EN EL CORAZÓN DEL MAR (Ron Howard, 2015)
Estamos ante una nueva versión de Moby Dick, de la novela de Herman Melville. La he escogido por los tres temas que siempre me ha suscitado esta obra maestra: el misterio del hombre, sus límites y, el límite de todos sus límites, la muerte. Me explicaré.
1. Somos un misterio
Moby Dick es un misterio. ¿Leyenda, ficción o realidad? Un misterio que refleja el misterio que somos cada uno de nosotros. ¿Quién es el hombre? ¿Es cierto que Hitler y el Padre Kolbe, el estrangulador de Boston y la Madre Teresa de Calcuta son seres pertenecientes a la misma especie?
Muchos autores, de formas diversas, han puesto de relieve este misterio. V. E. Frankl dice, por ejemplo, que el hombre «es el ser que ha inventado las cámaras de gas y, asimismo, ha entrado en ellas con paso firme, musitando una oración». San Agustín «confiesa» en sus Confesiones: «he llegado a convertirme en un problema para mí mismo». Y B. Pascal lo expresa haciéndonos ver que «el hombre supera infinitamente al hombre».
El mismo escritor en la novela escribe: “es vano intentar divulgar lo que es profundo, y toda verdad humana es profunda. De ese minero subterráneo que trabaja en todos nosotros, ¿cómo puede uno deducir adónde conduce su pozo por el sonido desplazado y ensordecido de su piqueta? (…) Pues todo lo que es de verdad prodigioso y temible en el hombre, jamás se ha puesto aún en palabras o libros” (Herman Melville, Moby Dick). Como diciendo que… todavía no hemos visto todo, no hemos tocado fondo, que moriremos sin conocernos del todo.
Efectivamente, cada uno de nosotros esconde un amasijo de contradicciones que dificulta su compresión, su entero control. Una curiosa mezcla de grandeza y miseria, de ambición y bajeza, de grandiosidad y pequeñez empapa todo nuestro existir. Ovidio lo describe así: «veo lo que es bueno y lo apruebo, y sin embargo después hago lo contrario». Y es que somos capaces de conocer y dominar la naturaleza y, al mismo tiempo, morir por un imprevisible accidente; capaces de dar la vida por nuestro hijo y abortar al recién concebido; capaces de ayudar generosamente en las zonas más necesitadas de la tierra, y estafar y corromper en nuestro trabajo; capaces de la abnegación más absoluta y de la traición más vil; capaces de aborrecer a nuestro Creador y, al día siguiente, comerle. Compasivos y crueles, jueces de todas las cosas y gusanos miserables; destinatarios de la verdad y cloacas de mentiras. Seres que llevan continuamente el cielo en vasijas de barro; así somos: «he aquí al hombre».
Moby Dick nos planta ante este misterio, lo simboliza (no es un cachalote más, ¿tiene algo de humano?, ¿razona o memoriza?); pero es Cristo quien lo resuelve. San Juan Pablo II insistió, desde su primera encíclica Redemptor hominis, en que quien sabe de Dios sabe del hombre. Hacía así eco al Concilio Vaticano II cuando afirmaba: que sólo Cristo “revela el hombre al hombre” ya que, “en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS, n. 22). Es decir, para conocernos debemos intentar conocerle… en Él nos desvelaremos, nos llegaremos a ver cómo somos en realidad.
2. Los límites
Moby Dick no sólo nos recuerda que somos un misterio, sino también que hay ciertos límites que no nos conviene traspasar. La misteriosa ballena se presenta como un límite ante el todopoderoso hombre. Ese ejemplar único, que hasta por momentos parece racional, es una burla, un insulto a todas las técnicas y cánones de los balleneros. De ahí que se convierta en una obsesión por verla, por capturarla. Obsesión y reto: atracción. Quienes se embarcan tras ella saben que cualquier capitán que se enfrente a ella, se enfrentará a su propia muerte; pero no deja de ser atrayente… ver si uno puede ser una excepción, si puedo traspasar el límite.
Pero Moby Dick no mata si su existencia no se ve amenazada, lo que le recuerda al hombre es que no debe conquistarlo todo, que el océano es muy grande y él debe prescindir de un pedazo. La misma idea que refleja, al principio de la creación, el árbol que estaba plantado en mitad del paraíso, el árbol de la ciencia del bien y del mal.
