“UN MONSTRUO VIENE A VERME y la verdad del ser humano” por Erik González Soler2021-04-21T12:46:30+02:00

Un monstruo viene a verme es el claro ejemplo de que las grandes historias no necesitan de complejos argumentos, sino que son aquellas que saben tocarte el corazón, aquellas capaces de dibujar ante nosotros la complejidad del mundo con la sencillez de los trazos de una acuarela. Y es que el ser humano está profundamente unido a la verdad, y es la verdad lo que siempre está buscando.

Conor O’Malley es un chico de trece años. Su madre está gravemente enferma de cáncer, y vive atrapada entre continuos e inacabables cambios de tratamiento, ninguno de los cuáles parece hacerla sentir mejor. Conor soporta con estoico silencio el acoso escolar que sufre en el colegio y, la ausencia de su padre —que vive con su nueva familia en América—, no ayuda a sobrellevar la situación. Además, todas las noches sufre una pesadilla que no ha contado a nadie: un monstruo le visita: “Volveré a visitarte más veces, Conor O’Malley. Y sacudiré las paredes hasta que te despiertes. Entonces te contaré tres historias. Y tú, a cambio, me contarás una cuarta. La verdad que sueñas. Esa verdad que escondes”.

Los tratamientos fallan uno tras otro y el último intento también ha resultado inútil. Su madre en el hospital se muere. El tiempo va pasando y el monstruo ya le ha contado a Conor tres historias. Tres historias con las que el niño todavía no sabe muy bien qué hacer. Su problema no tiene nada que ver con los personajes de esas historias, príncipes y curanderos, sino con su madre que se está muriendo. Por eso, tras la tercera de las historias, se enfrenta con el monstruo que le dio esperanzas de curación. Pero al hacerlo, éste le hace revivir su pesadilla, es decir, su verdad oculta, y tras revolverse y chillar e intentarlo todo por evitarlo, termina gritando el deseo que llevaba tanto tiempo escondido en su corazón: “¡Quería que todo se acabara!”. Y con este grito se hace el silencio. La música se detiene, el viento amaina, y el monstruo suelta suavemente el aliento que, como nosotros, estaba contenido.

Conor continúa con un susurro: “No puedo soportar saber que se irá. En la pesadilla yo la dejo caer. Yo la dejo morir”. Bajo la atenta mirada del tejo, el muchacho suelta lo que ha llevado dentro tanto tiempo. Cómo su madre le decía que estaba mejor, cómo quería, pero no podía, creerla. Cómo empezó a pensar en las ganas que tenía de que todo acabara, aunque eso significara perderla. Y ese pensamiento horrible le persigue. ¿Qué hijo desea algo así para su madre? Merece lo peor. “Y ahora es real. Se va a morir y es culpa mía—“.

Pero “esa —le interrumpe el viejo árbol— no es la verdad en absoluto”. Y es que, ¿qué hay más humano que querer que se acabe el dolor? ¿Cómo puede un niño, o nadie, no desear que termine el sufrimiento?

El monstruo le hace ver que él no deseaba la muerte de su madre sino que no sufriera; son cosas distintas y que no debería sentirse culpable por ello. Ese deseo suyo no contradice el amor que le tiene.

Lo que todavía Conor no ha entendido es que el monstruo no vino a salvar a decirle cómo curar a su madre, ni a salvarlo de su abuela, con la que no se lleva bien, ni a protegerlo de los matones de la escuela…, vino para curarle a él… de ese pensamiento, de esa aparente contradicción que por dentro le carcomía. “Querías y al mismo tiempo no querías.”, le dice al chico que ahora se abraza a su nudosa pierna, incapaz de sostenerse. “Sólo querías que se acabara el dolor. Tu propio dolor. Es el deseo más humano que hay”.

Poco a poco la película nos muestra esa dolorosa realidad del ser humano, capaz de lo mejor y de lo peor al mismo tiempo, fuerte y frágil (como cuando Conor acaba con el acoso al que sus compañeros le venían sometiendo), efímero y eterno. Las piezas de las tres historias que el monstruo le ha ido contando encajan bajo esa nueva luz: “Cómo puede un príncipe ser un asesino y ser amado por su pueblo. Cómo puede un boticario tener mal genio y ser recto en sus principios. Cómo pueden los hombres invisibles estar más solos haciéndose ver.” Una naturaleza, la nuestra, que se encuentra en continua contradicción y en la que Conor no debería sentirse culpable de ese deseo tan lógico, tan humano, de amar con locura a su madre y, al mismo tiempo, querer que acabe su dolor.

Así Conor puede finalmente afrontar la realidad de la muerte de su madre y confesarle sin rastro de culpa en un último abrazo la verdad que guardaba en lo más hondo. “No quiero que te vayas”.

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