LA SONRISA DE ANDY EN CADENA PERPETUA
por Eduardo Camino
Andy Dufresne, vicepresidente del departamento de créditos de un importante banco de Portland, ingresó en la prisión en Shawshank por un doble crimen que no cometió: el asesinato de su mujer y su amante. Según el juez, había pegado cuatro tiros a cada uno.
De carácter cabizbajo. Reservado. Muy callado. No le resultó fácil habituarse al ambiente. Aquel sitio no era sencillo para nadie, y mucho menos para quien estaba habituado a llevar traje caro y corbata. Sólo quería pasar desapercibido, pero durante los primeros meses no le resultó sencillo. Poco a poco, con su conducta pacífica y un tanto enigmática, fue granjeándose respeto en la prisión.
A los dos años del ingresar, en mayo de 1950, las autoridades decidieron embrear uno de los tejados del penal y pidieron voluntarios, Andy fue uno de ellos. Seis guardias los controlaban, al mando de Byron Hadley, el hombre de confianza del alcaide, el vigilante más temido. Y fue el tercer día de trabajo cuando ocurrió.
Hadley le contaba a otro guardia, Mert Entwhistle, que acababa de recibir la noticia de la muerte de su hermano mayor y le había dejado treinta y cinco mil dólares en herencia. Pero se quejaba porque, probablemente, tras pagar los impuestos le quedaría bien poco. Andy lo oyó y dejó de trabajar. Y, ante la sorpresa del resto de los reclusos, se fue hacia los guardias. Todos se sobresaltaron. Uno de los vigilantes echó mano a la pistola. Entonces, con mucha calma, le preguntó a Hadley si confiaba en su esposa.
Fue cuestión de segundos. La tensión aumentó. A Hadley no le sentó nada bien aquella pregunta y agarrándolo por el cuello lo arrastró al borde del tejado para tirarlo. En el breve trayecto Andy repitió de nuevo su pregunta y, enseguida, añadió que, si confiaba en su esposa, podía quedarse con todo ese dinero. Existía la posibilidad, en ese Estado, de donarle esa cantidad y no pagar impuestos por tal donación.
Hadley entonces se detuvo. El cuerpo de Andy colgaba al borde del tejado cuando comenzó a explicarle de memoria la legislación. Hadley todavía dudaba. Andy añadió que no tenía por qué fiarse de él, que podía contratar un abogado, le diría lo mismo y le cobraría una pasta. Pero que él podría hacerle el embrollado papeleo a cambio de tres cervezas para cada uno de sus compañeros pues, cuando se trabaja con el sol a la espalda, eso de embrear resultaba fatigoso, pero se trataba sólo de una sugerencia…
Ninguno de los que estaban subidos a aquel tejado daba crédito a lo que estábamos viendo. Y Andy se salió con la suya. De manera que el penúltimo día de trabajo, todo el grupo de reclusos menos Andy dana buena cuenta de unas Black Label bien frías proporcionadas por el guardián más temido de Shawshank. Aquello duró unos veinte minutos, pero a todos les pareció una eternidad. Esas cervezas sabían a libertad, a gloria.
Mientras a pleno sol degustan las bebidas miramos a Andy. Uno se levanta para ofrecerle una cerveza pero él la rechaza. Este hecho aumentó sin duda su prestigio pero, al mismo tiempo, corroboró la idea de que él se sentía libre (interiormente libre) entre barrotes y, por eso, distinto a los demás. Su libertad interior le permitió decir “no” también a aquellas cervezas, como lanzando el mensaje: yo no necesito beber para sentirme más persona…
Le contemplamos sentado apartado del grupo, apoyado contra el muro. Sus brazos relajados sobre sus rodillas y esa sonrisa enigmática que iluminaba su rostro, que transmite control y felicidad, confianza y esperanza, reflejo de “una especie de luz interior que llevaba consigo a todas partes“.
La sonrisa de Andy le hacía distinto al resto de los presos. En ella manifiesta su libertad interior; una libertad que ni unos barrotes ni la más férrea y cruel vigilancia, le pueden a uno robar. Él no ha entrado ahí libremente, pero su libertad reflejada en esa mítica sonrisa -suya una de las cosas más destacadas y mejor interpretadas de la película- muestra que sigue siendo libre. Con ella contempla alegre el mundo mientras sus colegas se toman las cervezas que con su audacia les ha proporcionado.
No es la de un pícaro, ni la que a uno se le puede sonsacar con un ingenioso chiste o una oportuna broma, es la de quien muestra un “complejo de superioridad“; la de alguien que, pese a estar entre barrotes, en su interior se siente y sabe libre. Como Morgan Freeman explica en un momento del film: “algunos pájaros no pueden ser enjaulados, sus plumas son demasiado hermosas. Y cuando se van volando se alegra esa parte de ti que siempre supo que era un pecado enjaularlos“.
Desde que entra en la cárcel, sólo hay otro momento comparable a éste, donde su sonrisa vuelve a desplegar esa superioridad y sabiduría. El día en que logró encerrarse en el cuarto desde donde se controlaba el sonido de la prisión, y conectó los altavoces a un disco del que emanaron las voces de Le nozze di Figaro. Esta vez la “aventura” no le salió tan bien (no acabó con una buenas cervezas frías) y, esos breves instantes, le merecieron dos semanas en el agujero; pero no pareció importarle: volver a sentirse libre, aunque fuera sólo por unos segundos, valió la pena. Volver a alimentar sus oídos con tan dulces e increíbles cánticos era algo superior a todas las limitaciones y sufrimientos del agujero. Y así, de nuevo, logra transmitir libertad al resto de los presos que, mientras duran aquellas angélicas voces, paran de trabajar para mirar alucinados y gozosos a lo alto, como buscando el origen de tanta dicha. Una vez más Freeman, con su voz en off, explica lo que todos en mayor o menor grado sintieron aquel día: “no tengo ni la más remota idea de qué (…) cantaban aquellas dos italianas y lo cierto es que no quiero saberlo. Las cosas buenas no hace falta entenderlas. Supongo que cantaban sobre algo tan hermoso que no podía expresarse con palabras y que precisamente por eso te hacía palpitar el corazón. Os aseguro que esas voces te elevaban más alto y más lejos de lo que nadie, viviendo en un lugar tan gris, pudiera soñar. Fue como si un hermoso pájaro hubiese entrado en nuestra monótona jaula y hubiese disuelto aquellos muros. Y por unos breves instantes hasta el último hombre de Shawshank se sintió libre“. Por esta misma razón pidió las cervezas.
El hombre es capaz de mantener su capacidad de elección porque puede conservar un reducto de libertad interior, de independencia mental, incluso en situaciones tan extremas y dolorosas. Y Andy, en Shawshank, podía seguir eligiendo sobre lo esencial: vivir o morir, ser fiel a sí mismo (y a su inocencia) o rendirse. Los riesgos asumidos en esas situaciones, la generosidad con que lo hizo, su entero comportamiento, pero sobre todo esa sonrisa suya… nos desvelan la grandeza del hombre, la existencia de nuestra libertad interior.