EL FESTÍN DE BABETTE y la obra de arte (Antonio Schlatter)
Si el cine puede ser considerado como el séptimo arte, se debe entre otras cosas a películas como esta. El festín de Babette es sin lugar a dudas una obra de arte por tres motivos: por la belleza y cuidado, casi teatral, de cada escena y de la propia narración; porque narra la historia de una artista con una sola pincelada; y porque todo ello lo cuenta usando el bastidor y la paleta de colores del mayor Artista: Dios. Y en este triple plano, perfectamente cuidado y armonizado, transcurre el filme, cuya grandeza radica no sólo en lo que cuenta, sino en lo que sugiere; a imagen y semejanza de Dios, quien siempre nos asombrará más por lo que nos sugiere y anuncia que por lo que ya nos ha mostrado. “En el paraíso tú serás la gran artista que Dios tenía pensado que fueras. Ah, cómo vas a deleitar a los ángeles”. Por más grande que sea una persona (toda una obra de arte) y por sorprendentes que puedan llegar a ser los milagros que salgan de sus manos (toda la transformación de una comunidad con una sola cena llena de detalles cuidados y marinados por el licor del cariño y el agradecimiento), más grande y asombroso es Dios y lo que nos tiene preparado.
Como en las grandes obras (y así ocurre ya en el precioso cuento de Dinesen en el que se basa la película) aquí los silencios son más importantes que las palabras, porque la imagen y el guion no deben ser sino el espacio que necesitamos para escuchar cómo “por todo el mundo resuena el grito del corazón del artista. Déjenme hacer todo aquello de lo que soy capaz”. Lo dicen los personajes secundarios con buena intención a medida que, poco a poco, van abriendo sus proyectos vitales al proyecto divino; lo proclama Babette rompiendo los esquemas excesivamente rígidos que dominan la comunidad protestante en la que trascurre la narración; y lo grita sobre todo Dios mismo, que es sin duda el personaje tan central escondido de toda la película.
Y es que El festín de Babette, no pretende ser una película sobre Dios, ciertamente. Pero refleja tan bien la esencia católica del alma humana, que inevitablemente nos habla sobre todo de Él. El pudor y la delicadeza con la que lo hace es de hecho un signo que nos hace saber que estamos pisando tierra sagrada. La gracia tiene sus tiempos y sus modos; aprendamos a caminar en esas coordenadas, parece decirnos. Y, por si quedaran dudas, el medio es presentado como parte esencial del Mensaje, pues se trata del mismo que Dios empleó para transmitir su testamento a la primera comunidad cristiana, y para enseñar en qué consiste el mandamiento del Amor: una cena; la última cena, donde todo confluye y recomienza. Además, el cuidado de lo pequeño con que todo lo material es tratado, sublimado por el corazón, es también canal del que Babette se sirve, al transmutar y elevar al máximo todos los valores cristianos. Y así todo, todo en la película, nos habla de ese paraíso que es posible alcanzar en esta tierra, a pesar de los pesares (exilio, falta de honra, pobreza, amores no cumplidos, temores ante la muerte y sobre todo ante la vida…): “Siento que fue usted quien eligió el mejor lado de la vida. ¿Qué es la fama? La tumba nos espera a todos. Y sin embargo, mi bella soprano de las nieves, al escribirle siento que la tumba no es el fin. En el paraíso volveré a oír su voz. Allí será para siempre la gran artista que Dios quería que fuera. Oh, Cómo encantará a los ángeles”. De nuevo, ¿quién dice esto? ¿Un personaje de la película? Sí, también. Pero sobre todo es Dios quien lo dice a través de él. Porque es verdad…
Porque es verdad que cuando Dios actúa y el hombre le deja actuar, ya no importa tanto lo que elijamos, siempre que elijamos con el corazón y no sólo con una razón fría o una voluntad recta. Pues el corazón, armonizado con el Corazón de Dios, es lo más razonable que tenemos. Nos estamos refiriendo al lenguaje del amor. Porque así, y sólo así, seremos capaces de recibir (Dios -que es el que puede hacerlo- lo hace) tanto lo que hemos elegido como lo que hemos tenido que rechazar para poder seguirle. Ahí radica el misterio que sólo puede desvelar el texto sagrado con el que el teniente Loewenhielm brinda en plena cena en el zénit de tensión, y que es el “sancta sanctorum” de la película: “La misericordia y la verdad se han encontrado. La justicia y la dicha se besarán mutuamente. En nuestra humana debilidad, creemos que debemos elegir en esta vida. Y temblamos ante el riesgo que corremos. Conocemos el temor Pero no. Nuestra elección no importa nada. Llega un tiempo en el que se abren nuestros ojos. Y llegamos a comprender que la misericordia y la gracia son infinitas y lo único que debemos. Hacer es esperar con confianza y recibirla con gratitud. La misericordia y la gracia no ponen condiciones y dirá: Todo lo que hemos elegido Nos ha sido concebido y todo lo que rechazamos también nos lo es dado. Sí, incluso se nos devuelve aquello que rechazamos porque la misericordia y la verdad se han encontrado. Y la justicia y la dicha se besarán”.
