así, no sé, como si se suprimiera la prestación hospitalaria para las enfermedades menos graves. De repente, de la noche a la mañana, quedó derogado el servicio militar que se basaba en el «todo por la Patria», sin que los padres de esa Patria pudieran exponer su punto de vista.
Cuando mis hijos estaban en la difícil adolescencia –difícil para ellos y para los padres– echaba en falta un horizonte con tres meses de campamento militar, donde tendrían que someter sus rebeldías a la disciplina, y las dudas existenciales quedarían diluidas en un entrenamiento donde no hay un minuto para descansar. Y lo sigo pensando aún hoy, cuando observo el espectáculo del botellón de los viernes y sábados, que me impide al día siguiente pasear por el parque, porque estos chicos, que nos tendrán que pagar la pensión, están muy preocupados por la devastación arbórea del Amazonas, pero dejan los jardines públicos hechos una mierda.
Y, sin parecer tan trascendente, hay otro síntoma que le hubiera gustado observar a Spengler, y es la protesta rápida, la queja inmediata de todos nosotros, ante la más mínima imperfección de nuestras habituales comodidades. «Esto es tercermundista», solemos escuchar. ¿Y qué es tercermundista? ¿Tener que recorrer diez kilómetros de ida, y otros tanto de vuelta, para lograr un poco de agua putrefacta? No, no. Es tercermundista que el agua caliente del hotel tarde en salir más de cinco minutos. O que no haya suficientes carritos en el aeropuerto con aire acondicionado al que hemos arribado, o que tarden un cuarto de hora en llegar las maletas a la cinta. Los españoles parecemos descendientes de un linaje que siempre llevó una vida acomodada, y guardar fila en una autopista, o tener que sufrir un atasco –a bordo de un automóvil, cuyo costo serviría para que una familia del tercer mundo subsistiera varios años– nos parece tercermundista.
Me refiero a España, pero podría hablar de Europa, incluso de Estados Unidos, porque la protesta es el poderoso cartel que anuncia nuestra escasa capacidad de sacrificio, la demostración subconsciente de que no estamos dispuestos a renunciar a nada, que es una manera de exponernos a que nos lo arrebaten todo. Ojalá no tengamos que afrontar una guerra, porque si fuera así, teniendo en cuenta que el agua caliente nos parece imprescindible, y que el retraso de un tren o el punto pasado del arroz es un indubitable signo tercermundista y agita nuestro enfado, no creo que tuviéramos muchas posibilidades de ganarla.
98.
Vivir en Disneylandia
CARMEN
POSADAS
Seguimos
a salvo en Disneylandia?» -se preguntaba Arturo Pérez-Reverte después de
los últimos atentados terroristas. La suya ha sido una de las pocas voces
discordantes en el mirífico coro que suele acompañar este tipo de horrores y
que se caracteriza por rituales de parte de los buenos ciudadanos como cambiar
su icono de Facebook o Twitter por un lazo negro; repetir mucho «Yo soy
Charlie», «Yo soy París» o «Yo soy Bruselas»; o tapizar los lugares del
atentado con ramos de flores, cartas y velitas. Hablando de velas, tal vez
ustedes recuerden un vídeo que se hizo viral después del 13N. En él, un
padre intentaba explicar a su hijo de cuatro años lo sucedido en París y
convencerle de que lo importante no son las armas. «Ellos son muy malos
-argumentaba el niño-, no son gente agradable, hay que tener mucho cuidado y
cambiar de casa». «Oh, no, no te preocupes, no tendremos que irnos; Francia
es nuestra patria» -lo tranquilizaba el padre, pero la criatura seguía
dudando-: «Son malos, papá, tienen pistolas y nos pueden disparar». «Pero
nosotros tenemos flores» -insistía el padre, con aire tranquilizador, a lo
que el niño, después de mirarle como si fuera un poco lelo, añadía con
sentido común admirable-: «Pero las flores no sirven para nada, papá...».
«Claro que sirven -porfiaba su irredentamente optimista progenitor-. Mira
toda esa gente poniendo flores. Son para combatir a las pistolas». «¿Y las
velas?» -preguntaba el niño-. «Las velas son para recordar a los que se han
ido». «Ah, las flores y las velitas son para protegernos» -repetía la
pobre criatura sin mucha convicción-. El vídeo ha tenido no sé cuántos
millones de descargas en el mundo entero desde entonces y casi otros tantos
comentarios positivos y entusiastas: qué bonito mensaje, qué hermoso modo de
explicar a los pequeños lo que está pasando en el mundo. Por lo visto, nadie
se para a pensar si a los niños se les hace o no un favor contándoles la
milonga de que las flores y las velas nos protegen «de los malos». Habrá
quien argumente que aquel niño era demasiado pequeño como para darle otra
explicación, pero me temo que, de ser mayor, también le habrían contado
similar cuento de hadas. Es lo que hoy hacemos todos, intentar evitar a los niños
la visión del lado más 'feo' de la vida. Hasta los cuentos clásicos han
sido tuneados. El lobo ya no se come a la abuela de Caperucita, la bruja de
Hansel y Gretel jamás tuvo intención de zampárselos, solo hizo la casita de
chocolate para invitarlos a merendar; y Pete, el malo de las películas de
Mickey, se ha vuelto un santo varón. Hace unos meses, educadores, escritores
y médicos se reunieron para examinar este fenómeno bajo el lema Maldad,
perfidia y espanto en la historia de la literatura, y llegaron a una
sorprendente conclusión. Mientras los niños, incluso los más pequeños, son
capaces instintivamente de diferenciar el bien del mal cuando se les cuenta
una historia, los adultos parecen haberse infantilizado. El niño distingue a
la perfección lo uno y lo otro, mientras que los mayores se interesan por
historias maniqueas en las que los buenos son buenísimos y los malos, malísimos.
Historias planas que no aportan nada al debate intelectual o moral. ¿Se han
fijado en la cartelera de cine? Años atrás, más de la mitad de las películas
que se exhiben habrían sido consideradas infantiles. ¿Qué hace que dos
adultos queden para ver Caperucita roja, Blancanieves o Shrek?, y ¿qué
indica este dato sobre la sociedad actual? Decía Bruno Bettelheim, en su célebre
Psicoanálisis de los cuentos de hadas, que los cuentos clásicos en los que
están presentes la crueldad, la violencia y hasta la injusticia cumplen una
misión pedagógica fundamental, como preparar al niño para el mundo que se
encontrará cuando crezca, mientras que pintar un mundo idílico e irreal lo
único que consigue es criar personas inmaduras. ¿Será esa una de las
razones por las que de un tiempo a esta parte vivimos en esa Disneylandia de
la que hablaba Pérez-Reverte? Ojalá la realidad no nos expulse de un
guantazo de tan lindo paraíso.