Tras la creación del primer hombre y la primera mujer Dios les dijo: «de todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás (Gen 2, 16-17)». ¿Por qué? Porque ante ese árbol decidíamos si estábamos dispuestos a ser criaturas, o solamente a subsistir por nosotros mismos; es decir, si reconocíamos que no éramos los señores absolutos de la propia existencia y de todo lo que nos rodeaba, o pretendíamos ponernos a nosotros y al mundo bajo nuestro señorío; en definitiva, si íbamos a dejar que Dios ocupara el centro de la existencia, o pretendíamos colocarnos en el centro (donde precisamente estaba el árbol… en el centro del paraíso).
Porque si escogíamos lo segundo llegaríamos a determinar sin ninguna otra referencia el bien y el mal: decidiríamos sin más lo bueno y lo malo (sin ninguna referencia a la naturaleza, ni a la palabra de Dios).
Hace ya algunos años, uno de mis maestros me contó el siguiente suceso. Asistía a una reunión que Juan Pablo II organizó un verano con profesores de diversas universidades. Le tocó sentarse cerca del Papa. Estaba hablando un profesor de una universidad francesa y su exposición sobre la juventud actual poseía un cierto tono negativo. Más o menos venía a decir que “la juventud de hoy estaba perdida”. Mi maestro, entonces, oyó comentar al Papa -a modo de reacción- en tono muy bajo: “lo que ocurre es que el hombre ha perdido de vista que es criatura”.
Palabras siempre actuales. El hombre no quiere ser criatura porque no quiere ser medido, dependiente, no quiere necesitar a (de) nadie. Pretende ser él mismo pero sin Dios, pretende ser Dios mismo. Y es, entonces, cuando Dios se convierte en un rival o en un extraño; alguien que estorba. Moby Dick es pacífico, pero al hombre se le presenta como un rival que le estorba. Por eso no pensemos que estamos ante algo raro o muy lejano… esa ballena, ese árbol son símbolos de una opción ante la que nos encontramos cada día: el pensar que no necesitamos de Dios para hacer el bien.
H. Benson en su novela El amo del mundo lanza una especie de profecía. La acción se desarrolla en el futuro. El anticristo ha llegado y la Iglesia es fuertemente perseguida. El ambiente dominante logra ir apagando todo brote de Dios y, curiosamente, el hombre va ocupando su lugar. En las iglesias, en el sitio que antes ocupaba el sagrario, encontramos ahora esculturas del “hombre”: el hombre sabio, el musculoso, etc. Pero tal intercambio ya no nos resulta tan sorprendente… porque lo que Adán y Eva perdieron de vista fue, en el fondo, eso: su condición creatural. La presencia del árbol les transmitía que sólo Dios es Dios y ellos… criaturas; que podían llegar a ser señores del mundo, pero por la gracia divina, no por sus méritos o sus propias fuerzas (no por esencia, como lo es Dios). Reconoced vuestra finitud -les recordaba- y, con ello, la verdad sobre vosotros; no podéis jugar a arrebatar el mundo a Dios.
No nos engañemos: lo que nos esclaviza no es la dependencia sino la lejanía de quien nos ama y enseña a amar. El amor es lo opuesto al morir…
3. La muerte
En la película todo pringa de muerte porque todo juega con ella. Moby Dick nos dice que si jugamos con ella, si la perseguimos, si traspasamos ciertos límites, nos encontraremos con ella. La película convierte así en ambiente escénico el límite de todos los límites, la muerte. Otra película refleja que también refleja muy bien este sentimiento es El séptimo sello , de Ingmar Bergman. La muerte que lo marca todo es la protagonista y el ambiente de la película, todas las cosas -el amor, la amistad, el placer, etc- son máscaras vacías delante de la fugacidad del tiempo, todo es una danza macabra en torno a la figura de la muerte; todo es endeble, perecedero, provisional, radicalmente pasajero.
El viaje de la vida no puede ser una travesía al encuentro con la muerte. Ciertamente moriremos pero no es ese el planteamiento. La muerte es la condición necesaria para la vida. Nuestro viaje es un viaje de vida. La Eucaristía es la vida eterna en el día a día, la que va transformando nuestro ser para que seamos capaces de gozar esa vida que nos espera tras el umbral de la muerte. Vivir para la vida, no para la muerte.
El tiempo no lo mata todo, el amor hace el tiempo eterno, hace que las manecillas de todo reloj mortal se paren. “Detén el tiempo en tus manos, haz esta noche eterna”. Cada día es afrontado no como un viajar sin más, no es un vamos de viaje… sino un “vamos a amar”.
En el corazón del mar, no me importa saber si está Moby Dick, me importa saber lo que hay en el fondo del corazón de cada hombre. La película es una travesía marítima al interior de cada uno. Por eso también puede ser interpretada como un viaje para descubrir los monstros que nos atormentan, los nudos que nos tienen paralizados.
E.C.M.