La película es pues una digna y hermosa glosa de ese misterio del obrar de Dios. Vacuna contra el puritanismo y espiritualismo que nos rodea en nuestros días. La película muestra, con el ambiente y ritmo adecuados, el punto en el que se encuentran el genio de Dios y lo que san Juan Pablo II llamaba “el genio femenino”. En el fondo es el encuentro del Amor de Dios con el de la criatura por Él creada. El núcleo del corazón. Un encuentro donde lo físico (lo material) y lo espiritual van de la mano, como en el verdadero amor. No hay que elegir entre lo material y lo espiritual. Pues elegir sólo lo material es perderse lo mejor de la espiritualidad; del mismo modo que elegir un amor únicamente espiritual sería como desnaturalizar la capacidad espiritual de toda materia. No hay que elegir, desde que Dios se ha hecho carne y se nos da como comida; no hay que elegir ya que de esta manera ha cubierto la distancia de ese salto, inalcanzable para nosotros, indigentes y frágiles criaturas suyas. Así lo cuenta también el teniente durante la cena: “Cuando estuve en París, una vez gané una carrera de caballos. Los oficiales de la caballería francesa me homenajearon con una cena en uno de los mejores restaurantes de la ciudad, el Café Anglais. El chef, sorprendentemente, era mujer. Comimos “codornices en sarcófago”, un plato que había creado ella misma. El general Galliffet, que era nuestro anfitrión aquella noche, nos explicó que esta mujer, esta jefe de cocina tenía la habilidad de transformar una cena en una especie de aventura amorosa, una aventura amorosa que no hace distinción entre el apetito físico y espiritual. El general me dijo que en el pasado se había batido en duelo por causa de una hermosa mujer. Pero que ya no había una mujer en Paris por la que derramaría su sangre excepto por esta cocinera. Tenía fama de ser el mayor genio culinario de su época”.
Porque, ¿quién no sería capaz de derramar su sangre por un alma así?; ¿qué es esa cena sino un preámbulo y memorial de hasta qué punto uno puede entregarse y servir?; ¿cuánto tiene de sacramento un alimento así preparado?; ¿cuánto puede la gracia transformar nuestras almas cuando las encuentra bien dispuestas?
Mientras habla el teniente Loewenhielm, tanto él como los invitados a la cena, saborean esas famosas codornices y los ricos manjares que Babette va presentando con esmero. ¿Qué quedan? Quedan las palabras, los mensajes, las miradas… Pero ante todo queda ese gesto: el gesto de saborear algo extraordinario. Algo extraordinario que se nos presenta en la sencillez de una cena de despedida y de agradecimiento. Una cena ordinaria pero intemporal. La sabiduría que evoca el salmo es la misma sabiduría que, como criaturas, hemos de saborear durante nuestro paso por la tierra. Misericordia y verdad, justicia y paz… los ingredientes de los que está hecha la verdadera vida que Dios nos tiene preparada y nos hace ya pregustar… siempre que nuestras almas estén dispuestas a descubrirlo. El festín de Babette nos ayuda a preguntarnos si hemos comprendido qué supone de verdad que Dios cuide de nosotros y nos quiera tanto. Y deja la cuestión sembrada en el corazón de cada uno.
Por eso, como toda obra genial, la narración comienza en verdad justo cuando termina. ¿Qué queda al abandonar la pantalla? Al final sólo queda lo que queda en el alma. Ha cambiado el humus del espíritu. Han caído los temores, y se puede empezar (¡de verdad!) de nuevo, una nueva vida. ¿Qué queda? Queda el entusiasmo, la alegría… queda el ambiente y la atmósfera de felicidad y paz… queda un aire por fin respirable por el ser humano que no quiere dejar de serlo para poder tratar a Dios. Queda la libertad. La libertad irrestricta del hombre cuando dejamos actuar a la libertad infinita de Dios. Eso es lo que queda… cuando uno asiste a una obra de arte así, cuando una comida terrena entre personas se transubstancia en festín a las puertas del Paraíso.